Confrontara el PRI su realidad

Luis Rubio

Después de Baja California al PRI sólo le quedan dos opciones: cambia o se hunde. Para los mexicanos en general, lo que le pase al PRI sería irrelevante toda vez que su cambio o muerte no viniera acompañado del tipo de violencia que hemos observado desde el inicio de 1994. Y es ahí precisamente donde reside el problema: los priístas tienen cada vez menos capacidad de construir, pero una gran habilidad de disrupción. Desde esta perspectiva, lo que le pase al PRI es asunto de interés público. Si los priístas logran transformarse en un partido a la vez que eliminan las prácticas que los han caracterizado, el país logrará un enorme avance político.

El resultado electoral de Baja California el domingo pasado es devastador para el PRI. Contrario a lo que venía ocurriendo en algunas otras entidades del país, como Chihuahua, en que los electores tendieron a votar en contra del partido en el poder, en Baja California el partido en el gobierno -el PAN- no sólo ganó, sino que arrasó. Si uno lee y escucha las versiones priístas de estos resultados, el común denominador es que tenían que ganar porque tenían que ganar. Prácticamente no hay análisis sino dogma, verdades absolutas y una total incapacidad de situarse en la realidad que caracteriza al país en el momento actual. En cierta forma, es muy evidente que para los priístas baja californianos, seis años en la oposición no fueron suficientes para obligarlos a reconocer los cambiantes tiempos y las nuevas demandas de la sociedad. Si este patrón persiste, el PRI más temprano que tarde acabará siendo historia.

El que el PRI sobreviva o se muera es asunto de los propios priístas. Muchos observadores hace tiempo vienen argumentando que el país no va a progresar mientras que el PRI siga existiendo. Buenas razones históricas hay para hacer afirmaciones de esta índole. Si uno ve la pobreza que caracteriza a buena parte de la población y la contrasta con la enorme riqueza natural que cotidianamente se dispendia o la que se roba por quienes han gobernado al país por décadas, es claro que buen fundamento tienen los críticos para hacer semejantes afirmaciones. En términos generales, es muy difícil lograr un cambio a un partido que ha estado décadas en el poder y que se caracteriza por prácticas corruptas y autoritarias. De hecho, no existen muchos precedentes en el mundo que permitan suponer que es fácil -o siquiera posible- una transición del PRI corrupto y autoritario actual a un PRI competitivo, democrático y exitoso. Si uno utiliza al Partido Comunista de la URSS como ejemplo, el futuro del PRI obviamente no es promisorio para el propio PRI o para el país, por la enorme disrupción que ha acompañado al desmantelamiento del PCUS.

Si bien es poco relevante, por sí mismo, el que el PRI sobreviva o no, la supervivencia de las prácticas priístas sí es un asunto de fundamental preocupación. Al igual que la corrupción, la burocratización de la vida política, económica y social es una de esas nefastas prácticas. Más importante, la naturaleza del PRI hace imposible que el país deje de ser una entelequia de personas, caudillos o incluso instituciones callistas -donde predomina la discrecionalidad de la autoridad y la impunidad ante el delito-, para convertirse en un país de leyes e instituciones democráticas y competitivas. El PRI ha sido mucho más que un partido político, por lo que, también, su transformación es tanto más difícil, compleja y dudosa. Las prácticas corruptas de que ha venido acompañado son producto de esa historia; son un componente inherente al partido. Es por ello que resulta indispensable que desaparezcan esas prácticas priístas. Sólo así podremos aspirar a cambiar al país.

Cambiar al PRI será, en este contexto, una precondición para que pueda cambiar el país. Los priístas, sin embargo, no parecen listos a intentar el camino de la reforma interna. Veamos.

El PRI enfrenta dos problemas: uno es su realidad y el otro es su incapacidad de adaptación. Su realidad no requiere mucha discusión: a pesar de los muchos elementos excepcionales que son miembros suyos, las prácticas históricas y actuales del partido son totalmente antitéticas con las demanda de la sociedad. En lugar de ver hacia afuera, los priístas se empeñan en aferrarse a lo que ya no tienen, arriesgando el apoyo de aquellas porciones del electorado que todavía los sostienen. Es muy ilustrativo observar como los priístas se consumen en debates internos donde lo que se discute no es un punto de discordia por sí mismo -lo que sería muy deseable-, sino el hecho de que algún priísta haya osado diferir respecto a la línea oficial. Puesto en otros términos, la competencia política que enfrenta el PRI no se ha traducido en una búsqueda de nuevas maneras de cautivar al electorado y de gobernar. Todo parece indicar que, para los priístas, los mexicanos tenemos la obligación de aceptar los términos y la visión priísta del mundo. Es decir, para ellos no existe la posibilidad de que podamos optar por algo diferente. De ahí su sorpresa y lo que consideran como traición por parte del electorado.

Si la realidad del PRI es tan lúgubre, su incapacidad de adaptación es patente. Hay, por ejemplo, muchos priístas furiosos con el Ejecutivo y dispuestos a rebelarse y a romper con el gobierno. Si esa rebelión fuese producto de desacuerdos sobre cómo salir adelante o sobre cuál podría ser un mejor futuro para el país o para el propio PRI, el país se beneficiaría. Lo triste es que esas amenazas de rebelión con frecuencia son resultado del rechazo tajante por parte de los priístas a aceptar las nuevas realidades del país y no del choque de ideas contrastantes sobre cómo resolver los problemas que el país confronta. Por otra parte, los priístas están sometidos a una disciplina de partido a la que perciben como camisa de fuerza más que como plataforma de desarrollo.

Baja California va a obligar a los priístas a confrontar su realidad. Si nos guiamos por lo que sus derrotas pasadas han hecho, sin embargo, es de esperarse que el partido seguirá esperando el día en que le vuelva a hacer justicia la Revolución, en lugar de ponerse a trabajar para ganar legítimamente la próxima elección. Si a eso se reduce la respuesta de los priístas, los mexicanos podemos contentarnos con que por lo menos no se inicie otro ciclo de violencia. El problema es que el PRI, y su mentalidad burocrática y autoritaria, dominan todo el panorama y paralizan a toda la sociedad. Aun si los priístas no caen en un nuevo círculo vicioso de violencia, mientras persistan en impedir el cambio -suyo y del país-, todo México pagará el precio de su cerrazón en la forma de desempleo, poco crecimiento económico y continuo desaprovechamiento de las interminables oportunidades que nunca llegaron a cuajar. Nos guste o no, en cierta forma, los priístas siguen teniendo la llave del futuro. ¿La sabrán usar para bien, o nos llevarán por el camino de la Unión Soviética?

 

Abrir el petróleo

México necesita inversión que active el crecimiento de la economía y el petróleo es un excepcional recurso que debería ponerse al servicio de ese objetivo. Esta afirmación ha sido válida por décadas y, sin embargo, nunca ha llegado a cuajar. Argumentos sobre cómo podría usarse el petróleo hay muchos, muy diversos y la mayoría muy válidos. No obstante lo anterior, a la fecha el petróleo sigue ofreciendo un gran potencial pero no una gran realidad.

 

Quizá la mayor dificultad que ofrece el tema del petróleo es de orden pasional. Para algunos el petróleo es tema sacrosanto, no sujeto ni a discusión. Para otros el tema es igualmente simbólico, pero en sentido opuesto: o se privatiza o nada. Desde mi perspectiva, el problema no puede plantearse en términos maniqueos, pero sí debe ser enfrentado. En lugar de impedir la explotación eficiente de un recurso tan importante o de pretender una privatización a ultranza, ¿por qué no mejor liberalizar al sector y favorecer el crecimiento de la inversión en toda la industria?

 

El tema del petróleo se ha politizado en exceso más por razones ideológicas que por razones prácticas. Pero el velo ideológico y la cerrazón política a discutir el tema del petróleo tiene más fondo de lo que podría parecer a primera vista. Más allá del tema petrolero, el país enfrenta un problema muy serio en el manejo de los monopolios en general, y de las empresas paraestatales en particular, porque no existe un Estado de derecho. En ausencia de un verdadero marco de legalidad, los empresarios que encabezan monopolios y los «empresarios» paraestatales con frecuencia hacen lo que les viene en gana, pues no existe restricción alguna a su actividad, ni ley o reglamento que valga frente a la fuerza política real que representan. Si uno observa los efectos políticos del actuar de muchas de estas empresas, resulta evidente que los títulos de concesión, las leyes y otros mecanismos diseñados para regularlas son inservibles porque las empresas los ignoran, el gobierno no está dispuesto a hacerlos cumplir y existen toda clase de complicidades y corruptelas que hacen irrelevante a la ley. Las privatizaciones que se dieron en los últimos años tenían por objetivo lograr ingresos para el erario, por lo que nunca se contemplaron temas clave como el crecimiento futuro o el desarrollo del país. En ese contexto, cumplir la ley no era prioridad para nadie.

 

Por lo anterior, hay buenas razones para no privatizar a la empresa responsable del monopolio petrolero. Haciendo un cálculo muy ligero, Pemex podría valer, incluyendo las reservas, doscientos o doscientos cincuenta mil millones de dólares, cifra enorme bajo cualquier medida, pero sobre todo si se le compara con el tamaño total de la economía del país. Bajo esta perspectiva, sobre todo por la ausencia de un Estado de derecho, es inconcebible, en términos políticos, que pudiese privatizarse a esa empresa para que una empresa privada, o un conjunto de empresas privadas, representen el setenta por ciento o más del PIB (aunque produce menos del 2% del PIB).

 

Nos encontramos, pues, con que la noción de privatizar Pemex tal y como está es absurda en términos tanto económicos como políticos. Ese hecho, sin embargo, no niega dos cosas: uno, que la inversión en el sector es urgente y que ésta sería muy útil para fomentar el crecimiento de la economía en general, del empleo y de la productividad. Y dos, que la privatización de todo Pemex no es la única opción para promover inversión; se podrían encontrar diversas maneras de abrir la inversión sin crear situaciones políticas insostenibles e inaceptables. Una privatización de corte tradicional puede ser inadecuada, pero hay otras maneras de atraer inversión productiva que reactive a la economía.

 

Pemex y otras empresas paraestatales han invertido muy poco en los últimos años porque el gobierno ha restringido mucho el dinero disponible, pero también porque claramente el gobierno desconfía de esas empresas por la ineficiencia y corrupción que las caracteriza. Por ello, en lugar de privatizar esas empresas, o incluso partes de ellas, lo lógico sería liberalizar el mercado petrolero y eléctrico para fomentar nuevas inversiones en esos sectores y actividades. Es decir, permitir que la inversión privada entre en esos sectores sin necesariamente privatizar a las empresas.

 

En lugar de vender derechos monopólicos que no crean riqueza nueva para la sociedad ni oportunidades de inversión o empleo, como ocurrió en el pasado reciente, lo ideal sería liberalizar la inversión en sectores que, precisamente por ser estratégicos, requieren toda la inversión posible. De esta forma, se abrirían campos petroleros a la exploración y explotación por parte de empresas privadas, se fomentaría la inversión en el sector petroquímico y se buscaría procurar un muy rápido desarrollo de los recursos más importantes con que cuenta el país. En el caso petrolero, Pemex seguiría siendo una empresa dominante por su tamaño, pero dejaría de ser monopólica. Con ello se asegurarían los objetivos políticos de la empresa, sin continuar mermando el desarrollo del país.

 

Esta idea ciertamente no le va a gustar a los burócratas que prefieren decidir por todos los mexicanos la manera de lograr el desarrollo, en lugar de que cada uno tenga su oportunidad de hacer un México mejor, ni a aquéllos que prefieren vender derechos monopólicos -como en el caso de la telefonía- para hacer ricos a unos cuantos a costa de todos los demás. Lo importante, sin embargo, no es que les guste o disguste a los burócratas, sino que el país requiere de oportunidades de desarrollo, de posibilidades de inversión en industrias que creen riqueza, generen empleos y procuren divisas. Si no se abre la inversión, estos objetivos no se van a lograr. Más importante, si no se abren los sectores llamados estratégicos a la inversión, éstos dejarán de serlo porque no contribuyen al  desarrollo nacional.

Cumplir con la ley -si pero cual

Luis Rubio

El problema de las leyes que existen en el país es que fueron diseñadas para dar toda la latitud posible al gobierno en lugar de conferir certidumbre a la ciudadanía. Por esta razón, virtualmente todas las leyes vigentes contienen enormes márgenes de discrecionalidad que le confieren a la burocracia la facultad de alterar la letra y el espíritu de la ley sin limitación alguna. Frente a esta realidad, es imposible que un ciudadano se sienta seguro o sepa que sus derechos están siendo protegidos porque en realidad nunca sabe a qué atenerse. En este contexto, pretender aplicar las leyes existentes no va a resolver el problema político del país ni va a generar certidumbre alguna.

Empezaré por plantear cuál es el propósito de la existencia de un marco legal, porque sin una idea explícita es imposible medir la viabilidad del objetivo gubernamental de cumplir y hacer cumplir la ley sin miramientos. Por definición, las leyes tienen por propósito establecer obligaciones y derechos a las personas para favorecer una convivencia pacífica en la sociedad. El objetivo de que existan leyes es que los individuos cuenten con un marco de referencia que les permita tomar decisiones sobre qué pueden hacer y qué no, qué es suyo y qué no, y qué derechos y obligaciones facilitan y limitan el ejercicio de su libertad. Puesto en otras palabras, las leyes sirven para que todas las personas sepan a qué atenerse y, por lo tanto, tengan certidumbre para vivir tranquilas, para ahorrar, para invertir, para pensar, para organizarse, para defenderse y, en una palabra, para disfrutar su libertad. Si la legislación mexicana favorece esa certidumbre, entonces el propósito gubernamental de transformar al país por la vía de cumplir y hacer cumplir la ley es realizable y si no, no.

El objetivo gubernamental de cumplir y hacer cumplir la ley constituye un cambio radical respecto al modo de operar del sistema político vigente desde el fin de la Revolución. Por muchas décadas, el objetivo gubernamental fue el del control del país para el beneficio de los ganadores del proceso revolucionario y sus cuates. Para lograr este objetivo se diseñó un sinnúmero de mecanismos concebidos específicamente para facilitar su logro. Uno de esos mecanismos fue el de construir un marco legal que permitiese todo el margen de maniobra al gobierno y a la burocracia. La idea, más o menos consciente, fue la de incorporar en las distintas leyes un amplio margen de flexibilidad a fin de que fuese posible modificar el estatuto legal o regulatorio según se presentaran las circunstancias. Con esa discrecionalidad, el burócrata podía alterar tanto la letra como el espíritu de la ley, sin que jamás se cometiera, al menos formalmente, atropello alguno.

La discrecionalidad se puede criticar o defender, según el punto de vista que uno decida adoptar. En cualquier caso, sin embargo, su existencia es reveladora del problema de fondo del marco legal del país: el hecho de que exista amplia discrecionalidad hace irrelevante al marco legal vigente, porque éste no puede servir para cumplir su cometido fundamental, que es el de proveer certidumbre y predictibilidad al comportamiento del gobierno. Si la ley establece que tal o cual cosa no se puede hacer, pero el burócrata cuenta con facultades legales para permitir que se haga, entonces la ley deja de tener sentido. Con un marco legal así, cualquier cosa es posible, porque ninguna está permitida o prohibida en forma absoluta y categórica: todo es relativo.

Hay ámbitos en los que la discrecionalidad llega a dimensiones verdaderamente caóticas, como en el caso de los usos de suelo, donde la burocracia, combinada con la corrupción, hace de las suyas. Pero si uno estudia las leyes con detenimiento, es impresionante observar cuan arraigado está el fenómeno, al grado en que leyes producto de iniciativas de la actual administración adolecen del mismo problema: se trata de la racionalidad del sistema y no de un accidente histórico. Un primer ejemplo es el relativo a la ley de inversión extranjera. La ley aprobada en 1973 en esta materia establecía parámetros bastante específicos para la admisibilidad de inversiones del exterior, como el que ésta no debía rebasar el 49% en general y el 35% en algunos sectores industriales particulares. Sin embargo, la misma ley incorporaba un artículo que le permitía a las autoridades modificar esos parámetros -para arriba o para abajo- sin por ese hecho violar la ley en un sentido formal. En algunas ocasiones, esa facultad impidió la realización de nuevas inversiones, en tanto que en otras las favoreció, pero en todos esos casos se trató de una decisión arbitraria, en la cual la corrupción bien pudo haber sido el factor determinante. Para los inversionistas, tanto mexicanos como extranjeros, el hecho de que existiera esa «flexibilidad» entrañaba que nunca había seguridad jurídica, por lo que un considerable esfuerzo de cabildeo era requerido para determinar cual sería la aplicación específica de la ley para cada caso. Justo lo opuesto de lo que requiere un Estado de derecho.

La nueva ley de inversión extranjera, aprobada el sexenio pasado, modificó la naturaleza de la discrecionalidad, pero no la disminuyó en modo alguno. En lugar de establecer parámetros generales, para luego darle todo el poder de decisión a la burocracia, la nueva ley establece que toda inversión quedará automáticamente aprobada toda vez que no sea negada dentro de un periodo perentorio. Con este esquema se disminuye el potencial de corrupción, pero no se cambia en nada la posibilidad de que la burocracia decida de una manera o de otra, ni se impide del todo que la corrupción juegue un papel determinante en el proceso.

La nueva ley en materia de telecomunicaciones, aprobada ya en el actual sexenio, adolece exactamente del mismo problema. Si bien establece reglas generales para la obtención de permisos y concesiones, la autoridad se reserva, según el artículo 17, la facultad de declarar desierta una licitación cuando, a juicio de la burocracia, las condiciones de la misma no sean «satisfactorias». Con ese criterio, todos los concursantes o solicitantes de una licitación saben bien que no existen reglas generales, que todo depende, a final de cuentas, de como soplen los vientos en un momento dado.

Alguien podría argumentar que ese margen de maniobra es necesario para mantener el control, para preservar la soberanía o para cualquier otra razón. De hecho, esos han sido los argumentos que han justificado, por décadas, el yugo que sobre la población ha establecido la burocracia. El reflejo de ese control, es, además, el autoritarismo. Por ello, los mexicanos tenemos que definir si queremos la certidumbre que viene con la legalidad, o el control y privilegios para unos cuantos que vienen con la discrecionalidad. El primer camino lleva el desarrollo. El segundo es el que nos ha traído a donde estamos.

Los dos ejemplos anteriores muestran claramente como las leyes que nos rigen no son más que una codificación de buenos deseos y no de reglas generales a las que todo mundo podría ver como algo definitivo, explícito, público, predecible y, por lo tanto, generador de certidumbre. El hecho de pretender sin más cumplir y hacer cumplir la ley es, por ello, una abstracción más que no va a ninguna parte. Mientras no exista un marco legal claro y transparente, no sujeto a facultades discrecionales, la ley seguirá siendo lo que ha sido siempre: un mecanismo más de control político. Si se quiere aplicar la ley, hay que hacer leyes no sujetas a interpretación burocrática y que partan de la existencia de un consenso político que permita hacerlas cumplir. En otras palabras, hay que empezar de cero a revisar todas y cada una de la leyes, eliminar en cada una las facultades discrecionales y ganar apoyo político para que puedan ser puestas en práctica. Lo peor es que, encima de lo anterior, el tiempo apremia.

 

Puede crecer la economia

Luis Rubio

«El crecimiento del país [está] haciéndose un poco más lento y las perspectivas de algún nuevo impulso parecen inciertas». Estas palabras, que casi describen la realidad actual, fueron escritas en 1966 por Raymond Vernon, quien fue el primero en apuntar la existencia de un problema estructural de naturaleza política que, según él, desde entonces impedía ya el crecimiento de la economía mexicana. Casi treinta años después, la evidencia parece abrumadora: aparentemente, no hace gran diferencia qué haga o deje de hacer el gobierno, la economía mexicana simplemente no puede recuperarse. ¿No será que deben hacerse otras cosas?

Si uno observa el crecimiento de la economía a lo largo de las últimas tres décadas, resulta muy claro que, con excepción del boom de deuda externa y luego el de los precios del petróleo en los setenta, la economía casi no ha crecido desde mediados de los años sesenta. De hecho, a finales de esa década se produjo un gran debate dentro del gobierno sobre el futuro de la economía, sobre todo porque se empezaban a ver signos ominosos en el panorama económico, como caídas en la tasa de ahorro y en las exportaciones, así como incrementos en las importaciones. La economía habría enfrentado una crisis de grandes magnitudes en la década de los setenta, de no haber sido por la súbita disponibilidad de endeudamiento externo y, muy poco después, de ingresos petroleros, que permitieron postergar la crisis. Desde los ochenta, dos administraciones se dedicaron a corregir problemas básicos de la economía y a abrir nuevos espacios, sobre todo para las exportaciones, que permitiesen recobrar el crecimiento. A pesar de todo ello, sin embargo, los resultados siguen siendo desastrosos. La economía mexicana no se recupera.

Raymond Vernon observó, hace casi treinta años, que el problema no era de estructura económica, sino de naturaleza política. Vernon se dedicó a analizar la estructura de la economía, la cultura empresarial, las actitudes de los políticos y de los economistas del gobierno y la evolución histórica del gobierno, sobre todo respecto al manejo de la economía y a su relación con el sector privado. Las conclusiones a las que llegó hace treinta años sugieren que casi nada ha cambiado. Vernon dice que los principales problemas de la economía mexicana son: la competencia por recursos entre el sector público y el sector privado; las prácticas discriminatorias que caracterizan al gobierno en la aplicación de las regulaciones; y la enorme discrecionalidad con que cuenta la burocracia gubernamental. Según Vernon, estos tres factores hacían imposible que se consolidara una estrategia de desarrollo a largo plazo, por bien intencionados que pudiesen ser el gobierno o el sector privado.

Según esta perspectiva, el gobierno utiliza toda la estructura de regulaciones y controles gubernamentales para mantener el poder, lo que subordina a un segundo plano los requerimientos de la propia economía para desarrollarse. «La administración mexicana, dice Vernon, pone menos énfasis en los derechos y garantías del individuo y más en los derechos discrecionales del Estado». De esta forma, el burócrata tiene siempre mayor capacidad de contribuir al éxito o fracaso de un proyecto de inversión de la que tiene un empresario, lo que le lleva a afirmar -en 1966- que la economía mexicana había venido creciendo del ímpetu que todavía quedaba del porfiriato y de los primeros gobiernos postrevolucionarios, por lo que, mientras no se resolviera el problema de fondo de la economía mexicana -la discrecionalidad del gobierno- ésta simplemente no se recuperaría. Dicho esto hace casi treinta años, cuando la economía empezó un estancamiento casi permanente, indica que Vernon vio algo que todavía hoy no se quiere comprender.

La esencia del funcionamiento de una economía radica en que los que en ella participan tienen que conocer las reglas del juego, tener certeza de que éstas se aplicarán de una manera objetiva y equitativa a todos los actores y que será el mercado el que decida, en función de esas reglas, quiénes serán ganadores y quiénes perderán. No es necesario profundizar en mayor medida para reconocer que las reglas del juego en el país son vagas, inconstantes, de aplicación discrecional, y en ocasiones contradictorias. La burocracia decide en función de sus propios intereses, de la oportunidad de corrupción, de los favores políticos que se conceden en un momento dado, y así sucesivamente. Esto también ocurre en el mercado de valores, donde es casi sentido común entre los corredores de bolsa el que ningún gran negocio se hace sin información privilegiada. El punto no es que estos actos sean legales o ilegales, buenos o malos, propios o impropios, sino que impiden que una persona ahorre o que alguien invierta pensando en el largo plazo, porque sabe bien que la discrecionalidad burocrática es la que determinará su éxito o fracaso, por lo que nada acaba siendo predecible en modo alguno. Es decir, precisamente lo que vio Vernon y que no ha cambiado ni en un ápice.

Desde esta perspectiva, lo que pasó en los últimos años fue revelador. El gobierno cambió la forma de funcionar de la economía, provocó fuertes cambios políticos y reformó mucho de la estructura económica y, sin embargo, la esencia siguió tal como estaba. Es decir, cambió la realidad, pero no las reglas del juego. Los individuos hacen lo que quieren o pueden, pero el gobierno se sigue reservando la facultad legal de imponer su voluntad. Si bien esto es lo que ocurre en la economía, el problema es general: igual ocurre en materia electoral que en la procuración de justicia, en los impuestos que en el acceso al poder. El país confronta el problema de vivir en un mundo en el que la última palabra no la tiene la ley, sino la discrecionalidad burocrática que le confiere la propia ley o la interpretación sesgada por parte del funcionario en cuestión, con la tranquilidad que le proporciona la impunidad total de que goza. Por esa razón, nadie se va a comprometer por un camino legal de hacer las cosas, lo que nos lleva a los círculos viciosos que caracterizan a mucha si no es que toda la actividad pública en el país.

Si uno acepta la hipótesis de Vernon, tendría que concluir que las razones por las cuales hay fuga de capitales, el ahorro parece insuficiente y no se invierte más que a corto plazo, son muy obvias. Mientras eso no cambie, los mexicanos no cambiarán su manera de ver al gobierno, al país o a la economía y sus decisiones serán las mismas independientemente de que el gobierno suba o baje los impuestos, privatice esto o autorice aquello. Mientras la esencia del sistema político no cambie, el país seguirá estando condenado al cada vez más asfixiante estancamiento económico.

 

País que no corre, se queda atrás.

Virtualmente todos los países del mundo se han encaminado por la vía de la privatización de empresas, la desregulación de la actividad económica, el equilibrio fiscal y la apertura a la competencia internacional a lo largo de la última década.  De hecho, las excepciones a esta tendencia se pueden contar, literalmente, con los dedos de una mano.  Hoy en día, lo que diferencia a los países en su política económica ya no es la dirección del cambio, sino la velocidad del mismo.  Por algunos años, parecía que tomábamos la delantera.  La realidad es que, si observamos la velocidad a la que van países como Argentina, Perú, Brasil e incluso Cuba, por no hablar de Chile, Tailandia y demás, nosotros no sólo ya no estamos avanzando, sino que nos estamos quedando atrás.

 

Mientras que en México observamos gran vacilación en ámbitos tan diversos como la política cambiaria y la política comercial, otros países liberalizan, privatizan y desregulan en forma decidida y progresiva.  Brasil terminó el año pasado con décadas de indexación de su economía y está experimentando tasas de crecimiento económico que simplemente no son siquiera imaginables en México.  La economía brasileña experimenta un ritmo de crecimiento superior al 10% este año, lo que debería ser impresionante para nosotros si recordamos que hace más de treinta años que no vemos algo así.  Parte de este crecimiento puede ser coyuntural, sobre todo porque abruptamente se cortó la inflación en 1994, pero Chile es un perfecto ejemplo de que, con las reforma idónea, la economía puede crecer muy rápidamente.  De hecho, muchos economistas afirman que esa tasa de crecimiento no es sostenible, pero, aun así, algo deben estar haciendo bien que nosotros todavía no comprendemos.

 

Cuba, por su parte, ha legalizado la circulación del dólar y muchas transacciones entre empresas estatales y entre personas y empresas ya sólo se pueden realizar en dólares.  De esta forma, un gobierno socialista como el cubano está rápidamente adoptando la moneda de su enemigo como la moneda legal, abandonando toda pretensión de que ese es un factor de soberanía o, al menos, de que la soberanía simbólica que trae consigo una moneda propia es más importante que la inversión, el ahorro y el crecimiento económico.  En forma paralela a la legalización del dólar, el  gobierno cubano está privatizando toda clase de empresas y está por aprobar una nueva legislación sobre derechos de propiedad.  Si bien a Cuba le falta casi todo para incorporarse a la economía global, su ritmo de cambio es nada menos que brutal.

 

Argentina es, sin embargo, el ejemplo más patente de la claridad de rumbo.  Si bien empezaron su reforma económica después de nosotros, al final de los ochenta, la visión de sus dirigentes ha probado ser mucho más consistente y los resultados son visibles a todas luces.  A diferencia del gobierno mexicano, los argentinos privatizaron sus empresas pensando más que en los ingresos para el erario en la creación de mercados competitivos, además de que se han abocado a elevar la productividad, a fomentar las exportaciones y a procurar un rápido crecimiento de la economía.  Los resultados son notables: mientras que nosotros llevamos tres lustros con un crecimiento promedio que ha llegado al tres por ciento, los argentinos llevan cuatro años creciendo más del siete por ciento anual.  La productividad de la economía argentina ha crecido casi  35% desde 1990 y la inflación llegó a 3.9% en 1994, para caer todavía más en 1995.  En lugar de buscar salidas mágicas, los argentinos se han dedicado a crear un marco legal para el desarrollo político y económico con el objetivo expreso, en palabras del presidente Menem, de ofrecer garantías jurídicas para que la inversión privada se extienda y para que el ambiente económico sea siempre predecible.  La búsqueda permanente de certidumbre se ha convertido, de esta manera, en la esencia del renacimiento económico Argentino.

 

Un punto más de evidencia de que los argentinos han hecho mejor las cosas para propiciar el crecimiento económico lo ilustra el incremento de sus exportaciones.  Estas crecieron en los últimos años a un ritmo de aproximadamente 25-30%, cifra muy semejante a la que lograron nuestros exportadores.  A pesar de ello, muchos economistas afirmaban, con razón o sin ella, que el tipo de cambio estaba sobrevaluado, por lo que era necesaria una devaluación para hacer crecer las exportaciones más rápidamente.  Los últimos seis meses, sin embargo, han demostrado exactamente lo contrario.  Mientras que en México el peso perdió el 50% de su valor nominal, las exportaciones lograron un aumento del 35% sobre el mismo periodo del año pasado; es decir, una devaluación del 50% logró un incremento del 6 ó 7 puntos porcentuales en la tasa de crecimiento de las exportaciones.  Los argentinos siguieron otra lógica.  Para ellos lo importante fue mantener la certidumbre y asegurar que no hubiesen sorpresas para los diversos actores en la economía.  Por ello, en lugar de devaluar, se dedicaron a hacer todo lo necesario para mantener la estabilidad.  El resultado es que sus exportaciones están creciendo al 48% y su inflación lo hace a menos de la mitad de la del año pasado, sin haber tenido que devaluar la moneda, o gracias a que no la devaluaron.  Lo anterior no indica que su moneda esté subvaluada o sobrevaluada, sino que han tenido mucho mejor brújula en el manejo de su economía.

 

Los ejemplos anteriores evidencian una cosa muy simple: mientras nosotros atravesamos una crisis económica, el resto del mundo sigue avanzando.  Casi podría uno decir que el resto del mundo va corriendo, por lo que nosotros cada día nos atrasamos más.  A principios de año, por ejemplo, el gobierno hablaba de privatizar y desregular: hoy en día esas palabras han casi desaparecido del lenguaje oficial.  De igual forma, mientras que Brasil enterró la idea de indexar la economía porque, después de muchos años, finalmente reconoció que era contraproducente, nosotros corremos el riesgo de llegar a la indexación con los famosos UDIS.  Por su parte, Argentina privatizó su industria petrolera y Brasil acaba de aprobar la desregulación del sector, permitiendo el acceso de inversión privada a una industria caracterizada por un gran furor nacionalista, tal y como el nuestro.  Quizá mas importante, esos países han convertido a la búsqueda de la certidumbre para la población en casi una pasión.  Saben bien que sólo una clara noción sobre lo que depara el futuro, en presencia de un marco legal orientado a proteger a los ciudadanos respecto del gobierno y no al revés, puede producir los niveles de ahorro, inversión y crecimiento socialmente necesarios.  Por todo ello, a menos que México empiece a cambiar en su esencia, nos quedaremos atrás.

La ley y las instit al servicio de Telmex

Luis Rubio

Cuando se inventó, la telefonía fue percibida como un instrumento al servicio de la comunicación entre las personas. Sin embargo, en las últimas décadas, la telefonía ha pasado a ocupar un lugar mucho más relevante en la llamada economía real: se ha convertido en el detonador crucial para lograr la competitividad y la productividad y, por lo tanto, es un instrumento central para la mejoría de los niveles de vida de la población. No es casual que, luego de décadas de semi-abandono, prácticamente en todos los países las empresas telefónicas súbitamente hayan adquirido una posición de excepcional prominencia económica y política. Es en este marco de referencia, en el que el avance tecnológico supera con mucho la capacidad de comprensión de la sociedad en general, en que se inscribe la privatización de la empresa telefónica mexicana.

A partir de la privatización, los nuevos dueños de Telmex han actuado en forma hábil y con gran claridad de objetivos empresariales. Empezaron por cumplir los términos de la concesión que les otorgó la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, misma que exigía ampliar el número de líneas disponibles, introducir líneas digitales, resolver los problemas de descomposturas frecuentes, etcétera. A la vez que hacían esto, también se dedicaron a impedir la competencia y a consolidar el monopolio de que gozan. En este orden de ideas comenzaron por hacer todo lo posible por posponer el inicio de la competencia tanto en larga distancia -donde la propia concesión les garantizaba una posición monopólica por varios años, como en telefonía local, donde no existe impedimento teórico a la competencia pero que, en la práctica, ésta ha sido igualmente limitada por las autoridades a través de sus facultades discrecionales. De este modo, Telmex ha buscado reducir el número de competidores y ha procurado que los costos de acceso a su red fuesen tan elevados que eso disminuyera el atractivo de entrar al mercado de la telefonía. No contentos con haber llevado a la práctica tan ambicioso programa para sus objetivos y tan perniciosos para la sociedad, en los últimos meses dieron un paso más, al adquirir el 49% de la empresa de cablevisión en la ciudad de México, medida orientada a neutralizar al único competidor potencial en el mercado más grande y más rentable del país. Con este último movimiento, Telmex aseguró que no habrá competencia por parte de la única empresa que ya tiene un sistema de cableado en buena parte de la ciudad de México.

La racionalidad de las acciones de los dueños de Telmex es impecable. De hecho, si uno fuese accionista de la empresa, no podría menos que estar encantado con la claridad de visión de sus directivos, con su habilidad para llevarla a cabo y con la astucia para cancelar toda posible competencia del horizonte. Más específicamente, Telmex ha hecho todo lo que, desde su perspectiva, eleva el valor presente de los flujos de efectivo de le empresa y garantiza ingresos de largo plazo. En este contexto es difícil criticar su lógica y su habilidad.

La reciente autorización por parte de la llamada Comisión de Competencia, y la sucesiva ratificación por parte de la SCT, de la adquisición de una parte de Cablevisión por parte de Telmex, se inscribe en esta lógica de los dueños de la empresa telefónica. El único problema es que la Comisión de Competencia no fue diseñada para proteger los intereses de los accionistas de las empresas que confrontan competencia, sino, por el contrario, su mandato es el de tutelar los derechos de los consumidores -es decir, de los usuarios del servicio telefónico. Además, las autoridades regulatorias responsables de estas autorizaciones no deberían estar velando por los intereses de los dueños de Teléfonos de México y de Televisa, sino por los del desarrollo del país en general y por la creación de condiciones generales de competencia que permitan a los mexicanos elevar la productividad y, por lo tanto, sus ingresos. Lo que el gobierno hizo fue privilegiar los intereses de una empresa (y de sus accionistas), a costa de los del resto del país.

En defensa de la decisión gubernamental, el principal accionista de Telmex argumentó que esta adquisición era necesaria para defender a la empresa de la competencia internacional. Es decir, reconoce la intención verdadera de esta adquisición que no es otra que cancelar la posibilidad de que exista competencia en beneficio de los usuarios. Además, según él, sólo una empresa grande puede competir en las grandes ligas. Como prueba de su alocución, mostró las diferencias en la facturación de Telmex o de Televisa respecto a las grandes empresas de comunicaciones como ATT, MCI y otras interesadas en competir en el mercado mexicano, cifras que muestran diferencias que alcanzan hasta veinte veces lo facturado por las empresas mexicanas. Es sintomático que el accionista de Telmex optó por no presentar comparaciones en cuanto a la percepción del mercado del verdadero valor de capitalización de Teléfonos y Televisa respecto a sus potenciales competidores, pues ahí las diferencias resultan menos benéficas al argumento de Goliath y David con el que Telmex pretende convencer a la opinión pública. Más importante es el hecho de que esas comparaciones son absurdas porque se refieren a mercados distintos, lo que implica que, para realmente competir, aquellas empresas tendrían que invertir sumas multimillonarias en el país. Por ello, la realidad es que el mercado bursátil internacional reconoce el enorme valor que tiene el monopolio telefónico y el virtual monopolio televisivo, razón por la cual le concede un valor decenas de veces superior a los activos de Telmex o Televisa respecto a los de empresas semejantes en otros países.

Estas consideraciones que son tan obvias para los inversionistas en los mercados, sin embargo, no fueron consideradas en la evaluación que realizaron las autoridades responsables de velar por la competencia en la economía y por la apertura de opciones en las comunicaciones en el país. No deja de resultar irónico que sea la propia empresa que ha sido beneficiada por la decisión gubernamental la que haya salido en defensa del gobierno y no al revés. Con su silencio, el gobierno implícitamente reconoce que no es posible defender lo indefendible.

Pero el problema no sólo reside en la argumentación pública, sino en la realidad concreta. La decisión de autorizar la adquisición del 49% de Cablevisión por parte de Telmex tiene graves consecuencias en ámbitos que las autoridades probablemente todavía no han siquiera comenzado a imaginar. Específicamente, hay tres ámbitos en los que esta acción va a impactar negativamente el bienestar de los mexicanos por décadas en el futuro. Veamos.

En primer lugar, la decisión de la llamada Comisión de Competencia entraña una interpretación muy preocupante del texto de la nueva Ley de Comunicaciones. Los que redactaron esa ley reconocieron de hecho la existencia de lo obvio: empresas dominantes en algunos sectores de comunicaciones. Por esa razón, dicha ley incorpora criterios específicos para el tratamiento de esas empresas, con el ánimo, uno supondría, de proteger a los competidores potenciales, fomentar la competencia en el ámbito de la telefonía y de la televisión. Para poder otorgar esta autorización, sin embargo, la entidad responsable de la competencia tuvo que partir del hecho de que ni Telmex ni Televisa son empresas «dominantes» en su sector, según la definición contenida en la Ley. Esto sienta el precedente de que, en lo sucesivo y para todo lo que tenga que ver con estas dos empresas, cualquier nuevo inversionista encuentre difícil, si no es que imposible, acogerse a la protección que la ley concede respecto a estos virtuales monopolios. Es decir, esta decisión hace casi imposible la competencia en ambos sectores aunque, desde luego, siempre existe la posibilidad, por increíble que pudiese parecer, de que los burócratas gubernamentales no hayan querido estar al tanto de que Telmex es un monopolio…

En segundo lugar, se eliminó al único competidor potencial capaz de ofrecer el servicio local a través de los cables ya existentes. El problema no es que todos los potenciales oferentes de comunicaciones pudiesen tener acceso para ofrecer servicios a través de Cablevisión en igualdad de condiciones, como exige la ley y como el gobierno ha querido justificar la decisión, sino que ninguno lo va a tener, situación que beneficia a Telmex por encima de cualquier cosa. Telmex compró a Cablevisión únicamente para eliminar a esta empresa como un competidor potencial y así poder seguir usufructuando su monopolio actual. Sólo así se puede explicar cómo es que Telmex, cuyos accionistas son conocidos por comprar barato, pagó un precio tan brutalmente superior al que las empresas de cablevisión tienen en el resto del mundo.

Finalmente, con esta decisión se mataron tres pájaros de un solo tiro. Primero, se destruyó toda posible credibilidad para la Comisión de Competencia. En lo sucesivo, todo mundo sabrá a quién protege esta burocracia. Segundo, se le canceló toda posible credibilidad a una comisión que todavía ni siquiera nace, pero que está contemplada en la nueva Ley de Comunicaciones: la Comisión de Comunicaciones, cuya función será la de fungir como árbitro en las disputas que surjan entre los competidores, si los llega a haber, en el ramo de las comunicaciones. Sólo falta que se nombre presidente de esta comisión a un empleado de Teléfonos.

Pero la peor consecuencia es para el Estado de Derecho. Un país en el cual el gobierno actúa siempre en forma discrecional y sin favorecer el interés del público en general, sino el de la propia burocracia con sus intereses creados, no es un país de leyes, ni se puede pretender que lo podrá ser.

 

El país por un plato de lentejas

La oportunidad de transformar al sistema político del país está a la vista, pero probablemente no por mucho tiempo. Así se resume el dilema en que nos encontramos todos los mexicanos en el momento actual. Existe una agenda de negociaciones que, si de algo peca, es de que virtualmente no dejó fuera ningún tema de relevancia, para que los partidos políticos definan la naturaleza de las instituciones que servirán para gobernar al país. Dada la precariedad de la estabilidad política en el momento actual, no me parece obvio que el tiempo esté en favor de un proceso tranquilo y pacífico de cambio político. Es por ello que son por demás graves y muy preocupantes las decisiones del PAN y del PRD de retirarse de las negociaciones de la llamada reforma política. Quizá no se den cuenta del riesgo que nos están haciendo correr a todos los mexicanos y de lo que, implícitamente, están dispuestos a sacrificar por objetivos tácticos de poca monta.

 

Una ojeada al contenido de la agenda de reforma política es por demás reveladora. Su importancia reside no sólo en el hecho mismo de que no hay tema que haya quedado fuera, sino en la disposición del gobierno de negociar todo lo que sea necesario para transformar el país. Este hecho contrasta dramáticamente con la evolución histórica de nuestros procesos políticos. Es más, no parecería exagerado afirmar que existe una ventana de oportunidad que bien podría quedar totalmente cerrada y agotada en un periodo mucho más corto de lo que algunos suponen. Veamos.

 

La agenda de reforma política cubre todos los temas. El capítulo de reforma electoral abarca: los derechos políticos, los órganos y autoridades electorales, la organización del proceso electoral, la competencia electoral, el régimen de partidos y la legalidad y representación. El capítulo referente a los poderes públicos cubre: las funciones constitucionales del Estado, la división y relación entre los poderes, el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial. El capítulo sobre federalismo incluye: la relación entre el gobierno federal, las entidades federativas y los municipios, el Distrito Federal, el federalismo fiscal y la renovación municipal. El capítulo sobre comunicación social abarca: la legislación sobre comunicación, la libertad de expresión, el régimen jurídico de las organizaciones gremiales, el régimen jurídico y promoción de las organizaciones civiles y la participación ciudadana. Si uno estudia con detenimiento los incisos que comprende cada uno de estos temas, rápidamente resulta evidente que no hay tema tabú y que todo es negociable. Puesto de otra manera, por primera vez en nuestra historia moderna, el gobierno ha optado por no defender ni proteger la estructura de controles y privilegios que hicieron posible al sistema político tradicional, del cual el PRI era la pieza medular.

 

Parece claro que la negociación que esta agenda supone pudiera ser un hito histórico. Lo que ahí se incluye es todo lo que los partidos -y la sociedad en general- han venido reclamando por años y que, de consumarse, podría llevar a una transformación fundamental de la vida política. Sería difícil imaginar algo más relevante  y trascendente para el país y para los propios partidos y, sin embargo, los dos principales partidos en la oposición, el PAN y el PRD, han optado por abandonar las negociaciones que nunca llegaron a iniciarse. Cabe la duda de si los beneficios teóricos que se podrían derivar de este retiro son razonables en comparación con sus posibles consecuencias.

 

El enojo de los partidos que abandonaron las negociaciones, que se deriva de los conflictos electorales de Tabasco y de Yucatán, puede ameritar toda clase de reacciones y de acciones por parte de los partidos. Ciertamente, los agravios y atropellos de que pudiesen haber sido víctimas los candidatos perredista y  panista, respectivamente, pueden ser enormes. Sin pretender emitir un juicio sobre esos conflictos, resulta muy preocupante que su respuesta haya sido el abandono de tan importantes negociaciones, sobre todo a la luz de la realidad política del país en la actualidad y de algunos signos ominosos que se empiezan a perfilar en el entorno.

 

Hay particularmente dos procesos políticos graves. En primer lugar, el gobierno ha venido abandonando espacios en los que tradicionalmente operaba, controlaba y ejercía el poder. En términos generales, la administración actual se ha abocado a la administración económica, dejando a un lado el manejo de grupos políticos, el liderazgo de procesos sociales y virtualmente toda pretensión de liderazgo político. Esto puede ser considerado como bueno o malo. El hecho, sin embargo, es que se han venido creando vacíos de poder que inevitablemente están siendo llenados o van a ser llenados por grupos o personas que no necesariamente serían favorables a una apertura política o a la renovación institucional del país. Llevando el argumento al extremo, sería concebible que estos movimientos causaran en el gobierno una incapacidad creciente para gobernar.

 

El segundo proceso tiene que ver con el PRI. Los priístas experimentan una creciente rebelión dentro de su partido y una separación cada vez más pronunciada respecto al liderazgo actual del partido y, sobre todo, un principio de divorcio en su relación con el gobierno. El resentimiento de los priístas contra el ejecutivo es patente, culpándolo de no avanzar ni proteger sus intereses y, además, de estar dispuesto a sacrificar al partido cada vez que hay un voto en el congreso. No sería imposible que, en esta etapa en la que cada día entramos en nuevos y desconocidos terrenos en la vida política del país, los priístas acaben por convertirse en un partido de oposición al gobierno. Más aún, sería posible que este movimiento fuese lidereado por los elementos más retardatarios del sistema en materia política.

 

A la luz de estos procesos, la reforma política integral, cuya agenda acordaron los propios partidos, podría ser de los pocos mecanismos capaces de impedir que el desmoronamiento político fuese total y que, en consecuencia, el país entrase en un proceso de descomposición sin que nadie pudiese impedirlo. Sin pretender disminuir los posibles méritos de los conflictos de Tabasco y Yucatán, me parece francamente dudoso que sean suficientemente importantes como para poner en entredicho a la reforma política en su conjunto. Nadie sabe de qué tamaño es la «ventana de oportunidad» que existe en este momento, porque las fuerzas que polarizan al PRI bien pueden desquiciar a todo el sistema político.  Los partidos de la oposición están, de hecho, fortaleciendo a los duros del sistema y debilitando la única opción de lograr un proceso de cambio pacífico en el país, máxime cuando una negociación exitosa bien podría traducirse en un arreglo satisfactorio de los conflictos de Tabasco y Yucatán.  ¿No sería, pues, posible separar una cosa de la otra?

Lograr la legalidad

Luis Rubio

La legalidad no va a llegar sola. Tampoco se constituirá un Estado de derecho por el mero prurito de que el gobierno cumpla la ley o que éste haga esfuerzos por apegarse estrictamente a la letra de la misma, aunque ésta sea una condición necesaria. En un país en el que lo dominante han sido las reglas «no escritas», la legalidad es, en el mejor de los casos, un ideal a alcanzarse. Lamentablemente, sin embargo, años de utilizar las leyes escritas para justificar o encubrir decisiones fundamentadas en reglas no escritas acabaron por desprestigiar a la ley, hasta hacerla inútil como marco de resolución de disputas e interacción humana.

El problema de las reglas no escritas es precisamente ese: que nadie, excepto sus beneficiarios, sabe nunca a qué atenerse. En el mundo priísta de antaño, las reglas no escritas se habían constituído en la biblia de interacción política, lo que dio forma a buena parte de la cultura política que nos caracteriza. Cosas tan antinaturales como el tapadismo acabaron por ser percibidas como naturales o normales, incluso para aquellos que argumentaban la democracia como forma de vida. De igual forma, la violación de una multiplicidad de leyes, la corrupción y otras características cotidianas del sistema político postrevolucionario conformaban parte inherente del homo político mexicanus, al grado en que los castigos que infrecuentemente se aplicaban a algunos priístas jamás ocurrieron por violar las leyes, sino por violar las reglas no escritas. Lo que importaba era ese mundo platónico de las apariencias y no el mundo real de la ilegalidad, del abuso y de la corrupción.

Nuestro problema ahora es cómo romper el círculo vicioso en que estamos. El gobierno ha planteado un excepcional proyecto de transformación política a partir precisamente de la legalidad y de la construcción de un Estado de derecho. Si uno lee el discurso inaugural del presidente Zedillo y el capítulo sobre el tema en el PND, la propuesta gubernamental es impecable y, bajo cualquier concepto, excepcional. Por otro lado, sin embargo, de poco sirve un plan si, por buenas razones históricas, nadie puede verlo como algo más que otro proyecto sexenal. En este sentido, todo el concepto de lograr un Estado de derecho corre el riesgo de acabar siendo un círculo vicioso en el que el gobierno propone y, siguiendo el dicho virreinal, la población obedece pero no cumple.

La razón de proponer la conformación de un Estado de derecho está excepcionalmente argumentada en el PND. El gobierno no sólo propone lograrlo, sino que aboga ampliamente por su consecución con argumentos básicos: no es posible la interacción humana, en cualquier campo, si no existen reglas claras, si no es posible predecir el comportamiento de las contrapartes, sean éstas en el mundo de los contratos civiles o comerciales, en el ámbito de las elecciones o en el ámbito de la política en general, y si no es posible contar con la protección de las leyes en materia de los derechos individuales, de la protección de la propiedad, del acceso a la justicia, etcétera. En otras palabras, la argumentación gubernamental afirma que no es posible el desarrollo -económico político y social- si no existe un marco de reglas claras y transparentes a las que todo mundo se pueda referir cuando decide lanzarse a una campaña política, cuando ahorra o invierte o, simplemente, cuando hace ejercicio de sus derechos en general. Difícil combatir semejante lógica o argumentar excepción alguna.

Pero esa es la teoría. La excepción es, desde luego, que se trata de un sueño, porque nuestra realidad se caracteriza por la ausencia de todo lo que el gobierno plantea como esencial. Esto indica que el gobierno ha hecho un acertado diagnóstico del problema, pero nada más. Hablar del tema es necesario, pero como gobierno no es suficiente. Incluso, la iniciativa de ley en materia del poder judicial, aprobada en diciembre pasado, demuestra cómo la argumentación es mas prolija que la realización. El tema central es, pues, cómo pasar de las propuestas a la realidad.

Hasta el momento, el gobierno, y particularmente el presidente, ha hecho, o intentado hacer, una cosa muy específica y muy importante, que es la de actuar estrictamente dentro del marco de la ley y de no salirse de éste, lo que implica abandonar las llamadas facultades «metaconstitucionales», que no eran otra cosa sino una justificación para el abuso, la arbitrariedad y la corrupción. A pesar de ello, la realidad ha hecho muy difícil cristalizar esos intentos, como demuestran los vaivenes en los casos de Tabasco y Chiapas. En ese sentido, si los mexicanos acaban por convencerse, a lo largo del tiempo, que el gobierno efectivamente se va a ceñir al mandato legal, quizá empiecen a creer que va en serio. Lo que no es seguro es que los cinco años y medio que tiene por delante este sexenio sean suficientes para esto. Si no se les convence, la creación de un Estado de derecho acabará por ser nada más que otro buen deseo sexenal.

Nuestra costumbre, y toda la historia moderna del país, conspiran en contra de la conformación de un Estado de derecho. Las negociaciones sobre la reforma electoral «definitiva», que incluyen virtualmente todos los temas clave para una apertura en serio del sistema político, por ejemplo, están estancadas no porque se estén dando desacuerdos sobre temas fundamentales sobre objetivos o sobre los conceptos filosóficos básicos que deben guiar el desarrollo político, sino por toda clase de razones y excusas vulgares, por válidas que sean, que impiden que los partidos distingan entre los conflictos inmediatos y las negociaciones sobre lo fundamental que, además, podrían resolver esos mismos conflictos. En esto los partidos no están solos. La misma situación puede ser observada en todos los demás ámbitos de la vida: nadie ve a la ley como un punto de referencia, sino como un factor más de nuestra mitología política o cultural. El hecho es que la ley no goza de credibilidad.

El hecho de que la ley no goce de credibilidad no disminuye la importancia -y urgencia- de construir un Estado de derecho, pero sí explica porqué no es suficiente pretender liderear con el ejemplo. Un Estado de derecho no surge de la nada, sino que se construye en forma cotidiana a través de la más vulgar y simple de sus manifestaciones: haciendo cumplir la ley a todos y cada uno de los ciudadanos en todos y cada uno de los ámbitos de la vida del país. Hay dos caminos, necesariamente complementarios, para esto. Uno es el de imponer la ley cada vez que ésta sea violada. Quizá un ejemplo de esto fue la detención del señor Jorge Hank Rohn: violó la ley al subdeclarar en la aduana y se le aplicó la ley. Es posible que, a partir de este ejemplo, todo aquél que pase por la aduana en el futuro piense dos veces antes de mentir, lo cual ya es bueno en sí, pero ese es sólo un espacio en el que la ley se viola en forma cotidiana: en Tabasco por ejemplo, parece haber evidencia abrumadora de que se violó la ley electoral, y sin embargo no parece haber interés alguno por proceder con toda la fuerza de la ley. Por ello, por más que algunos ejemplos aislados pudieran ser vistos como un buen principio, ciertamente son insuficientes, pues suponiendo que se aprovechen todos los casos que se lleguen a presentar y que éstos sirvan de ejemplo en los diversos ámbitos del país, se necesitarían cien años para encontrar casos fortuitos en suficientes sectores, actividades y regiones como para que todo mundo se convenza de la vigencia de la ley como único medio válido para la interacción entre los hombres.

El segundo camino para lograr que la ley se convierta en la esencia que guíe el actuar de empresarios y políticos, partidos y policías, por citar algunos ejemplos, es la de estructurar un consenso público entre las principales fuerzas políticas para adoptar la ley como marco de interacción. Los problemas inherentes a lograr un consenso de esta naturaleza son enormes y no el menor de ellos es que existen grupos e intereses potencialmente capaces de hacerlo inoperante. Un consenso para lograr la legalidad tendría que ser parte, pues, de un reacomodo político integral que incluiría la articulación de una nueva coalición para gobernar lo suficientemente fuerte como para vencer cualquier oposición, además de resolver las diferencias entre el gobierno y las estructuras más duras del PRI y promover el apoyo de la población. Sin ello, no se logrará el Estado de derecho ni una plataforma política sólida y fuerte como para hacerlo valer.

Antes de lanzar una nueva inquisición, sin embargo, es crítico reconocer la esencia del Estado de derecho y ésta es que la ley es una avenida de dos sentidos. Un gobierno puede inculpar a quien quiera, pero también tiene que probar la acusación y reconocer que el inculpado tiene derechos y que éstos tienen que ser respetados por encima de cualquier cosa. Una de las características elementales de la legalidad es precisamente que el gobierno tiene que poder probar sus acusaciones y que el poder judicial tiene que ser plenamente independiente para ejercer sus facultades. Pretender que un Estado de derecho es una prerrogativa del gobierno es equivalente a seguir bajo un régimen de leyes no escritas. La legalidad es una camisa de fuerza que obliga y confiere derechos a todos: esa es su virtud, pero también por esa razón es tan difícil lograrla.

 

Gobierno de la pobreza

Luis Rubio

El Plan Nacional de Desarrollo esbozó una nueva visión de lo que debe ser la responsabilidad del gobierno. Si uno analiza el presupuesto gubernamental, el mayor renglón de gasto es, con mucho, la llamada política social. El PND propone alterar en forma muy fundamental la forma en que ésta se llevó a cabo, particularmente en lo que toca al programa de combate a la pobreza. Lo que el gobierno plantea es transferir toda la política social a los estados y municipios, incluyendo el programa dirigido a combatir la pobreza, de tal forma que ésta se institucionalice y deje de ser una política gubernamental más, para convertirse en una política de Estado. Como planteamiento, el concepto es impecable; lo que no es obvio es que existan en la actualidad las herramientas, institucionales y humanas, que hagan posible semejante transferencia de recursos multimillonarios.

Solidaridad puede ser la parte más visible de la política social, pero ciertamente no es la única. Además del combate a la pobreza, la política social abarca áreas como educación, salud, vivienda, etcétera. Algunos de estos programas, particularmente la educación, ya empezaron a ser transferidos a los estados y municipios, pero los resultados son todavía demasiado incipientes para poder derivar conclusiones utilizables para el resto. Lo que sí es seguro es que la concentración de recursos, poder y decisiones en la ciudad de México, en burocracias tan onerosas y con frecuencia corruptas como el IMSS, el INFONAVIT y la SEP, no necesariamente ha contribuido a una mejor salud, vivienda o educación de sus supuestos beneficiarios. La evidencia después de décadas de políticas «revolucionarias» es tan obvia que no requiere mayor discusión. El solo fracaso en avanzar en estos rubros debería ser razón suficiente para pensar en otras alternativas, como puede ser su descentralización. No me parece obvio, sin embargo, que el mismo principio deba aplicarse al caso de la pobreza extrema.

Solidaridad perseguía atacar la pobreza extrema, organizar a la población más pobre del país y crear consensos entre la población sobre los objetivos que debía buscar el gasto social del gobierno federal. Con ese criterio, un enorme número de regiones y localidades lograron una sustancial elevación de la calidad de su infraestructura física y de salud como resultado del programa. Los habitantes organizados de cada localidad definían cuáles eran sus prioridades y el gobierno federal, con frecuencia saltándose a las autoridades del lugar, llevaba a cabo el proyecto en un esquema de gastos compartidos en el cual la población aportaba la mano de obra. Sin embargo, en contraste con muchas de las bondades del programa, la falta de institucionalización del mismo llevó en muchas ocasiones a confundir pobreza con pobreza extrema y a sesgar el gasto para lograr propósitos políticos de corto plazo.

Seis años después de iniciado el programa, quizá lo más notable no es que la política social siga siendo una prioridad del gobierno federal, pues la pobreza sigue siendo un ingente problema desde cualquier perspectiva, sino que el nuevo gobierno no pretende volver a inventar el hilo negro, como ha ocurrido tantas veces en el pasado. Lo que el gobierno persigue es institucionalizar al programa y eliminar la propensión a convertirlo en un instrumento de promoción política personal o partidista. La pregunta es si su propuesta es la más idónea para lograr este objetivo.

La noción de institucionalizar y descentralizar a la política social que es, como decía yo antes, el tema de mayor gasto gubernamental, demuestra una convicción profunda de la importancia de afianzar la estructura federal en el país. Al mismo tiempo, sin embargo, el manejo del gasto en este rubro reúne todos los vicios burocráticos y políticos que históricamente han plagado a los gobiernos postrevolucionarios. Institucionalizar y descentralizar suena muy bonito, pero entraña enormes riesgos, pues las cantidades de dinero involucradas podrían fácilmente acabar en las manos de un cacique local o en las de un político corrupto, eventualidad nada excepcional en nuestra historia, sobre todo porque no existen mecanismos efectivos que limiten el poder discrecional de las autoridades a cualquier nivel en el país.

El proyecto gubernamental entraña convertir al gobierno en una entidad facilitadora del desarrollo y nada más. En el ámbito de la política social esto podría implicar eliminar actividades y funciones que hoy generalmente se realizan a nivel federal, para transferírselas en algunos casos a la sociedad (como podría ser el caso del ahorro que ahora malgasta el IMSS o de los fondos para la vivienda que ahora desperdicia el INFONAVIT), o a los estados y municipios, como podría ser la educación e instituciones y actividades tan disímbolas como el CAPFSE (la constructora de escuelas); la compra consolidada de medicinas a nivel de la Secretaría de Salud; los usos de suelo y tenencia de la tierra (que hoy está en manos de CORET -parte de la Secretaría de la Reforma Agraria-, de la Procuraduría Agraria, de SEDESOL, etc.). Muchas de estas organizaciones y entidades pueden cumplir sus objetivos más o menos bien, pero generalmente lo hacen a un costo extremo por la ineficiencia y corrupción burocráticas, pero también porque no necesariamente hacen lo que el usuario requiere. Con gran frecuencia, lo que parece obvio a nivel federal puede ser innecesario o inadecuado a nivel local. Para un burócrata en el Distrito Federal puede ser lo mismo adquirir un medicamento u otro, o construir una escuela u otra, pero de nada le sirve eso al poblador de Zongolica si el suero anti-alacranes que servía en Durango no sirve en su pueblo, o al morador de Zacatecas que quiere una fachada distinta para su escuela, pues es motivo de orgullo para los habitantes de esa ciudad el que la arquitectura de los edificios mantenga el sabor colonial.

El punto medular, sin embargo, es que el objetivo de transferir funciones y responsabilidades del centro a los estados y municipios es, conceptualmente, necesario y debe ser bienvenido. El problema es que esa transferencia no es posible en ausencia de mecanismos idóneos para que esos recursos no desaparezcan por la falta de efectiva supervisión ciudadana sobre los burócratas y autoridades estatales y municipales. Además, hay algunos temas, particularmente el de la pobreza extrema, en los cuales no es evidente que la responsabilidad deba o pueda ser transferida a los gobiernos municipales o estatales. La instrumentación de programas destinados al combate a la pobreza extrema puede bien ser llevada a cabo por las autoridades más cercanas al problema, pero me parece obvio que la responsabilidad tiene que quedar en manos del gobierno federal. Una de las características de la pobreza extrema es que esa población no tiene capacidad de organización, lo que le impide demandar beneficios. Por ello, este ámbito de la política social tiene que ser administrado por el gobierno federal y orientado directamente a un objetivo específico: la provisión de capacidades básicas para que los individuos que carecen de ellas puedan dejar de ser pobres.

Con excepción del tema de pobreza extrema, el punto importante de la política social no es que los burócratas en un lugar o en otro sean buenos o malos, corruptos o impecables, sino que no son ellos los destinatarios de sus acciones. La población quiere poder decidir sobre lo que le afecta y eso es algo que ningún burócrata distante puede comprender, por buena fe que pudiese tener. En este sentido, el concepto original de Solidaridad era muy meritorio, pues partía del principio que las prioridades deben ser definidas por los habitantes de cada lugar. Ahora que se está discutiendo la posibilidad de transferir esas responsabilidades a otro lado e institucionalizarlas, es importante definir el propósito de esa transferencia y las reglas que deben caracterizar el uso del gasto, sobre todo la manera en que se va a asegurar que se logren sus objetivos, se eleve la calidad de los servicios y se reduzca drásticamente la corrupción.

Mucho más difícil sería la transferencia misma, pues lo crucial es evitar que la rapiña política y burocrática a nivel local acabe con recursos destinados a salud, educación, infraestructura física, etc. Por estas razones, antes de hacer transferencia alguna es fundamental que se diseñen las reglas del juego que gobernarían el proceso. Una cosa es transferir los recursos y otra muy distinta es asegurar que lleguen a su destino. De ahí que el primer paso en un proceso de institucionalización deba ser el de definir qué es política social, a quién se debe abocar y qué mecanismos de supervisión ciudadana habría sobre el gasto adicional de cada ayuntamiento. Nuestra historia parece demostrar que, en ausencia de la reelección a nivel local, la probabilidad de que se logre hacer responsables a las autoridades es nula.

La política social es quizá el ámbito más complejo y difícil de atacar que tiene el gobierno frente a sí. Ahí no hay soluciones fáciles, porque no todo se puede resolver con dinero, ni todo se puede transformar simplemente transfiriendo recursos del centro a los estados y municipios. Muchos de los problemas del país se remiten a la política social porque ahí es donde se destruye el ahorro interno que tanto preocupa al gobierno federal (IMSS e INFONAVIT) y ahí es donde se puede lograr o perder la posiblidad de alcanzar una sociedad en la que todos tengan una igualdad de oportunidad de incorporarse al mundo de la producción y la productividad. En algunos casos la transferencia tiene que ser a la sociedad y en otros a autoridades locales. En ningún caso será eso exitoso, sin embargo, si no se puede asegurar que las autoridades sean responsables de sus actos y eso exige cambios políticos y judiciales, no meramente administrativos.

 

Los mexicanos y su presidente

Luis Rubio

La población mexicana se ha convertido en el principal factor de estabilidad política en el país. Esta afirmación, que podría parecer excesiva, es cada vez más sintomática de como está cambiando México. Por su parte, en los últimos días el presidente Zedillo parece haber logrado una comunicación directa y efectiva con la población, sobre todo por medio de la radio. ¿Será posible que el gobierno esté finalmente tomando la iniciativa y logrando abrir nuevos espacios de comunicación? Si la respuesta es afirmativa, el país podría estar entrando en una etapa radicalmente nueva, para el bien de su desarrollo político.

Primero el tema de la estabilidad. Por décadas, la estabilidad política se construyó sobre la base de fuertes mecanismos de control cuyo objetivo esencial era sujetar a la población a enormes restricciones en términos de su libertad de acción política, lo que limitaba o impedía cualquier otra manifestación de la libertad. Todo el propósito de la creación y funcionamiento de los sectores del partido en el gobierno fue precisamente el control de las masas. De hecho, el control político era una de las principales obsesiones centrales del gobierno y lo ejercía a través de los sindicatos, de la corrupción de periodistas y medios, de subsidios y, cuando éstos no funcionaban, a través de la coerción. Con la apertura de la economía, el cambio en las prioridades y acciones gubernamentales y la madurez creciente de la sociedad, muchos de esos controles se empezaron a erosionar y muchos simplemente desaparecieron.

El resultado de estos cambios políticos y económicos, a lo largo de los últimos dos lustros o tres, ha sido un creciente pluralismo en el país y una mayor libertad para la ciudadanía. A la par con estos cambios, sin embargo, también han desaparecido algunos de los pocos beneficios que el viejo sistema engendraba, como era el control de la violencia y la resolución pacífica de conflictos entre los políticos dentro del marco del PRI. Es decir, la erosión de los controles sobre la población también ha significado la erosión de los controles sobre los políticos, circunstancia que probablemente explica al menos parte de la violencia del año pasado.

La aparición de la violencia y de crecientes tensiones políticas en los últimos años llevó a muchos analistas y políticos a pronosticar violencia el día de las elecciones de 1994 y la inauguración de una nueva etapa de conflcito incontenible a partir de ese momento. La gran sorpresa del proceso electoral de 1994, sin embargo, no fueron las elecciones mismas, sino el hecho de que los mexicanos salieron a votar por la estabilidad y la institucionalidad. El hecho de que votara la abrumadora mayoría de los mexicanos constituyó un severo revés para los promotores de la violencia y el conflicto. Esos pescadores esperaban un río revuelto y acabaron vencidos por el peso de una población que claramente reconoce la fragilidad del sistema político y que no está dispuesta a arriesgar los beneficios, por pequeños o pocos que pudiesen ser, de esta nueva etapa de apertura y creciente libertad.

El hecho de que los promotores y actores de la violencia y del conflicto no hubiesen logrado cabalmente su propósito en 1994, sin embargo, no implicó que desaparecieran del mapa. Poco a poco, han vuelto a la escena política, tratando de bloquear el avance de alguna iniciativa por aquí, o de imponer su voluntad por allá. A todo esto el gobierno ha venido respondiendo con acciones e iniciativas que a veces han surtido efecto, pero que, en general no han logrado mayor avance. Las fuerzas e intereses que se benefician (o que creen que se benefician) del conflicto político arremeten continuamente e intentan explotar los errores del gobierno. Hasta hace poco, ninguno parecía estar ganando mayor cosa, pero el país y la población en general siempre pagan las cuentas.

En este contexto es que pueden interpretarse las nuevas iniciativas del presidente Zedillo. En los últimos días no sólo propuso un replanteamiento radical de las funciones del gobierno en la sociedad, sino que también empezó a actuar de maneras que hasta hace poco eran consideradas no sólo heterodoxas, sino francamente incompatibles con la función de gobernar, como la conferencia de prensa que inauguró esta semana y como su entrevista en la radio con dos de las principales cadenas del país, respondiendo a preguntas directas del público. El éxito de estas iniciativas fue probablemente mucho mayor de lo que cualquiera habría anticipado, lo que hace tanto más interesante el fenómeno.

El hecho es que el presidente se acercó directamente a la población y fue sumamente convincente en sus planteamientos y objetivos. La pregunta es si ello le va a permitir dar la vuelta, retomar la iniciativa y ganarse a la población como la fuente de apoyo más importante para poder gobernar, emprender las acciones para alcanzar los objetivos que propone en el PND y, con ello, abrir una nueva etapa y oportunidad para el desarrollo del país.

Si uno acepta las dos proposiciones que hice en los primeros párrafos de este artículo, sobre la estabilidad política del país, entonces el presidente puede estar empezando a construir una plataforma política sobre la cual México podría cambiar de faz. La población se ha convertido en la principal fuerza de contención frente al embate de los políticos e intereses arraigados del pasado que impiden cambiar. Buscando a la población y convenciéndola, el presidente bien podría estar sembrando las semillas de lo que podría convertirse en una base social moderna para poder gobernar. De seguir por este camino y, por supuesto, de lograrse una fuerte recuperación económica, se aseguraría la estabilidad poítica y el camino a la modernidad.

Desde luego, la posiblidad de que este proceso se consolide y que la población empiece a ver en el presidente Zedillo a su líder y aliado, no va a cambiar, puramente por esta razón, a México. El país va a cambiar sólo en la medida en que la ley se convierta en el marco de interacción entre las personas, las empresas y los partidos, y entre todos éstos y el gobierno, y en la medida en que la economía se recobre con gran ímpetu. En esto, el trabajo del gobierno va a ser crucial y, por más que las noticias recientes son sumamente alentadoras, todavía no es evidente que todo esté listo para que estos objetivos se puedan lograr. Lo que sí es seguro es que esos cambios serán imposibles si el gobierno no cuenta con una base de apoyo fuerte y confiable. Capaz que eso es lo que ya empezó a construir el presidente Zedillo.