Hacia un consenso básico

El meollo de la crisis actual se localiza en la ausencia de un consenso básico sobre el rumbo que debe seguir el país. Cuando una sociedad pierde el consenso que la mantiene unida o que, al menos, le da sentido de dirección, y no hay instrumentos o mecanismos institucionales que permitan recrear una base de consenso, hay el riesgo de que surja un líder mesiánico, como han sido Hitler, Khomeini o Alan García. En la actualidad, los partidos políticos y otros mecanismos que supuestamente existen para propiciar y canalizar la participación política, han sido incapaces de transmitir, absorber o liderear el enojo social, el creciente repudio  al gobierno y la desazón que acoge a muchos mexicanos por la situación económica, por los malos servicios públicos, por la inseguridad que domina al ambiente, etcétera. Los partidos de oposición pueden estar logrando avances electorales, pero eso no parece estar reduciendo el potencial de emergencia de un movimiento mesiánico.

 

Desde hace años, el crecimiento de la sociedad y de fuerzas políticas ajenas a los pactos postrevolucionarios, así como el cambio económico profundo que ha experimentado el mundo y el país, han erosionado, al punto de agotar, los consensos históricos que animaron el desarrollo del país y la estabilidad política de décadas. El enfrentamiento entre los que quieren un retorno al pasado, los que pretenden que todo el pastel pase a sus manos y los que no encuentran ningún espacio para participar ha producido una incertidumbre creciente que genera inseguridad y que propicia un ambiente contrario al desarrollo económico, político y social del país.

 

Las transiciones políticas entre un gobierno y otro (del mismo o de otro partido) son siempre difíciles y complicadas porque entrañan cambios de personas en los puestos de responsabilidad pero, sobre todo, porque con frecuencia implican cambios importantes de objetivos, orientación o estilo de gobernar. Si uno observa los cambios de gobierno en países tan institucionalizados como la Gran Bretaña o Estados Unidos, éstos rara vez son fáciles o carentes de complicaciones de uno u otro tipo. A pesar de ello, sin embargo, esas sociedades gozan de una característica que nosotros tuvimos, pero que hemos perdido en el tiempo y esa es la de la existencia de un consenso básico sobre las reglas del juego, sobre el marco institucional, sobre lo que es aceptable y sobre lo que no lo es. La erosión, si no es que desaparición, de ese consenso yace en el fondo de la incapacidad de articular un camino en el terreno económico y político que pudiese satisfacer a la mayoría de los mexicanos.

 

La democracia, forma política a la que nos hemos acercado con gran rapidez en el terreno electoral, entraña un alto grado de conflicto porque el número y diversidad de actores en juego es enorme, lo que hace difícil la cooperación entre ellos y, sobre todo, la resolución de disputas. El secreto de la democracia es que los partidos y fuerzas que compiten por el poder tienen la certeza de que no van a perderlo todo si es que no conservan o no logran acceder al poder en un momento dado. Es decir, las partes que compiten por el poder, a cualquier nivel de la sociedad, comparten un conjunto de valores y objetivos que son más fuertes que las diferencias de énfasis o estilo que los diferencian, así como de estructuras institucionales que permiten una interacción sin violencia.  Quizá mas importante, comparten la expectativa de que ninguna elección es la última: siempre habrá u otra en la que pudiesen competir y ganar. Eso hace que todos estén dispuestos a jugar dentro de las reglas establecidas y a ceñirse a los resultados, situación que todavía no ha tenido lugar en México.

 

Así como un consenso básico es esencial  para el desarrollo de un país, el consenso es imposible si se excluye a la ciudadanía del proceso o si el gobierno o los partidos actúan como si ésta no existiera. En la actualidad podemos ver ambos fenómenos con gran claridad. Por una parte están los arreglos cupulares que el gobierno y los partidos han estado intentando amarrar, como mecanismos estructurales para la construcción de un consenso político nacional. Esos arreglos son esenciales para lograr la paz política, pero acabarían siendo irrelevantes si la población no se siente parte de ellos y si no ve mejoría tangible en temas como los relacionados a los servicios públicos y la seguridad como resultado de ellos. Por su parte, tanto el gobierno como la mayoría de los partidos actúan como si la población fuese irrelevante, como si lo que importara fueran los acuerdos palaciegos que se alcanzan al amparo de la obscuridad.

 

Para los partidos políticos es muy atractivo suponer que un arreglo cupular podría resolver todos los males del país. La ausencia de consenso en la actualidad, sin embargo, no ocurrió porque se escindiera una parte del PRI para luego  formar el PRD, ni porque se haya lanzado la reforma económica, afectando gravemente a muchos de los intereses fundamentales del PRI, sino porque los que participaron y crearon esos consensos ya no son representativos de la mayoría de los mexicanos de hoy. En cierta forma, la identificación que hacen muchos políticos de la problemática actual con esos factores o con sus consecuencias demuestra una gran arrogancia, porque en el fondo de los cambios que ha experimentado el país en las últimas décadas se encuentra una sociedad que se ha transformado en forma dramática y que demanda cada vez más satisfactores tanto políticos como económicos. La reforma económica de los últimos años no fue otra cosa que un intento por satisfacer al menos parte de  esas demandas y por crear las condiciones para que  la economía, el gobierno y el país en general se adecuaran a la realidad de una sociedad que había cambiado. Por ello, a pesar de los errores que se hubiesen cometido o de las limitaciones de los cambios de los últimos años, sobre todo en materia política, su origen era sumamente inteligente y había logrado aglutinar a parte de la población tras ellos. Quizá, por ello, en este contexto, el enojo de la población en la actualidad sea tanto mayor, pues hay una sensación muy generalizada de traición, fraude y abandono.

 

En el momento actual estamos enfrentando tres problemas centrales. Primero es el mundo de la política, en donde los principales actores -los partidos, los zapatistas, el gobierno y demás- no se ponen de acuerdo en prácticamente nada, excepto en la premisa de que la población no importa y que lo que ésta haga o deje de hacer es irrelevante. Segundo es el muy rápido deterioro que experimenta el consenso social, al grado en que éste se ha desvanecido en muchos ámbitos a partir de la devaluación. Puesto de otra manera, la sociedad urbana ya no acepta las decisiones gubernamentales ni las jugarretas que llevan a cabo los partidos ni los políticos en general. Esta, sin embargo, no está organizada, ni parece tener un elemento articulador que le permita actuar más allá de su ámbito inmediato. Finalmente, el tercer problema del momento actual es consecuencia de los dos anteriores. Por una parte, el gobierno no parece dispuesto o capaz de intentar un liderazgo social orientado a darle forma a un nuevo consenso social, ni los partidos, al menos hasta este momento, han sido capaces de ofrecer una alternativa. Por otra parte, la sociedad ha llegado a un grado de enojo tal, que parece estarse creando un espacio propicio para el surgimiento de movimientos mesiánicos, populistas o autoritarios.

 

De una u otra manera, la esencia de la problemática del país en la actualidad yace en la virtual evaporación del consenso que le dio décadas de paz y estabilidad al país. No se trata de un problema nuevo, pero éste es quizá el momento en que, después de dos o tres décadas de gradual erosión, el consenso postrevolucionario finalmente ha desaparecido. ¿Qué sigue? Eso dependerá de la capacidad de anticipación del gobierno; de  la proclividad de las fuerzas políticas (políticos, grupos y partidos) a aceptar o rechazar un esquema de estabilidad y legalidad en lugar de uno de violencia; y de la madurez con que la sociedad decida actuar o no actuar frente al deterioro que se observa por doquier.

 

El factor individual más importante que podría contribuir a revertir las tendencias actuales sería la creación de un fuerte marco institucional que permitiese reconstruir un consenso básico. El gobierno comenzó a avanzar por esta línea con el énfasis que ha puesto en la legalidad, pero, hasta la fecha al menos, ese camino ha sido más bien modesto. Sólo un decidido embate orientado a imponer la ley, a mantener una absoluta e irrefrenable consistencia en términos de la legalidad por parte del gobierno, a hacer cumplir la ley en todos los ámbitos, a convencer a la población de las virtudes de un camino de legalidad y a someterse, como gobierno, a las decisiones del poder judicial, podría sentar las bases de un cambio sostenible en el largo plazo. Nada garantiza que eso va a ocurrir, por lo que, como decía la maldición china, los tiempos que vienen serán sin duda muy interesantes.