Luis Rubio
Cuando se inventó, la telefonía fue percibida como un instrumento al servicio de la comunicación entre las personas. Sin embargo, en las últimas décadas, la telefonía ha pasado a ocupar un lugar mucho más relevante en la llamada economía real: se ha convertido en el detonador crucial para lograr la competitividad y la productividad y, por lo tanto, es un instrumento central para la mejoría de los niveles de vida de la población. No es casual que, luego de décadas de semi-abandono, prácticamente en todos los países las empresas telefónicas súbitamente hayan adquirido una posición de excepcional prominencia económica y política. Es en este marco de referencia, en el que el avance tecnológico supera con mucho la capacidad de comprensión de la sociedad en general, en que se inscribe la privatización de la empresa telefónica mexicana.
A partir de la privatización, los nuevos dueños de Telmex han actuado en forma hábil y con gran claridad de objetivos empresariales. Empezaron por cumplir los términos de la concesión que les otorgó la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, misma que exigía ampliar el número de líneas disponibles, introducir líneas digitales, resolver los problemas de descomposturas frecuentes, etcétera. A la vez que hacían esto, también se dedicaron a impedir la competencia y a consolidar el monopolio de que gozan. En este orden de ideas comenzaron por hacer todo lo posible por posponer el inicio de la competencia tanto en larga distancia -donde la propia concesión les garantizaba una posición monopólica por varios años, como en telefonía local, donde no existe impedimento teórico a la competencia pero que, en la práctica, ésta ha sido igualmente limitada por las autoridades a través de sus facultades discrecionales. De este modo, Telmex ha buscado reducir el número de competidores y ha procurado que los costos de acceso a su red fuesen tan elevados que eso disminuyera el atractivo de entrar al mercado de la telefonía. No contentos con haber llevado a la práctica tan ambicioso programa para sus objetivos y tan perniciosos para la sociedad, en los últimos meses dieron un paso más, al adquirir el 49% de la empresa de cablevisión en la ciudad de México, medida orientada a neutralizar al único competidor potencial en el mercado más grande y más rentable del país. Con este último movimiento, Telmex aseguró que no habrá competencia por parte de la única empresa que ya tiene un sistema de cableado en buena parte de la ciudad de México.
La racionalidad de las acciones de los dueños de Telmex es impecable. De hecho, si uno fuese accionista de la empresa, no podría menos que estar encantado con la claridad de visión de sus directivos, con su habilidad para llevarla a cabo y con la astucia para cancelar toda posible competencia del horizonte. Más específicamente, Telmex ha hecho todo lo que, desde su perspectiva, eleva el valor presente de los flujos de efectivo de le empresa y garantiza ingresos de largo plazo. En este contexto es difícil criticar su lógica y su habilidad.
La reciente autorización por parte de la llamada Comisión de Competencia, y la sucesiva ratificación por parte de la SCT, de la adquisición de una parte de Cablevisión por parte de Telmex, se inscribe en esta lógica de los dueños de la empresa telefónica. El único problema es que la Comisión de Competencia no fue diseñada para proteger los intereses de los accionistas de las empresas que confrontan competencia, sino, por el contrario, su mandato es el de tutelar los derechos de los consumidores -es decir, de los usuarios del servicio telefónico. Además, las autoridades regulatorias responsables de estas autorizaciones no deberían estar velando por los intereses de los dueños de Teléfonos de México y de Televisa, sino por los del desarrollo del país en general y por la creación de condiciones generales de competencia que permitan a los mexicanos elevar la productividad y, por lo tanto, sus ingresos. Lo que el gobierno hizo fue privilegiar los intereses de una empresa (y de sus accionistas), a costa de los del resto del país.
En defensa de la decisión gubernamental, el principal accionista de Telmex argumentó que esta adquisición era necesaria para defender a la empresa de la competencia internacional. Es decir, reconoce la intención verdadera de esta adquisición que no es otra que cancelar la posibilidad de que exista competencia en beneficio de los usuarios. Además, según él, sólo una empresa grande puede competir en las grandes ligas. Como prueba de su alocución, mostró las diferencias en la facturación de Telmex o de Televisa respecto a las grandes empresas de comunicaciones como ATT, MCI y otras interesadas en competir en el mercado mexicano, cifras que muestran diferencias que alcanzan hasta veinte veces lo facturado por las empresas mexicanas. Es sintomático que el accionista de Telmex optó por no presentar comparaciones en cuanto a la percepción del mercado del verdadero valor de capitalización de Teléfonos y Televisa respecto a sus potenciales competidores, pues ahí las diferencias resultan menos benéficas al argumento de Goliath y David con el que Telmex pretende convencer a la opinión pública. Más importante es el hecho de que esas comparaciones son absurdas porque se refieren a mercados distintos, lo que implica que, para realmente competir, aquellas empresas tendrían que invertir sumas multimillonarias en el país. Por ello, la realidad es que el mercado bursátil internacional reconoce el enorme valor que tiene el monopolio telefónico y el virtual monopolio televisivo, razón por la cual le concede un valor decenas de veces superior a los activos de Telmex o Televisa respecto a los de empresas semejantes en otros países.
Estas consideraciones que son tan obvias para los inversionistas en los mercados, sin embargo, no fueron consideradas en la evaluación que realizaron las autoridades responsables de velar por la competencia en la economía y por la apertura de opciones en las comunicaciones en el país. No deja de resultar irónico que sea la propia empresa que ha sido beneficiada por la decisión gubernamental la que haya salido en defensa del gobierno y no al revés. Con su silencio, el gobierno implícitamente reconoce que no es posible defender lo indefendible.
Pero el problema no sólo reside en la argumentación pública, sino en la realidad concreta. La decisión de autorizar la adquisición del 49% de Cablevisión por parte de Telmex tiene graves consecuencias en ámbitos que las autoridades probablemente todavía no han siquiera comenzado a imaginar. Específicamente, hay tres ámbitos en los que esta acción va a impactar negativamente el bienestar de los mexicanos por décadas en el futuro. Veamos.
En primer lugar, la decisión de la llamada Comisión de Competencia entraña una interpretación muy preocupante del texto de la nueva Ley de Comunicaciones. Los que redactaron esa ley reconocieron de hecho la existencia de lo obvio: empresas dominantes en algunos sectores de comunicaciones. Por esa razón, dicha ley incorpora criterios específicos para el tratamiento de esas empresas, con el ánimo, uno supondría, de proteger a los competidores potenciales, fomentar la competencia en el ámbito de la telefonía y de la televisión. Para poder otorgar esta autorización, sin embargo, la entidad responsable de la competencia tuvo que partir del hecho de que ni Telmex ni Televisa son empresas «dominantes» en su sector, según la definición contenida en la Ley. Esto sienta el precedente de que, en lo sucesivo y para todo lo que tenga que ver con estas dos empresas, cualquier nuevo inversionista encuentre difícil, si no es que imposible, acogerse a la protección que la ley concede respecto a estos virtuales monopolios. Es decir, esta decisión hace casi imposible la competencia en ambos sectores aunque, desde luego, siempre existe la posibilidad, por increíble que pudiese parecer, de que los burócratas gubernamentales no hayan querido estar al tanto de que Telmex es un monopolio…
En segundo lugar, se eliminó al único competidor potencial capaz de ofrecer el servicio local a través de los cables ya existentes. El problema no es que todos los potenciales oferentes de comunicaciones pudiesen tener acceso para ofrecer servicios a través de Cablevisión en igualdad de condiciones, como exige la ley y como el gobierno ha querido justificar la decisión, sino que ninguno lo va a tener, situación que beneficia a Telmex por encima de cualquier cosa. Telmex compró a Cablevisión únicamente para eliminar a esta empresa como un competidor potencial y así poder seguir usufructuando su monopolio actual. Sólo así se puede explicar cómo es que Telmex, cuyos accionistas son conocidos por comprar barato, pagó un precio tan brutalmente superior al que las empresas de cablevisión tienen en el resto del mundo.
Finalmente, con esta decisión se mataron tres pájaros de un solo tiro. Primero, se destruyó toda posible credibilidad para la Comisión de Competencia. En lo sucesivo, todo mundo sabrá a quién protege esta burocracia. Segundo, se le canceló toda posible credibilidad a una comisión que todavía ni siquiera nace, pero que está contemplada en la nueva Ley de Comunicaciones: la Comisión de Comunicaciones, cuya función será la de fungir como árbitro en las disputas que surjan entre los competidores, si los llega a haber, en el ramo de las comunicaciones. Sólo falta que se nombre presidente de esta comisión a un empleado de Teléfonos.
Pero la peor consecuencia es para el Estado de Derecho. Un país en el cual el gobierno actúa siempre en forma discrecional y sin favorecer el interés del público en general, sino el de la propia burocracia con sus intereses creados, no es un país de leyes, ni se puede pretender que lo podrá ser.