Luis Rubio
Pocas cosas en la retórica gubernamental de los últimos tres lustros son tan absurdas como el concepto de la «planeación democrática». El gobierno fue electo para gobernar al país y eso debería entrañar, siguiendo el espíritu de la ley, la presentación de un programa de gobierno al cual la sociedad reaccionaría; el gobierno, a su vez, podría hacer caso de las sugerencias, críticas o comentarios de la población, poniendo en marcha su plan. Si el gobierno acierta en la elaboración de su programa y, sobre todo, en su instrumentación, y eso satisface a la ciudadanía, cabría esperar que ésta lo favorecería en la siguiente elección. De lo contrario, el plan de desarrollo sería reprobado, a través del voto, por aquellos que vieron defraudadas sus expectativas. El programa de liberalización que propuso el gobierno pasado falló en su instrumentación, por lo que, si hubiera elecciones en este momento, seguramente su partido sería castigado. Esa es la esencia de un sistema democrático, al menos en su acepción electoral.
En una sociedad democrática hay dos parámetros importantes: el primero se refiere a la capacidad del partido en el gobierno de satisfacer a los electores para que vuelvan a votar por dicho partido en las elecciones subsecuentes. El segundo parámetro se refiere a la capacidad de la sociedad de limitar los abusos que pudiese realizar un determinado gobierno. Para ello es que son cruciales los pesos y contrapesos entre los poderes federales, la libertad de expresión, un poder judicial independiente y no politizado, y así sucesivamente. Dentro de los límites que establecen estos dos principios, un gobierno tiene manga ancha para operar y funcionar. El primer parámetro le ofrece la oportunidad de trascender; el segundo le obliga a transitar por un curso dentro de la legalidad y las estructuras institucionales. Puesto en otras palabras, si hay la pretensión de ser una sociedad democrática, el gobierno no tiene que consultar a nadie sobre su programa de desarrollo. Para eso ganó las elecciones.
El camino que se ha adoptado para planear «democráticamente» consiste en realizar un número ilimitado de audiencias públicas a las que cada expositor va a oírse a sí mismo, porque las probabilidades de que su presentación tenga algún impacto son virtualmente nulas. Por ello, sería mejor pensar en usos más racionales del tiempo de todo mundo, en lugar de desperdiciar tantos recursos y esfuerzos en la titánica tarea de concentrar, organizar y pretender emplear las opiniones y peticiones -como si fuese una carta a Santa Claus- de millares, si no es que de millones, de personas, para que, a final de cuentas, todo mundo quede decepcionado porque no se le hizo caso. Dada la coyuntura en que estamos metidos, sería más útil emplear toda esa energía en entender qué es lo que ha pasado en estos meses, qué era lo bueno y qué lo malo del pasado sexenio para empezar a construir algo y terminar con el periodo en que la deriva es el único curso que parece ser ineludible.
El titubeo y vacilación del gobierno a partir de la devaluación en diciembre pasado ha abierto la puerta para que todo se ponga en duda, lo que ha hecho que volvamos a una situación semejante a la que tuvo lugar después de la implosión de 1982. Los paralelos, sin embargo, terminan ahí. Es evidente que hay parecidos entre un momento y el otro, pero las diferencias son abismales. A pesar de los vaivenes, errores y costos de las políticas económicas de los últimos años, a partir de mediados de los ochenta el país empezó a adoptar un camino de transformación que poco a poco fue encauzando a la economía y a la sociedad hacia una etapa de apertura económica y de democratización, primero incipiente y ahora aparentemente más acelerada, que permitiría establecer las bases para que, en un futuro no muy distante, lográramos una nueva etapa de desarrollo acelerado y sostenido después de meses de ir a la deriva. La gran interrogante es si ese camino es recuperable.
Muchos afirman que «el modelo» seguido a lo largo de los últimos años fue desastroso y, por ello, la causa última de la crisis que ahora enfrentamos. A diferencia de ese diagnóstico, yo no tengo duda alguna de que el problema yace en otra parte. El llamado modelo no fue la causa del desastre actual; si algo, la causa yace en la falta de instrumentación cabal y adecuada del modelo y no en el modelo mismo. La causa de la crisis que estamos enfrentando se origina en lo inadecuado y ciertamente limitado de la aplicación del llamado modelo, lo que hizo que un sector de la economía sufriera de una manera desproporcionada y desmedida los efectos de la transformación del país.
El llamado «modelo» de apertura que se instrumentó en los años pasados partía de tres supuestos fundamentales: primero, que la política de substitución de importaciones no había hecho otra cosa que concentrar el ingreso y limitar el crecimiento de las fuentes de empleo. Segundo, que para elevar el ingreso de los mexicanos era indispensable elevar la productividad y eso requería de enormes cantidades de inversión. Finalmente, que el mundo estaba cambiando muy rápidamente y que eso exigía que nos adecuáramos a esos cambios, a riesgo de padecer una miseria permanente. Entre esos cambios estaban los siguientes: volvernos una economía exportadora, tener finanzas públicas equilibradas, desregular, acabar con la corrupción gubernamental y privatizar los elefantes gubernamentales. La conclusión a que se llegó en los ochenta era que teníamos que incorporarnos a la economía internacional para poder tener acceso a la inversión y a los mercados que permitirían generar la riqueza que demandan millones de mexicanos.
Yo no creo que haya que cambiarle ni una coma al planteamiento original que hizo el gobierno hace cosa de ocho o nueve años. Por otra parte, no tengo la menor duda que a la hora de llevarlo a cabo el gobierno simplemente se olvidó de sus premisas fundamentales y se dedicó a hacer algunos ajustes -más grandes o más chicos- a lo que existía, con lo que logró una liberalización parcial e insuficiente para transformar al país, pero terriblemente onerosa para los directamente afectados. Se hicieron muchas cosas que no sólo no eran compatibles con el esquema general, sino que se reforzó la estructura de monopolios y oligopolios que caracterizan a la economía y al país en general, lo que impidió que se transformara a la economía como pretendía el modelo, a la vez que se gestó en una dependencia excesiva de la inversión financiera de corto plazo. El gobierno anterior fue avanzando en casi todos los frentes, pero con gran frecuencia perdió la congruencia entre el objetivo de largo plazo -la recuperación de la economía y los ingresos de la población-, y las decisiones coyunturales específicas, como ocurrió con las privatizaciones y la política cambiaria. De esta forma, se liberalizaron las importaciones de productos de todo tipo -lo que obligó al sector industrial a competir sin descanso-, pero al mismo tiempo se protegió a otros sectores y actividades, lo que acabó por impedir la consecución de los objetivos que se perseguían.
Puesto en blanco y negro, en la práctica, el gobierno anterior fue traicionando al modelo con cada decisión que tomaba, al grado de amarrar a la economía y de impedirle moverse. El modelo, para ser exitoso, requería de una transformación fundamental en la estructura gubernamental y en los criterios y funciones del gobierno, nada de lo cual ocurrió. Según el modelo, el gobierno habría tenido que desmantelar las redes burocráticas creadas para privilegiar a los priístas y para controlar a la población, permitiendo con ello un eficiente funcionamiento de los mercados. Nada de eso ocurrió entonces y nada de eso está ocurriendo ahora. En lugar de procurar controlarlo todo, el gobierno habría tenido que orientarse a promover la competencia para favorecer y facilitar la inversión, y a inducir transformaciones en lugar de emplear la coerción para avanzar. En una palabra, el gobierno, en un modelo liberal, tendría que dedicarse, consciente e integralmente, a hacer posible la inversión privada y no a estorbarla o impedirla, como ocurrió. Por todo ello es muy claro que lo que estuvo mal fue la instrumentación del modelo y no el modelo mismo, que, con muy contadas áreas de excepción, nunca vimos materializarse.
De todo lo anterior yo creo que se deben derivar varias lecciones, pero ninguna de ellas sugiere que debamos abandonar el esquema general. Si algo, habría que reforzarlo para salir adelante. De esta forma, en lugar de criticar las fuentes de inversión del pasado, sería más útil buscar regenerarlas a la vez que se crean mecanismos para elevar el ahorro interno, para lo cual sería interesante plantear la desaparición de los monstruos tripartitas que persisten. En lugar de proteger feudos burocráticos y políticos, habría que privatizar las empresas paraestatales que quedan y forzar una competencia amplia y decidida en todos los ámbitos de la economía. De igual forma, se podría promover activamente la inversión extranjera para convertir el círculo vicioso al que nos ha llevado la falta de política y dirección gubernamental en un círculo virtuoso. En lugar de seguir menospreciando al TLC, sería mejor emplearlo como el excepcional -y muy codiciado- instrumento de acceso al mercado estadounidense y de atracción de inversión extranjera para acelerar la recuperación de la economía. En suma, en lugar de criticar irracional y dogmáticamente al pasado sería mejor aprender de los errores que ahí se cometieron para reiniciar el proceso.
El terreno en el que nos encontramos en la actualidad es por demás pantanoso. En lugar de identificar un camino y promoverlo activamente, domina la confusión entre las causas del problema actual y los síntomas aparentes, lo que entraña el grave riesgo de llevarnos al error de ignorar y abandonar -y hacer completamente ilegítimo- el único esquema político-económico capaz de sacar a México del hoyo. En los últimos años hubo muchos errores en materia económica, empezando por el de construir enormes expectativas sin llevar a cabo los cambios que podían hacer posible que éstas quedaran satisfechas. El único acierto, que debería ser indisputable, sin embargo, es que el país finalmente había encontrado un camino promisorio para su desarrollo de largo plazo. Quizá el plan de desarrollo podría reflejar este modesto hallazgo.