Arrogancia, cortedad de miras y sus consecuencias

Luis Rubio

El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido seriamente erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general, y de su partido en particular, lo que ocultó la severa y acelerada degradación política que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a resultar evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora de la justa electoral y el país en general. El presidente saliente planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo personal, pero no para el futuro del país.

La gran magia del viejo sistema político radicaba en la expectativa de que siempre habría una nueva oportunidad para reinventar al país con el cambio de gobiernos. El mecanismo era inherente a la estructura política derivada de los pactos que dieron forma al Partido Nacional Revolucionario (PNR, el “abuelo” del PRI) y que, mucho tiempo después, Cosío Villegas denominaría como una “monarquía sexenal no hereditable.” El factor clave radicaba en que el poder del presidente no se disputaba pero que al mismo tiempo tenía vigencia limitada, por lo que el país podría reinventarse en la siguiente vuelta, lo que arrojaba un factor de certeza durante el sexenio, pero de absoluta incertidumbre respecto al futuro: lo único que quedaba era la esperanza de que el siguiente gobierno, al reinventar la rueda, resolvería los problemas, los nuevos y los ancestrales, y crearía oportunidades para el futuro. Autoritario o no, el sistema funcionó por varias décadas porque permitía un recambio en la élite política y preservaba la esperanza de un futuro mejor. Al finalizar cada sexenio se debatían las mismas inquietudes: desde la función o influencia del presidente saliente hasta la estabilidad de la economía. Nada ha cambiado en eso, excepto las dimensiones de lo que está de por medio, pero esa diferencia -el grado adicional de incertidumbre- se le debe enteramente al presidente saliente.

Cuando un gobierno era malo, se afirmaba que “no hay mal que dure seis años ni pueblo que lo aguante.” Cuando era bueno, la ciudadanía lo premiaba con un voto favorable en las elecciones del sucesor. El proceso era dinámico y demostraba un alto grado de comprensión por parte de la llamada “familia revolucionaria” tanto de su misión como proveedora de condiciones para el crecimiento económico como de su preocupación por el sentir ciudadano. El sistema político de entonces no era democrático (ni lo pretendía), pero evidenciaba un reconocimiento de la necesidad de actuar ante las necesidades de la ciudadanía. Por sobre todo, el “sistema,” cuyo corazón radicaba en el binomio presidencia-PRI, se sustentaba en el PRI, la institución que confería continuidad, control y disciplina.  

En el curso de las décadas, cada presidente impulsó estrategias económicas que procuraban responder ante las circunstancias del momento y, por mucho del siglo XX, esas circunstancias fueron relativamente simples en comparación con el mundo actual, lo que facilitaba una mirada esencialmente introspectiva. La combinación de un poder concentrado en torno a la presidencia y la capacidad de modificar las estrategias gubernamentales de acuerdo con la lectura que el presidente realizaba sobre el momento específico entrañaba consecuencias significativas.  De hecho, esta característica hacía que los gobernantes fuesen directamente responsables ante la población del devenir de su gobierno porque, cuando su actuar resultaba exitoso, eran premiados por el electorado; sin embargo, cuando el resultado de su gestión era fallido, por sus propias acciones o por ignorar el contexto internacional (como ocurrió en los setenta y principios de los ochenta), el costo lo asumían enteramente esos presidentes, que después de su gobierno padecían el oprobio popular. El resultado de la elección de Claudia Sheinbaum no deja lugar a dudas del lugar en que queda Andrés Manuel López Obrador al fin de su mandato.

Buenos o malos, exitosos o fallidos, populares o no, los presidentes de antaño no daban paso sin huarache: cuando llegaba el momento de la sucesión, recurrían a mecanismos transaccionales para asegurar un voto favorable, además de que empleaban todos los mecanismos de fraude electoral que fuesen necesarios para asegurar un triunfo abrumador. Y, en efecto, los triunfos priistas eran legendarios, frecuentemente alcanzando votaciones superiores al 80% del voto total (y en 1976 ni siquiera hubo candidato de oposición que contendiera con José López Portillo). El recurso a dádivas gubernamentales a cambio de votos no es excepcional cuando se observa al resto del mundo (la naturaleza del intercambio varía, pero no el hecho mismo), en tanto que el fraude sistemático del estilo que llegó a tener lugar en algunos comicios a mediados del siglo XX ciertamente lo era.  Hoy, en 2024, nos encontramos en otra etapa de la política mexicana en la que la competencia política es real y las reglas para la administración de los procesos electorales y la calificación de la elección son producto de entidades autónomas que gozan de amplia legitimidad y reconocimiento popular. Esto desde luego no impide la presencia de toda clase de artificios para influenciar la manera en que vota la ciudadanía, pero estos ocurren mayoritariamente fuera del ámbito que le corresponde al Instituto Nacional Electoral.

La realidad política del país es una de profundos contrastes -por ejemplo, regiones muy exitosas y otras muy rezagadas- pero hoy existe una cauda de información respecto a esas circunstancias que hace sólo unas décadas hubiera sido inconcebible. Hoy los canales de comunicación que facilitan la discusión pública de los asuntos nacionales favorece el avance y retroceso de opciones políticas y partidistas, así como la aparición de candidaturas ciudadanas, algo también difícil de imaginar en el pasado mediato. Desde luego, la mexicana dista mucho de ser una democracia consolidada, una economía ampliamente exitosa o una sociedad mínimamente satisfecha, pero ya no es la nación ensimismada, aislada y pobre de hace algunas décadas. En una palabra, la realidad política del país ha cambiado de manera dramática, excepto en cuando al intento por parte del presidente actual por retornar a las prácticas más primitivas y condenables del pasado, incluyendo la agenda de reformas constitucionales que propuso el 5 de febrero de 2024, cuyo común denominador consiste en fortalecer constitucionalmente a la presidencia y reducir los mecanismos de contrapeso y protección a la ciudadanía por acciones del Estado.

Sólo así se explica su cruzada y desenfrenado activismo por garantizar el resultado electoral de su preferencia, para lo cual claramente estuvo dispuesto a cualquier recurso, comenzando por la compra de votos, seguido por el control de las instituciones y entidades responsables de la conducción, administración y calificación de la elección, esencialmente el Instituto Nacional Electoral (INE), así como el Tribunal respectivo. En el mismo sentido, empleó el púlpito presidencial para promover sus mensajes y a sus candidatos, así como para atacar y descalificar cualquier disenso o crítica. A la luz del resultado de la elección presidencial, es evidente que su cruzada fue exitosa en términos de la victoria lograda por su candidata, dejando al futuro la determinación de las consecuencias más amplias de su proceder. Con esto se confirma que el actuar presidencial a lo largo del sexenio tuvo como objetivo primario el de lograr este éxito. Lo que queda por dilucidarse es si su inversión en fuentes de lealtad a su persona tendrá implicaciones adicionales.

La estrategia

El primer indicio de que el sexenio del presidente López Obrador sería distinto al de sus predecesores se hizo evidente desde que resultó claro su desinterés -de hecho, radical oposición- a promover el crecimiento de la economía. En contraste con todos sus predecesores desde el fin de la Revolución Mexicana hace más de un siglo, el presidente López Obrador no concibe al gobierno, o al poder, como un instrumento para el desarrollo económico del país. En tanto que todos sus predecesores se abocaron a promover la actividad económica, algunos con más éxito que otros, la prioridad del actual gobierno, desde el comienzo, fue la sucesión de 2024 y nada más. Para el presidente el objetivo y racionalidad de su gobierno fue meramente el poder y garantizar una sucesión segura que prosiguiera con su manera de ver al mundo. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a comprender y lidiar con las consecuencias de un gobierno tan poco institucionalizado para el futuro del país.

La estructura formal de división de poderes del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder que le caracterizó a lo largo del siglo XX. Si bien existían un poder judicial y un poder legislativo, la dominancia del poder ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de que “el rey ha muerto, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la asunción del poder, pero también la definición de sus límites. En las últimas décadas, por diversos factores, México experimentó la extinción de esa estructura de control político e institucionalidad, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal. Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder en la forma de caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad institucional cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.

AMLO y la economía

Una de las paradojas del sexenio que concluye reside en el crecimiento de la economía. Si bien el presidente optó por una estrategia que expresamente se abstenía de promover el crecimiento (y la inversión tanto pública como privada que habría sido necesaria para lograr ese resultado), las circunstancias del país y del mundo se tradujeron en tasas de crecimiento relativamente inusuales en la segunda mitad del periodo presidencial. En el primer año del gobierno la economía no creció y luego vino a pandemia, que contrajo severamente la actividad económica; sin embargo, para el cuarto año la economía comenzó a acelerarse hasta lograr un crecimiento de 3.1% en 2023. Esta cifra es ligeramente superior al promedio de 2.5% que se experimentó en las pasadas tres décadas, pero lo significativo es que las administraciones previas dedicaron enormes recursos tanto financieros como burocráticos y humanos a la promoción de la inversión. Sin embargo, en una paradoja de la historia, fue el presidente que no llevó a cabo semejantes inversiones (y a las que se opuso) quien se benefició de esas décadas de reformas y que ahora se observan especialmente en la fortaleza del sector exportador (sobre todo manufacturas, agroindustria y minería), que funciona independientemente (algunos dirían a pesar) de la actividad gubernamental. En realidad, esto no debería ser sorprendente: el principal objetivo de la negociación del TLC norteamericano al inicio de los noventa fue precisamente el de despolitizar las decisiones de inversión. Se buscaba conferir certeza a los inversionistas de que los gobiernos mexicanos del futuro no modificarían las reglas del juego gracias a la existencia de un tratado internacional. La paradoja radica en que el mayor beneficiario de ese tratado, y de las reformas que le sucedieron, fue precisamente el presidente que se opuso a las reformas y que las denostó de manera consistente.

A lo largo de la administración López Obrador y a pesar de la retórica en el sentido de que “primero los pobres”, para el presidente los pobres fueron meramente un instrumento electoral porque disminuir la pobreza iba contra el objetivo sucesorio. Aunque pudiese parecer contradictorio, el presidente, conocedor profundo del poder, optó por asegurar su sucesión no mediante una mejoría en los niveles de vida de la población, sino a través de la construcción de una estructura de lealtades que garantizaran que la población le debiera el voto al presidente o a quien él señalara. Si bien una mejora en el ingreso disponible para las familias evidentemente contribuye a aminorar la pobreza, los subsidios que el presidente procuró en la forma de transferencias en efectivo seguían una lógica política, no una de carácter económico. Salir de la pobreza implicaría ingresar al mercado de trabajo de tal suerte que esa salida adquiriera permanencia y un gradual incremento tanto en el ingreso como en el capital de los integrantes de la familia que otrora se encontraba en la pobreza (objetivo que, al menos nominalmente, perseguían programas de sexenios anteriores, como Progresa, Prospera y similares). En una palabra, una estrategia para romper con la pobreza -máxime en la era digital- requiere del crecimiento sostenido de la economía y de la disponibilidad de medios para incrementar el capital social de las personas, especialmente educación y salud.

La estrategia del presidente López Obrador tenía un objetivo distinto: la mejora del ingreso de las familias a través de transferencias directas en efectivo que, por definición, aminorarían los síntomas de la pobreza, pero no la disminuirían; más bien, implicaba una relación de dependencia. No hay contradicción en esto: el objetivo era crear dependencia hacia el gobierno que se tradujera en lealtad a la persona del presidente, lo que requería que no cambiara la situación “estructural,” por así llamarle, de las personas en pobreza. La racionalidad de esta lógica era muy clara y consciente: en palabras de la presidenta de Morena al inicio del sexenio, “cuando sacas a gente de la pobreza y llegan a clase media se les olvida de dónde vienen, porque la gente piensa como vive.” En pocas palabras: los pobres son una reserva de votos y lo último que le conviene a Morena es que haya menos pobres y más gente de clase media porque esas personas dejan de concebirse como “pueblo” para pensar como ciudadanos. El crecimiento económico acaba siendo un maleficio para el único objetivo que presuntamente motivó a esta administración: asegurar el triunfo en 2024.

El devenir económico del sexenio que está concluyendo no ha sido exactamente como el presidente lo planeó, al menos de acuerdo con la concepción esbozada por la presidenta de Morena citada en el párrafo anterior. Primero, las transferencias en efectivo que realizó el gobierno, pero a nombre del presidente, como si fuese su propio dinero, han tenido el efecto de mejorar la vida de las personas que aparecen en el padrón que el presidente y su equipo construyeron (cuyos criterios formales y listado nominal no son públicos). Es decir, las transferencias han sido exitosas en términos del fortalecimiento de las personas y familias que son beneficiarias de esos programas (adultos mayores, jóvenes y otros públicos-objetivo), pero se preserva la dependencia respecto al gobierno, que es el objetivo expreso. Como ilustra la gráfica adjunta, el incremento en el consumo de la población a lo largo de la segunda mitad del sexenio constituye una evidencia clara del éxito de la estrategia presidencial y explica, al menos en parte, la lealtad que experimentó el presidente en estos años por parte de la población beneficiada y, desde luego, su voto el pasado dos de junio.

En segundo lugar, el aumento del salario mínimo que promovió el presidente beneficia a toda la población dentro de la economía formal, elevando el ingreso real disponible de un segmento importante de la ciudadanía. Ambas cosas, las transferencias y el salario mínimo, modificaron las percepciones de la población y probablemente constituyen un factor importante para explicar la popularidad del presidente. Sin embargo, aunque él se beneficie de estas acciones, la dinámica de cada uno de ellos es distinta: mientras que las transferencias en efectivo tienen un objetivo electoral directo y tangible, el aumento del salario mínimo es más difícil de politizar porque sus beneficiarios son genéricos, no específicos; o sea, se benefician todos los que ganan un salario mínimo, no sólo los que se encuentran dentro del padrón de Morena. De una manera u otra, la población promedio ha experimentado una mejoría en su ingreso real, después de inflación, lo que también explica el incremento en el consumo a nivel popular.

La economía y los votos

Los gobiernos de antaño -desde la Revolución hasta 2018- buscaban los votos por dos caminos: por un lado, procuraban adoptar estrategias económicas y de inversión que se tradujeran en una significativa mejora económica que, a su vez, elevara los niveles de vida y que, por lo tanto, satisficiera a la población, confiando que eso se traduciría en un voto favorable al gobierno saliente. Desde los programas de desarrollo de infraestructura rural en los treinta del siglo pasado hasta el programa de construcción carretero, la expansión de la red eléctrica y el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, por citar tres tipos de estrategia muy distintos, todos los gobiernos procuraron acelerar el crecimiento de la economía. El éxito de las primeras décadas posteriores al fin de la Revolución se puede apreciar no sólo en el crecimiento mismo de la economía, sino también en la movilidad social, el crecimiento de las ciudades y, con ellas, de una clase media incipiente. Así como hubo gobiernos sumamente exitosos (destacan los de la era conocida como del “desarrollo estabilizador” entre los cuarenta y el inicio de los setenta), también hubo aquellos cuyas ambiciones fueron mucho más grandes que su capacidad para conducir la economía nacional, como ocurrió en la década de los setenta, que culminó con la crisis de deuda externa de 1982. En este sentido, algunos de esos gobiernos fueron sumamente exitosos, en tanto que otros acabaron provocando terribles crisis, pero no hubo uno solo que no hubiera seguido la lógica del progreso por medio del crecimiento de la economía, similar a lo que uno podría observar en prácticamente cualquier lugar del planeta.

El gobierno del presidente López Obrador rompió con esa racionalidad. Convencido de que los problemas del país comenzaron, y son producto, de las reformas que se emprendieron a partir de la crisis de deuda externa de los ochenta, el presidente se abocó a reconstruir el mundo idílico de su memoria cuando fue líder del PRI en su estado natal de Tabasco. Los elementos centrales de su visión se resumen en: una presidencia fuerte que decide sin limitación por parte de organismos autónomos o regulatorios; PEMEX como fuente principal de demanda en la economía; el poder económico subordinado al poder político; y la construcción de un partido hegemónico, para lo cual es legítimo emplear todos los recursos del Estado. Lo que nunca fue claro en el proyecto presidencial antes de su inauguración en 2018 fue el abandono del proyecto desarrollista que fue característico de todos los presidentes a lo largo del siglo XX.

Para el presidente lo único importante fue su proyecto de sucesión, objetivo para el cual se destinaron todos los recursos y capacidades del gobierno, comenzando por el más exitoso de todos, la llamada “mañanera,” un ejercicio cotidiano de comunicación y manipulación de la opinión pública que logró  y afianzó el elevado nivel de popularidad de que goza el presidente, aun cuando la economía, la seguridad, la salud y la educación, entre otros factores clave para le vida de la ciudadanía, experimentaron serios deterioros.

En este contexto, la forma en que el gobierno procuró asegurar la sucesión presidencial recayó en iniciativas políticas más que económicas. Consecuentemente, todo lo que se hizo a lo largo del sexenio siguió una lógica estrictamente electoral: dónde están los votos y cómo asegurar que los programas gubernamentales los hagan dependientes de las dádivas que otorga el gobierno, pero siempre a nombre del presidente. Las transferencias a adultos mayores, a los jóvenes y a otros públicos-objetivo tuvieron una lógica estrictamente política y la evidencia muestra que la pobreza no fue uno de los criterios relevantes. Es decir, la narrativa se integraba de un discurso de combate a la pobreza, pero la estrategia del gobierno era mucho más directa, como si fuese un rayo láser: asegurar los votos. Está por verse si la combinación del discurso, la narrativa, y las transferencias, logran su cometido.

A diferencia de sus predecesores, el presidente procuró construir una plataforma de dependencia hacia su persona; de manera similar a sus predecesores, desarrolló una serie de mecanismos dedicados a comprar los votos. En la era post revolucionaria, muchos gobiernos se abocaron a buscar votos siguiendo una lógica transaccional: los candidatos inventaban toda clase de mecanismos para intercambiar favores por votos. En alguna era distribuían enseres domésticos, en otra desayunos o despensas, todo aquello a cambio de la promesa del voto; más recientemente inventaron las tarjetas que producían dinero en efectivo en los cajeros bancarios. La mecánica se facilitó, a la vez que se elevó el grado de certeza de la eficacia del intercambio, con la aparición y generalización del empleo de los teléfonos celulares, pues con eso los proveedores de beneficios intercambian el favor por la fotografía del voto mismo. Cualquiera que sea la mecánica, antigua o moderna, el propósito siempre fue transparente:  independientemente del desempeño del gobierno saliente, el candidato o candidata ofrecen un “incentivo” para que el votante responda favorablemente el día de los comicios. Si uno suma las dos cosas, el proyecto electoral adquiere un sentido político inexorable.

Muchas de las estrategias electorales que caracterizaron a la era priista del siglo XX fueron erradicadas por la reforma electoral de 1996 en que se legisló (con la aprobación unánime de todas las fuerzas políticas del momento) la creación no sólo de una autoridad autónoma dedicada a la administración de los comicios y a la calificación de la elección. Con esto, desaparecieron toda clase de artilugios bien conocidos por los mexicanos a lo largo del siglo XX, algunos con nombres peculiares (como el “ratón loco”), pero todos abocados a lograr el resultado esperable a través de la manipulación del padrón, el uso faccioso de los medios de comunicación o el abuso de los instrumentos gubernamentales para cerrarle el paso a la oposición. Con la reforma de 1996 se prohibieron todas esas prácticas y, aunque lo que siguió no fue perfecto, constituyó un esquema de impecable equidad para la competencia electoral, como muestran las innumerables alternancias de partidos en el poder a todos los niveles de gobierno. Una de las interrogantes que arroja la reciente elección es si estos juicios siguen siendo válidos: el resultado fue tan abrumador que se abre un compás de posibilidades extraordinariamente amplio, mucho de ello potencialmente regresivo.

La reforma electoral referida, en su componente constitucional, fue aprobada de manera unánime por todas las fuerzas políticas del momento, pero el PRD, antecedente de Morena, se negó a votar favorablemente por la legislación secundaria. Es decir, siempre existió una reticencia, cuando no escepticismo, dentro del contingente que hoy encabeza a Morena respecto a la legislación electoral y de las instituciones que de ésta emanan. Desde esta perspectiva, no es producto de la casualidad que López Obrador se negara a reconocer el resultado electoral de 2006 y que tanto él como buena parte de su base de seguidores sigan argumentando que su derrota fue producto de un fraude electoral. Ya en el gobierno doce años después, el presidente confrontó al consejo del INE en repetidas ocasiones y, vía nombramientos de personas leales a él, se abocó a debilitar, si no es que someter, a la autoridad electoral a sus preferencias. Con esto se cierra el cerco que construyó el presidente y que incluye todos los elementos que fue estructurando para asegurar la victoria en los comicios de junio de 2024: la narrativa, las transferencias, la autoridad electoral y su propio activismo político y control de gran parte del aparato institucional del país.

Las encuestas

Otro enigma que sólo el tiempo permitirá aclarar radica en la enorme varianza -preferencias sumamente distintas entre unas y otras- en los resultados que arrojaban las diversas casas encuestadoras a lo largo del proceso electoral. En adición a ello, décadas después de que el país comenzó a contar con procesos electorales profesionalmente administrados y de una sensible mejoría en los niveles de vida de la población, el sexenio que ahora concluye creó una paradoja que también sólo el tiempo permitirá aclarar de manera cabal: mientras que el número de personas que se asumen como ciudadanos crece, la lealtad al presidente debido a su narrativa y programas sociales también se fortalece. ¿Será ésta una contradicción? ¿Una incongruencia? El tiempo dirá.

Según una encuesta de Alejandro Moreno (El Financiero, mayo 2, 2023), sesenta por ciento de los mexicanos afirma estar satisfecho con su vida, ha visto sus ingresos reales crecer y cuenta con un empleo. Ese mismo 60% apoya al presidente y considera que su gestión ha hecho posible la estabilidad y bienestar de que goza. Por su parte, el 40% restante desaprueba de la gestión del presidente por considerar que está dañando los cimientos del bienestar futuro y atentando contra los prospectos de crecimiento y bienestar. Uno se pregunta qué es lo que hace que dos grupos de una misma sociedad puedan tener percepciones tan radicalmente contrastantes sobre un mismo fenómeno o momento histórico. Según Moreno, la diferencia fundamental entre los dos grupos de mexicanos es el nivel de escolaridad: si bien el voto de universitarios fue crucial en la elección del presidente en 2018, hoy esa cohorte representa al segmento más crítico de su labor. Los dos contingentes más sólidos que sustentan la popularidad del presidente son los mexicanos de mayor edad y las personas con menor escolaridad. La conclusión inevitable es que las personas más desfavorecidas en sus ingresos y perspectivas de vida y empleo se han beneficiado de la estabilidad económica, el crecimiento del ingreso disponible real y de un mercado laboral que, después de la pandemia, ha ofrecido mayores oportunidades de empleo. Al mismo tiempo, esta lógica entraña las semillas de su propia disfuncionalidad futura, dado que la economía más dinámica y con mejores perspectivas es aquella ligada a la economía de la información que, por definición, requiere un tipo de educación radicalmente distinta a la que favoreció el presidente. Otra paradoja: pobres pero con capacidad de gasto, una receta para una sola elección.

Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B,” seguido del “Plan C”), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. El gran logro en materia electoral -certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado- bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano -quizá el mayor de nuestra historia- podría estar viendo sus últimos días.

Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros. Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante (la primera elección federal posterior a 1996, ya con un “piso parejo”), el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado* se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un camino hacia mayor igualdad de oportunidades, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica cabalmente como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.

Este panorama sugiere que México ha vuelto -o al menos avanza en dirección- a la era prehistórica, ciertamente predemocrática, de la vida política nacional. El presidente no ha tenido ni el menor escrúpulo para emplear todos los recursos a su alcance para asegurar su objetivo electoral. Cuando se le cerró un camino -por ejemplo un llamado del INE (ya de por sí sesgado) para que se abstuviera de ser tan craso en sus formas- inventó veinte reformas constitucionales (el “Plan C”) para poder tener presencia “legal” en el ámbito político y, por lo tanto, electoral, todos los días. Tampoco tuvo el menor empacho en presentarse como el jefe de la campaña de su candidata, a la que nombró, controló y obstaculizó a todo lo largo del proceso (lo que, además, suscitó toda clase de especulaciones sobre la relación que caracterizaría a los dos actores políticos pasados los comicios de junio de 2024).

El legado del presidente López Obrador tendrá múltiples aristas. Su estrategia económica logró su cometido, pero al elevar de manera extraordinaria el déficit fiscal para el año 2024 deja una interrogante sobre la estabilidad y sustentabilidad con que recibirá su sucesora las cuentas fiscales; su estrategia de seguridad goza de un nivel casi unánime de reprobación; su estrategia electoral fue exitosa al lograr su objetivo de elegir a la sucesora de su preferencia, pero a costa de un  severo deterioro de las instituciones políticas, incluyendo a las electorales, que se construyeron a lo largo de las pasadas cuatro décadas.

Los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, pero casi siempre acaban siendo efímeros en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados -arrogante y a la vez modesto en sus objetivos- tarde o temprano se pagan, pero el calendario puede no respetar los tiempos económicos, políticos o emocionales. Las cuentas siempre llegan y será ahí donde las circunstancias del momento, y la astucia de la ganadora, determinarán el desenlace y su capacidad de gobernar. Peor cuando el país que dejará el presidente carecerá de instituciones sólidas susceptibles de conferirle viabilidad al gobierno y a la gobernabilidad y ya sin las características y habilidades del propio presidente.

Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente, por su historia y características, es irrepetible y la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí y ya resultan inoperantes cuando no contraproducentes. Gobernar a su propio partido, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular- será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte.

Dice un dicho que “a cada santito le llega su fiestecita.” La “fiestecita” que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegarán más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos qué clase de presidente tenemos y su capacidad para encarar estos retos.

En el sentido británico, pero también priista, “el rey ha muerto, viva la reina.” Toda la ciudadanía debemos arroparla porque requerirá de todo el apoyo nacional que, como ciudadanos, debemos confiar, será correspondido con civilidad y sin polarización.

*cifras de Alejandro Moreno en la encuesta antes citada 

Capitulo dentro del Libro ¿Qué dejó el gobierno de López Obrador? Editado por el Dr. Octavio Rodríguez Araujo

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