Luis Rubio
En 1983 la economía mexicana experimentó la más profunda recesión de la historia moderna de México. Todo parece indicar que la de 1995 será peor. El común denominador verdaderamente relevante, sin embargo, no es la profundidad de la recesión, sino el que en ambos casos la política económica consistió básicamente en deprimir las importaciones en lugar de promover activamente las exportaciones. Esa política llevó a un estancamiento de casi una década. La gran interrogante es si la política actual llevará al mismo lugar.
Entonces, como hoy, las cifras de las cuentas externas del país súbitamente mejoraron, pues las exportaciones fueron superiores a las importaciones, lo que aumentó los ingresos en divisas y disminuyó la presión sobre el tipo de cambio. Por lo anterior, desde la perspectiva de la balanza de pagos, la política actual es la correcta, pues se está avanzando en lograr la estabilidad en los mercados cambiarios y, según dicen los economistas, se podría reducir la inflación con gran rapidez. El problema es que esa no es la única manera de lograr ese objetivo, pero con esa política sí se garantiza el estancamiento y, por lo tanto, el desempleo y la caída en el poder adquisitivo de los salarios. Aritméticamente es lo mismo reducir un déficit por la vía de aumentar el ingreso o las exportaciones, respectivamente, que disminuir el gasto o las importaciones. El efecto económico de cada una de estas opciones, sin embargo, es radicalmente distinto. Al drenarse recursos de la sociedad por la vía de impuestos se retira inversión potencial y al deprimir las importaciones se reduce el potencial de crecimiento económico y, por el alto contenido de partes o componentes importadas, se deprimen las exportaciones. Es decir, lo opuesto de lo que requerimos.
La política adoptada al final de 1982 no duró mucho tiempo. Para 1984 ya estaba haciendo agua y en 1985 se abandonó del todo. La razón de ello no fue que se hubiera logrado un gran éxito en términos de crecimiento económico, sino que, más allá de lograr disminuir parcialmente la inflación, el país se estancó: nadie ahorraba, nadie invertía, no se creaban empleos y el ingreso promedio caía sin que nada lo contuviera. Todos sabemos que la historia nunca se repite, pero los paralelos son tan obvios que vale la pena considerarlos para evitar una nueva etapa de estancamiento, pues ahora las condiciones sociales y políticas son drásticamente distintas.
Cuando estalló la crisis de 1982 el país acababa de pasar por un periodo de fantasía que había producido una euforia sin igual. La economía había crecido muchísimo, la inflación había creado muchos nuevos millonarios y la ilusión de riqueza y, aún con la creación de gran cantidad de empleos, la enorme ineficiencia de la economía y la ausencia de competencia del exterior impidió que se elevara la productividad y, como resultado, que se crearan muchas más fuentes de trabajo. Todo eso permitió que muchísima gente se sintiera satisfecha de la situación general y que, cuando estalló la crisis en 1982, cayera sobre un colchón de algunos años buenos. Se trataba de una corrección inevitable después de la locura petrolera. En esas condiciones, el programa de ajuste económico que lanzó el presidente de la Madrid al tomar posesión, por severo que pudiese haber sido, encontró una buena recepción que le dió margen para operar. Quizá más importante, en ese momento el sistema político contaba con toda clase de mecanismos de coerción y control, la mayoría de los cuales ya no existe en el presente.
Pero lo más importante de la política económica implantada a partir de finales de 1982 es que no funcionó. Lo único que logró fue encaminar al país a una depresión, de la cual todavía a la fecha quedan víctimas. A partir de 1985, el gobierno del propio Miguel de la Madrid, reconociendo el rápido cambio que experimentaba el mundo, dio la vuelta y emprendió una profunda reforma de la economía, cuya esencia era integrar al país a los mercados internacionales como uníco medio factible de lograr una recuperación sostenida. Por los siguientes nueve años, de 1985 a 1994, la política económica consistió en buscar medios para transformar a buena parte de la economía y crear condiciones propicias para que fuese posible esa incorporación a la economía internacional. Hoy sabemos que esos esfuerzos no fueron suficientes y que muchos de ellos resultaron incompletos y, quizá en algunos casos, inadecuados.
Lo que el país no ha logrado hacer es convertirse en una nación exportadora. Ser un país exportador no implica nada más exportar y que haya algunos exportadores exitosos, como ya ocurre ahora, sino transformarnos en una nación donde el objetivo central de la política económica, al que se subordinaran todos los demás programas, es la exportación. Una política de esa naturaleza entrañaría un cambio concertado en todas las actividades y sectores. Nada quedaría igual porque todo se relacionaría con un objetivo común que compartirían patrones y obreros, maestros y burócratas, empresarios y ahorradores. Todas las actividades en el país adoptarían un punto de referencia común que sería el de exportar, exportar y exportar.
En la vida real, una política de exportación nos llevaría a adoptar muchas de las políticas y medidas que en su momento caracterizaron a Corea, Japón, Taiwan y Singapur y que en la última década fueron seguidos por Tailandia, República de Malasia y Chile. Entre esas medidas las más evidentes son las siguientes: primero, todas las acciones y decisiones gubernamentales tienen un marco de referencia muy claro y a prueba de sorpresas. Bajo este esquema, el gobierno no podría argumentar, por ejemplo, que tal o cual sector es estratégico, si éste no contribuye decisivamente al esfuerzo exportador. Si la empresa generadora de electricidad no puede crecer a la velocidad necesaria, o entregar la energía a un costo verdaderamente competitivo a nivel internacional, alguien más tendrá que poder generarla. Si la empresa petrolera es demasiado corrupta para permitir que se logren los niveles de eficiencia y ahorro que requiere el país, o si su elefantiásico tamaño la hace inmanejable o absolutamente refractaria a las necesidades y demandas de sus millones de clientes, entonces alguien más tendría que introducir la disciplina del mercado para superar esta situación. El punto es que la existencia de un marco de referencia común permite evaluar a todos los componentes de la economía, empezando por el propio gobierno.
El segundo grupo de medidas que han adoptado esos países tiene que ver con la educación y el desarrollo social. Por más reformas educativas, el hecho es que la educación no cumple con su cometido. No hay ni los niveles de enseñanza que una economía con aspiración a desarrollarse requiere, ni la calidad necesaria para elevar la productividad y, con ello, generar mucho mayores niveles de ingresos. Sólo para ilustrar, hay países, como Malasia, que ya llegaron al punto en que están exigiendo el dominio absoluto de los idiomas occidentales para los alumnos universitarios, pues saben bien que sin ello no podrán dominar las nuevas tecnologías. De la misma forma, la pobreza y la falta de servicios básicos a lo largo y ancho del país siguen siendo endémicos y, por lo tanto, factores que imposibilitan las exportaciones y, por lo tanto, el desarrollo. Los países exitosos lograron, antes que nada, resolver el problema educativo y atacar las causas de la pobreza, sabiendo bien que, sin ello, el crecimiento económico sería insostenible. Lo más importante de todo es que casi todos los países citados fueron mucho más pobres que nosotros, en términos per cápita, hasta hace sólo poco más de una década.
Finalmente, las exportaciones implican, sin lugar a dudas, algunos sacrificios. El éxito en ese campo, sin embargo, entraña un rápido crecimiento del ingreso familiar y, por lo tanto, mucho mayores oportunidades de desarrollo en el mercado interno. Muchos pueden argumentar en contra de las exportaciones y en favor de un mercado interno protegiendo a los productores nacionales. Lo cierto es, sin embargo, que esa es la única manera de salir del hoyo en el que estamos en esta época por la forma en que fuciona la economía internacional y por las tecnologías productivas actuales. Por ello, el verdadero reto de este momento es si habrá la posibilidad de crear las condiciones para darle una salida de esta naturaleza al país. Dados los conflictos políticos en los que estamos inmersos y la ausencia de un sistema político funcional y efectivo, no se puede dar por obvio que será posible alcanzarlo. Si algo es seguro es que una política así sólo es posible con la concurrencia de toda la población, los partidos políticos, los obreros, los empresarios, etcétera. El gobierno puede tomar la iniciativa pero, como en los ochenta, no parece dispuesto a hacerlo. La pregunta es si seremos capaces, en términos políticos y sociales, primero, de ponernos de acuerdo y, después, de ponernos a trabajar.