Luis Rubio
¿Qué es primero, el ahorro o la inversión? Según el gobierno, lo primero es el ahorro. En realidad, son las dos caras de una misma moneda, pero no por eso da igual qué hacer. México necesita grandes cantidades de inversión para poder recuperar el camino del desarrollo, generar empleos y elevar los ingresos de la población. Discutir qué es primero es, por ello, un tanto irrelevante. De ahí que lo importante en este momento sea impulsar la inversión (que necesariamente tendrá que ser financiada en el corto plazo con ahorro externo) para que, ex post facto, se genere el ahorro nacional que el país requiere. Esto que parece tan simple va a requerir grandes cambios económicos, políticos, jurídicos y de actitudes.
El tema del ahorro ha sido recurrente en la discusión entre economistas y funcionarios gubernamentales por décadas. Lo interesante es que nunca se han formulado la pregunta correcta: ¿qué se tiene que hacer para que se materialice la inversión productiva?. Si uno plantea el tema de esta forma, se torna posible identificar las acciones que sería pertinente llevar a cabo para elevar drásticamente los niveles de inversión. En el gobierno, sin embargo, tiende a verse sólo el lado del ahorro porque efectivamente existe una correlación directa entre los países que más ahorran y los que más crecen. No es casualidad que países como Japón, Hong Kong, Corea y Chile sean de los que más ahorran y de los que más crecen en el mundo. Desde esta perspectiva, la preocupación gubernamental por elevar los niveles de ahorro es lógica y está plenamente justificada. El problema es que no cualquier ahorro y no cualquier manera de procurarlo es igualmente adecuada para lograr el objetivo de elevar los niveles de inversión.
La afirmación anterior se puede constatar en dos ejemplos históricos, uno nuestro y otro de algunos de los países más exitosos en el sudeste asiático. En el caso de México es interesante recordar la discusión sobre el tema del ahorro en los setenta. Preocupados por la llamada atonía del primer año de su administración, los economistas del gobierno de Echeverría argumentaron que el país enfrentaba una profunda escasez de ahorro y que éste era el factor central que determinaba el estancamiento de la economía. Acto seguido, el gobierno se abocó a elevar todos los impuestos posibles y a buscar incrementar los ingresos gubernamentales. Los ingresos gubernamentales efectivamente se elevaron, pero eso no favoreció un rápido crecimiento de la inversión, sino del gasto público. Es decir, una vez que el gobierno logró más ingresos se dedicó a dispendiarlos y no a invertirlos en forma tal que pudiese permitir grandes beneficios a la sociedad en su conjunto por muchos años. En esto nuestra historia es particularmente ilustrativa: por buenas o por malas razones, el hecho tangible es que para el gobierno siempre es más fácil gastar en el presente que invertir para el futuro.
El otro ejemplo se refiere al enorme contraste que existe entre Hong Kong y Singapur, dos ciudades-nación que han seguido caminos al desarrollo casi diametralmente opuestos. Singapur ha sido el paraíso de los burócratas honestos: si bien no hay corrupción, el ahorro que existe en ese país es fundamentalmente gubernamental, producto de elevadísimos impuestos y de la concentración de las decisiones en el propio gobierno. Hong Kong, por su parte, es el paraíso de la economía de mercado, donde el gobierno juega un papel estrictamente mínimo, limitándose a asegurar que el mercado funcione. El resultado, después de treinta o cuarenta años de muy rápido crecimiento en ambas sociedades, es plausible. Ambas economías han crecido en forma espectacular, sosteniendo tasas en muchos años superiores al 10%. Lo interesante es que la inversión requerida para materializar ese desarrollo ha sido casi el doble en Singapur que en Hong Kong. El primero ha tenido que invertir muchísimo más dinero -ahorro- para lograr el mismo objetivo.
Los ejemplos de los setenta en México y de Hong Kong y Singapur sugieren que existen varias lecciones muy útiles que explican más que mil teorías. Cada vez que caemos en dificultades económicas, algo recurrente en las últimas tres décadas, resurge el tema del ahorro y cada vez pretendemos descubrir el hilo negro. De la misma forma, cada vez que la economía inicia una recuperación, por efímera que ésta pudiese ser, el tema desaparece. La razón de ello es que el crecimiento económico en sí es uno de los más importantes generadores de ahorro. Si uno acepta esa premisa, entonces lo que es imperativo es promover la inversión productiva. Por ello, en lugar de diseñar nuevas teorías sobre cómo se puede inducir un mayor ahorro por la vía fiscal, por fondos de pensiones, etcétera, quizá sería más productivo hacer una revisión introspectiva sobre las razones por las cuales hay tan poco ahorro en el país a pesar de que ha habido momentos de muy alto crecimiento económico. Identifico cinco puntos principales:
En primer lugar, es imperativo reconocer que lo que el país requiere es inversión. Para lograr que ésta se materialice es necesario que se creen las condiciones mínimas, a nivel internacional, que justifiquen y atraigan montos substanciales de inversión directa. Ningún ahorrador va a invertir si no existen las garantías necesarias para comprometer una inversión. Estas garantías tienen que ver con la estabilidad política, con la seguridad jurídica, con la existencia de un marco económico estable y que propicie la inversión y el crecimiento económico, con una moneda firme y una clara dirección de política económica. En la etapa de globalización económica, los ahorradores e inversionistas mexicanos son indistinguibles de los del resto del mundo; de ahí que un cambio en la política fiscal interna no vaya a cambiar sustancialmente la probabilidad de que crezca el ahorro nacional.
En segundo lugar, en México no se ahorra poco. Si uno suma el total de ahorro que se produce anualmente cada año por las empresas, por el gobierno y por los particulares, el coeficiente de ahorro es muy elevado, independientemente de que pudiera ser mayor. Algo de ese ahorro se convierte en inversión, pero un muy elevado porcentaje se evapora a través del renglón de «errores y omisiones» de la balanza de pagos, porque los ahorradores e inversionistas no tienen confianza en el futuro del país o en la seguridad de su dinero. Muchas empresas extranjeras repatrían sus utilidades, algo que quizá no harían con sus inversiones en países donde hubiera certidumbre económica, jurídica y política, así como potencial de alto desarrollo como en Hong Kong o en Alemania. Sin embargo, si repatrían sus utilidades obtenidas en México porque saben que sus derechos de propiedad son muy endebles y que la protección legal con que cuentan es extremadamente frágil. Lo mismo ocurre con las empresas mexicanas y con los individuos. Es decir, uno de nuestros grandes problemas en materia de déficit de inversión es de falta de seguridad jurídica y no de coeficiente de ahorro.
En tercer lugar, no es lo mismo el ahorro privado que el ahorro público. En un sentido abstracto, un ahorro es igual al otro, porque ambos representan fondos disponibles para la inversión. Si observamos los dos ejemplos antes citados, sin embargo, es evidente que existen profundas diferencias entre el manejo que hace un individuo de su dinero y el manejo que hace un burócrata con el dinero que no es suyo. Tanto el crecimiento -y el dispendio- en el gasto público en los setenta como la abismal diferencia que existe entre Singapur y Hong Kong, permiten concluir que lo importante es crear las condiciones para que el ahorro crezca en el país y que cada individuo lo utilice como mejor considere, pues eso es lo que crea más empleos y eleva los ingresos más rápidamente.
En cuarto lugar, el tema más importante del ahorro es la inversión. Los ahorradores, en México y en el mundo, deciden convertir su ahorro en inversión cuando perciben que existe una oportunidad: un mercado muy atractivo, una fuerza de trabajo calificada y un esquema legal e institucional que les permita proteger sus intereses. Si uno ve al mundo en su conjunto, de lo que no hay escasez alguna es de ahorro disponible. Lo que se requiere es fomentar la inversión, creando para ello condiciones necesarias para atraer la inversión nacional y del exterior. En este sentido, la cuarta lección importante es que hay que emplear todos los instrumentos fiscales, regulatorios y legales para atraer la inversión mexicana y extranjera y dedicar toda la capacidad gubernamental y nacional a transformar la educación y las instituciones de salud en el país.
Finalmente, el uso de los impuestos como mecanismo para promover el ahorro en un país con carencias tan importantes y con una desigualdad tan patente es en extremo riesgoso. Ciertamente tiene más sentido castigar el consumo en aras de elevar el ahorro -aumentando impuestos como el IVA, por ejemplo-, que cobrar muy elevadas tasas de impuesto a las empresas porque éstas castigan la inversión. El problema es que eso funciona muy bien en la teoría, pero no en la práctica cotidiana en un país como el nuestro. Nuestra cercanía con la economía norteamericana nos obliga a tener tasas de impuestos semejantes a las suyas, pues de otra manera no atraemos la inversión norteamericana. Por otra parte, cuando la gran mayoría de los mexicanos difícilmente puede sobrevivir con su ingreso, un aumento en las tasas el IVA, por racional que pudiese ser el concepto, es altamente injusto y políticamente explosivo. Sería mejor crecer más rápido para con ello generar los ingresos que permitan contemplar otras opciones de impuestos.
La inversión se va a materializar toda vez que no nos dediquemos a ahuyentarla y a impedirla. Fuertes tensiones políticas, ausencia de derechos individuales y de propiedad bien definidos y la falta de un claro movimiento en torno a la transformación de la educación y la infraestructura son condiciones que sin la menor duda la van a hacer imposible. Más que el ahorro o los impuestos, todas las baterías gubernamentales y nacionales deberían estar enfiladas hacia la creación de un entorno favorable a la inversión productiva.