Cumplir con la ley -si pero cual

Luis Rubio

El problema de las leyes que existen en el país es que fueron diseñadas para dar toda la latitud posible al gobierno en lugar de conferir certidumbre a la ciudadanía. Por esta razón, virtualmente todas las leyes vigentes contienen enormes márgenes de discrecionalidad que le confieren a la burocracia la facultad de alterar la letra y el espíritu de la ley sin limitación alguna. Frente a esta realidad, es imposible que un ciudadano se sienta seguro o sepa que sus derechos están siendo protegidos porque en realidad nunca sabe a qué atenerse. En este contexto, pretender aplicar las leyes existentes no va a resolver el problema político del país ni va a generar certidumbre alguna.

Empezaré por plantear cuál es el propósito de la existencia de un marco legal, porque sin una idea explícita es imposible medir la viabilidad del objetivo gubernamental de cumplir y hacer cumplir la ley sin miramientos. Por definición, las leyes tienen por propósito establecer obligaciones y derechos a las personas para favorecer una convivencia pacífica en la sociedad. El objetivo de que existan leyes es que los individuos cuenten con un marco de referencia que les permita tomar decisiones sobre qué pueden hacer y qué no, qué es suyo y qué no, y qué derechos y obligaciones facilitan y limitan el ejercicio de su libertad. Puesto en otras palabras, las leyes sirven para que todas las personas sepan a qué atenerse y, por lo tanto, tengan certidumbre para vivir tranquilas, para ahorrar, para invertir, para pensar, para organizarse, para defenderse y, en una palabra, para disfrutar su libertad. Si la legislación mexicana favorece esa certidumbre, entonces el propósito gubernamental de transformar al país por la vía de cumplir y hacer cumplir la ley es realizable y si no, no.

El objetivo gubernamental de cumplir y hacer cumplir la ley constituye un cambio radical respecto al modo de operar del sistema político vigente desde el fin de la Revolución. Por muchas décadas, el objetivo gubernamental fue el del control del país para el beneficio de los ganadores del proceso revolucionario y sus cuates. Para lograr este objetivo se diseñó un sinnúmero de mecanismos concebidos específicamente para facilitar su logro. Uno de esos mecanismos fue el de construir un marco legal que permitiese todo el margen de maniobra al gobierno y a la burocracia. La idea, más o menos consciente, fue la de incorporar en las distintas leyes un amplio margen de flexibilidad a fin de que fuese posible modificar el estatuto legal o regulatorio según se presentaran las circunstancias. Con esa discrecionalidad, el burócrata podía alterar tanto la letra como el espíritu de la ley, sin que jamás se cometiera, al menos formalmente, atropello alguno.

La discrecionalidad se puede criticar o defender, según el punto de vista que uno decida adoptar. En cualquier caso, sin embargo, su existencia es reveladora del problema de fondo del marco legal del país: el hecho de que exista amplia discrecionalidad hace irrelevante al marco legal vigente, porque éste no puede servir para cumplir su cometido fundamental, que es el de proveer certidumbre y predictibilidad al comportamiento del gobierno. Si la ley establece que tal o cual cosa no se puede hacer, pero el burócrata cuenta con facultades legales para permitir que se haga, entonces la ley deja de tener sentido. Con un marco legal así, cualquier cosa es posible, porque ninguna está permitida o prohibida en forma absoluta y categórica: todo es relativo.

Hay ámbitos en los que la discrecionalidad llega a dimensiones verdaderamente caóticas, como en el caso de los usos de suelo, donde la burocracia, combinada con la corrupción, hace de las suyas. Pero si uno estudia las leyes con detenimiento, es impresionante observar cuan arraigado está el fenómeno, al grado en que leyes producto de iniciativas de la actual administración adolecen del mismo problema: se trata de la racionalidad del sistema y no de un accidente histórico. Un primer ejemplo es el relativo a la ley de inversión extranjera. La ley aprobada en 1973 en esta materia establecía parámetros bastante específicos para la admisibilidad de inversiones del exterior, como el que ésta no debía rebasar el 49% en general y el 35% en algunos sectores industriales particulares. Sin embargo, la misma ley incorporaba un artículo que le permitía a las autoridades modificar esos parámetros -para arriba o para abajo- sin por ese hecho violar la ley en un sentido formal. En algunas ocasiones, esa facultad impidió la realización de nuevas inversiones, en tanto que en otras las favoreció, pero en todos esos casos se trató de una decisión arbitraria, en la cual la corrupción bien pudo haber sido el factor determinante. Para los inversionistas, tanto mexicanos como extranjeros, el hecho de que existiera esa «flexibilidad» entrañaba que nunca había seguridad jurídica, por lo que un considerable esfuerzo de cabildeo era requerido para determinar cual sería la aplicación específica de la ley para cada caso. Justo lo opuesto de lo que requiere un Estado de derecho.

La nueva ley de inversión extranjera, aprobada el sexenio pasado, modificó la naturaleza de la discrecionalidad, pero no la disminuyó en modo alguno. En lugar de establecer parámetros generales, para luego darle todo el poder de decisión a la burocracia, la nueva ley establece que toda inversión quedará automáticamente aprobada toda vez que no sea negada dentro de un periodo perentorio. Con este esquema se disminuye el potencial de corrupción, pero no se cambia en nada la posibilidad de que la burocracia decida de una manera o de otra, ni se impide del todo que la corrupción juegue un papel determinante en el proceso.

La nueva ley en materia de telecomunicaciones, aprobada ya en el actual sexenio, adolece exactamente del mismo problema. Si bien establece reglas generales para la obtención de permisos y concesiones, la autoridad se reserva, según el artículo 17, la facultad de declarar desierta una licitación cuando, a juicio de la burocracia, las condiciones de la misma no sean «satisfactorias». Con ese criterio, todos los concursantes o solicitantes de una licitación saben bien que no existen reglas generales, que todo depende, a final de cuentas, de como soplen los vientos en un momento dado.

Alguien podría argumentar que ese margen de maniobra es necesario para mantener el control, para preservar la soberanía o para cualquier otra razón. De hecho, esos han sido los argumentos que han justificado, por décadas, el yugo que sobre la población ha establecido la burocracia. El reflejo de ese control, es, además, el autoritarismo. Por ello, los mexicanos tenemos que definir si queremos la certidumbre que viene con la legalidad, o el control y privilegios para unos cuantos que vienen con la discrecionalidad. El primer camino lleva el desarrollo. El segundo es el que nos ha traído a donde estamos.

Los dos ejemplos anteriores muestran claramente como las leyes que nos rigen no son más que una codificación de buenos deseos y no de reglas generales a las que todo mundo podría ver como algo definitivo, explícito, público, predecible y, por lo tanto, generador de certidumbre. El hecho de pretender sin más cumplir y hacer cumplir la ley es, por ello, una abstracción más que no va a ninguna parte. Mientras no exista un marco legal claro y transparente, no sujeto a facultades discrecionales, la ley seguirá siendo lo que ha sido siempre: un mecanismo más de control político. Si se quiere aplicar la ley, hay que hacer leyes no sujetas a interpretación burocrática y que partan de la existencia de un consenso político que permita hacerlas cumplir. En otras palabras, hay que empezar de cero a revisar todas y cada una de la leyes, eliminar en cada una las facultades discrecionales y ganar apoyo político para que puedan ser puestas en práctica. Lo peor es que, encima de lo anterior, el tiempo apremia.