Podrá funcionar el PND

Dos conclusiones emanan directamente de la lectura del Plan Nacional de Desarrollo. La primera es que el gobierno va a tratar de sentar las bases para el desarrollo de largo plazo del país, en lugar de intentar resolver cada uno de los detalles burocráticos que tradicionalmente han concentrado sus objetivos, fuerzas y recursos. La segunda conclusión a la que llego es que la implicación de la propuesta gubernamental para la sociedad mexicana -para la economía, para el sistema político y para el desarrollo en su acepción más amplia- es que a partir de ahora cada mexicano será responsable de su propio devenir. Se trata, por ello, de una propuesta ambiciosa y nada convencional. La pregunta es si entre la gran visión y la realidad concreta habrá el tiempo y la capacidad de evitar tropiezos y caídas sin remedio.

 

El programa de desarrollo presentado por el presidente Zedillo constituye una propuesta sumamente sensata y clara. Básicamente dice que el país tiene dos grandes problemas y que atenderlos es una precondición para poder lograr el tan añorado desarrollo. Por una parte se encuentra el problema del insuficiente ahorro interno y de la baja productividad de la economía. Por el otro lado se encuentra un sistema político en descomposición que no tiene instituciones sólidas que lo encaucen, ni estructuras políticas adecuadas para soportar el tipo de crecimiento económico que el país requiere. Lo que el plan propone es, en consecuencia, que el gobierno se aboque a estos dos grandes temas, dejando que sea la sociedad la que responda a los incentivos implícitos que las acciones gubernamentales generen.

 

El gobierno tácitamente rechaza que sea su función la de decidir los destinos del país o la de establecer grandes objetivos que al final nadie cree. Lo que hace es un planteamiento no totalmente explícito, pero sí irrefrenable e inevitable a lo largo de todas y cada una de las páginas del texto, que consiste en redefinir la  función y objetivos no del país y de la economía, como había sido la costumbre, sino del gobierno. En esto hay un gran radicalismo en la propuesta gubernamental: el gobierno ya no se ve a sí mismo como el conductor de la sociedad ni como el espíritu moral que debe cuidarla y vigilarla en cada paso, sino como el responsable de crear las condiciones que hagan posible el desarrollo del país. Como tal, su objetivo no es el de decidir por todos o el de imponer su voluntad sobre todos, como también era la costumbre priísta, sino abocarse a lo que es su responsabilidad legal y a corregir las deficiencias que impiden el desarrollo económico.

 

Desde la nueva perspectiva gubernamental, el PND propone, en los primeros tres capítulos, que el gobierno va a dedicarse a crear las condiciones políticas e institucionales para que el país pueda alcanzar el desarrollo. Entre éstas se encuentran la legalidad, la relación entre el gobierno y los estados y municipios y las condiciones de interacción y competencia entre los partidos políticos. Por el lado económico, en el mismo espíritu, el gobierno propone atacar las deficiencias que percibe en la consecución del desarrollo, particularmente el ahorro interno, las leyes laborales y la infraestructura física y humana. Puesto en otras palabras, el gobierno se ve a sí mismo como el responsable de crear la infraestructura política, legal y económica para que el desarrollo sea posible.

 

Desde este punto de vista, el plan constituye una gran noticia para los mexicanos, pero también representa un enorme reto. La buena noticia es que el gobierno finalmente reconoce que su marco de acción ha sido tan amplio, tan generoso, tan corrupto y tan plagado de abusos e ilegalidad que es necesario disminuir su impacto directo sobre la sociedad y dejar que ésta tenga una oportunidad y responsabilidad de desarrollarse. El gobierno acepta implícitamente su enorme culpa en llevar al país de una crisis a otra, por lo que reconoce que es tiempo de limitarse a asegurar que exista un marco legal y político para que los mexicanos decidan quién quieren que los gobierne y cómo van a resolver sus disputas, por un lado, y a generar un marco económico que produzca una base de ahorros suficientemente amplia para no depender en exceso de la inversión externa y que favorezca un muy rápido crecimiento de la productividad. La gran noticia es, pues, que el gobierno ha decidido que cada mexicano podrá trabajar y progresar tanto como su propia capacidad se lo permita.

 

La mala noticia es que cada mexicano va a tener que defenderse por sí mismo. Nada hay de malo en permitir y favorecer que cada quien se aboque a su trabajo, pero eso constituye un gran problema, toda vez que los buenos objetivos gubernamentales no modifican la realidad cotidiana de las empresas, de los campesinos, de los trabajadores, de los partidos políticos, de la pobreza y así sucesivamente. Si observamos las enormes dificultades que enfrentaron las empresas industriales en los últimos años en el contexto de la apertura de la economía, es obvio que la capacidad de adaptación de un enorme número de empresas, por buenas o por malas razones, es ínfima. Sólo unos cuantos cientos de empresas lograron verdaderamente descollar en los últimos años, frente a un mar de oportunidades perdidas o mal aprovechadas. Si el Plan funciona, esos impedimentos a la adaptación de las empresas van a desaparecer, pero muchísimos mexicanos están acostumbrados a reaccionar a las iniciativas gubernamentales en lugar de desarrollar oportunidades por sí mismos. En este sentido, el reto es mayúsculo.

 

El PND representa un cambio conceptual fundamental porque, por primera vez, establece los límites del actuar gubernamental.  Esto merece todo el reconocimiento público por cuanto abre la puerta para un cambio de fondo en la relación entre el gobierno y la población, dándole a esta última, por primera vez en nuestra historia contemporánea, la primacía en las decisiones sobre el devenir nacional.  El problema es que este cambio no se presenta en un vacio, sino en el contexto de seis meses de decisiones contradictorias, de reformas inacabadas e insuficientes, de negociaciones que no parecen ir a ninguna parte y de acciones en los ámbitos fiscal y comercial que en mucho se contraponen con la letra y espíritu del PND.

 

Por lo anterior, el mayor riesgo del PND es que el gobierno ignore la realidad cotidiana e intente sobreponer un plan más sobre ésta. Llevar a cabo los principios que establece el plan implicaría desmantelar toda la estructura burocrática que existe, transformar a los gobiernos municipales, someter al propio gobierno y a cada uno de sus funcionarios a la ley, además de hacer lo propio con todos los transgresores de ésta en el conjunto de la sociedad, sin miramiento alguno. Los últimos seis meses han sido ricos en oportunidades perdidas de hacer cumplir la ley, de someter a los políticos que siempre han vivido en la impunidad, de articular un nuevo arreglo político entre los partidos y de establecer un marco claro de política económica. El PND abre la oportunidad de reiniciar el camino. En este sentido, así como en su planteamiento básico, debe ser bienvenido, pero nadie debe albergar ninguna ilusión de que el camino hacia  adelante va a ser un lecho de rosas.

Italia o Japón en el futuro de México

El proceso de descomposición que ha venido experimentando el sistema político mexicano en la última década, y que llegó a extremos de violencia en 1994, se ha convertido en un factor medular de disfuncionalidad para la recuperación económica. La existencia de fuertes retos para el PRI en materia electoral no ha contribuido a avanzar la democratización del país más allá del hecho -importante en sí mismo- de que se han dado diversos casos de alternancia de partidos en el poder a nivel estatal. Si uno ve la actitud de linchamiento, en lugar del reporte de noticias y análisis de las mismas, de muchos medios de comunicación y la ausencia de acuerdos básicos de comportamiento político entre todos los partidos y fuerzas políticas, las perspectivas de construcción de un nuevo sistema político que satisfaga los requisitos de una democracia más allá de lo electoral son relativamente pobres. Desde luego que, en esta materia, México no está sólo. Hay otros países que tienen sistemas políticos corruptos, inestables y en serios problemas y que, sin embargo, no impiden su desarrollo económico.

 

Evidentemente, lo deseable para un país que experimenta transiciones complejas tanto en lo económico como en lo político sería que ambos procesos fuesen compatibles, que ambos evidenciaran una evolución gradual que no rompiera con la estabilidad y que en ambos casos se avanzara hacia la satisfacción de las necesidades de empleo, elevación de ingresos, participación y representación política, etcétera. La última década, sin embargo, ha mostrado cuán difícil es lograr una evolución de esta naturaleza. Existen toda clase de vicios, intereses opuestos a un cambio, competencia por el poder y una gran incapacidad de adaptación, tanto en lo económico como en lo político.

 

Cualquiera que sea la causa de los conflictos políticos que se han venido presentando, el hecho es que hoy son visibles diversas fuentes de enfrentamiento y de violencia que no contribuyen a la estabilidad económica o política. En primer lugar, y por encima de todo, están los conflictos entre diversos miembros del PRI; luego hay conflcitos entre políticos cercanos al priísmo con el gobierno o con otros partidos. Por su parte, el PRD experimenta una lucha intestina y una incapacidad o ausencia total de interés por sumarse a un proceso de cambio institucional. De una u otra forma, sea por incapacidad, por intereses afectados, por estrategia, por descomposición o por personalidades, el hecho es que el sistema político enfrenta toda clase de conflictos que, a la fecha, no encuentran canales de resolución institucional. Para los políticos no ha habido incentivos suficientemente convincentes para resolver sus diferendos dentro de  estructuras institucionales.

 

Desde una perspectiva ciudadana, este tipo de conflictos entraña problemas de participación y de representación. Sin embargo, en la actualidad, los conflictos también entrañan la imposibilidad de reactivar el desarrollo económico. La interrogante es si es posible lograr, por lo menos, uno de los dos. Si bien la mayoría de los países desarrollados o que avanzan hacia un concepto cualitativo de desarrollo también se caracterizan por la existencia de sistemas políticos funcionales -a veces más democráticos que otras-, existen por lo menos dos ejemplos de países que cuentan con sistemas políticos conflictivos, corruptos y en problemas que, sin embargo, no impiden el desarrollo normal de la actividad económica.

 

Tanto Italia como Japón han logrado aislar con gran éxito a sus sistemas políticos respecto de sus economías. Lo han hecho en gran medida porque han creado instituciones más o menos autónomas (más en Japón que en Italia) encargadas de administrar la economía, incluyendo entre éstas a partes del gobierno y al banco central, a lo cual se suma un consenso más o menos sólido sobre la política económica.  El secreto de esos países ha residido precisamente en que han logrado aislar al sistema político de la economía, favoreciendo un rápido crecimiento económico y una sustancial mejoría en la calidad de vida y en la riqueza de sus poblaciones.

 

La posibilidad de lograr un sistema político y una sociedad plenamente democráticos siempre existe. Nuestra realidad inmediata, sin embargo, no parece ofrecer un camino muy promisorio en esta dirección. Quizá sería más importante construir un proceso de institucionalización política a fin de permitir que se aislen los conflictos políticos para permitir que el desarrollo económico tenga lugar, favoreciendo todos los cambios, correcciones y ajustes que la recuperación económica requiere y que en la actualidad no se están dando.  Es decir, quizá fuese mejor conscientemente intentar duplicar la situación de un país como Italia que, por razones totalmente suyas, ofrece un ejemplo muy interesante para nosotros.  Una vez que se logren ambos propósitos -la institucionalización política y el crecimiento económico- quizá será viable un esquema democrático íntegro e integral.

El mito del ahorro

Luis Rubio

¿Qué es primero, el ahorro o la inversión? Según el gobierno, lo primero es el ahorro. En realidad, son las dos caras de una misma moneda, pero no por eso da igual qué hacer. México necesita grandes cantidades de inversión para poder recuperar el camino del desarrollo, generar empleos y elevar los ingresos de la población. Discutir qué es primero es, por ello, un tanto irrelevante. De ahí que lo importante en este momento sea impulsar la inversión (que necesariamente tendrá que ser financiada en el corto plazo con ahorro externo) para que, ex post facto, se genere el ahorro nacional que el país requiere. Esto que parece tan simple va a requerir grandes cambios económicos, políticos, jurídicos y de actitudes.

El tema del ahorro ha sido recurrente en la discusión entre economistas y funcionarios gubernamentales por décadas. Lo interesante es que nunca se han formulado la pregunta correcta: ¿qué se tiene que hacer para que se materialice la inversión productiva?. Si uno plantea el tema de esta forma, se torna posible identificar las acciones que sería pertinente llevar a cabo para elevar drásticamente los niveles de inversión. En el gobierno, sin embargo, tiende a verse sólo el lado del ahorro porque efectivamente existe una correlación directa entre los países que más ahorran y los que más crecen. No es casualidad que países como Japón, Hong Kong, Corea y Chile sean de los que más ahorran y de los que más crecen en el mundo. Desde esta perspectiva, la preocupación gubernamental por elevar los niveles de ahorro es lógica y está plenamente justificada. El problema es que no cualquier ahorro y no cualquier manera de procurarlo es igualmente adecuada para lograr el objetivo de elevar los niveles de inversión.

La afirmación anterior se puede constatar en dos ejemplos históricos, uno nuestro y otro de algunos de los países más exitosos en el sudeste asiático. En el caso de México es interesante recordar la discusión sobre el tema del ahorro en los setenta. Preocupados por la llamada atonía del primer año de su administración, los economistas del gobierno de Echeverría argumentaron que el país enfrentaba una profunda escasez de ahorro y que éste era el factor central que determinaba el estancamiento de la economía. Acto seguido, el gobierno se abocó a elevar todos los impuestos posibles y a buscar incrementar los ingresos gubernamentales. Los ingresos gubernamentales efectivamente se elevaron, pero eso no favoreció un rápido crecimiento de la inversión, sino del gasto público. Es decir, una vez que el gobierno logró más ingresos se dedicó a dispendiarlos y no a invertirlos en forma tal que pudiese permitir grandes beneficios a la sociedad en su conjunto por muchos años. En esto nuestra historia es particularmente ilustrativa: por buenas o por malas razones, el hecho tangible es que para el gobierno siempre es más fácil gastar en el presente que invertir para el futuro.

El otro ejemplo se refiere al enorme contraste que existe entre Hong Kong y Singapur, dos ciudades-nación que han seguido caminos al desarrollo casi diametralmente opuestos. Singapur ha sido el paraíso de los burócratas honestos: si bien no hay corrupción, el ahorro que existe en ese país es fundamentalmente gubernamental, producto de elevadísimos impuestos y de la concentración de las decisiones en el propio gobierno. Hong Kong, por su parte, es el paraíso de la economía de mercado, donde el gobierno juega un papel estrictamente mínimo, limitándose a asegurar que el mercado funcione. El resultado, después de treinta o cuarenta años de muy rápido crecimiento en ambas sociedades, es plausible. Ambas economías han crecido en forma espectacular, sosteniendo tasas en muchos años superiores al 10%. Lo interesante es que la inversión requerida para materializar ese desarrollo ha sido casi el doble en Singapur que en Hong Kong. El primero ha tenido que invertir muchísimo más dinero -ahorro- para lograr el mismo objetivo.

Los ejemplos de los setenta en México y de Hong Kong y Singapur sugieren que existen varias lecciones muy útiles que explican más que mil teorías. Cada vez que caemos en dificultades económicas, algo recurrente en las últimas tres décadas, resurge el tema del ahorro y cada vez pretendemos descubrir el hilo negro. De la misma forma, cada vez que la economía inicia una recuperación, por efímera que ésta pudiese ser, el tema desaparece. La razón de ello es que el crecimiento económico en sí es uno de los más importantes generadores de ahorro. Si uno acepta esa premisa, entonces lo que es imperativo es promover la inversión productiva. Por ello, en lugar de diseñar nuevas teorías sobre cómo se puede inducir un mayor ahorro por la vía fiscal, por fondos de pensiones, etcétera, quizá sería más productivo hacer una revisión introspectiva sobre las razones por las cuales hay tan poco ahorro en el país a pesar de que ha habido momentos de muy alto crecimiento económico. Identifico cinco puntos principales:

En primer lugar, es imperativo reconocer que lo que el país requiere es inversión. Para lograr que ésta se materialice es necesario que se creen las condiciones mínimas, a nivel internacional, que justifiquen y atraigan montos substanciales de inversión directa. Ningún ahorrador va a invertir si no existen las garantías necesarias para comprometer una inversión. Estas garantías tienen que ver con la estabilidad política, con la seguridad jurídica, con la existencia de un marco económico estable y que propicie la inversión y el crecimiento económico, con una moneda firme y una clara dirección de política económica. En la etapa de globalización económica, los ahorradores e inversionistas mexicanos son indistinguibles de los del resto del mundo; de ahí que un cambio en la política fiscal interna no vaya a cambiar sustancialmente la probabilidad de que crezca el ahorro nacional.

En segundo lugar, en México no se ahorra poco. Si uno suma el total de ahorro que se produce anualmente cada año por las empresas, por el gobierno y por los particulares, el coeficiente de ahorro es muy elevado, independientemente de que pudiera ser mayor. Algo de ese ahorro se convierte en inversión, pero un muy elevado porcentaje se evapora a través del renglón de «errores y omisiones» de la balanza de pagos, porque los ahorradores e inversionistas no tienen confianza en el futuro del país o en la seguridad de su dinero. Muchas empresas extranjeras repatrían sus utilidades, algo que quizá no harían con sus inversiones en países donde hubiera certidumbre económica, jurídica y política, así como potencial de alto desarrollo como en Hong Kong o en Alemania. Sin embargo, si repatrían sus utilidades obtenidas en México porque saben que sus derechos de propiedad son muy endebles y que la protección legal con que cuentan es extremadamente frágil. Lo mismo ocurre con las empresas mexicanas y con los individuos. Es decir, uno de nuestros grandes problemas en materia de déficit de inversión es de falta de seguridad jurídica y no de coeficiente de ahorro.

En tercer lugar, no es lo mismo el ahorro privado que el ahorro público. En un sentido abstracto, un ahorro es igual al otro, porque ambos representan fondos disponibles para la inversión. Si observamos los dos ejemplos antes citados, sin embargo, es evidente que existen profundas diferencias entre el manejo que hace un individuo de su dinero y el manejo que hace un burócrata con el dinero que no es suyo. Tanto el crecimiento -y el dispendio- en el gasto público en los setenta como la abismal diferencia que existe entre Singapur y Hong Kong, permiten concluir que lo importante es crear las condiciones para que el ahorro crezca en el país y que cada individuo lo utilice como mejor considere, pues eso es lo que crea más empleos y eleva los ingresos más rápidamente.

En cuarto lugar, el tema más importante del ahorro es la inversión. Los ahorradores, en México y en el mundo, deciden convertir su ahorro en inversión cuando perciben que existe una oportunidad: un mercado muy atractivo, una fuerza de trabajo calificada y un esquema legal e institucional que les permita proteger sus intereses. Si uno ve al mundo en su conjunto, de lo que no hay escasez alguna es de ahorro disponible. Lo que se requiere es fomentar la inversión, creando para ello condiciones necesarias para atraer la inversión nacional y del exterior. En este sentido, la cuarta lección importante es que hay que emplear todos los instrumentos fiscales, regulatorios y legales para atraer la inversión mexicana y extranjera y dedicar toda la capacidad gubernamental y nacional a transformar la educación y las instituciones de salud en el país.

Finalmente, el uso de los impuestos como mecanismo para promover el ahorro en un país con carencias tan importantes y con una desigualdad tan patente es en extremo riesgoso. Ciertamente tiene más sentido castigar el consumo en aras de elevar el ahorro -aumentando impuestos como el IVA, por ejemplo-, que cobrar muy elevadas tasas de impuesto a las empresas porque éstas castigan la inversión. El problema es que eso funciona muy bien en la teoría, pero no en la práctica cotidiana en un país como el nuestro. Nuestra cercanía con la economía norteamericana nos obliga a tener tasas de impuestos semejantes a las suyas, pues de otra manera no atraemos la inversión norteamericana. Por otra parte, cuando la gran mayoría de los mexicanos difícilmente puede sobrevivir con su ingreso, un aumento en las tasas el IVA, por racional que pudiese ser el concepto, es altamente injusto y políticamente explosivo. Sería mejor crecer más rápido para con ello generar los ingresos que permitan contemplar otras opciones de impuestos.

La inversión se va a materializar toda vez que no nos dediquemos a ahuyentarla y a impedirla. Fuertes tensiones políticas, ausencia de derechos individuales y de propiedad bien definidos y la falta de un claro movimiento en torno a la transformación de la educación y la infraestructura son condiciones que sin la menor duda la van a hacer imposible. Más que el ahorro o los impuestos, todas las baterías gubernamentales y nacionales deberían estar enfiladas hacia la creación de un entorno favorable a la inversión productiva.

 

Elecciones y estabilidad política

La paz y tranquilidad que caracterizó a las recientes elecciones en el estado de Jalisco demostró que los mexicanos estamos avanzando en la dirección de la civilidad política. No me parece obvio, sin embargo, que ese sea el escenario más probable para el futuro mediato. Para empezar, no es evidente que, si el PRI hubiese ganado con un margen similar al del PAN, los partidos de oposición se lo hubiesen reconocido sin más. Días antes de la elección, varios de los líderes del PAN habían venido haciendo afirmaciones en el sentido de que iniciarían un proceso de resistencia civil en caso de que no se les reconociera el «triunfo». En este sentido, la novedad residió en que fue el PRI (y, sin duda, el gobierno federal) el que actuó con gran civilidad.  Este fenómeno de civilidad, como hemos visto en el conflicto dentro del PRD en Michoacán, no parece ser una característica emergente del sistema político, sobre todo cuando persisten intentos de deslegitimación anticipada en diversos estados (como Yucatán), y cuando ha habido intentos evidentes por crear situaciones de ingobernabilidad en algunos otros.  Una pregunta que me parece clave para el devenir político del país en el futuro mediato es qué pasaría si resulta que el PRI y los priístas acaban siendo, irónica y paradójicamente, los únicos que tienen que conformarse a normas de civilidad política en materia electoral.

 

Muchos rechazarán la hipótesis de que el PRI está siendo civilizado en su comportamiento político y electoral, aunque la evidencia en Jalisco, por citar el único ejemplo válido del sexenio actual, es absolutamente impecable. Los panistas han criticado la nominación del candidato del PRI a la gubernatura de Yucatán con argumentos que no son enteramente válidos por la simple razón que la naturaleza y características teóricas o reales de un individuo no son motivo legítimo para desacreditar una elección que todavía no tiene lugar. Lo único que es tema legítimo de debate partidista es el comportamiento de un partido y su candidato durante la campaña y durante la elección. La forma en que un candidato se elija por parte de un partido y la persona de ese candidato son temas de competencia exclusiva del partido mismo y, en todo caso, de los votantes. Si el PRI y los priístas recurren a prácticas «tradicionales» en el proceso electoral, o si la ley electoral esta viciada de entrada, tanto la ciudadanía como los partidos en contienda tendrían todo el derecho (y la imperiosa necesidad) de denunciarlo y de seguir los procedimientos que la ley les permita para penalizarlo. Lo que es impropio en una democracia incipiente es descontar anticipadamente la legitimidad de una elección.

 

Por su parte, las acciones del PRD a nivel nacional con gran frecuencia han estado encaminadas a desacreditar al gobierno federal y a crear situaciones de ingobernabilidad, probablemente orientadas a tomar el poder que los electores les negaron por la vía de las urnas.  Más allá de las pugnas internas de ese partido, el comportamiento y planteamientos de la mayoría de sus candidatos en los últimos meses han sido mal recibidos por el electorado, seguramente porque, al menos en parte, el partido ha optado por vías no institucionales para llegar al poder.  De esta manera, además de no ganar en las urnas, el PRD no ha logrado su pretensión de ser la gran fuerza promotora de una democracia, lo que implicaría no sólo un absoluto respeto a la legalidad y a los candidatos elegidos por el electorado, sino también tolerancia en su actuar cotidiano.

 

Por supuesto,  el hecho de que los panistas y los perredistas, cada uno a su modo, pudiesen estar contribuyendo a crear un ambiente poco conducente al crecimiento de prácticas democráticas, no implica que los priístas sean unas hermanas de la caridad. Entre los priístas hay un buen número que cree que podría ganar unas elecciones sin recurrir a prácticas ilícitas, o al menos impropias, que con frecuencia han caracterizado la historia de su partido, pero hay otros que no tienen el menor empacho en proteger sus intereses y lo que consideran equivalente a su propiedad, por cualquier medio posible. Unos quieren ganar elecciones impecables y lograr con ello la legitimidad que han perdido, en tanto que a otros eso de la legitimidad les importa un comino, cuando lo que persiguen es el poder a  cualquier precio. El resultado es pugnas internas, diferencias sobre cómo proceder y, en general, parálisis en la capacidad del partido de actuar colectivamente en la dirección de la construcción de nuevas formas de participación política, lo que favorece prácticas contradictorias, diferencias entre el discurso y la realidad y, lógicamente, una incapacidad de ese partido de ganar credibilidad.

 

Si el problema fuese exclusivamente del PRI, nadie debería estar preocupado. Lo que le pase al PRI, sin embargo, es importante en la medida en que muchos de sus miembros, organizaciones, prácticas y estructuras mantienen una enorme capacidad de disrupción.  En este contexto, el tema electoral a nivel estatal es más importante de lo que podría parecer a primera vista. Por definición, dado que el PRI ha acaparado, hasta el caso de Baja California hace seis años, el 100% de las gubernaturas, cualquier ascenso de los partidos en la oposición tendría que ser a costa del PRI. Para los priístas, ese escenario, naturalmente, es muy poco halagador. Si además del hecho objetivo de que el crecimiento de la oposición va a tener lugar, en términos generales, a costa del PRI, reconocemos que existen grandes diferencias al interior de cada uno de los tres principales partidos sobre qué hacer y cómo avanzar, es de anticiparse que las pugnas y los conflictos van a profundizarse en lugar de amainar en los meses próximos. Los partidos en la oposición van a explotar todos los subterfugios legítimos (como la crisis económica o la calidad de la administración local), pero también todos los que no necesariamente son legítimos, como los que mencionaba en los casos de Jalisco y Yucatán.

 

Con todo, quizá los casos más importantes de este año no sean los de Jalisco y Yucatán, sino sobre todo los de Baja California y Guanajuato. La razón por la cual estos dos estados son importantes es precisamente que se trata de la primera ocasión en que el PRI compite como partido opositor, fuera del gobierno. Hasta la fecha, uno de los principales indicadores de la peculiar democracia mexicana era la ausencia de alternancia de partidos en el poder. Esa circunstancia histórica se empezó a romper con la elección de Baja California y continuó con Chihuahua y ahora Jalisco. El caso de Guanajuato, también gobernado por un panista, es un poco diferente por las circunstancias bajo las cuales su ascenso tuvo lugar, pero el efecto es el mismo. En cualquier caso, este año vamos a empezar a ver la posibilidad de iniciar una verdadera alternancia en el poder, donde un partido sale y otro entra sin que nadie dispute el resultado.   En términos generales, las condiciones en que se encuentra la lucha por el poder en ambas entidades son suficientemente transparentes como para lograr procesos políticos indisputados. Pero la trascendencia del resultado será enorme.

 

A mí en lo personal lo único que me parece importante en un proceso electoral es que los partidos en contienda den su mejor batalla por obtener el voto del electorado y luego se sometan a los resultados sin más. Qué partido gana es menos importante que el que el proceso sea impecable, porque eso obliga a los gobernantes a ser más responsables ante el electorado. Este principio evidentemente debería caracterizar a las elecciones de Guanajuato y Baja California en las próximas semanas y meses, respectivamente, pero ese hecho no debe cegarnos ante lo que ahí está en juego.

 

El resultado en Guanajuato y Baja California es crucial este año para la estabilidad de largo plazo del país por la simple razón de que lo que ahí ocurra muy probablemente va a tener un extraordinario efecto sobre lo que le pase al PRI. Si el PRI gana al menos una de las dos elecciones de gobernador en esos estados, se van a fortalecer aquellos priístas que argumentan que es posible la recuperación de la legitimidad y se van a debilitar los elementos más duros, que ven el poder evarporárseles de las manos, y viceversa: si el PRI pierde, se van a fortalecer los duros y debilitar los moderados. Qué le ocurra al PRI debería ser, como decía yo antes, problema de los priístas. Sin embargo, si uno acepta la hipótesis de que algunos priístas, los más propensos a las prácticas «tradicionales»,  tienen una gran capacidad disruptiva, entonces lo que ocurra en Guanajuato y en Baja California va a ser crucial para el futuro del país.

Hacia un consenso básico

El meollo de la crisis actual se localiza en la ausencia de un consenso básico sobre el rumbo que debe seguir el país. Cuando una sociedad pierde el consenso que la mantiene unida o que, al menos, le da sentido de dirección, y no hay instrumentos o mecanismos institucionales que permitan recrear una base de consenso, hay el riesgo de que surja un líder mesiánico, como han sido Hitler, Khomeini o Alan García. En la actualidad, los partidos políticos y otros mecanismos que supuestamente existen para propiciar y canalizar la participación política, han sido incapaces de transmitir, absorber o liderear el enojo social, el creciente repudio  al gobierno y la desazón que acoge a muchos mexicanos por la situación económica, por los malos servicios públicos, por la inseguridad que domina al ambiente, etcétera. Los partidos de oposición pueden estar logrando avances electorales, pero eso no parece estar reduciendo el potencial de emergencia de un movimiento mesiánico.

 

Desde hace años, el crecimiento de la sociedad y de fuerzas políticas ajenas a los pactos postrevolucionarios, así como el cambio económico profundo que ha experimentado el mundo y el país, han erosionado, al punto de agotar, los consensos históricos que animaron el desarrollo del país y la estabilidad política de décadas. El enfrentamiento entre los que quieren un retorno al pasado, los que pretenden que todo el pastel pase a sus manos y los que no encuentran ningún espacio para participar ha producido una incertidumbre creciente que genera inseguridad y que propicia un ambiente contrario al desarrollo económico, político y social del país.

 

Las transiciones políticas entre un gobierno y otro (del mismo o de otro partido) son siempre difíciles y complicadas porque entrañan cambios de personas en los puestos de responsabilidad pero, sobre todo, porque con frecuencia implican cambios importantes de objetivos, orientación o estilo de gobernar. Si uno observa los cambios de gobierno en países tan institucionalizados como la Gran Bretaña o Estados Unidos, éstos rara vez son fáciles o carentes de complicaciones de uno u otro tipo. A pesar de ello, sin embargo, esas sociedades gozan de una característica que nosotros tuvimos, pero que hemos perdido en el tiempo y esa es la de la existencia de un consenso básico sobre las reglas del juego, sobre el marco institucional, sobre lo que es aceptable y sobre lo que no lo es. La erosión, si no es que desaparición, de ese consenso yace en el fondo de la incapacidad de articular un camino en el terreno económico y político que pudiese satisfacer a la mayoría de los mexicanos.

 

La democracia, forma política a la que nos hemos acercado con gran rapidez en el terreno electoral, entraña un alto grado de conflicto porque el número y diversidad de actores en juego es enorme, lo que hace difícil la cooperación entre ellos y, sobre todo, la resolución de disputas. El secreto de la democracia es que los partidos y fuerzas que compiten por el poder tienen la certeza de que no van a perderlo todo si es que no conservan o no logran acceder al poder en un momento dado. Es decir, las partes que compiten por el poder, a cualquier nivel de la sociedad, comparten un conjunto de valores y objetivos que son más fuertes que las diferencias de énfasis o estilo que los diferencian, así como de estructuras institucionales que permiten una interacción sin violencia.  Quizá mas importante, comparten la expectativa de que ninguna elección es la última: siempre habrá u otra en la que pudiesen competir y ganar. Eso hace que todos estén dispuestos a jugar dentro de las reglas establecidas y a ceñirse a los resultados, situación que todavía no ha tenido lugar en México.

 

Así como un consenso básico es esencial  para el desarrollo de un país, el consenso es imposible si se excluye a la ciudadanía del proceso o si el gobierno o los partidos actúan como si ésta no existiera. En la actualidad podemos ver ambos fenómenos con gran claridad. Por una parte están los arreglos cupulares que el gobierno y los partidos han estado intentando amarrar, como mecanismos estructurales para la construcción de un consenso político nacional. Esos arreglos son esenciales para lograr la paz política, pero acabarían siendo irrelevantes si la población no se siente parte de ellos y si no ve mejoría tangible en temas como los relacionados a los servicios públicos y la seguridad como resultado de ellos. Por su parte, tanto el gobierno como la mayoría de los partidos actúan como si la población fuese irrelevante, como si lo que importara fueran los acuerdos palaciegos que se alcanzan al amparo de la obscuridad.

 

Para los partidos políticos es muy atractivo suponer que un arreglo cupular podría resolver todos los males del país. La ausencia de consenso en la actualidad, sin embargo, no ocurrió porque se escindiera una parte del PRI para luego  formar el PRD, ni porque se haya lanzado la reforma económica, afectando gravemente a muchos de los intereses fundamentales del PRI, sino porque los que participaron y crearon esos consensos ya no son representativos de la mayoría de los mexicanos de hoy. En cierta forma, la identificación que hacen muchos políticos de la problemática actual con esos factores o con sus consecuencias demuestra una gran arrogancia, porque en el fondo de los cambios que ha experimentado el país en las últimas décadas se encuentra una sociedad que se ha transformado en forma dramática y que demanda cada vez más satisfactores tanto políticos como económicos. La reforma económica de los últimos años no fue otra cosa que un intento por satisfacer al menos parte de  esas demandas y por crear las condiciones para que  la economía, el gobierno y el país en general se adecuaran a la realidad de una sociedad que había cambiado. Por ello, a pesar de los errores que se hubiesen cometido o de las limitaciones de los cambios de los últimos años, sobre todo en materia política, su origen era sumamente inteligente y había logrado aglutinar a parte de la población tras ellos. Quizá, por ello, en este contexto, el enojo de la población en la actualidad sea tanto mayor, pues hay una sensación muy generalizada de traición, fraude y abandono.

 

En el momento actual estamos enfrentando tres problemas centrales. Primero es el mundo de la política, en donde los principales actores -los partidos, los zapatistas, el gobierno y demás- no se ponen de acuerdo en prácticamente nada, excepto en la premisa de que la población no importa y que lo que ésta haga o deje de hacer es irrelevante. Segundo es el muy rápido deterioro que experimenta el consenso social, al grado en que éste se ha desvanecido en muchos ámbitos a partir de la devaluación. Puesto de otra manera, la sociedad urbana ya no acepta las decisiones gubernamentales ni las jugarretas que llevan a cabo los partidos ni los políticos en general. Esta, sin embargo, no está organizada, ni parece tener un elemento articulador que le permita actuar más allá de su ámbito inmediato. Finalmente, el tercer problema del momento actual es consecuencia de los dos anteriores. Por una parte, el gobierno no parece dispuesto o capaz de intentar un liderazgo social orientado a darle forma a un nuevo consenso social, ni los partidos, al menos hasta este momento, han sido capaces de ofrecer una alternativa. Por otra parte, la sociedad ha llegado a un grado de enojo tal, que parece estarse creando un espacio propicio para el surgimiento de movimientos mesiánicos, populistas o autoritarios.

 

De una u otra manera, la esencia de la problemática del país en la actualidad yace en la virtual evaporación del consenso que le dio décadas de paz y estabilidad al país. No se trata de un problema nuevo, pero éste es quizá el momento en que, después de dos o tres décadas de gradual erosión, el consenso postrevolucionario finalmente ha desaparecido. ¿Qué sigue? Eso dependerá de la capacidad de anticipación del gobierno; de  la proclividad de las fuerzas políticas (políticos, grupos y partidos) a aceptar o rechazar un esquema de estabilidad y legalidad en lugar de uno de violencia; y de la madurez con que la sociedad decida actuar o no actuar frente al deterioro que se observa por doquier.

 

El factor individual más importante que podría contribuir a revertir las tendencias actuales sería la creación de un fuerte marco institucional que permitiese reconstruir un consenso básico. El gobierno comenzó a avanzar por esta línea con el énfasis que ha puesto en la legalidad, pero, hasta la fecha al menos, ese camino ha sido más bien modesto. Sólo un decidido embate orientado a imponer la ley, a mantener una absoluta e irrefrenable consistencia en términos de la legalidad por parte del gobierno, a hacer cumplir la ley en todos los ámbitos, a convencer a la población de las virtudes de un camino de legalidad y a someterse, como gobierno, a las decisiones del poder judicial, podría sentar las bases de un cambio sostenible en el largo plazo. Nada garantiza que eso va a ocurrir, por lo que, como decía la maldición china, los tiempos que vienen serán sin duda muy interesantes.

1993 vs 1995

Luis Rubio

En 1983 la economía mexicana experimentó la más profunda recesión de la historia moderna de México. Todo parece indicar que la de 1995 será peor. El común denominador verdaderamente relevante, sin embargo, no es la profundidad de la recesión, sino el que en ambos casos la política económica consistió básicamente en deprimir las importaciones en lugar de promover activamente las exportaciones. Esa política llevó a un estancamiento de casi una década. La gran interrogante es si la política actual llevará al mismo lugar.

Entonces, como hoy, las cifras de las cuentas externas del país súbitamente mejoraron, pues las exportaciones fueron superiores a las importaciones, lo que aumentó los ingresos en divisas y disminuyó la presión sobre el tipo de cambio. Por lo anterior, desde la perspectiva de la balanza de pagos, la política actual es la correcta, pues se está avanzando en lograr la estabilidad en los mercados cambiarios y, según dicen los economistas, se podría reducir la inflación con gran rapidez. El problema es que esa no es la única manera de lograr ese objetivo, pero con esa política sí se garantiza el estancamiento y, por lo tanto, el desempleo y la caída en el poder adquisitivo de los salarios. Aritméticamente es lo mismo reducir un déficit por la vía de aumentar el ingreso o las exportaciones, respectivamente, que disminuir el gasto o las importaciones. El efecto económico de cada una de estas opciones, sin embargo, es radicalmente distinto. Al drenarse recursos de la sociedad por la vía de impuestos se retira inversión potencial y al deprimir las importaciones se reduce el potencial de crecimiento económico y, por el alto contenido de partes o componentes importadas, se deprimen las exportaciones. Es decir, lo opuesto de lo que requerimos.

La política adoptada al final de 1982 no duró mucho tiempo. Para 1984 ya estaba haciendo agua y en 1985 se abandonó del todo. La razón de ello no fue que se hubiera logrado un gran éxito en términos de crecimiento económico, sino que, más allá de lograr disminuir parcialmente la inflación, el país se estancó: nadie ahorraba, nadie invertía, no se creaban empleos y el ingreso promedio caía sin que nada lo contuviera. Todos sabemos que la historia nunca se repite, pero los paralelos son tan obvios que vale la pena considerarlos para evitar una nueva etapa de estancamiento, pues ahora las condiciones sociales y políticas son drásticamente distintas.

Cuando estalló la crisis de 1982 el país acababa de pasar por un periodo de fantasía que había producido una euforia sin igual. La economía había crecido muchísimo, la inflación había creado muchos nuevos millonarios y la ilusión de riqueza y, aún con la creación de gran cantidad de empleos, la enorme ineficiencia de la economía y la ausencia de competencia del exterior impidió que se elevara la productividad y, como resultado, que se crearan muchas más fuentes de trabajo. Todo eso permitió que muchísima gente se sintiera satisfecha de la situación general y que, cuando estalló la crisis en 1982, cayera sobre un colchón de algunos años buenos. Se trataba de una corrección inevitable después de la locura petrolera. En esas condiciones, el programa de ajuste económico que lanzó el presidente de la Madrid al tomar posesión, por severo que pudiese haber sido, encontró una buena recepción que le dió margen para operar. Quizá más importante, en ese momento el sistema político contaba con toda clase de mecanismos de coerción y control, la mayoría de los cuales ya no existe en el presente.

Pero lo más importante de la política económica implantada a partir de finales de 1982 es que no funcionó. Lo único que logró fue encaminar al país a una depresión, de la cual todavía a la fecha quedan víctimas. A partir de 1985, el gobierno del propio Miguel de la Madrid, reconociendo el rápido cambio que experimentaba el mundo, dio la vuelta y emprendió una profunda reforma de la economía, cuya esencia era integrar al país a los mercados internacionales como uníco medio factible de lograr una recuperación sostenida. Por los siguientes nueve años, de 1985 a 1994, la política económica consistió en buscar medios para transformar a buena parte de la economía y crear condiciones propicias para que fuese posible esa incorporación a la economía internacional. Hoy sabemos que esos esfuerzos no fueron suficientes y que muchos de ellos resultaron incompletos y, quizá en algunos casos, inadecuados.

Lo que el país no ha logrado hacer es convertirse en una nación exportadora. Ser un país exportador no implica nada más exportar y que haya algunos exportadores exitosos, como ya ocurre ahora, sino transformarnos en una nación donde el objetivo central de la política económica, al que se subordinaran todos los demás programas, es la exportación. Una política de esa naturaleza entrañaría un cambio concertado en todas las actividades y sectores. Nada quedaría igual porque todo se relacionaría con un objetivo común que compartirían patrones y obreros, maestros y burócratas, empresarios y ahorradores. Todas las actividades en el país adoptarían un punto de referencia común que sería el de exportar, exportar y exportar.

En la vida real, una política de exportación nos llevaría a adoptar muchas de las políticas y medidas que en su momento caracterizaron a Corea, Japón, Taiwan y Singapur y que en la última década fueron seguidos por Tailandia, República de Malasia y Chile. Entre esas medidas las más evidentes son las siguientes: primero, todas las acciones y decisiones gubernamentales tienen un marco de referencia muy claro y a prueba de sorpresas. Bajo este esquema, el gobierno no podría argumentar, por ejemplo, que tal o cual sector es estratégico, si éste no contribuye decisivamente al esfuerzo exportador. Si la empresa generadora de electricidad no puede crecer a la velocidad necesaria, o entregar la energía a un costo verdaderamente competitivo a nivel internacional, alguien más tendrá que poder generarla. Si la empresa petrolera es demasiado corrupta para permitir que se logren los niveles de eficiencia y ahorro que requiere el país, o si su elefantiásico tamaño la hace inmanejable o absolutamente refractaria a las necesidades y demandas de sus millones de clientes, entonces alguien más tendría que introducir la disciplina del mercado para superar esta situación. El punto es que la existencia de un marco de referencia común permite evaluar a todos los componentes de la economía, empezando por el propio gobierno.

El segundo grupo de medidas que han adoptado esos países tiene que ver con la educación y el desarrollo social. Por más reformas educativas, el hecho es que la educación no cumple con su cometido. No hay ni los niveles de enseñanza que una economía con aspiración a desarrollarse requiere, ni la calidad necesaria para elevar la productividad y, con ello, generar mucho mayores niveles de ingresos. Sólo para ilustrar, hay países, como Malasia, que ya llegaron al punto en que están exigiendo el dominio absoluto de los idiomas occidentales para los alumnos universitarios, pues saben bien que sin ello no podrán dominar las nuevas tecnologías. De la misma forma, la pobreza y la falta de servicios básicos a lo largo y ancho del país siguen siendo endémicos y, por lo tanto, factores que imposibilitan las exportaciones y, por lo tanto, el desarrollo. Los países exitosos lograron, antes que nada, resolver el problema educativo y atacar las causas de la pobreza, sabiendo bien que, sin ello, el crecimiento económico sería insostenible. Lo más importante de todo es que casi todos los países citados fueron mucho más pobres que nosotros, en términos per cápita, hasta hace sólo poco más de una década.

Finalmente, las exportaciones implican, sin lugar a dudas, algunos sacrificios. El éxito en ese campo, sin embargo, entraña un rápido crecimiento del ingreso familiar y, por lo tanto, mucho mayores oportunidades de desarrollo en el mercado interno. Muchos pueden argumentar en contra de las exportaciones y en favor de un mercado interno protegiendo a los productores nacionales. Lo cierto es, sin embargo, que esa es la única manera de salir del hoyo en el que estamos en esta época por la forma en que fuciona la economía internacional y por las tecnologías productivas actuales. Por ello, el verdadero reto de este momento es si habrá la posibilidad de crear las condiciones para darle una salida de esta naturaleza al país. Dados los conflictos políticos en los que estamos inmersos y la ausencia de un sistema político funcional y efectivo, no se puede dar por obvio que será posible alcanzarlo. Si algo es seguro es que una política así sólo es posible con la concurrencia de toda la población, los partidos políticos, los obreros, los empresarios, etcétera. El gobierno puede tomar la iniciativa pero, como en los ochenta, no parece dispuesto a hacerlo. La pregunta es si seremos capaces, en términos políticos y sociales, primero, de ponernos de acuerdo y, después, de ponernos a trabajar.

 

Enfrentando la realidad actual

Cualquiera que sea la postura que uno pueda tener respecto a las causas de la situación actual, hay dos verdades que a mi parecer son irrebatibles. La primera es que la economía no se va a recuperar en un plazo inmediato. La segunda es que el status quo -económico, político y social- no es sostenible. Si uno acepta estas afirmaciones como premisas, la pregunta es qué se puede hacer para evitar una rebelión corporativa, jurásica, popular o cualquier combinación de las anteriores.

A estas alturas nadie sensato abriga muchas esperanzas de que habrá una recuperación económica acelerada en el corto o incluso en el mediano plazos. En buena medida, los optimistas y los pesimistas sobre la economía no se diferencian por su expectativa de una pronta recuperación, sino por las perspectivas que adoptan en su evaluación. Algunos son optimistas porque ya perciben un sentido de dirección en la economía y, a partir de ello, concluyen que eventualmente se restituirán las condiciones para el crecimiento. Los pesimistas típicamente ven la situación inmediata de la planta productiva, de los bancos, del empleo y de los ingresos de la población y concluyen que las perspectivas son abismales. Sólo los ingenuos, sin embargo, parecen disputar el hecho de que la recuperación va a requerir acciones mucho más profundas sobre la estructura de la economía, sobre la naturaleza y forma de actuar del gobierno y sobre las empresas paraestatales que quedan, a fin de efectivamente crear las condiciones que eventualmente permitan un crecimiento acelerado. Lo que va a determinar qué tanto crece la economía en el futuro va a ser el acierto y determinación con que actúe el gobierno en los próximos meses respecto a los monopolios, al gasto público, a las regulaciones, a la legalidad, etcétera. Lo que se haga o no se haga, sin embargo, no va a alterar el hecho de que la economía va a experimentar una etapa depresiva muy severa.

Quizá una diferencia entre el deterioro económico que experimentamos en la actualidad y las recesiones anteriores, sobre todo la de los tempranos ochenta, es que ahora ya no existen los mecanismos de control político que entonces existían. Los cambios que tuvieron lugar en la estructura del sistema político en los últimos años han sido mucho más profundos de lo que comúnmente se reconoce. Algunos de esos cambios son sumamente positivos porque abren la puerta hacia una participación política muy amplia, porque crean la posibilidad de que algún día exista un verdadero Estado de derecho y porque permiten un debate público abierto por parte de una ciudadanía que cada vez más hace uso de derechos que antes eran meramente teóricos, como el de expresión.

Pero no todos los productos del cambio político de los últimos años han sido tan positivos. El fin del sistema político tradicional no ha venido acompañado de un proceso de reinstitucionalización que neutralice la conducta o las acciones potenciales de los políticos o de los grupos de poder que tradicionalmente se beneficiaron del sistema. Este es quizá el mayor costo de no haber llevado a cabo un proyecto integral de reforma en el ámbito político que aparejara el cambio económico. El cambio político que la reforma económica propició fue dejado al azar, probablemente suponiendo que nada pasaría o, más probablemente, confiando que las diversas piezas del viejo sistema encontrarían un acomodo por sí mismas. Si alguien tenía dudas respecto a las consecuencias de ese abandono político, los trágicos sucesos de 1994 son evidencia más que contundente de los riesgos que entraña un sistema político en descomposición. En ausencia de un sistema efectivo de control político -como existió por muchas décadas- y de un Estado de derecho -como el que todavía no existe, por más que haya avances significativos en esa dirección- lo que tenemos es una permanente inseguridad, propensión a la violencia y a la anarquía. La descomposición del sistema político comenzó hace mucho tiempo, pero hizo explosión en 1994. Si eso ocurrió en un año en el que las expectativas económicas eran por demás favorables, es imposible no concluir que la prospectiva de paz social y paz política es muy poco promisoria. Es en este sentido que el status quo actual no es sostenible.

Todos los países y sus sistemas políticos dependen de la existencia de tres factores para su funcionamiento: uno es desarrollo económico, otro es la paz social y el último es la estabilidad política. En este momento, México flaquea en estas tres condiciones. La pregunta es qué hacer al respecto.

Aunque hay mucho que debe hacerse para resolver la problemática económica en el corto plazo, como lograr una pronta estabilización, sobre todo a través de actuar sobre la problemática estructural de fondo, hay un ámbito en el que es posible actuar para compensar los prospectos negativos que esperan la mayoría de los mexicanos es el político. El gobierno actual ha lanzado un conjunto de iniciativas que, aunque muy ambiciosas y visionarias en sus objetivos, han sido más bien modestas en su instrumentación. Sin embargo, en esas iniciativas hay casi todos los elementos necesarios que permitirían replantear al sistema político en su integridad. De hacerse esto en forma exitosa, la población podría sumarse tras el gobierno, haciendo no sólo sostenible el momento económico actual, sino posible la transformación económica más profunda que el país requiere para alcanzar índices de crecimiento similares a los que han alcanzado países como Chile en los últimos años.

Un esquema de esta naturaleza incluiría los temas de legalidad, participación política, seguridad pública, responsabilidad de los funcionarios públicos, pesos y contrapesos y acceso a la toma de decisiones. Vistos en abstracto, estos temas pueden ser atractivos o despreciables; vistos a la luz del abuso al que están sometidos en forma cotidiana prácticamente todos los mexicanos, la consecución de un sistema político responsable es no sólo una necesidad imperiosa, sino una gran oportunidad. La oportunidad es más importante de lo que podría parecer a primera vista. Hasta hoy, el gobierno, a pesar de contar con gran legitimidad de origen, misma que debería permitirle un enorme margen de maniobra, ha actuado dentro de marcos y limitaciones autoimpuestos por décadas de gobiernos priístas, lo que le impide romper con la tradición de un sistema político orientado a satisfacer a su propia burocracia y partido. Sólo un replanteamiento general del sistema político favorecería la discusión de alternativas tanto en el ámbito económico como en el político, mismas que podrían permitir sacar al país del hoyo que nos empeñamos en profundizar. Lo que hoy parece imposible -como privatizar los monopolios gubernamentales- bien podría parecer sensato a una sociedad que se siente segura y que está participando en el proceso.

Hasta ahora, el programa gubernamental ha contemplado varios de estos factores, aunque su enfoque ha sido muy parcial y excesivamente modesto. El caso de la legalidad es ejemplificativo. El gobierno ha procurado actuar dentro del marco absoluto de la legalidad, buscando con ello no sólo credibilidad sino también predictibilidad, de tal suerte que poco a poco desaparezca la propensión a actuar en forma discrecional en temas como el electoral. La iniciativa gubernamental ha consistido en intentar obligar al gobierno a actuar dentro de la legalidad, pero no le ha dado instrumento alguno a la ciudadanía para proteger sus derechos e intereses respecto al gobierno. En este sentido, si es exitosa, la iniciativa gubernamental haría más predecible al gobierno, pero no lo tornaría menos burocrático, arbitrario o autoritario. Algo semejante ocurre con temas como el de seguridad pública, donde los recursos disponibles para este propósito no están diseñados para favorecer la seguridad ciudadana -por más que esa pudiese ser la voluntad gubernamental- sino, en la teoría, para hacer más expedita la procuración de la justicia y, en la práctica, para atemorizar a cualquiera.

No importa hacia donde mire uno, el hecho tangible es que por más que existen varias iniciativas muy serias y visionarias en el ámbito político, no existe aún un verdadero proyecto de reforma política que trascienda claramente lo electoral. La llamada «reforma definitiva» en el ámbito electoral que ha sido propuesta, es condición necesaria para dar fin a una de las mayores fuentes de vergüenza política que ha tenido frente a sí el país en los últimos años, pero es sólo uno de los temas relevantes. En ausencia de un consenso básico por parte no de los partidos sino de la ciudadanía en general respecto a la disponibilidad de mecanismos concretos para lograr justicia, para tener verdadera influencia sobre las decisiones que afectan la vida de cada uno en lo individual, para proteger lo que es suyo y así sucesivamente, todas las reformas que se hagan serán insuficientes. Lo que se necesita es un proyecto político integral -y convencer a todos los mexicanos de su bondad.

 

Planear el desarrollo-mejor construirlo

Luis Rubio

Pocas cosas en la retórica gubernamental de los últimos tres lustros son tan absurdas como el concepto de la «planeación democrática». El gobierno fue electo para gobernar al país y eso debería entrañar, siguiendo el espíritu de la ley, la presentación de un programa de gobierno al cual la sociedad reaccionaría; el gobierno, a su vez, podría hacer caso de las sugerencias, críticas o comentarios de la población, poniendo en marcha su plan. Si el gobierno acierta en la elaboración de su programa y, sobre todo, en su instrumentación, y eso satisface a la ciudadanía, cabría esperar que ésta lo favorecería en la siguiente elección. De lo contrario, el plan de desarrollo sería reprobado, a través del voto, por aquellos que vieron defraudadas sus expectativas. El programa de liberalización que propuso el gobierno pasado falló en su instrumentación, por lo que, si hubiera elecciones en este momento, seguramente su partido sería castigado. Esa es la esencia de un sistema democrático, al menos en su acepción electoral.

En una sociedad democrática hay dos parámetros importantes: el primero se refiere a la capacidad del partido en el gobierno de satisfacer a los electores para que vuelvan a votar por dicho partido en las elecciones subsecuentes. El segundo parámetro se refiere a la capacidad de la sociedad de limitar los abusos que pudiese realizar un determinado gobierno. Para ello es que son cruciales los pesos y contrapesos entre los poderes federales, la libertad de expresión, un poder judicial independiente y no politizado, y así sucesivamente. Dentro de los límites que establecen estos dos principios, un gobierno tiene manga ancha para operar y funcionar. El primer parámetro le ofrece la oportunidad de trascender; el segundo le obliga a transitar por un curso dentro de la legalidad y las estructuras institucionales. Puesto en otras palabras, si hay la pretensión de ser una sociedad democrática, el gobierno no tiene que consultar a nadie sobre su programa de desarrollo. Para eso ganó las elecciones.

El camino que se ha adoptado para planear «democráticamente» consiste en realizar un número ilimitado de audiencias públicas a las que cada expositor va a oírse a sí mismo, porque las probabilidades de que su presentación tenga algún impacto son virtualmente nulas. Por ello, sería mejor pensar en usos más racionales del tiempo de todo mundo, en lugar de desperdiciar tantos recursos y esfuerzos en la titánica tarea de concentrar, organizar y pretender emplear las opiniones y peticiones -como si fuese una carta a Santa Claus- de millares, si no es que de millones, de personas, para que, a final de cuentas, todo mundo quede decepcionado porque no se le hizo caso. Dada la coyuntura en que estamos metidos, sería más útil emplear toda esa energía en entender qué es lo que ha pasado en estos meses, qué era lo bueno y qué lo malo del pasado sexenio para empezar a construir algo y terminar con el periodo en que la deriva es el único curso que parece ser ineludible.

El titubeo y vacilación del gobierno a partir de la devaluación en diciembre pasado ha abierto la puerta para que todo se ponga en duda, lo que ha hecho que volvamos a una situación semejante a la que tuvo lugar después de la implosión de 1982. Los paralelos, sin embargo, terminan ahí. Es evidente que hay parecidos entre un momento y el otro, pero las diferencias son abismales. A pesar de los vaivenes, errores y costos de las políticas económicas de los últimos años, a partir de mediados de los ochenta el país empezó a adoptar un camino de transformación que poco a poco fue encauzando a la economía y a la sociedad hacia una etapa de apertura económica y de democratización, primero incipiente y ahora aparentemente más acelerada, que permitiría establecer las bases para que, en un futuro no muy distante, lográramos una nueva etapa de desarrollo acelerado y sostenido después de meses de ir a la deriva. La gran interrogante es si ese camino es recuperable.

Muchos afirman que «el modelo» seguido a lo largo de los últimos años fue desastroso y, por ello, la causa última de la crisis que ahora enfrentamos. A diferencia de ese diagnóstico, yo no tengo duda alguna de que el problema yace en otra parte. El llamado modelo no fue la causa del desastre actual; si algo, la causa yace en la falta de instrumentación cabal y adecuada del modelo y no en el modelo mismo. La causa de la crisis que estamos enfrentando se origina en lo inadecuado y ciertamente limitado de la aplicación del llamado modelo, lo que hizo que un sector de la economía sufriera de una manera desproporcionada y desmedida los efectos de la transformación del país.

El llamado «modelo» de apertura que se instrumentó en los años pasados partía de tres supuestos fundamentales: primero, que la política de substitución de importaciones no había hecho otra cosa que concentrar el ingreso y limitar el crecimiento de las fuentes de empleo. Segundo, que para elevar el ingreso de los mexicanos era indispensable elevar la productividad y eso requería de enormes cantidades de inversión. Finalmente, que el mundo estaba cambiando muy rápidamente y que eso exigía que nos adecuáramos a esos cambios, a riesgo de padecer una miseria permanente. Entre esos cambios estaban los siguientes: volvernos una economía exportadora, tener finanzas públicas equilibradas, desregular, acabar con la corrupción gubernamental y privatizar los elefantes gubernamentales. La conclusión a que se llegó en los ochenta era que teníamos que incorporarnos a la economía internacional para poder tener acceso a la inversión y a los mercados que permitirían generar la riqueza que demandan millones de mexicanos.

Yo no creo que haya que cambiarle ni una coma al planteamiento original que hizo el gobierno hace cosa de ocho o nueve años. Por otra parte, no tengo la menor duda que a la hora de llevarlo a cabo el gobierno simplemente se olvidó de sus premisas fundamentales y se dedicó a hacer algunos ajustes -más grandes o más chicos- a lo que existía, con lo que logró una liberalización parcial e insuficiente para transformar al país, pero terriblemente onerosa para los directamente afectados. Se hicieron muchas cosas que no sólo no eran compatibles con el esquema general, sino que se reforzó la estructura de monopolios y oligopolios que caracterizan a la economía y al país en general, lo que impidió que se transformara a la economía como pretendía el modelo, a la vez que se gestó en una dependencia excesiva de la inversión financiera de corto plazo. El gobierno anterior fue avanzando en casi todos los frentes, pero con gran frecuencia perdió la congruencia entre el objetivo de largo plazo -la recuperación de la economía y los ingresos de la población-, y las decisiones coyunturales específicas, como ocurrió con las privatizaciones y la política cambiaria. De esta forma, se liberalizaron las importaciones de productos de todo tipo -lo que obligó al sector industrial a competir sin descanso-, pero al mismo tiempo se protegió a otros sectores y actividades, lo que acabó por impedir la consecución de los objetivos que se perseguían.

Puesto en blanco y negro, en la práctica, el gobierno anterior fue traicionando al modelo con cada decisión que tomaba, al grado de amarrar a la economía y de impedirle moverse. El modelo, para ser exitoso, requería de una transformación fundamental en la estructura gubernamental y en los criterios y funciones del gobierno, nada de lo cual ocurrió. Según el modelo, el gobierno habría tenido que desmantelar las redes burocráticas creadas para privilegiar a los priístas y para controlar a la población, permitiendo con ello un eficiente funcionamiento de los mercados. Nada de eso ocurrió entonces y nada de eso está ocurriendo ahora. En lugar de procurar controlarlo todo, el gobierno habría tenido que orientarse a promover la competencia para favorecer y facilitar la inversión, y a inducir transformaciones en lugar de emplear la coerción para avanzar. En una palabra, el gobierno, en un modelo liberal, tendría que dedicarse, consciente e integralmente, a hacer posible la inversión privada y no a estorbarla o impedirla, como ocurrió. Por todo ello es muy claro que lo que estuvo mal fue la instrumentación del modelo y no el modelo mismo, que, con muy contadas áreas de excepción, nunca vimos materializarse.

De todo lo anterior yo creo que se deben derivar varias lecciones, pero ninguna de ellas sugiere que debamos abandonar el esquema general. Si algo, habría que reforzarlo para salir adelante. De esta forma, en lugar de criticar las fuentes de inversión del pasado, sería más útil buscar regenerarlas a la vez que se crean mecanismos para elevar el ahorro interno, para lo cual sería interesante plantear la desaparición de los monstruos tripartitas que persisten. En lugar de proteger feudos burocráticos y políticos, habría que privatizar las empresas paraestatales que quedan y forzar una competencia amplia y decidida en todos los ámbitos de la economía. De igual forma, se podría promover activamente la inversión extranjera para convertir el círculo vicioso al que nos ha llevado la falta de política y dirección gubernamental en un círculo virtuoso. En lugar de seguir menospreciando al TLC, sería mejor emplearlo como el excepcional -y muy codiciado- instrumento de acceso al mercado estadounidense y de atracción de inversión extranjera para acelerar la recuperación de la economía. En suma, en lugar de criticar irracional y dogmáticamente al pasado sería mejor aprender de los errores que ahí se cometieron para reiniciar el proceso.

El terreno en el que nos encontramos en la actualidad es por demás pantanoso. En lugar de identificar un camino y promoverlo activamente, domina la confusión entre las causas del problema actual y los síntomas aparentes, lo que entraña el grave riesgo de llevarnos al error de ignorar y abandonar -y hacer completamente ilegítimo- el único esquema político-económico capaz de sacar a México del hoyo. En los últimos años hubo muchos errores en materia económica, empezando por el de construir enormes expectativas sin llevar a cabo los cambios que podían hacer posible que éstas quedaran satisfechas. El único acierto, que debería ser indisputable, sin embargo, es que el país finalmente había encontrado un camino promisorio para su desarrollo de largo plazo. Quizá el plan de desarrollo podría reflejar este modesto hallazgo.

 

IMSSeguridad social

Luis Rubio

Antes de festejar, el director del IMSS debería tener razones para hacerlo. En un discurso diseñado para celebrar la presentación de su diagnóstico sobre la problemática de la institución, su director se dedicó a explicar por qué el gobierno no está dispuesto a enfrentarla con seriedad y determinación. La pregunta es si los derechohabientes del IMSS, y los mexicanos en general, van a tolerar que se sigan dispendiando sus recursos sin que se logre crear un verdadero sistema de seguridad social.

La pregunta que se planteó el IMSS para realizar el diagnóstico que su director presentó esta semana fue ¿cómo se puede restablecer la salud financiera de la institución? La pregunta ya en sí misma refleja buena parte del problema del IMSS: la total falta de orientación hacia el usuario o preocupación por el derechohabiente que caracteriza a las burocracias gubernamentales. En lugar de hacer un planteamiento pasivo y defensivo del satus quo, la pregunta relevante debió haber sido ¿cómo se puede lograr el mejor esquema de seguridad social para el beneficio de la mayoría de la población?. Por ello, independientemente de las conclusiones específicas que anunció el IMSS, lo crucial es que las premisas de las que partió el análisis hacen imposible resolver la problemática que enfrenta la institución, a la vez que se le niega al país una enorme fuente de ahorro potencial para una pronta recuperación económica.

El planteamiento del IMSS no hace más que preservar el conjunto de valores políticos que yacen en el fondo de la crisis en que estamos inmersos. Si verdaderamente se quiere resolver la problemática del IMSS -y del resto del país- será inevitable acabar, de una vez por todas, con el sistema que lo paraliza y corrompe todo. Veamos.

Hay cuatro temas importantes en la seguridad social, ninguno de los cuales se incluyó en la presentación del diagnóstico que hizo el director de la institución. El primero se refiere al objetivo que se persigue. A mi parecer, dicho objetivo debiera ser la prestación de una verdadera seguridad social y no la salvación del IMSS. Por seguridad social me refiero a dos cosas fundamentales: el acceso de todos los derechohabientes a servicios médicos eficientes y efectivos y de calidad, y la disponibilidad de pensiones de retiro e invalidez que sean suficientes en monto para que una persona o familia pueda vivir con un nivel de ingresos proporcional al que gozó durante su vida productiva. Lo importante no es quién provea el servicio, sino que éste exista. Lo que el director nos dice es que los fondos de pensiones han sido saqueados para financiar otros servicios, por lo que ni se tienen servicios médicos adecuados, ni se pueden pagar las pensiones que corresponden a los derechohabientes y para lo que pagaron una porción muy importante de su ingreso a lo largo de su vida. En función de lo anterior, ya que fue el propio gobierno el que creó el desastre actual y, contrario a lo que nos dice el director de la institución, la manera de lograr el objetivo que creó al IMSS -que, como ya mencionaba antes, es la prestación de seguridad social a la población- no es manteniendo a la a esa gigantesca, e ineficiente estructura burocrática, sino ofreciendo a la población opciones para su atención médica y creando fondos de pensiones independientes que no puedan ser dilapidados..

El segundo tema que ignora el diagnóstico del IMSS es el relativo a los costos en que incurre la institución. En primer lugar, sería razonable empezar por reconocer que ninguna institución de ese tamaño y diversidad de funciones en el mundo puede ser eficiente. El puro tamaño del IMSS hace inviable su existencia. Pero el IMSS no ha hecho nada por tratar de negar las afirmaciones anteriores. Por décadas la institución se ha dedicado a construir suntuosos edificios y hospitales, además de dispendiar sus recursos de la manera más absurda -y con frecuencia corrupta- posible. El propio director del IMSS reconoce que la institución no se caracteriza por la eficiencia de sus procesos, por el excepcional servicio a los usuarios de sus hospitales o por la generosidad de sus pensiones. Más grave, no hay la menor preocupación por el costo de los servicios que provee. Como toda buena burocracia, lo que le preocupa al IMSS es que haya suficientes fondos para pagar lo que sea y no para optimizar los recursos de los derechohabientes o para cumplir con los objetivos que dieron nacimiento a la institución.

Quizá el tema central relativo al IMSS es uno que ni su director ni el gobierno en general parecen ver como la esencia del problema: la propiedad de los recursos que el IMSS dispendia. A diferencia de otros ámbitos burocráticos, en el caso del IMSS (y del INFONAVIT), los recursos que emplea la institución no son propiedad del gobierno o de la institución que los maneja, sino de los derechohabientes. Son estas personas las que, a lo largo de su vida productiva, se han dedicado a pagar por los servicios que la institución debería ofrecer y a anticipar los pagos que eventualmente recibirían en la forma de una pensión para su retiro o para sus familias en caso de invalidez o muerte. El IMSS no sólo se ha dedicado a malusar y a dispendiar esos recursos, sino que, como admite su director, literalmente ha sustraído los recursos del fondo de pensiones para dedicarlos a subsidiar los extraordinarios costos del ineficiente e inadecuado servicio médico. Peor todavía, mucho del dinero transferido a los servicios médicos se ha gastado en la construcción de suntuosos edificios y hospitales y no en la provisión de mejores servicios o de mejores sueldos al personal que atiende a los usuarios. Pero el problema central es que el dinero que se ha estado empleando como si fuera propio y susceptible de transferirse de un lado al otro sin explicación alguna, pertenece a un fideicomiso propiedad de los derechohabientes, quienes, como resultado, enfrentan la posibilidad de perder los beneficios futuros que han venido pagando a través de los años o décadas. Si en México hubiera un Estado de derecho, esas transferencias podrían ser materia de acción penal en contra de los inescrupulosos administradores por parte de los derechohabientes.

El cuarto tema tiene que ver con las consecuencias de lo que hace el IMSS (y, para fines prácticos, el INFONAVIT). Quizá a muchas personas les pudiese parecer que no es tan grave el problema; que se trata de uno más de los muchos temas que tienen que ser resueltos; y que lo que al IMSS le ocurra no tiene mayores repercusiones. En realidad, lo que le pase al IMSS tiene enormes consecuencias para el resto de la sociedad. Ciertamente, el IMSS no se distingue de la mayor parte del resto del gobierno en cuanto a que es una enorme y costosa burocracia. El que eso sea así no disminuye la urgencia de enfrentar el problema y enfrentarlo bien. Pero el problema de fondo es muy distinto en naturaleza. Los fondos que maneja el IMSS son tan cuantiosos que fácilmente se podrían convertir en una de las principales fuentes de ahorro para el financiamiento de grandes proyectos de infraestructura, por ejemplo, cuyo plazo de maduración es muy largo. Una de las virtudes de los fondos de pensiones es precisamente que, a través de cálculos actuariales, es predecible el tiempo en que van a ser requeridos, y éste, normalmente, se mide en décadas y no en semanas o meses como ocurre con el ahorro de las personas en lo individual. Los países más desarrollados del mundo han logrado contar con carreteras, presas y otras obras de infraestructura crítica para el desarrollo económico porque han administrado los fondos de pensiones para que eso sea posible. En nuestro caso, nos hemos dedicado a derrochar al dispendio con el dinero de los derechohabientes y, como único legado, tenemos un servicio médico que es materia de crítica sistemática por parte de los usuarios y de irritación social por su costo.

La pregunta es qué hacer. El director del IMSS nos da algunas ideas interesantes al respecto. Hacia el final de su discurso dice que «no podemos poner en riesgo el patrimonio de los trabajadores», aunque paso seguido se dedica a demostrar que eso es precisamente lo que el gobierno ha venido haciendo por décadas en forma sistemática. Es por ello que uno tiene que ser escéptico de las propuestas de reforma que plantea el IMSS. En su discurso, el director primero nos dice que el IMSS es uno de los «grandes activos sociales de nuestra patria», argumento político en el que sustenta la noción de que la institución es insustituible e indispensable. Más adelante en el discurso, sin embargo, el director demuestra que la institución no cumple con sus objetivos, no hace bien su trabajo, no satisface a sus usuarios y, a pesar de todo ello, ha vaciado los recursos del fideicomiso de pensiones para pagar los costos de los deficientes servicios médicos, así como de los edificios y hospitales que ha construido. Puesto en otras palabras, lo que el diagnóstico del IMSS nos dice es que una administración tras otra ha cometido un fraude continuo contra los derechohabientes, al sustraer dinero de sus pensiones para utilizarlo en otras cosas. Precisamente por ello sabemos qué es lo que NO hay que hacer para resolver el problema del IMSS. Sin embargo, lo que el IMSS propone es hacer más de lo mismo, al negar, en las premisas de las que parte, cualquier solución razonable al problema.

Desde mi perspectiva, sería interesante saber qué es lo que piensan los mexicanos sobre el IMSS y los servicios que éste presta. Según el director, se trata del «gran activo social». Mi impresión es que la mayoría de los mexicanos lo ven como la entidad corrupta, ineficiente, costosa y burocrática que los números evidencian. Para el IMSS, sin embargo, las soluciones se limitan a correctivos que no involucran la esencia del problema, negando una realidad que es a toda luces evidente. Los argumentos que presenta el IMSS no sólo son los que nos llevaron a la crisis actual, sino que son totalmente obsoletos por esa misma razón. La crisis es real y, como evidencia el IMSS, es resultado de décadas de corrupción y mala administración. Por ello, lo imperativo es empezar por el principio y preguntarnos cuál es la mejor manera de lograr el objetivo que se proponía lograr el IMSS y no aceptar de entrada que la institución debe existir. Yo me pregunto si no sería mejor encontrar maneras de subsidiar a los usuarios de los servicios médicos en lugar de subsidiar a los servicios mismos, de tal suerte que sea el usuario el que decida en qué institución va a atenderse cada vez que lo requiera. Si invertimos la lógica de la seguridad social actual, quizá encontremos que es posible conciliar la consecución de un servicio médico de altura y a un precio razonable, con la disponibilidad de los recursos de retiro que pertenecen a los derechohabientes y no al gobierno, para el fin con que fueron aportados con el consecuente crecimiento del ahorro nacional. Todo eso y más existe en muchos países del orbe. No hay razón para suponer que nosotros tenemos que ser distintos.

Según su director, el IMSS «seguirá brindando esperanza y bienestar». Yo no estoy seguro que eso sea lo que ven -y hayan recibido de la institución- la mayoría de sus usuarios, pensionistas y mexicanos en general. De lo que sí estoy seguro es que hay muchas mejores maneras de cumplir el objetivo que originalmente se contempló y que es esencial para el desarrollo de la sociedad, por lo que me pregunto: ¿no será tiempo de brindar seguridad social en lugar de vagas promesas y más retórica obsoleta que solamente busca preservar una situación general, que es claramente inaceptable para la sociedad?

 

Los límites de la negociación en Chiapas

No tengo la menor duda de que virtualmente no hay un solo mexicano que no preferiría ver recobrada la paz en Chiapas y, como parte de ello, que se empezaran a instrumentar los programas idóneos para resolver los problemas sociales y económicos que yacen en el fondo del levantamiento del año pasado. Tan claro es esto, que la ley que fue aprobada por los legisladores a principios de marzo gozó de un amplio apoyo por parte de todos los partidos, y por un amplio número de fuerzas políticas de la región y del país en general. El gobierno fue muy acertado al buscar un consenso en torno al problema chiapaneco porque eso no sólo le permitiría mayor capacidad de negociación con los guerrilleros, sino también la capacidad de alienarlos y solicitar la reinstauración de las órdenes de aprehensión en caso de que los líderes del EZLN decidieran no participar en el proceso. La pregunta es si los siguientes pasos son aceptables como vehículo de desarrollo político para todos los mexicanos.

Desde diciembre pasado, la administración del presidente Zedillo ha venido buscando diversas avenidas para llegar a un acuerdo definitivo respecto a la problemática de Chiapas. Luego de varios intentos se estableció una primera vía de negociación que, aunque promisoria, entrañaba el defecto de mantener al gobierno bajo un chantaje permanente porque los zapatistas retenían la prerrogativa de ampliar o cancelar la tregua que existía, de hecho, desde enero del año pasado. Poco después ocurrieron dos hechos que el gobierno no diferenció ante la opinión pública, pero que constituyeron hitos independientes. Por una parte, finalmente logró identificar la verdadera identidad del llamado «subcomandante Marcos». Por otra parte, una vez siendo claro que, por poco o mucho apoyo popular de que gozaran los guerrilleros, éstos no eran ni chiapanecos ni indígenas, el gobierno decidió emprender la tarea de recobrar el territorio que hasta esa fecha había estado fuera de su jurisdicción. Al margen de la incapacidad gubernamental para convertir ambos hechos en triunfos de opinión pública, lo cierto es que el resultado neto fue el de haber cambiado la naturaleza del fenómeno chiapaneco.

Una vez descubierta la identidad de los rebeldes y  forzados a salir de sus escondites, el siguiente paso caía nítidamente en una disyuntiva entre la acción policiaco-militar orientada a capturar a los zapatistas a cualquier precio, o  la búsqueda de una salida política que permitiera a todas las partes salvar cara pero, sobre todo, restablecer el proceso de reinstitucionalización política entre los partidos que se había iniciado con el Acuerdo de enero. Lo que siguió, como todos sabemos, fue que se hicieron grandes esfuerzos  por lograr una legislación que, al gozar de un amplio apoyo partidista, cancelara todas las demás opciones a los zapatistas. La ley de amnistía que se diseñó será exitosa en la medida en que logre sacar de la clandestinidad a los rebeldes luego de que hayan depuesto las armas. La pregunta es si eso es posible.

La ley establece un periodo de treinta días para que todos los involucrados se sumen al proceso y se beneficien de la amnistía. Sin embargo, dado que la problemática chiapaneca involucra no sólo a un conjunto de individuos que han estado actuando al margen de la ley, sino A una profunda problemática económica y social que afecta a millones de individuos, la ley contempla un esquema de negociación orientado a acordar cambios estructurales fundamentales que permitan dar una solución efectiva no sólo a los rebeldes, sino sobre todo a los chiapanecos en general, que son, a final de cuentas, las verdaderas víctimas de décadas, si no es que siglos, de injusticia, pobreza e inequidad.

Hasta aquí todo va bien. Los problemas empiezan cuando la ley abre la posibilidad de que el plazo de treinta días se amplíe por otros treinta días ad infinitum, en caso de que el proceso de negociación vaya avanzando. Esta cláusula es altamente preocupante porque abre la puerta para que el gobierno   -y toda la sociedad- vuelva a quedar sometido  al chantaje que ocurría con la ampliación de las treguas. Hasta este momento, a pesar del apoyo de que goza la ley de amnistía, los zapatistas han fluctuado entre un rechazo total a la ley y una aceptación condicional a la reiniciación de pláticas pero sin ningún compromiso a deponer las armas. Si, como muchos analistas estiman, el objetivo del EZLN no ha sido el de negociar nada, sino el de ser un foco de violencia permanente, la ley se convierte en una fuente de legitimidad para que, haciendo lo mínimo mes a mes para prorrogar la amnistía, sometan a un chantaje permanente a todos los mexicanos. En adición a esto, la naturaleza de las negociaciones que ha sido planteada por la llamada Comisión Nacional de Intermediación, cuya cabeza es el obispo de San Cristobal las Casas, constituye una verdadera caja de Pandora.

Aunque todos los mexicanos probablemente afirmarían, en un sentido abstracto, que la paz es un objetivo deseable en Chiapas, una vez que entra uno a ver las cosas específicas  que las negociaciones podrían abarcar, las diferencias seguramente se magnificarían y los riesgos se profundizarían. Desde mi perspectiva, las negociaciones en Chiapas, si es que éstas se dan, son cruciales en cuanto a lo que incluyan y en cuanto a lo que dejen afuera. Por encima del conflicto chiapaneco, sobre todo ahora que el gobierno tiene control del territorio que antes estaba en manos de los zapatistas, está el desarrollo y la paz del país en su conjunto. De esa premisa es que deben partir las negociaciones.

La propuesta de la llamada Comisión Nacional de Intermediación (Conai) es que se negocien los siguientes temas: 1) Reforma electoral; 2) Justicia; 3) Autonomía indígena; 4) Reforma agraria; 5) Reforma del Estado; y 6) Desarrollo. La primera interrogante que me parece pertinente es si estos puntos de negociación se refieren  exclusivamente al estado de Chiapas o si, como planteaba el EZLN al iniciar su movimiento, se trata de demandas a escala nacional. Aun si se tratara de temas de alcance meramente local, me parece evidente que los que tendrían que negociar deberían ser fundamentalmente chiapanecos y no comisiones construidas a nivel  federal o el propio gobierno federal y que, una vez concluidas  las negociaciones, éstas tendrían que ser sometidas a la población para que, por la vía de un voto apoyen o rechacen lo que ahí hubiese sido acordado.

Llevados al extremo, los temas de negociación abarcan un número de temas fundamentales para todos los mexicanos y no sólo para un conjunto de individuos que optaron por la vía armada para cambiar al país. Yo no puedo imaginarme a un sonorense o a un campechano que esté dispuesto a dejar en manos de esta negociación temas centrales para el desarrollo como son la justicia o la reforma del Estado, por tomar dos al azar. El lugar apropiado para negociar esos temas es el ámbito legislativo -o, en todo caso, en una asamblea constituyente- donde se encuentra, al menos en teoría, la representación de la población. Es por ello que las negociaciones en Chiapas, si éstas  acaban por tener lugar, pueden crear muchas más dificultades de las que pretenden resolver.