Luis Rubio
El Plan Nacional de Desarrollo esbozó una nueva visión de lo que debe ser la responsabilidad del gobierno. Si uno analiza el presupuesto gubernamental, el mayor renglón de gasto es, con mucho, la llamada política social. El PND propone alterar en forma muy fundamental la forma en que ésta se llevó a cabo, particularmente en lo que toca al programa de combate a la pobreza. Lo que el gobierno plantea es transferir toda la política social a los estados y municipios, incluyendo el programa dirigido a combatir la pobreza, de tal forma que ésta se institucionalice y deje de ser una política gubernamental más, para convertirse en una política de Estado. Como planteamiento, el concepto es impecable; lo que no es obvio es que existan en la actualidad las herramientas, institucionales y humanas, que hagan posible semejante transferencia de recursos multimillonarios.
Solidaridad puede ser la parte más visible de la política social, pero ciertamente no es la única. Además del combate a la pobreza, la política social abarca áreas como educación, salud, vivienda, etcétera. Algunos de estos programas, particularmente la educación, ya empezaron a ser transferidos a los estados y municipios, pero los resultados son todavía demasiado incipientes para poder derivar conclusiones utilizables para el resto. Lo que sí es seguro es que la concentración de recursos, poder y decisiones en la ciudad de México, en burocracias tan onerosas y con frecuencia corruptas como el IMSS, el INFONAVIT y la SEP, no necesariamente ha contribuido a una mejor salud, vivienda o educación de sus supuestos beneficiarios. La evidencia después de décadas de políticas «revolucionarias» es tan obvia que no requiere mayor discusión. El solo fracaso en avanzar en estos rubros debería ser razón suficiente para pensar en otras alternativas, como puede ser su descentralización. No me parece obvio, sin embargo, que el mismo principio deba aplicarse al caso de la pobreza extrema.
Solidaridad perseguía atacar la pobreza extrema, organizar a la población más pobre del país y crear consensos entre la población sobre los objetivos que debía buscar el gasto social del gobierno federal. Con ese criterio, un enorme número de regiones y localidades lograron una sustancial elevación de la calidad de su infraestructura física y de salud como resultado del programa. Los habitantes organizados de cada localidad definían cuáles eran sus prioridades y el gobierno federal, con frecuencia saltándose a las autoridades del lugar, llevaba a cabo el proyecto en un esquema de gastos compartidos en el cual la población aportaba la mano de obra. Sin embargo, en contraste con muchas de las bondades del programa, la falta de institucionalización del mismo llevó en muchas ocasiones a confundir pobreza con pobreza extrema y a sesgar el gasto para lograr propósitos políticos de corto plazo.
Seis años después de iniciado el programa, quizá lo más notable no es que la política social siga siendo una prioridad del gobierno federal, pues la pobreza sigue siendo un ingente problema desde cualquier perspectiva, sino que el nuevo gobierno no pretende volver a inventar el hilo negro, como ha ocurrido tantas veces en el pasado. Lo que el gobierno persigue es institucionalizar al programa y eliminar la propensión a convertirlo en un instrumento de promoción política personal o partidista. La pregunta es si su propuesta es la más idónea para lograr este objetivo.
La noción de institucionalizar y descentralizar a la política social que es, como decía yo antes, el tema de mayor gasto gubernamental, demuestra una convicción profunda de la importancia de afianzar la estructura federal en el país. Al mismo tiempo, sin embargo, el manejo del gasto en este rubro reúne todos los vicios burocráticos y políticos que históricamente han plagado a los gobiernos postrevolucionarios. Institucionalizar y descentralizar suena muy bonito, pero entraña enormes riesgos, pues las cantidades de dinero involucradas podrían fácilmente acabar en las manos de un cacique local o en las de un político corrupto, eventualidad nada excepcional en nuestra historia, sobre todo porque no existen mecanismos efectivos que limiten el poder discrecional de las autoridades a cualquier nivel en el país.
El proyecto gubernamental entraña convertir al gobierno en una entidad facilitadora del desarrollo y nada más. En el ámbito de la política social esto podría implicar eliminar actividades y funciones que hoy generalmente se realizan a nivel federal, para transferírselas en algunos casos a la sociedad (como podría ser el caso del ahorro que ahora malgasta el IMSS o de los fondos para la vivienda que ahora desperdicia el INFONAVIT), o a los estados y municipios, como podría ser la educación e instituciones y actividades tan disímbolas como el CAPFSE (la constructora de escuelas); la compra consolidada de medicinas a nivel de la Secretaría de Salud; los usos de suelo y tenencia de la tierra (que hoy está en manos de CORET -parte de la Secretaría de la Reforma Agraria-, de la Procuraduría Agraria, de SEDESOL, etc.). Muchas de estas organizaciones y entidades pueden cumplir sus objetivos más o menos bien, pero generalmente lo hacen a un costo extremo por la ineficiencia y corrupción burocráticas, pero también porque no necesariamente hacen lo que el usuario requiere. Con gran frecuencia, lo que parece obvio a nivel federal puede ser innecesario o inadecuado a nivel local. Para un burócrata en el Distrito Federal puede ser lo mismo adquirir un medicamento u otro, o construir una escuela u otra, pero de nada le sirve eso al poblador de Zongolica si el suero anti-alacranes que servía en Durango no sirve en su pueblo, o al morador de Zacatecas que quiere una fachada distinta para su escuela, pues es motivo de orgullo para los habitantes de esa ciudad el que la arquitectura de los edificios mantenga el sabor colonial.
El punto medular, sin embargo, es que el objetivo de transferir funciones y responsabilidades del centro a los estados y municipios es, conceptualmente, necesario y debe ser bienvenido. El problema es que esa transferencia no es posible en ausencia de mecanismos idóneos para que esos recursos no desaparezcan por la falta de efectiva supervisión ciudadana sobre los burócratas y autoridades estatales y municipales. Además, hay algunos temas, particularmente el de la pobreza extrema, en los cuales no es evidente que la responsabilidad deba o pueda ser transferida a los gobiernos municipales o estatales. La instrumentación de programas destinados al combate a la pobreza extrema puede bien ser llevada a cabo por las autoridades más cercanas al problema, pero me parece obvio que la responsabilidad tiene que quedar en manos del gobierno federal. Una de las características de la pobreza extrema es que esa población no tiene capacidad de organización, lo que le impide demandar beneficios. Por ello, este ámbito de la política social tiene que ser administrado por el gobierno federal y orientado directamente a un objetivo específico: la provisión de capacidades básicas para que los individuos que carecen de ellas puedan dejar de ser pobres.
Con excepción del tema de pobreza extrema, el punto importante de la política social no es que los burócratas en un lugar o en otro sean buenos o malos, corruptos o impecables, sino que no son ellos los destinatarios de sus acciones. La población quiere poder decidir sobre lo que le afecta y eso es algo que ningún burócrata distante puede comprender, por buena fe que pudiese tener. En este sentido, el concepto original de Solidaridad era muy meritorio, pues partía del principio que las prioridades deben ser definidas por los habitantes de cada lugar. Ahora que se está discutiendo la posibilidad de transferir esas responsabilidades a otro lado e institucionalizarlas, es importante definir el propósito de esa transferencia y las reglas que deben caracterizar el uso del gasto, sobre todo la manera en que se va a asegurar que se logren sus objetivos, se eleve la calidad de los servicios y se reduzca drásticamente la corrupción.
Mucho más difícil sería la transferencia misma, pues lo crucial es evitar que la rapiña política y burocrática a nivel local acabe con recursos destinados a salud, educación, infraestructura física, etc. Por estas razones, antes de hacer transferencia alguna es fundamental que se diseñen las reglas del juego que gobernarían el proceso. Una cosa es transferir los recursos y otra muy distinta es asegurar que lleguen a su destino. De ahí que el primer paso en un proceso de institucionalización deba ser el de definir qué es política social, a quién se debe abocar y qué mecanismos de supervisión ciudadana habría sobre el gasto adicional de cada ayuntamiento. Nuestra historia parece demostrar que, en ausencia de la reelección a nivel local, la probabilidad de que se logre hacer responsables a las autoridades es nula.
La política social es quizá el ámbito más complejo y difícil de atacar que tiene el gobierno frente a sí. Ahí no hay soluciones fáciles, porque no todo se puede resolver con dinero, ni todo se puede transformar simplemente transfiriendo recursos del centro a los estados y municipios. Muchos de los problemas del país se remiten a la política social porque ahí es donde se destruye el ahorro interno que tanto preocupa al gobierno federal (IMSS e INFONAVIT) y ahí es donde se puede lograr o perder la posiblidad de alcanzar una sociedad en la que todos tengan una igualdad de oportunidad de incorporarse al mundo de la producción y la productividad. En algunos casos la transferencia tiene que ser a la sociedad y en otros a autoridades locales. En ningún caso será eso exitoso, sin embargo, si no se puede asegurar que las autoridades sean responsables de sus actos y eso exige cambios políticos y judiciales, no meramente administrativos.