La paz y tranquilidad que caracterizó a las recientes elecciones en el estado de Jalisco demostró que los mexicanos estamos avanzando en la dirección de la civilidad política. No me parece obvio, sin embargo, que ese sea el escenario más probable para el futuro mediato. Para empezar, no es evidente que, si el PRI hubiese ganado con un margen similar al del PAN, los partidos de oposición se lo hubiesen reconocido sin más. Días antes de la elección, varios de los líderes del PAN habían venido haciendo afirmaciones en el sentido de que iniciarían un proceso de resistencia civil en caso de que no se les reconociera el «triunfo». En este sentido, la novedad residió en que fue el PRI (y, sin duda, el gobierno federal) el que actuó con gran civilidad. Este fenómeno de civilidad, como hemos visto en el conflicto dentro del PRD en Michoacán, no parece ser una característica emergente del sistema político, sobre todo cuando persisten intentos de deslegitimación anticipada en diversos estados (como Yucatán), y cuando ha habido intentos evidentes por crear situaciones de ingobernabilidad en algunos otros. Una pregunta que me parece clave para el devenir político del país en el futuro mediato es qué pasaría si resulta que el PRI y los priístas acaban siendo, irónica y paradójicamente, los únicos que tienen que conformarse a normas de civilidad política en materia electoral.
Muchos rechazarán la hipótesis de que el PRI está siendo civilizado en su comportamiento político y electoral, aunque la evidencia en Jalisco, por citar el único ejemplo válido del sexenio actual, es absolutamente impecable. Los panistas han criticado la nominación del candidato del PRI a la gubernatura de Yucatán con argumentos que no son enteramente válidos por la simple razón que la naturaleza y características teóricas o reales de un individuo no son motivo legítimo para desacreditar una elección que todavía no tiene lugar. Lo único que es tema legítimo de debate partidista es el comportamiento de un partido y su candidato durante la campaña y durante la elección. La forma en que un candidato se elija por parte de un partido y la persona de ese candidato son temas de competencia exclusiva del partido mismo y, en todo caso, de los votantes. Si el PRI y los priístas recurren a prácticas «tradicionales» en el proceso electoral, o si la ley electoral esta viciada de entrada, tanto la ciudadanía como los partidos en contienda tendrían todo el derecho (y la imperiosa necesidad) de denunciarlo y de seguir los procedimientos que la ley les permita para penalizarlo. Lo que es impropio en una democracia incipiente es descontar anticipadamente la legitimidad de una elección.
Por su parte, las acciones del PRD a nivel nacional con gran frecuencia han estado encaminadas a desacreditar al gobierno federal y a crear situaciones de ingobernabilidad, probablemente orientadas a tomar el poder que los electores les negaron por la vía de las urnas. Más allá de las pugnas internas de ese partido, el comportamiento y planteamientos de la mayoría de sus candidatos en los últimos meses han sido mal recibidos por el electorado, seguramente porque, al menos en parte, el partido ha optado por vías no institucionales para llegar al poder. De esta manera, además de no ganar en las urnas, el PRD no ha logrado su pretensión de ser la gran fuerza promotora de una democracia, lo que implicaría no sólo un absoluto respeto a la legalidad y a los candidatos elegidos por el electorado, sino también tolerancia en su actuar cotidiano.
Por supuesto, el hecho de que los panistas y los perredistas, cada uno a su modo, pudiesen estar contribuyendo a crear un ambiente poco conducente al crecimiento de prácticas democráticas, no implica que los priístas sean unas hermanas de la caridad. Entre los priístas hay un buen número que cree que podría ganar unas elecciones sin recurrir a prácticas ilícitas, o al menos impropias, que con frecuencia han caracterizado la historia de su partido, pero hay otros que no tienen el menor empacho en proteger sus intereses y lo que consideran equivalente a su propiedad, por cualquier medio posible. Unos quieren ganar elecciones impecables y lograr con ello la legitimidad que han perdido, en tanto que a otros eso de la legitimidad les importa un comino, cuando lo que persiguen es el poder a cualquier precio. El resultado es pugnas internas, diferencias sobre cómo proceder y, en general, parálisis en la capacidad del partido de actuar colectivamente en la dirección de la construcción de nuevas formas de participación política, lo que favorece prácticas contradictorias, diferencias entre el discurso y la realidad y, lógicamente, una incapacidad de ese partido de ganar credibilidad.
Si el problema fuese exclusivamente del PRI, nadie debería estar preocupado. Lo que le pase al PRI, sin embargo, es importante en la medida en que muchos de sus miembros, organizaciones, prácticas y estructuras mantienen una enorme capacidad de disrupción. En este contexto, el tema electoral a nivel estatal es más importante de lo que podría parecer a primera vista. Por definición, dado que el PRI ha acaparado, hasta el caso de Baja California hace seis años, el 100% de las gubernaturas, cualquier ascenso de los partidos en la oposición tendría que ser a costa del PRI. Para los priístas, ese escenario, naturalmente, es muy poco halagador. Si además del hecho objetivo de que el crecimiento de la oposición va a tener lugar, en términos generales, a costa del PRI, reconocemos que existen grandes diferencias al interior de cada uno de los tres principales partidos sobre qué hacer y cómo avanzar, es de anticiparse que las pugnas y los conflictos van a profundizarse en lugar de amainar en los meses próximos. Los partidos en la oposición van a explotar todos los subterfugios legítimos (como la crisis económica o la calidad de la administración local), pero también todos los que no necesariamente son legítimos, como los que mencionaba en los casos de Jalisco y Yucatán.
Con todo, quizá los casos más importantes de este año no sean los de Jalisco y Yucatán, sino sobre todo los de Baja California y Guanajuato. La razón por la cual estos dos estados son importantes es precisamente que se trata de la primera ocasión en que el PRI compite como partido opositor, fuera del gobierno. Hasta la fecha, uno de los principales indicadores de la peculiar democracia mexicana era la ausencia de alternancia de partidos en el poder. Esa circunstancia histórica se empezó a romper con la elección de Baja California y continuó con Chihuahua y ahora Jalisco. El caso de Guanajuato, también gobernado por un panista, es un poco diferente por las circunstancias bajo las cuales su ascenso tuvo lugar, pero el efecto es el mismo. En cualquier caso, este año vamos a empezar a ver la posibilidad de iniciar una verdadera alternancia en el poder, donde un partido sale y otro entra sin que nadie dispute el resultado. En términos generales, las condiciones en que se encuentra la lucha por el poder en ambas entidades son suficientemente transparentes como para lograr procesos políticos indisputados. Pero la trascendencia del resultado será enorme.
A mí en lo personal lo único que me parece importante en un proceso electoral es que los partidos en contienda den su mejor batalla por obtener el voto del electorado y luego se sometan a los resultados sin más. Qué partido gana es menos importante que el que el proceso sea impecable, porque eso obliga a los gobernantes a ser más responsables ante el electorado. Este principio evidentemente debería caracterizar a las elecciones de Guanajuato y Baja California en las próximas semanas y meses, respectivamente, pero ese hecho no debe cegarnos ante lo que ahí está en juego.
El resultado en Guanajuato y Baja California es crucial este año para la estabilidad de largo plazo del país por la simple razón de que lo que ahí ocurra muy probablemente va a tener un extraordinario efecto sobre lo que le pase al PRI. Si el PRI gana al menos una de las dos elecciones de gobernador en esos estados, se van a fortalecer aquellos priístas que argumentan que es posible la recuperación de la legitimidad y se van a debilitar los elementos más duros, que ven el poder evarporárseles de las manos, y viceversa: si el PRI pierde, se van a fortalecer los duros y debilitar los moderados. Qué le ocurra al PRI debería ser, como decía yo antes, problema de los priístas. Sin embargo, si uno acepta la hipótesis de que algunos priístas, los más propensos a las prácticas «tradicionales», tienen una gran capacidad disruptiva, entonces lo que ocurra en Guanajuato y en Baja California va a ser crucial para el futuro del país.