Los límites de la negociación en Chiapas

No tengo la menor duda de que virtualmente no hay un solo mexicano que no preferiría ver recobrada la paz en Chiapas y, como parte de ello, que se empezaran a instrumentar los programas idóneos para resolver los problemas sociales y económicos que yacen en el fondo del levantamiento del año pasado. Tan claro es esto, que la ley que fue aprobada por los legisladores a principios de marzo gozó de un amplio apoyo por parte de todos los partidos, y por un amplio número de fuerzas políticas de la región y del país en general. El gobierno fue muy acertado al buscar un consenso en torno al problema chiapaneco porque eso no sólo le permitiría mayor capacidad de negociación con los guerrilleros, sino también la capacidad de alienarlos y solicitar la reinstauración de las órdenes de aprehensión en caso de que los líderes del EZLN decidieran no participar en el proceso. La pregunta es si los siguientes pasos son aceptables como vehículo de desarrollo político para todos los mexicanos.

Desde diciembre pasado, la administración del presidente Zedillo ha venido buscando diversas avenidas para llegar a un acuerdo definitivo respecto a la problemática de Chiapas. Luego de varios intentos se estableció una primera vía de negociación que, aunque promisoria, entrañaba el defecto de mantener al gobierno bajo un chantaje permanente porque los zapatistas retenían la prerrogativa de ampliar o cancelar la tregua que existía, de hecho, desde enero del año pasado. Poco después ocurrieron dos hechos que el gobierno no diferenció ante la opinión pública, pero que constituyeron hitos independientes. Por una parte, finalmente logró identificar la verdadera identidad del llamado «subcomandante Marcos». Por otra parte, una vez siendo claro que, por poco o mucho apoyo popular de que gozaran los guerrilleros, éstos no eran ni chiapanecos ni indígenas, el gobierno decidió emprender la tarea de recobrar el territorio que hasta esa fecha había estado fuera de su jurisdicción. Al margen de la incapacidad gubernamental para convertir ambos hechos en triunfos de opinión pública, lo cierto es que el resultado neto fue el de haber cambiado la naturaleza del fenómeno chiapaneco.

Una vez descubierta la identidad de los rebeldes y  forzados a salir de sus escondites, el siguiente paso caía nítidamente en una disyuntiva entre la acción policiaco-militar orientada a capturar a los zapatistas a cualquier precio, o  la búsqueda de una salida política que permitiera a todas las partes salvar cara pero, sobre todo, restablecer el proceso de reinstitucionalización política entre los partidos que se había iniciado con el Acuerdo de enero. Lo que siguió, como todos sabemos, fue que se hicieron grandes esfuerzos  por lograr una legislación que, al gozar de un amplio apoyo partidista, cancelara todas las demás opciones a los zapatistas. La ley de amnistía que se diseñó será exitosa en la medida en que logre sacar de la clandestinidad a los rebeldes luego de que hayan depuesto las armas. La pregunta es si eso es posible.

La ley establece un periodo de treinta días para que todos los involucrados se sumen al proceso y se beneficien de la amnistía. Sin embargo, dado que la problemática chiapaneca involucra no sólo a un conjunto de individuos que han estado actuando al margen de la ley, sino A una profunda problemática económica y social que afecta a millones de individuos, la ley contempla un esquema de negociación orientado a acordar cambios estructurales fundamentales que permitan dar una solución efectiva no sólo a los rebeldes, sino sobre todo a los chiapanecos en general, que son, a final de cuentas, las verdaderas víctimas de décadas, si no es que siglos, de injusticia, pobreza e inequidad.

Hasta aquí todo va bien. Los problemas empiezan cuando la ley abre la posibilidad de que el plazo de treinta días se amplíe por otros treinta días ad infinitum, en caso de que el proceso de negociación vaya avanzando. Esta cláusula es altamente preocupante porque abre la puerta para que el gobierno   -y toda la sociedad- vuelva a quedar sometido  al chantaje que ocurría con la ampliación de las treguas. Hasta este momento, a pesar del apoyo de que goza la ley de amnistía, los zapatistas han fluctuado entre un rechazo total a la ley y una aceptación condicional a la reiniciación de pláticas pero sin ningún compromiso a deponer las armas. Si, como muchos analistas estiman, el objetivo del EZLN no ha sido el de negociar nada, sino el de ser un foco de violencia permanente, la ley se convierte en una fuente de legitimidad para que, haciendo lo mínimo mes a mes para prorrogar la amnistía, sometan a un chantaje permanente a todos los mexicanos. En adición a esto, la naturaleza de las negociaciones que ha sido planteada por la llamada Comisión Nacional de Intermediación, cuya cabeza es el obispo de San Cristobal las Casas, constituye una verdadera caja de Pandora.

Aunque todos los mexicanos probablemente afirmarían, en un sentido abstracto, que la paz es un objetivo deseable en Chiapas, una vez que entra uno a ver las cosas específicas  que las negociaciones podrían abarcar, las diferencias seguramente se magnificarían y los riesgos se profundizarían. Desde mi perspectiva, las negociaciones en Chiapas, si es que éstas se dan, son cruciales en cuanto a lo que incluyan y en cuanto a lo que dejen afuera. Por encima del conflicto chiapaneco, sobre todo ahora que el gobierno tiene control del territorio que antes estaba en manos de los zapatistas, está el desarrollo y la paz del país en su conjunto. De esa premisa es que deben partir las negociaciones.

La propuesta de la llamada Comisión Nacional de Intermediación (Conai) es que se negocien los siguientes temas: 1) Reforma electoral; 2) Justicia; 3) Autonomía indígena; 4) Reforma agraria; 5) Reforma del Estado; y 6) Desarrollo. La primera interrogante que me parece pertinente es si estos puntos de negociación se refieren  exclusivamente al estado de Chiapas o si, como planteaba el EZLN al iniciar su movimiento, se trata de demandas a escala nacional. Aun si se tratara de temas de alcance meramente local, me parece evidente que los que tendrían que negociar deberían ser fundamentalmente chiapanecos y no comisiones construidas a nivel  federal o el propio gobierno federal y que, una vez concluidas  las negociaciones, éstas tendrían que ser sometidas a la población para que, por la vía de un voto apoyen o rechacen lo que ahí hubiese sido acordado.

Llevados al extremo, los temas de negociación abarcan un número de temas fundamentales para todos los mexicanos y no sólo para un conjunto de individuos que optaron por la vía armada para cambiar al país. Yo no puedo imaginarme a un sonorense o a un campechano que esté dispuesto a dejar en manos de esta negociación temas centrales para el desarrollo como son la justicia o la reforma del Estado, por tomar dos al azar. El lugar apropiado para negociar esos temas es el ámbito legislativo -o, en todo caso, en una asamblea constituyente- donde se encuentra, al menos en teoría, la representación de la población. Es por ello que las negociaciones en Chiapas, si éstas  acaban por tener lugar, pueden crear muchas más dificultades de las que pretenden resolver.