Luis Rubio
El poder absoluto, ya lo insinuaba Lord Acton, no es garantía de buen gobierno. Más aún cuando todo ese poder está en manos de una cosa etérea llamada Morena que, una vez sin líder en activo y en control de todos los procesos, se está convirtiendo en un ente complejo, propenso a la fragmentación y cada vez más burocratizado. Y peor cuando la ausencia de hasta la más mínima semblanza de contrapeso -resultado tanto del voto popular como de la sobrerrepresentación ilegal de AMLO- no hace sino envalentonar a los elementos más extremos, radicales y disruptivos del partido. Todo lo cual deja a una presidenta en control de parte de la administración y con demostrada habilidad para conducir la compleja relación con Trump, pero no para reconocer lo que hace funcionar a una economía.
La contradicción es flagrante. De hecho, contradicciones, en plural. Morena, y todo lo que ese “movimiento” representa, es alérgico al crecimiento económico, pero lo requiere para financiar las interminables transferencias a sus bases clientelares, sin las cuales la supuesta hegemonía dejaría de existir. AMLO entendía bien la inconsistencia entre lealtad y mejoría económica: cuando la gente progresa y se vuelve clase media, decía, deja de ser leal, por lo que es mejor mantenerla pobre y dependiente. Eso funcionó por un rato, pero, como demuestra el desmedido e irresponsable déficit fiscal incurrido en 2024, sus límites son flagrantes, que es la razón por la cual la presidenta Sheinbaum sabe que no hay opción más que promover el crecimiento económico. Su “Plan México” constituye un reconocimiento de ese imperativo político, pero también evidencia la enorme distancia que hay entre el objetivo -el crecimiento y el nearshoring– y su comprensión de lo que se requiere para que se materialice la inversión productiva.
Morena ha impulsado una colección de leyes, enmiendas constitucionales y regulaciones incoherentes, caprichudas y, casi todas ellas, incompatibles con una economía creciente. La recesión que se avecina es prueba palpable de ello: por más que los funcionarios se auto congratulen de la inversión recibida del exterior en los años recientes, la realidad es que prácticamente no ha habido inversión nueva desde que inició el sexenio pasado. Los ahorradores, empresarios e inversionistas, tanto nacionales como extranjeros, tienen muchas opciones y jamás van a optar por las que entrañan riesgos intolerables. Riesgos como los que le son inherentes a un poder judicial politizado, una burocracia que cambia las reglas del juego según le conviene al funcionario o presidente en turno y, sobre todo, un aparato político que puede cambiar la constitución en un santiamén. Sólo con velos ideológicos e intransigencia política se puede pretender que así es posible atraer la inversión.
La era en que los mercados, sobre todo financieros, podían dictar los límites al actuar gubernamental (de todos los gobiernos del mundo), como ocurrió en el pasado casi medio siglo, ha pasado a la historia, lo que implica un resurgimiento del poder estatal. Sin embargo, la inversión puede igual dirigirse a lugares distintos, dependiendo de las condiciones objetivas de cada localidad. El llamado nearhsoring lleva años en el vernáculo del mundo del comercio y la economía y la lógica parecía imponer que México sería el gran beneficiario de esta derivación geopolítica por su localización geográfica y la existencia del TMEC. Sin embargo, van al menos tres gobiernos desidiosos que supusieron que la oportunidad se materializaría sin esfuerzo (o que no era oportunidad para comenzar). La evidencia muestra que los grandes beneficiarios han sido naciones como Vietnam, Indonesia y República Dominicana, naciones que asieron el momento sin chistar.
Y luego llegó Trump. Hasta hoy (y esto puede cambiar en un instante) la presidenta ha logrado una relación funcional, evitando los peores exabruptos de su contraparte norteña, pero la fragilidad de la relación es evidente, toda vez que el señor vive de ocurrencias y su capacidad de alterar nuestra realidad infinita. Todavía más importante, los “arreglos” que se han logrado no incluyen medidas objetivas a las que las partes se puedan remitir en caso de diferendo, lo que implica que todo está (y, temo, estará) en el aire por los próximos cuatro años. Y no hay peor elemento disuasivo al ahorro y la inversión que la inestabilidad e incertidumbre.
Lo peculiar es la extraordinaria (y encomiable) disposición a negociar con Trump e idear modos y argumentos para apaciguarlo frente a la absoluta indisposición a comprender y aceptar la necesidad de revisar conceptos y prejuicios arraigados que son contrarios y contraproducentes para atraer inversión y promover el crecimiento económico. No basta con reconocer la necesidad del crecimiento y de la inversión privada para lograrlo (un hito en sí mismo luego del sexenio pasado), porque una decisión de ahorro o de inversión no depende de la retórica, sino de las condiciones objetivas y éstas han ido evolucionando exactamente en contra de lo que requiere y demanda un potencial inversionista.
Como dice Deirdre McCloskey, “la evidencia es abrumadora: la libertad, no la coerción de un amo
privado o de un gobierno, inspira a la gente a mejorar continuamente. Para los más pobres.”
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@lrubiof
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REFORMA
09 marzo 2025