Enfrentando la realidad actual

Cualquiera que sea la postura que uno pueda tener respecto a las causas de la situación actual, hay dos verdades que a mi parecer son irrebatibles. La primera es que la economía no se va a recuperar en un plazo inmediato. La segunda es que el status quo -económico, político y social- no es sostenible. Si uno acepta estas afirmaciones como premisas, la pregunta es qué se puede hacer para evitar una rebelión corporativa, jurásica, popular o cualquier combinación de las anteriores.

A estas alturas nadie sensato abriga muchas esperanzas de que habrá una recuperación económica acelerada en el corto o incluso en el mediano plazos. En buena medida, los optimistas y los pesimistas sobre la economía no se diferencian por su expectativa de una pronta recuperación, sino por las perspectivas que adoptan en su evaluación. Algunos son optimistas porque ya perciben un sentido de dirección en la economía y, a partir de ello, concluyen que eventualmente se restituirán las condiciones para el crecimiento. Los pesimistas típicamente ven la situación inmediata de la planta productiva, de los bancos, del empleo y de los ingresos de la población y concluyen que las perspectivas son abismales. Sólo los ingenuos, sin embargo, parecen disputar el hecho de que la recuperación va a requerir acciones mucho más profundas sobre la estructura de la economía, sobre la naturaleza y forma de actuar del gobierno y sobre las empresas paraestatales que quedan, a fin de efectivamente crear las condiciones que eventualmente permitan un crecimiento acelerado. Lo que va a determinar qué tanto crece la economía en el futuro va a ser el acierto y determinación con que actúe el gobierno en los próximos meses respecto a los monopolios, al gasto público, a las regulaciones, a la legalidad, etcétera. Lo que se haga o no se haga, sin embargo, no va a alterar el hecho de que la economía va a experimentar una etapa depresiva muy severa.

Quizá una diferencia entre el deterioro económico que experimentamos en la actualidad y las recesiones anteriores, sobre todo la de los tempranos ochenta, es que ahora ya no existen los mecanismos de control político que entonces existían. Los cambios que tuvieron lugar en la estructura del sistema político en los últimos años han sido mucho más profundos de lo que comúnmente se reconoce. Algunos de esos cambios son sumamente positivos porque abren la puerta hacia una participación política muy amplia, porque crean la posibilidad de que algún día exista un verdadero Estado de derecho y porque permiten un debate público abierto por parte de una ciudadanía que cada vez más hace uso de derechos que antes eran meramente teóricos, como el de expresión.

Pero no todos los productos del cambio político de los últimos años han sido tan positivos. El fin del sistema político tradicional no ha venido acompañado de un proceso de reinstitucionalización que neutralice la conducta o las acciones potenciales de los políticos o de los grupos de poder que tradicionalmente se beneficiaron del sistema. Este es quizá el mayor costo de no haber llevado a cabo un proyecto integral de reforma en el ámbito político que aparejara el cambio económico. El cambio político que la reforma económica propició fue dejado al azar, probablemente suponiendo que nada pasaría o, más probablemente, confiando que las diversas piezas del viejo sistema encontrarían un acomodo por sí mismas. Si alguien tenía dudas respecto a las consecuencias de ese abandono político, los trágicos sucesos de 1994 son evidencia más que contundente de los riesgos que entraña un sistema político en descomposición. En ausencia de un sistema efectivo de control político -como existió por muchas décadas- y de un Estado de derecho -como el que todavía no existe, por más que haya avances significativos en esa dirección- lo que tenemos es una permanente inseguridad, propensión a la violencia y a la anarquía. La descomposición del sistema político comenzó hace mucho tiempo, pero hizo explosión en 1994. Si eso ocurrió en un año en el que las expectativas económicas eran por demás favorables, es imposible no concluir que la prospectiva de paz social y paz política es muy poco promisoria. Es en este sentido que el status quo actual no es sostenible.

Todos los países y sus sistemas políticos dependen de la existencia de tres factores para su funcionamiento: uno es desarrollo económico, otro es la paz social y el último es la estabilidad política. En este momento, México flaquea en estas tres condiciones. La pregunta es qué hacer al respecto.

Aunque hay mucho que debe hacerse para resolver la problemática económica en el corto plazo, como lograr una pronta estabilización, sobre todo a través de actuar sobre la problemática estructural de fondo, hay un ámbito en el que es posible actuar para compensar los prospectos negativos que esperan la mayoría de los mexicanos es el político. El gobierno actual ha lanzado un conjunto de iniciativas que, aunque muy ambiciosas y visionarias en sus objetivos, han sido más bien modestas en su instrumentación. Sin embargo, en esas iniciativas hay casi todos los elementos necesarios que permitirían replantear al sistema político en su integridad. De hacerse esto en forma exitosa, la población podría sumarse tras el gobierno, haciendo no sólo sostenible el momento económico actual, sino posible la transformación económica más profunda que el país requiere para alcanzar índices de crecimiento similares a los que han alcanzado países como Chile en los últimos años.

Un esquema de esta naturaleza incluiría los temas de legalidad, participación política, seguridad pública, responsabilidad de los funcionarios públicos, pesos y contrapesos y acceso a la toma de decisiones. Vistos en abstracto, estos temas pueden ser atractivos o despreciables; vistos a la luz del abuso al que están sometidos en forma cotidiana prácticamente todos los mexicanos, la consecución de un sistema político responsable es no sólo una necesidad imperiosa, sino una gran oportunidad. La oportunidad es más importante de lo que podría parecer a primera vista. Hasta hoy, el gobierno, a pesar de contar con gran legitimidad de origen, misma que debería permitirle un enorme margen de maniobra, ha actuado dentro de marcos y limitaciones autoimpuestos por décadas de gobiernos priístas, lo que le impide romper con la tradición de un sistema político orientado a satisfacer a su propia burocracia y partido. Sólo un replanteamiento general del sistema político favorecería la discusión de alternativas tanto en el ámbito económico como en el político, mismas que podrían permitir sacar al país del hoyo que nos empeñamos en profundizar. Lo que hoy parece imposible -como privatizar los monopolios gubernamentales- bien podría parecer sensato a una sociedad que se siente segura y que está participando en el proceso.

Hasta ahora, el programa gubernamental ha contemplado varios de estos factores, aunque su enfoque ha sido muy parcial y excesivamente modesto. El caso de la legalidad es ejemplificativo. El gobierno ha procurado actuar dentro del marco absoluto de la legalidad, buscando con ello no sólo credibilidad sino también predictibilidad, de tal suerte que poco a poco desaparezca la propensión a actuar en forma discrecional en temas como el electoral. La iniciativa gubernamental ha consistido en intentar obligar al gobierno a actuar dentro de la legalidad, pero no le ha dado instrumento alguno a la ciudadanía para proteger sus derechos e intereses respecto al gobierno. En este sentido, si es exitosa, la iniciativa gubernamental haría más predecible al gobierno, pero no lo tornaría menos burocrático, arbitrario o autoritario. Algo semejante ocurre con temas como el de seguridad pública, donde los recursos disponibles para este propósito no están diseñados para favorecer la seguridad ciudadana -por más que esa pudiese ser la voluntad gubernamental- sino, en la teoría, para hacer más expedita la procuración de la justicia y, en la práctica, para atemorizar a cualquiera.

No importa hacia donde mire uno, el hecho tangible es que por más que existen varias iniciativas muy serias y visionarias en el ámbito político, no existe aún un verdadero proyecto de reforma política que trascienda claramente lo electoral. La llamada «reforma definitiva» en el ámbito electoral que ha sido propuesta, es condición necesaria para dar fin a una de las mayores fuentes de vergüenza política que ha tenido frente a sí el país en los últimos años, pero es sólo uno de los temas relevantes. En ausencia de un consenso básico por parte no de los partidos sino de la ciudadanía en general respecto a la disponibilidad de mecanismos concretos para lograr justicia, para tener verdadera influencia sobre las decisiones que afectan la vida de cada uno en lo individual, para proteger lo que es suyo y así sucesivamente, todas las reformas que se hagan serán insuficientes. Lo que se necesita es un proyecto político integral -y convencer a todos los mexicanos de su bondad.