Luis Rubio
La legalidad no va a llegar sola. Tampoco se constituirá un Estado de derecho por el mero prurito de que el gobierno cumpla la ley o que éste haga esfuerzos por apegarse estrictamente a la letra de la misma, aunque ésta sea una condición necesaria. En un país en el que lo dominante han sido las reglas «no escritas», la legalidad es, en el mejor de los casos, un ideal a alcanzarse. Lamentablemente, sin embargo, años de utilizar las leyes escritas para justificar o encubrir decisiones fundamentadas en reglas no escritas acabaron por desprestigiar a la ley, hasta hacerla inútil como marco de resolución de disputas e interacción humana.
El problema de las reglas no escritas es precisamente ese: que nadie, excepto sus beneficiarios, sabe nunca a qué atenerse. En el mundo priísta de antaño, las reglas no escritas se habían constituído en la biblia de interacción política, lo que dio forma a buena parte de la cultura política que nos caracteriza. Cosas tan antinaturales como el tapadismo acabaron por ser percibidas como naturales o normales, incluso para aquellos que argumentaban la democracia como forma de vida. De igual forma, la violación de una multiplicidad de leyes, la corrupción y otras características cotidianas del sistema político postrevolucionario conformaban parte inherente del homo político mexicanus, al grado en que los castigos que infrecuentemente se aplicaban a algunos priístas jamás ocurrieron por violar las leyes, sino por violar las reglas no escritas. Lo que importaba era ese mundo platónico de las apariencias y no el mundo real de la ilegalidad, del abuso y de la corrupción.
Nuestro problema ahora es cómo romper el círculo vicioso en que estamos. El gobierno ha planteado un excepcional proyecto de transformación política a partir precisamente de la legalidad y de la construcción de un Estado de derecho. Si uno lee el discurso inaugural del presidente Zedillo y el capítulo sobre el tema en el PND, la propuesta gubernamental es impecable y, bajo cualquier concepto, excepcional. Por otro lado, sin embargo, de poco sirve un plan si, por buenas razones históricas, nadie puede verlo como algo más que otro proyecto sexenal. En este sentido, todo el concepto de lograr un Estado de derecho corre el riesgo de acabar siendo un círculo vicioso en el que el gobierno propone y, siguiendo el dicho virreinal, la población obedece pero no cumple.
La razón de proponer la conformación de un Estado de derecho está excepcionalmente argumentada en el PND. El gobierno no sólo propone lograrlo, sino que aboga ampliamente por su consecución con argumentos básicos: no es posible la interacción humana, en cualquier campo, si no existen reglas claras, si no es posible predecir el comportamiento de las contrapartes, sean éstas en el mundo de los contratos civiles o comerciales, en el ámbito de las elecciones o en el ámbito de la política en general, y si no es posible contar con la protección de las leyes en materia de los derechos individuales, de la protección de la propiedad, del acceso a la justicia, etcétera. En otras palabras, la argumentación gubernamental afirma que no es posible el desarrollo -económico político y social- si no existe un marco de reglas claras y transparentes a las que todo mundo se pueda referir cuando decide lanzarse a una campaña política, cuando ahorra o invierte o, simplemente, cuando hace ejercicio de sus derechos en general. Difícil combatir semejante lógica o argumentar excepción alguna.
Pero esa es la teoría. La excepción es, desde luego, que se trata de un sueño, porque nuestra realidad se caracteriza por la ausencia de todo lo que el gobierno plantea como esencial. Esto indica que el gobierno ha hecho un acertado diagnóstico del problema, pero nada más. Hablar del tema es necesario, pero como gobierno no es suficiente. Incluso, la iniciativa de ley en materia del poder judicial, aprobada en diciembre pasado, demuestra cómo la argumentación es mas prolija que la realización. El tema central es, pues, cómo pasar de las propuestas a la realidad.
Hasta el momento, el gobierno, y particularmente el presidente, ha hecho, o intentado hacer, una cosa muy específica y muy importante, que es la de actuar estrictamente dentro del marco de la ley y de no salirse de éste, lo que implica abandonar las llamadas facultades «metaconstitucionales», que no eran otra cosa sino una justificación para el abuso, la arbitrariedad y la corrupción. A pesar de ello, la realidad ha hecho muy difícil cristalizar esos intentos, como demuestran los vaivenes en los casos de Tabasco y Chiapas. En ese sentido, si los mexicanos acaban por convencerse, a lo largo del tiempo, que el gobierno efectivamente se va a ceñir al mandato legal, quizá empiecen a creer que va en serio. Lo que no es seguro es que los cinco años y medio que tiene por delante este sexenio sean suficientes para esto. Si no se les convence, la creación de un Estado de derecho acabará por ser nada más que otro buen deseo sexenal.
Nuestra costumbre, y toda la historia moderna del país, conspiran en contra de la conformación de un Estado de derecho. Las negociaciones sobre la reforma electoral «definitiva», que incluyen virtualmente todos los temas clave para una apertura en serio del sistema político, por ejemplo, están estancadas no porque se estén dando desacuerdos sobre temas fundamentales sobre objetivos o sobre los conceptos filosóficos básicos que deben guiar el desarrollo político, sino por toda clase de razones y excusas vulgares, por válidas que sean, que impiden que los partidos distingan entre los conflictos inmediatos y las negociaciones sobre lo fundamental que, además, podrían resolver esos mismos conflictos. En esto los partidos no están solos. La misma situación puede ser observada en todos los demás ámbitos de la vida: nadie ve a la ley como un punto de referencia, sino como un factor más de nuestra mitología política o cultural. El hecho es que la ley no goza de credibilidad.
El hecho de que la ley no goce de credibilidad no disminuye la importancia -y urgencia- de construir un Estado de derecho, pero sí explica porqué no es suficiente pretender liderear con el ejemplo. Un Estado de derecho no surge de la nada, sino que se construye en forma cotidiana a través de la más vulgar y simple de sus manifestaciones: haciendo cumplir la ley a todos y cada uno de los ciudadanos en todos y cada uno de los ámbitos de la vida del país. Hay dos caminos, necesariamente complementarios, para esto. Uno es el de imponer la ley cada vez que ésta sea violada. Quizá un ejemplo de esto fue la detención del señor Jorge Hank Rohn: violó la ley al subdeclarar en la aduana y se le aplicó la ley. Es posible que, a partir de este ejemplo, todo aquél que pase por la aduana en el futuro piense dos veces antes de mentir, lo cual ya es bueno en sí, pero ese es sólo un espacio en el que la ley se viola en forma cotidiana: en Tabasco por ejemplo, parece haber evidencia abrumadora de que se violó la ley electoral, y sin embargo no parece haber interés alguno por proceder con toda la fuerza de la ley. Por ello, por más que algunos ejemplos aislados pudieran ser vistos como un buen principio, ciertamente son insuficientes, pues suponiendo que se aprovechen todos los casos que se lleguen a presentar y que éstos sirvan de ejemplo en los diversos ámbitos del país, se necesitarían cien años para encontrar casos fortuitos en suficientes sectores, actividades y regiones como para que todo mundo se convenza de la vigencia de la ley como único medio válido para la interacción entre los hombres.
El segundo camino para lograr que la ley se convierta en la esencia que guíe el actuar de empresarios y políticos, partidos y policías, por citar algunos ejemplos, es la de estructurar un consenso público entre las principales fuerzas políticas para adoptar la ley como marco de interacción. Los problemas inherentes a lograr un consenso de esta naturaleza son enormes y no el menor de ellos es que existen grupos e intereses potencialmente capaces de hacerlo inoperante. Un consenso para lograr la legalidad tendría que ser parte, pues, de un reacomodo político integral que incluiría la articulación de una nueva coalición para gobernar lo suficientemente fuerte como para vencer cualquier oposición, además de resolver las diferencias entre el gobierno y las estructuras más duras del PRI y promover el apoyo de la población. Sin ello, no se logrará el Estado de derecho ni una plataforma política sólida y fuerte como para hacerlo valer.
Antes de lanzar una nueva inquisición, sin embargo, es crítico reconocer la esencia del Estado de derecho y ésta es que la ley es una avenida de dos sentidos. Un gobierno puede inculpar a quien quiera, pero también tiene que probar la acusación y reconocer que el inculpado tiene derechos y que éstos tienen que ser respetados por encima de cualquier cosa. Una de las características elementales de la legalidad es precisamente que el gobierno tiene que poder probar sus acusaciones y que el poder judicial tiene que ser plenamente independiente para ejercer sus facultades. Pretender que un Estado de derecho es una prerrogativa del gobierno es equivalente a seguir bajo un régimen de leyes no escritas. La legalidad es una camisa de fuerza que obliga y confiere derechos a todos: esa es su virtud, pero también por esa razón es tan difícil lograrla.