Por que nuestra economia no funciona

Luis Rubio

Una de las quejas más persistentes entre mexicanos de todas las regiones, clases sociales y actividades, así como de extranjeros que visitan, invierten u observan a México es que mientras que otras economías crecen, la nuestra se rezaga. El propio gobierno ha venido hablando efusivamente de las maravillas de países como Chile, promoviendo las políticas que ahí funcionaron como si pudiesen ser una panacea para nosotros. No hay la menor duda de que un conjunto de políticas adecuadas y bien instrumentadas puede hacer una enorme diferencia en la capacidad de desarrollo de una sociedad. Pero las políticas no son transportables de un lugar a otro si las condiciones de cada país son distintas. En nuestro caso, tenemos problemas de esencia que impiden que las políticas exitosas en otros países puedan funcionar aquí. Por ello, mientras no se resuelva el fondo, las políticas que se adopten irán y vendrán sin cambiar nuestra realidad.

La noción de que es posible transportar políticas de un lugar a otro es enteramente razonable y se ha hecho a lo largo de la historia. El llamado «modelo de substitución de importaciones» fue un programa adoptado por un sinnúmero de países alrededor del mundo, a pesar de que existían enormes diferencias entre unas naciones y otras. En este sentido, se podría afirmar que las políticas públicas efectivamente son transferibles. Pero las políticas de desarrollo no se pueden apreciar exclusivamente en términos del contenido mismo de su programa; también hay que ver sus resultados. De esta manera, es posible observar que los resultados de los programas de substitución de importaciones en países como Taiwán y Corea tuvieron resultados dramáticamente distintos a los que han tenido en México y en otros países de nuestro continente. La diferencia no reside en la política misma, o en el contenido de los programas que de ella derivan, sino en la forma de instrumentarla, para que sea conciliable con la realidad de cada país o situación particular.

Cuando la política de substitución de importaciones se extenuó, a finales de los sesenta, anduvimos buscando un nuevo paradigma por casi tres lustros. Lo primero que se encontró fue que no había una solución fácil a nuestros problemas. En lugar de encarar el reto, el gobierno de aquella época intentó arribar a una solución mágica a través del camino absurdo de pretender un «desarrollo independiente». Lo independiente del modelo, sin embargo, acabó residiendo en la pretensión de que era posible no cambiar nada y que todo siguiera igual; bajo esta pretensión residía la expectativa de que el desarrollo económico se lograría en la forma y al ritmo que desearan nuestras augustas autoridades. Con ello, la economía de los setenta creció y entró en crisis porque su sustento era sumamente endeble: precios elevados de petróleo y deuda externa. A mediados de los ochenta se «descubrió» un nuevo paradigma, el de la apertura y la liberalización, que, a diferencia del esquema anterior, entrañaba la afectación profunda de muchos intereses creados. La economía sufrió grandes cambios, pero acabó en una nueva crisis.

Aunque no es evidente que el paradigma de la apertura y de la competencia internacional haya estado mal, los últimos meses se han caracterizado más por un debate que busca con que substituirlo, que por uno que busque corregir sus excesos, deficiencias y errores. A diferencia de los años setenta, sin embargo, el sustento analítico del paradigma de apertura es muy amplio. Lo que fue endeble fue el sustento financiero, por una parte, y el sustento político, por la otra. Por ello, en mi opinión, más que cambiar el paradigma y pretender inventar el hilo negro una vez más, lo idóneo sería tratar de resolver los problemas políticos y financieros que causaron esta nueva crisis.

Tanto la problemática financiera como la política tienen un origen común. Ambas son resultado del intento de perseguir objetivos contradictorios a una misma vez. Específicamente, a mi me parece que hay tres factores en los que el paradigma de apertura se estancó y que, mientras no queden resueltos, seguirán atascando a cualquier nueva iniciativa que se presente.

En el primer factor se esconde la contradicción central de la política de apertura: si bien no tengo la menor duda que el objetivo honesto que se buscaba era el de lograr una recuperación sostenida de la economía, había otro objetivo paralelo e implícito que consistía en no alterar, en lo fundamental, el orden olítico establecido. Esta ecuación resultó insostenible por razones muy simples: en el pasado, los empresarios, ahorradores, inversionistas, trabajadores y ciudadanos en general, toleraban la falta de certidumbre jurídica, la corrupción, los abusos de la burocracia y de los monopolios, etc., porque no tenían alternativa alguna. En sus cálculos financieros incorporaban el costo adicional de hacer negocios en el país respecto a los del resto del mundo. Este «costo de transacción» lo incorporaban al precio de sus productos y se acabó. Con una economía abierta, sin embargo, los antiguos márgenes de ganancia ya no son posibles por la competencia del exterior, por lo que ya no es posible absorber esos enormes costos adicionales. Hemos caído, por lo anterior, en el peor de todos los mundos: ya no se puede operar como en el pasado, pero tampoco se puede operar como en el resto del mundo porque aquí no existen las condiciones jurídicas, políticas y de infraestructura que existen en otros países. Es decir, México no puede competir mientras no resuelva su problema político y la ausencia de legalidad.

La segunda contradicción del paradigma de apertura residía en la política cambiaria: los planeadores económicos no acaban de reconocer y aceptar que el dólar es una moneda de circulación virtual en el país y, sobre todo, en las mentes de los mexicanos. Si uno ve para atrás, los periodos en que la economía ha crecido más han sido aquéllos en los que el tipo de cambio se ha mantenido más o menos estable. Sin embargo, la única etapa en que esa estabilidad tenía sustento real fue aquélla, sobre todo en los cincuenta y sesenta, en que había estabilidad de precios. Tanto en los setenta como en los noventa, el tipo de cambio acabó desplomándose por la elevada diferencia de inflaciones respecto a nuestro principal socio comercial, que poco a poco se acumuló. Para bien o para mal, a los mexicanos, como a los argentinos, nos obsesiona el dólar y tendemos a verlo todo en términos de dólares, no de pesos. El gobierno tiene que reconocer que eso no va a cambiar en por lo menos un par de generaciones, si todo se hace bien. De ahí que toda acción en materia de política de gasto público y de tipo de cambio deba reconocer la naturaleza de sus usuarios, o acabará siendo un fracaso más. Es decir, los UDI»s, el tipo de cambio artificialmente deslizado o la pretensión de una virtual indexación no van a surtir el efecto que el gobierno persigue.

Finalmente, la tercera contradicción yace en la naturaleza del gobierno mexicano: el gobierno ha vendido empresas y desregulado mil cosas, pero sigue siendo el factor clave que resuelve (para bien o para mal) e impacta todas las decisiones de la sociedad. A la vez, el gobierno no actúa para resolver problemas, para construir nuevas instituciones, para corregir desvíos, etc. Es decir, el gobierno es demasiado fuerte y demasiado débil a una misma vez. Comparado con otros gobiernos, el nuestro tiene una capacidad descomunal de alterar la vida de los mexicanos, como ha ocurrido a lo largo de este año. Por otra parte, es patente la ausencia de acción en toda clase de ámbitos clave, como ilustran los dos ejempos que siguen: la falta de instrumentación de los cambios en el Artículo 27 Constitucional y la ausencia de búsqueda de mecanismos para que los cientos de miles de empresas que están feneciendo encuentren maneras de salir de su crisis. La labor del gobierno es irrisoria, si no es que inexistente en los dos temas. Es decir, no es posible que el gobierno simplemente decida que no va a actuar, porque sigue teniendo demasiadas cosas pendientes que resolver.

Lo que está mal no es el paradigma de competencia y apertura, sino la torpeza con que se instrumentó en ciertas áreas y la ausencia de claridad y de visión en la manera con que ahora se pretende corregir sus errores. Siempre habrá errores. Lo que no siempre habrá será tiempo para resolverlos con oportunidad.

|

 

Raya en el agua o marcando la raya

Luis Rubio

Más allá de los gritos y sombrerazos que se escenificaron al fin de la semana pasada, la pregunta importante es si la decisión gubernamental de públicamente definir una posición política en forma inequívoca fue casuística y circunstancial, o si se trata de un cambio fundamental de dirección. La pregunta no es ociosa. Por meses, el gobierno había venido intentando romper con la tradición priísta de gobernar al margen de la legalidad. La noción de gobernar con el ejemplo, entendido éste como una implacable determinación de apegarse a la letra estricta de la ley, sin embargo, no ha rendido los resultados esperados. Existe una percepción de deterioro político creciente que ha impedido que se reactive la inversión privada y que ha causado más de un descalabro financiero. El altercado entre un funcionario gubernamental y un político prominente del sexenio pasado bien podría anunciar un cambio importante en la estrategia gubernamental.

La estrategia original del gobierno actual era encomiable, aunque quizá poco realista. A lo largo de la campaña, el hoy presidente escuchó una y otra vez quejas sobre el abuso gubernamental, la discrecionalidad interminable de la burocracia y la propensión a la violencia política que estas situaciones generaban. Su respuesta fue la de intentar convertir a la ley en el medio que regulara la interacción entre políticos, entre el gobierno y la sociedad y entre la ciudadanía en general. La idea era excepcional: si con el ejemplo se obliga a todo mundo a apegarse a la ley, el actuar gubernamental y el del resto de la sociedad empezaría a ser predecible, disminuiría la corrupción y podríamos pasar de la era priísta a una etapa democrática sin mayores dificultades.

Dos problemas, sin embargo, han impedido que esa estrategia fructifique y han llevado al deterioro que toda la ciudadanía padece, en una u otra forma. Por una parte, aunque existen muchas leyes y reglamentos en el país, fuera del Presidente, nadie los cumple y a nadie le importan. El dicho colonial de «obedezco pero no cumplo» sigue siendo tan actual hoy como lo fue entonces. Ante esta realidad, el problema de la legalidad no se reduce a que el gobierno se apegue a la ley. Igual de importante es su capacidad de obligar a todos a cumplirla. Para ello se requeriría más que pregonar con el ejemplo, por importante que esto sea. Se requeriría de la capacidad de hacerla valer, además de un compromiso por parte de los políticos de ceñirse a ella. Para esto, algunos han sugerido -como un medio o incentivo para alcanzar este compromiso- una amnistía respecto al pasado, en tanto que otros quieren un esclarecimiento total de lo que ocurrió antes. Cualquiera que sea la manera de lograrlo, la ley será respetada sólo en la medida en que todos los mexicanos, empezando por los políticos, se comprometan a hacerlo y que el gobierno sea implacable en cuanto a hacerla cumplir. Nada de eso ha ocurrido a la fecha. Es más, la percepción general es que la impunidad crece día a día.

El otro problema de la estrategia gubernamental yace en que estamos pasando por un momento particularmente difícil, tanto en lo económico como en lo político. Las instituciones tradicionales virtualmente han desaparecido y no existen muchas nuevas que sirvan para encauzar las demandas que se generen en la sociedad, para dirimir conflictos o para representar a la ciudadanía, a los grupos de interés o a las diversas facciones políticas. Este problema, desde luego, no es nuevo; lleva años cuajando. Lo que ha hecho que el problema haga agua ahora es el súbito cambio en la postura gubernamental. De un gobierno que estaba en todas partes, independientemente de que su actuar hubiese sido bueno o malo en todas las circunstancias, hemos pasado a una situación en la que el gobierno no está en ningún lado y cuyo actuar es contradictorio e impredecible. Dada la excesiva presencia e influencia que el gobierno todavía tiene en el devenir cotidiano, esta realidad es una de las causas centrales del deterioro que experimentamos.

La situación llegó a un extremo grave la semana pasada. La ausencia de compromiso con la legalidad por parte de prácticamente todos los partidos, fuerzas políticas y políticos en lo individual, sumado a la dependencia que de hecho existe por parte de la sociedad, la economía y la política respecto a las acciones gubernamentales, llevaron a que la percepción de crisis fuese abrumadora. El deterioro en la bolsa de valores y en el tipo de cambio, sumando a la activa participación, inusitada en la tradición priísta, de políticos en lo individual -desde expresidentes para abajo-, llevaron a que el gobierno se sintiera obligado a responder en forma clara y enérgica.

Por meses, cada vez que la percepción de crisis parecía llegar a un extremo, el gobierno reaccionaba de alguna manera significativa. En un caso fue con la orden al Ejército de recobrar la zona ocupada por los zapatistas, en otra fue un discurso presidencial que parecía calmar las aguas. Todas y cada una de esas acciones, sin embargo, acabaron siendo llamaradas de petate porque difícilmente duraron la víspera. Más tardó en lanzarse cada una de esas iniciativas que en ser rectificada.

Al margen del altercado específico que tuvo lugar hace unos días, la interrogante es si se trata de una redefinición fundamental del gobierno, o si se trata de un intento más por contener las aguas sin cambiar la esencia. Hay algunos indicios que sugieren que el gobierno está empezando a establecer una distinción entre anarquía y democracia. Si es así, toda vez que las reglas que de este proceso emerjan sean plenamente abiertas y transparentes, el gobierno habrá finalmente dado la vuelta a la percepción de incapacidad y estará en posibilidad de ejercer un liderazgo efectivo, acorde a su preferencia por la legalidad y las instituciones. Como toda definición, ésta también requeriría precisiones y consistencia. De ser así, bienvenida sea.

 

No hay brújula

A nadie debió haber sorprendido el comportamiento de los inversionistas en los mercados financieros la semana pasada. Por meses, la economía, si bien en proceso claro de estabilización, ha ido a la deriva y los responsables de la política económica no han logrado convencer a nadie de sus bondades. Es más, tanto la población en general como los inversionistas perciben una economía sin dirección y sin claridad de lo que se propone hacer el gobierno más allá de lograr una estabilización financiera. La caída de la bolsa y los movimientos cambiarios de esta semana sugieren que hemos llegado al límite de una política trunca que no contemplaba el crecimiento, sino sólo la estabilización y que, por ausencia de brújula se ha vuelto presa de cualquier altibajo político, por pequeño o grande que éste sea.

 

La estabilización de la economía era indispensable, además de una condición sin la cual el país habría entrado en un caos mucho peor que cualquier cosa que se haya visto a lo largo de los últimos meses. Aunque tardío, el programa de estabilización fue muy severo y ha logrado la mayor parte de los objetivos que se propuso. Pero su objetivo se limitaba a estabilizar la economía, es decir, a absorber el shock causado por la devaluación. La premisa detrás del plan de estabilización era que una vez extirpada la inflación, la economía volvería a arrancar por sí misma. El problema es que la economía alcanzó un aceptable grado de estabilidad en los años pasados pero no fructificó en un crecimiento muy elevado. Haber supuesto que el crecimiento se arrancaría por sí mismo en condiciones mucho más adversas era ilusorio.

 

Pero en adición a las dificultades del ajuste mismo, la problemática del país ha cambiado, sobre todo en dos ámbitos: el político y el del actuar gubernamental. Estos cambios son suficientemente grandes como para asegurar que lo que funcionaba en el pasado ya no necesariamente funcionará en la actualidad. Veamos

 

Por el lado político, la situación ha cambiado en por lo menos cuatro áreas, transformando las condiciones de entrada de una manera fundamental. Primero, el PRI ya no tiene capacidad de garantizar una coalición automática que le permita al gobierno llevar a cabo sus programas. Esto, de hecho, ocurrió desde finales de los ochenta, pero ahora resulta inexorable. En segundo lugar, existe una competencia real por el poder que no se sujeta a reglas acordadas por todos. Las viejas reglas del sistema político tradicional ya no son aceptadas por nadie (y nadie intenta hacerlas cumplir) y, a la vez, no se ha logrado crear un nuevo marco institucional que todos los partidos y grupos políticos acepten como válido. Es decir, nos encontramos ante un fenómeno nuevo, que se caracteriza por la existencia de un espacio libre para la competencia política donde no hay límites y todo se vale. En tercer lugar, los viejos mecanismos de control político de que se valía el sistema ya no existen o están en plena decadencia. Ese es el caso de los controles corporativos, de los mecanismos de control burocrático, de la discrecionalidad a todos nieveles de gobierno, etcétera. Finalmente, la crisis económica ha mermado drásticamente la credibilidad gubernamental, lo que  inevitablemente ha disminuido el potencial de éxito de cualquier programa que el gobierno pudiese proponer.

 

Las condiciones políticas, pues, son totalmente inéditas. El entorno en el cual actúa el gobierno es francamente distinto a cualquier situación previa, lo que de entrada hace poco útiles las comparaciones que pudiesen hacerse con el pasado. Por otra parte, sin embargo, el gobierno ha hecho muy poco para contrarrestar estas limitaciones. Su programa económico fue sin duda una respuesta excepcionalmente honesta y responsable a la crisis que explotó en diciembre pasado. Pero, por prudente y responsable que haya sido esa respuesta, no fue suficiente. El país enfrenta problemas muy fundamentales que requieren acciones concretas y éstas no aparecen. De hecho, quizá el problema más fundamental es precisamente el hecho de que no hay respuestas: la población no sabe a que atenerse, y ese es el peor mundo posible, y la madre de todas las crisis financieras.

 

Los que se oponen a una economía abierta, de mercado y caracterizada por la competencia, no pueden estar satisfechos, pues el gobierno no ha virado hacia atrás, no ha intentado echar para abajo los cambios de la última década, ni ha recurrido al populismo. Pero igualmente insatisfechos están los que apoyan la apertura, una mayor acción de la inversión privada y una acelerada incorporación a la economía internacional, pues no han visto que el gobierno se comprometa con este esquema en modo alguno. El gobierno, de hecho, se ha colocado en la mitad de dos fuegos, sin definirse en un sentido o en otro y, más importante, sin procurar construir apoyos, expectativas y fuentes de inversión que sostengan sus objetivos y permitan hacerlos realidad.

 

Es aquí donde se explican los problemas financieros de los últimos días. Ciertamente ha habido una fuerte efervesencia en el entorno político, dado que han hecho aparición toda clase de miembros de la vieja guardia política -algo inusual en nuestro sistema político tradicional-, se han dado toda clase de manifestaciones no institucionales y violentas y se ha multiplicado el número de actos políticos con clara intención de impactar el entorno nacional. No tengo duda que cada uno de estos eventos tiene una explicación perfectamente lógica y analizable. Lo que ha desquiciado a los mercados, sin embargo, no fueron esos actos, sino el contexto en que se dieron.

 

Lo que pasó, desde mi perspectiva, no fue que tuvieran lugar diversas manifestaciones políticas, sino que éstas se dieran en un contexto en el cual a) el gobierno no ha empatado sus objetivos políticos con su actuar cotidiano; b) no es claro hacia dónde se dirige la política económica y es público que existen diferencias importantes en esta materia dentro del gobierno; y c) más allá de la política económica inmediata y de su importancia central para el crecimiento y el empleo, no existe claridad sobre temas básicos como la inversión extranjera, el TLC, la desregulación, etcétera, que son los factores que harán posible o imposible el crecimiento de la inversión de largo plazo, nacional y extranjera.

 

Desde esta perspectiva, la política económica sin definición y sin búsqueda de adeptos ha llegado a un callejón sin salida. El gobierno tiene que señalar objetivos claros y comprensibles por todos,  y hacer todo lo necesario para que estos se hagan realidad.  Como están las cosas, tanto en el ámbito político como en cuanto a los objetivos económicos gubernamentales,  la inversión no se va a materializar y, sin ella, todo el programa económico caerá por su propio peso.

 

Teniendo claro el objetivo de largo plazo y si se llevaran a cabo todas las cosas que fuesen necesarias para hacerlo realidad, todo el panorama cambiaría en forma radical. Con un objetivo claro y con la convicción de que se está haciendo todo lo necesario para consolidarlo, la problemática política de las últimas semanas adquiriría su real dimensión: los pequeños o grandes problemas que se presentaran a lo largo del camino podrían ser fácilmente desechados o, en todo caso, interpretados como anomalías o como costos normales de un proceso de cambio profundo. Dado que nadie sabe cuál es el derrotero, sin embargo, los problemas pequeños se hacen grandes y los problemas grandes hacen explosión. Es tiempo de definir hacia dónde vamos y construir, paso a paso, día a día, el andamio que haga posible -y creíble- llegar ahí.

A dónde va la economía

Las personas y las empresas (que emplean a las personas) se pueden adaptar a cualquier cosa, siempre y cuando sepan cuales son las reglas del juego. En la actualidad, nadie sabe a que atenerse.  Además de la creciente tensión política que de por sí existe y la que está siendo artificialmente provocada, son perceptibles toda clase de conflictos en materia económica dentro del gobierno. Unos creen que pueden echar a andar la economía elevando el gasto, otros que el objetivo debe ser disminuir drásticamente la inflación. Ninguna de estas opciones de política es buena o mala por sí misma, pues su relevancia depende del objetivo que se quiera perseguir. Mientras no se decida claramente cuál va a ser el camino capaz de sacar adelante a la economía, ésta seguirá a la deriva, haga lo que haga el gobierno.

 

La gran pregunta sobre el futuro económico del país es cuál va a ser lo que los economistas llaman el «motor» de la economía. Es decir, qué es lo que va a jalar a la economía en su conjunto, permitiendo lograr tasas de crecimiento suficientemente grandes como para crear los empleos que los mexicanos urgentemente demandan. En la actualidad, el único sector de la economía que está creciendo de una manera significativa es el de las exportaciones, aunque aun ahí ya se empieza a notar una ligera caída en su tasa de crecimiento.  El riesgo es que no se lleguen a consolidar otras fuentes potenciales de crecimiento, a la vez que se pierde la única que parece estar funcionando en la actualidad.

 

Los debates dentro del gobierno parecen ser de diverso orden y magnitud. Cada entidad gubernamental y, en ocasiones, cada uno de los varios funcionarios relevantes, empujan por la que consideran la mejor opción de política. Se trata, por ello, de un debate honesto y legítimo. Desde una perspectiva ciudadana, sin embargo, ese debate tiene dos grandes problemas. El primero es que ignora a la ciudadanía en forma cabal. Los debates son internos, como si las consecuencias, buenas o malas, las fueran a sufrir los propios funcionarios. El segundo problema es que son cerrados y ganan los que más habilidad política tengan y no necesariamente los que ofrezcan las mejores posibilidades de resolver exitosamente los problemas del país. De esta manera, a casi un año de iniciado el gobierno, todavía no sabemos cuál es la prioridad gubernamental en materia económica y cómo esa prioridad va a traducirse en crecimiento económico y bienestar para la población que debería ser, a final de cuentas, el único objetivo relevante.

 

Todo parece indicar que hay tres puntos de conflicto que se cruzan y se contaminan entre sí. En casi todos los casos las diferencias no son meramente de magnitud o de énfasis, sino de visiones encontradas sobre temas esenciales de política económica. Un primer debate tiene que ver con la inflación. Unos argumentan que la disminución de la inflación es condición sine qua non para que se recupere la economía. Otros dicen que el control de la inflación debe ser un objetivo secundario respecto a la recuperación de la economía. Se trata de un viejo debate entre los economistas de distintas escuelas, que adquiere relevancia cuando discuten cuánto debe gastar el gobierno y cómo. El problema del momento actual es que los que quieren controlar la inflación no quieren gastar nada y a los que quieren reactivar la economía, se les olvida el riesgo de la hiperinflación, con todo lo que eso implicaría para las tasas de interés y las finanzas de los bancos. Total, que nadie sabe como va a salir el presupuesto gubernamental. Sin definir eso, la política cambiaria queda en un limbo, pues ésta tiene una relación directa con el nivel de inflación.

 

El segundo tema de disputa tiene que ver con el ahorro interno que el gobierno quiere elevar. Nadie se opone al logro de un incremento en el ahorro interno, pero la forma de lograrlo sí es sujeto de muchos conflictos. Todo parece indicar que acabaremos con una solución cosmética: por una parte se crearían cuentas individualizadas para el SAR, el INFONAVIT y el fondo de pensiones, vejez y cesantía del IMSS, lo cual constituiría un gran avance, pues, finalmente, cada persona sabrá cuánto ha ahorrado para su retiro. Por otra parte, sin embargo, todo parece indicar que la separación de los fondos de pensión del IMSS presumiblemente no vendría acompañada de un profundo recorte en el gasto de esa institución -que hasta ahora se ha financiado a costa de las pensiones de retiro-, lo que inevitablemente se traduciría en mayores subsidios federales y, por tanto, más gasto improductivo.

 

El tercer tema tiene que ver con las fuentes de crecimiento de la economía. Algunos sueñan con una economía cerrada, otros con la noción de que la inversión nacional y la extranjera son distintas y distinguibles.  Muchos quisieran una diversificación comercial, sin ofrecer opción alguna.  Ninguno parece querer tomar el toro por los cuernos.  Por ello, trece años después de que explotara la bomba de la deuda externa y por lo menos dos crisis más, todo parece indicar que todavía no podemos ponernos de acuerdo sobre las exportaciones y la inversión extranjera. El crecimiento de las exportaciones en los últimos años ha sido extraordinario, pero todavía no tenemos una política de exportación, ni existe programa alguno para vincular a las empresas que se están muriendo con las que están creciendo como nunca. Los obstáculos a las exportaciones siguen creciendo y nadie, o muy pocos, dentro del gobierno parecen entender que el TLC es un instrumento excepcional y codiciado alrededor del mundo para atraer inversión y generar mercados de exportación. El punto importante no es que exportemos mucho, sino que nos convirtamos en una economía exportadora, donde toda la sociedad se vuelca a producir para exportar, que es algo muy distinto. No hay un solo caso de país exitoso en el mundo, en las últimas dos décadas, que no se caracterice por ser una economía exportadora.

 

Las disputas sobre los instrumentos de política económica son muy lógicas y totalmente legítimas, pero no sirven de nada mientras no se defina -y se alcance un consenso- sobre lo que se pretende lograr.  Los medios para lograrlo son obviamente fundamentales, pero irrelevantes mientras no se defina el objetivo.  Al margen de las causas de la crisis de diciembre pasado, el hecho es que la economía mexicana sigue teniendo muchos desequilibrios básicos y no está enfocada a generar altas tasas de crecimiento económico. Mientras no se defina cómo se va a alcanzar ese crecimiento, todos los debates seguirán siendo irrelevantes -y la economía seguirá a la deriva.

El PAN el PRI y la democracia

Luis Rubio

La estrategia original del gobierno de apalancarse en el PAN para lograr sus propios propósitos fue una idea brillante que está naufragando. Pero el fracaso no se debe a que el objetivo o el concepto detrás de la estrategia estuvieran mal, sino a la combinación de dos circunstancias: una excepcional inteligencia de los panistas y la incapacidad gubernamental de llevar a cabo esa estrategia hasta sus últimas consecuencias. Por ello, en tanto no se cambie la estrategia o se modifique el objetivo de la gestión gubernamental, el PAN va a ganar todo y el PRI y el gobierno van a perder aun más.

Desde su inicio, el gobierno buscó apalancarse en el PAN para lograr avanzar la transformación política del país, para institucionalizar los procesos electorales y para desasociar al PRI de la administración de justicia y de la fiscalización del actuar gubernamental. Consecuente con esos propósitos, el PAN obtuvo una posición clave en el gabinete -nada menos que la PGR-, en tanto que los priístas votaron en la Cámara de Diputados por que el órgano de supervisión del gasto público quedara en manos de un panista. El propósito expreso de estas acciones era el de iniciar la construcción de una verdadera separación de poderes. El gobierno no hizo todo esto por ingenuo o por mera bondad, sino porque reconocía el reclamo social y, más importante, porque diseñó una estrategia orientada a construir un nuevo sistema político, congruente con la realidad nacional. No sobra reiterar lo obvio: que a los priístas no les gustó ese esquema para nada, porque reconocieron en él su propia perdición -y se han dedicado a decirlo a diestra y siniestra. Para los priístas, el hecho de que el PAN controlara dos instancias políticas tan esenciales constituía una afrenta a su propio poder y a sus intereses.

Dicho y hecho. La semana pasada tuvimos un nuevo episodio que sugiere que los priístas habían identificado el problema correctamente. Con la excusa de la publicación de la evaluación de la cuenta pública, los ciudadanos pudimos ver como los partidos hicieron uso de sus respectivos púlpitos para acusarse unos a otros, para defenderse o para hacer declaraciones suficientemente ambiguas como para que se armen escándalos públicos, en tanto que los periodistas aprovecharon la oportunidad para promover sus agendas privadas. Absorta, la ciudadanía quedó sin saber dónde quedó la bolita.

El capítulo de la cuenta pública se inició cuando el diputado Juan Antonio García Villa, presidente del Comité de Vigilancia de la Contaduría mayor de Hacienda, la comisión de la Cámara de Diputados que es responsable de supervisar el ejercicio del gasto público, y que ahora está en manos de este diputado panista, presentó su revisión de la Cuenta Pública de 1993. Al hacer su presentación, el diputado informó que se habían detectado «graves irregularidades». Al mismo tiempo, ya fuera del informe oficial de la Comisión, el diputado hizo un conjunto de sugerencias, comentarios y críticas e indicó que existía la posibilidad de que fuese necesario que se presentara a declarar, entre otros, el expresidente Salinas. Poco después, un periodista que entrevistaba al diputado García Villa, de su propia cosecha, indicó que el dinero del fondo de contingencia que se había creado con el producto de las privatizaciones que tuvieron lugar el sexenio pasado «había desaparecido». Para coronar el episodio, diversos diputados del PRI y luego el Secretario de Hacienda, se aventaron a hacer una defensa a ultranza de la administración pasada, sin proveer información alguna al respecto.

Para nadie puede haber duda que el PAN está haciendo uso de las posiciones que tiene en el congreso y en el ejecutivo para avanzar su agenda partidista. Evidentemente, los panistas entienden que no se les han dado posiciones de responsabilidad para que se queden callados. El diputado García Villa tiene todo el derecho de cuestionar el uso de los recursos públicos y lo está haciendo con gran claridad de propósito, en muchos sentidos en forma semejante a su correligionario en la PGR. A los priístas les puede gustar o no el uso que estos individuos den a sus respectivas oficinas públicas, pero es obvio que se les nombró por ser miembros de un partido de oposición, por lo que también es obvio que van a hacer uso de sus oficinas para fines partidistas, igual que el PRI lo ha hecho por las pasadas seis décadas.

El PAN tiene una estrategia muy bien definida, muy lógica y muy inteligente. Se está dedicando a desprestigiar al gobierno y a los priístas, para lo cual se ha valido de afirmaciones, insinuaciones y sugestiones, en forma paralela al cumplimiento de su responsabilidad formal. Su objetivo partidista no es otro, ni puede ser otro, que el de desprestigiar y minar a su contrincante partidista. A la fecha, han logrado que se dude de la legitimidad de los gobiernos priístas a lo largo y ancho del país, a la vez que se han librado de ser criticados por hacer en el gobierno lo mismo que ellos critican desde la oposición, como ocurre actualmente en el conflicto que el PAN trae con el gobernador de Puebla (priísta), quien no ha hecho nada diferente a lo que hizo el gobernador de Baja California (panista) en los recientes procesos electorales. Si el objetivo es desprestigiar al PRI, que es un objetivo partidista absolutamente respetable y legítimo, el PAN va de gane. El PAN ciertamente no está haciendo mucho por avanzar el proceso democrático en el país o por favorecer la maduración de la política nacional, pero no hay ninguna violación a la ley en su estrategia.

Por su parte, el gobierno y el PRI han perdido el sentido de dirección en el proceso. En lugar de emplear al PAN como palanca para sus propósitos más amplios de reforma, han acabado siendo rehenes de la estrategia panista. En el caso de la cuenta pública, por ejemplo, el gobierno, que ha hablado consistentemente de mantener una «sana distancia» (whatever that means) respecto al PRI, se sintió agredido por las afirmaciones del diputado García Villa y comenzó a defenderse de las medias verdades, calumnias o insinuaciones del panista, independientemente de que se trataba de una revisión a la Cuenta Pública de hace dos años, sobre la cual el gobierno actual no tiene responsabilidad legal. Al adoptar una defensa partidista, los priístas caen en la trampa del PAN, legitimando su estrategia.

Para la mayoría de los ciudadanos, el PAN es más un enigma que una oportunidad. Nadie sabe lo que propone ese partido para mejorar la situación económica. Nadie sabe qué diferencia haría si estuviese en el gobierno. Nadie sabe si sería corrupto o no. En contraste, la ciudadanía sí sabe dos cosas muy bien: por un lado, los gobiernos priístas tienen un historial de corrupción enorme e inagotable, lo que no les ha impedido ganar muchas elecciones limpiamente. Por otro lado, los ciudadanos también saben que el PAN es un gran partido opositor, pero no necesariamente un buen partido gobernante. Hasta el momento, su estrategia le ha permitido al PAN ganar innumerables localidades y varios estados. Pero lo que más le ha ayudado han sido los errores y la indecisión gubernamental.

Dada la realidad del país y la estrategia del PAN, el gobierno, como actor político, debería estarse abocando a hacer todo lo necesario para transformar esa realidad y, con ello, nulificar la estrategia de su principal contrincante. Lo que de hecho está haciendo, sin embargo, es perseverar en el camino infructuoso de sus predecesores. El gobierno tiene que reconocer que lo que está mal en el país son las viejas estructuras que no acaban por cambiar. En el sexenio pasado se adoptó una estrategia correcta en materia económica, pero, a final de cuentas, el objetivo político de fondo residía en no alterar las estructuras tradicionales de poder. Acabó dejando todo en el aire, minando el poder del PRI, y sin dejar nuevas instituciones democráticas que lo substituyeran.

Frente a esto, el gobierno tiene tres opciones. Una es no hacer nada, permitiendo que el PAN le siga pegando en la nariz cada que haya una oportunidad. La segunda es pretender que está actuando en la dirección correcta, respondiendo al PAN en forma partidista y sin atender los problemas que la estructura política y económica de antaño entraña y que sigue paralizando al país, con lo que continuaría cayendo, una y otra vez, en la trampa que le ha tendido el PAN. La tercera opción, y la única capaz de sacar al país adelante y con algún chance de que también se beneficie el gobierno y el PRI, es la de empezar a abrir al país en serio: revertir la crisis abriendo la economía y transformando la política, para lo cual el PAN, y quizá hasta el PRD, podrían ser socios excepcionales. Los costos políticos de corto plazo de privatizar las principales empresas públicas o de abrir el poder judicial, por ejemplo, ciertamente podrían ser monumentales. Pero los costos de no hacerlo serán mucho peores, en tanto que los beneficios podrían ser espectaculares. Nada se podrá hacer, sin embargo, hasta que ambos partidos empiecen a pensar un poco más en México y menos en sí mismos.

 

Principio de legalidad posible beneficio del TLC

luis Rubio

La decisión del panel sobre las cuotas compensatorias a la importación de acero de hace unos cuantos días no hizo más que evidenciar lo que todos los mexicanos sabemos desde siempre: en México no existe la legalidad. La diferencia en esta ocasión fue que, como parte de nuestras obligaciones dentro del TLC, tenemos, como país, la obligación contractual de manejarnos dentro de la legalidad, es decir, respetando nuestras propias leyes. Al no haberlo hecho, el gobierno fue objeto de una sanción. Este asunto es trascendental porque abre la posibilidad de que este tipo de obligaciones internacionales obligue al gobierno a sujetarse a la ley y de que, por lo tanto, algún día los mexicanos vivamos en un mundo donde la arbitrariedad y la impune aplicación selectiva de la ley dejen de ser la norma y la costumbre cotidiana.

El caso del acero es por demás interesante. Un conjunto de empresas mexicanas argumentaron que existía una situación en la que las empresas norteamericanas estaban exportando acero hacia México por debajo de su costo, lo que técnicamente constituye una situación de dumping. El gobierno, siguiendo sus atribuciones, estudió el caso de acuerdo a la ley mexicana y decidió que las empresas quejosas tenían razón, por lo cual procedía aplicar un impuesto compensatorio a esas importaciones. Es decir, los compradores mexicanos del acero estadounidense tendrían que pagar un impuesto equivalente a la supuesta diferencia entre el precio de venta y el costo de producción. Todo bien hasta ahí. Se trata de una situación común en el mundo del comercio internacional, aunque muchos economistas argumentan, frecuentemente con razón, que esas prácticas no siempre son impropias. El hecho es que Secofi actuó e impuso sanciones a las importaciones norteamericanas.

Al igual que muchas empresas mexicanas cuando han sido sujetas de ese tipo de sanciones por parte de Estados Unidos, las empresas de ese país arguyeron que la acción del gobierno mexicano era improcedente e ilegal. Hasta hace un año y medio, sin embargo, no podían hacer mucho más que quejarse, porque cada país podía hacer más o menos lo que le diera la gana en relación al comercio internacional, siempre que no violara un conjunto de reglas bastante vagas dentro del marco del GATT. Ahora, sin embargo, existe una situación radicalmente distinta. Gracias a que existe el TLC, las empresas de ambos países tienen recursos jurídicos mucho más efectivos para evitar ser sancionadas a consecuencia de favoritismos o berrinches, es decir, en forma ilegal. Eso es lo que ocurrió en esta ocasión.

Dentro del marco del TLC existe un procedimiento para la resolución de disputas, que consiste en la creación de un panel para cada caso particular. La composición de los miembros del panel está perfectamente definida en el texto del Tratado, por lo que, en este caso, se conformó un grupo de cinco miembros. El grupo estudió con detenimiento la queja de las empresas acereras y revisó los procedimientos seguidos que llevaron a Secofi a imponer sanciones. Lo más interesante del procedimiento es que no se aplican fórmulas o estándares ajenos; todo lo contrario. La revisión que hace el panel es sobre la ley del país que aplica la sanción y conforme a los procedimientos que establece esa ley. Es decir, lo que investigó el panel no es cómo se hacen las cosas en otros países, sino si Secofi siguió el procedimiento que la propia ley mexicana establece para casos de dumping.

La decisión del panel es por ello indicativa de nuestra realidad nacional. El panel simplemente concluyó que Secofi no siguió los procedimientos que establece la ley y, por lo tanto, que las sanciones que impuso la Secretaría fueron improcedentes. El resultado es que, por no seguir la ley -nuestra propia ley-, Secofi perdió el caso.

Para los mexicanos que han tenido trato con el gobierno o con la administración de justicia en el país, la decisión del panel en el caso del acero debe parecer increíble ya que no estamos acostumbrados a que la falta de cumplimiento de la ley por la autoridad sea sancionada. Sin embargo, con el TLC hay una obligación contractual de hacer cumplir la ley; al no haberla cumplido, el gobierno faltó a su compromiso. No hay nada más que discutir al respecto. Pero, ciertamente, debería haber mucho que aprender.

La vigencia de la legalidad requiere fundamentalmente de dos cosas. La primera es la existencia de leyes. La segunda es que estén definidos, y se sigan, un conjunto de procedimientos para hacer cumplir lo que dice la ley. Esta segunda característica es la verdadera esencia de la legalidad, porque es ésta la que impide la arbitrariedad gubernamental en la aplicación de la ley. Si el gobierno se atiene estrictamente a lo que dice la ley, y sigue los procedimientos que ahí se establecen, el ciudadano sabrá a qué atenerse al tiempo de contar con protección jurídica respecto a posibles actos de arbitrariedad. Por el contrario, cuando el gobierno hace lo que quiere y sólo sigue los procedimientos cuando le conviene o cuando se acuerda de ellos, el ciudadano no puede predecir nada ni sabe a qué atenerse y, por lo tanto, está sujeto permanentemente a la arbitrariedad burocrática.

El punto de los procedimientos es tan importante, que, en los países civilizados en que está vigente la legalidad, cuando los procedimientos no se siguen, como ocurrió en el caso del acero, el ciudadano queda liberado de toda posible persecución. Es decir, la violación de los procedimientos es tan importante como la propia ley. Eso es lo que hace posible que el ciudadano esté protegido del abuso o arbitrariedad gubernamental que es, precisamente, lo que hizo Secofi en el caso del acero: abusó de los consumidores nacionales y de los productores norteamericanos y, por lo tanto, la instancia revisora prevista en el TLC la hace responsable de su abuso.

Esta historia podría tener un final feliz. Desafortunadamente, sólo los temas de comercio e inversión dentro del TLC son materia de este tipo de evaluaciones. Es decir, solo los que importen o exporten y los que inviertan en un país que no sea el suyo dentro de los tres del TLC, podrán beneficiarse de la vigencia potencial de la legalidad. Todos los demás tendremos que seguir viviendo bajo el reino de la arbitrariedad burocrática. Ante esta situación surge la pregunta:, ¿qué no sería posible realizar un «tratado» entre todos los mexicanos para poder extender los beneficios de la legalidad a los temas electorales, civiles y penales que impiden el desarrollo y tanto frustran a los mexicanos comunes todos los días del año….?

 

La reforma política: antesala de la democracia o del neocaciquismo

Dos tendencias permean la escena política en la actualidad, con gran potencial de generar conflicto. Por un lado, el gobierno paso a paso descentraliza y rompe con los mecanismos de control que, por décadas, fueron la esencia de la política mexicana. Por el otro lado, en tanto todo mundo convoca a una reforma política de un tipo o de otro, el hecho es que no existen reglas consensuales de interacción política ni, aparentemente, la posibilidad de conformar un consenso nacional que logre un equilibrio entre las fuerzas en pugna. Estas dos tendencias prometen convertirse en los factores que definirán la posibilidad de que México logre trascender hacia un nuevo sistema político o caiga en un proceso de vertiginosa descomposición.

 

No se necesita ser un genio para ver que los furgones de un mismo tren tienden a jalar en direcciones opuestas o, por lo menos, distintas. Si uno observa la escena política nacional, la característica principal es, sin duda, la ausencia de un propósito unificador. Es excepcional el partido o fuerza política que no expresa la necesidad de articular consensos y construir una plataforma que permita definir nuevas reglas del juego para la interacción política. A la hora de la hora, sin embargo, los tropiezos parecen ser más frecuentes y más comunes que las convergencias. Veamos.

 

El PRD logró recientemente lo que muchos creían imposible: una postura clara respecto a la reforma política nacional y sobre el gobierno. La importancia de este logro es doble: por un lado, el PRD alcanzó una unidad de propósitos al adoptar mayoritariamente una postura definida respecto al gobierno. Hasta ahora, el PRD hablaba con por lo menos dos voces, generalmente contrapuestas, y no parecía trascender sus conflictos de origen. El hecho de que pueda ahora esgrimir una postura común implica que hasta los más radicales dentro del partido reconocen que la división no conduce a ningún beneficio para su partido o para la consecución de sus objetivos programáticos. Por el otro lado, es igualmente importante, y trascendental para el país, que el PRD haya logrado esa unidad detrás de las fuerzas moderadas del partido. Si bien la postura moderada que ganó en la asamblea del partido no elimina del mapa político a las fuerzas más radicales del mismo, ni impide que continuen sus propias labores, con gran frecuencia disruptivas del propósito negociador, como ocurrió con el «informe» de Cuauhtémoc Cárdenas el día primero de septiembre pasado, el hecho importante es que el PRD se presenta como una organización capaz y dispuesta a participar en negociaciones vitales para el país en el terreno político.

 

El PRI, con su nuevo presidente, ha revitalizado a la única corriente priísta -la colosista- que tiene una perspectiva clara del futuro, que ve para adelante más que para atrás y que es propositiva y constructiva a la vez. Pero un liderazgo y una corriente no hacen a un partido, ni garantizan la posibilidad de que éste se reforme para adaptarse a las nuevas realidades del país. Existen otras corrientes dentro del partido que rechazan al gobierno y que, quizá por primera vez en su historia, sienten que su partido y el país están a la deriva. Los “duros” del PRI, por su parte, no ven con buenos ojos lo que perciben como el desmantelamiento del sistema político ni de sus propios beneficios y privilegios. Muchos de éstos ven en las acciones del gobierno una peligrosa tendencia a abandonar la esencia del sistema político mexicano, a destruir al PRI y a crear condiciones que, desde su barrera, podrían llevar a la inestabilidad y al caos. Con el fin de la ancestral disciplina priísta, este partido puede ofrecer más sorpresas de las que uno se puede imaginar.

 

El PAN parece navegar dentro de un triángulo que en ocasiones se estrecha al punto en que sus extremos parecen unirse. En un vértice se encuentra el desencuentro de posiciones entre las fuerzas regionalistas y locales, muchas de ellas muy radicales, y el liderazgo nacional, que ha tendido a la moderación y al pragmatismo en el curso de la última década. En otra esquina se encuentra el enojo que produjo las elecciones de Yucatán. Con razón o sin ella en el caso de ese estado, el partido utilizó esa excusa para abandonar las negociaciones nacionales en materia política y ha dejado que sean otras las fuerzas que ocupen esos espacios. Finalmente, el tercer vértice es el estratégico. Hasta hace poco, la visión del liderazgo nacional era que su partido se fortalecía toda vez que su apariencia era de pragmatismo, conciliación y colaboración en la transformación política y económica del país. Más recientemente, probablemente por el impresionante avance que ha logrado en las urnas, la estrategia parece fundamentarse en la noción de que el PAN ya no se beneficia de esa cercanía y que incluso puede perjudicarse de ella. Válida o no esta noción, el hecho es que se ha convertido en un factor central de la política nacional, con gran potencial destructivo para el desarrollo económico, dado que, sin su anuencia, el mayor bloque de electores que hay en el país (que se conformó el 21 de agosto de 1994 entre aquéllos que votaron por el PRI y por el PAN, sumando más del 80% del electorado), ha quedado desamparado de lo que podría ser un liderazgo común a través de una visión compatida del futuro.  Sin un consenso entre el PAN y el PRI respecto al futuro del país, la economía difícilmente saldrá adelante, situación que no beneficia a partido alguno, ni mucho menos al país.

 

Entre toda esta maraña de cálculos partidistas, el gobierno ha procedido sistemáticamente a desmantelar varios de los factores medulares del centralismo y control político priísta. La masiva transferencia de recursos presupuestales a los estados, la decisión de no meter la mano en los conflictos electorales locales  y, ahora, la transferencia de la facultad de fiscalización del gobierno federal al legislativo -y, de hecho, al PAN- entraña una alteración definitiva de la estructura política que se construyó en la etapa postrevolucionaria, y sobre todo durante el cardenismo. Los priístas, ya de por sí molestos, seguramente van a levantar el grito al cielo cuando se percaten de la implicación de la transferencia de las funciones de fiscalización a la Contaduría Mayor de Hacienda (o a su sucesora). A su vez, la ausencia de amarres políticos en la realización de estas modificaciones estructurales implica una transferencia efectiva de poder sin que, como contraparte, se construyan nuevos equilibrios entre las fuerzas políticas. Al margen de las preferencias que uno tenga en materia de federalismo, para todo fin práctico, el gobierno está transfiriendo funciones y mecanismos de control a la oposición y a los gobernadores, sin que existan mecanismos de contrapeso, sobre todo en el caso de los estados, para asegurar el buen uso de esas facultades y recursos. Frente a esta realidad, los partidos tendrán que llegar a preguntarse si tiene sentido alguno negociar un cambio político que de todas formas ya está teniendo lugar.

 

Todo lo anterior sugiere que enfrentamos dos procesos muy claros: una aceleración de las fuerzas centrífugas en el sistema político mexicano y en el país en general, y un fortalecimiento de las posturas duras en materia de la redefinición de las reglas del juego político. La gran ironía es que esto ocurra precisamente cuando el PRD parece ablandar su posición y cuando el liderazgo del PRI se carateriza por la disposición a negociar.

No hay alternativa

Luis Rubio

El presidente pudo haber cedido ante las presiones de abandonar el camino de ajuste y reforma de la economía. En lugar de ello, el Informe se caracterizó como un intento por convencer sobre la bondad del programa económico y sobre su efectividad para lograr el crecimiento económico. El presidente demostró que no pierde de vista la diferencia entre lo que es central y lo que es secundario de cualquier política económica: lo fundamental, dijo en su discurso, es el crecimiento económico sostenido. Lo que no es obvio es que el programa económico actual dé para tanto.

El presidente ha hecho suya la única opción verdadera que tiene: ha decidido perseverar en la búsqueda de la estabilidad económica. En vez de dar lugar a las presiones por un cambio de enfoque en la economía, el mensaje principal del pasado viernes fue que hay que seguir adelante. En abstracto, podría parecer mejor que el gobierno dejara de restringir el gasto, favoreciera menores tasas de interés y cerrara el país a las importaciones. Los que abogan por esta línea, que los hay en todos los sectores, suponen que la mejoría inmediata que sin duda se lograría con esas medidas, sería perdurable. La realidad, como vimos a lo largo de los setenta y buena parte de los ochenta, sin embargo, es muy clara: las alternativas heterodoxas a la larga no logran otra cosa que hacer más profundo el problema y, por lo tanto, crean más desempleo y destruyen sociedades enteras, como ha ocurrido en países al sur del continente y entre las antiguas naciones socialistas.

El gobierno ha tenido el gran acierto de no dejarse llevar por el espejismo de las opciones que suenan bien en la teoría pero que no logran ningún beneficio en la práctica y, peor, que contribuyen a agravar los problemas, postergando aún más el desarrollo. Por otra parte, cualquier pronunciamiento en el sentido de abandonar el objetivo de estabilizar a la economía tan pronto sea posible hubiese alterado severamente las expectativas de los ahorradores e inversionistas y hubiera exacerbado la crisis de confianza, cuando ésta de por sí ya está cabizbaja.

El Informe tuvo lugar en un momento muy delicado para la economía del país. Decenas de miles de empresas se encuentran en una situación de virtual inanición, producto, en muchos de los casos, de la ausencia de habilidades empresariales suficientes y de incentivos idóneos por parte del gobierno para que se diera un renacimiento empresarial, a lo largo de los últimos años para enfrentar exitosamente el profundo cambio que ha venido experimentando la economía mexicana. Desde mediados de los ochenta, muchos analistas económicos habían pronosticado la incapacidad de un sinnúmero de empresas de competir exitosamente con las importaciones. La apuesta gubernamental era que ese proceso de desaparición de muchas empresas ocurriría en el curso del tiempo, y en forma paralela con la creación de nuevas empresas, por lo que habría una mínima distorsión en la disponibilidad de fuentes de empleo. La explosión de una nueva crisis en diciembre pasado ha acelerado el proceso de desaparición de empresas, frente a la cual no ha habido mayores intentos por generar la confianza necesaria para que se creen nuevas entidades productivas. Esta realidad tiene efectos fundamentales tanto sobre la economía como sobre la política, lo que agudiza todavía más el problema.

Frente a ello, la claridad gubernamental sobre el rumbo y sobre lo que hay que hacer es encomiable. Muchas otras administraciones se habrían doblado tiempo antes. Pero la experiencia de la última década demuestra que no es lo mismo evitar el colapso que generar las condiciones necesarias para lograr una rápida recuperación. Sin recuperación, los problemas sociales y políticos se exacerbarían, al punto de tornarse incontenibles. Parte de lo que se tiene que hacer para recuperar el crecimiento depende del gobierno, pero otra parte, igualmente importante, depende de los partidos políticos y de la sociedad misma. Sin la concurrencia de todas las fuerzas sociales, la problemática del país no se va a resolver. En lugar de fortalecer más al gobierno, habría que crear más espacios para el desarrollo de estas fuerzas liberadoras en la política, en la economía y en la sociedad en general.

Desde mi perspectiva, hay tres temas que requieren de esta concurrencia y donde el potencial detonador de crecimiento es enorme. Primero está el problema político, cuya solución no depende de una persona en lo particular, pero donde todos los partidos han jugado un papel estelar en promover una parálisis sistémica. La agenda electoral parece tan obvia y cuenta con prácticamente todos los consensos necesarios para concluirla, que es inexplicable que se juegue a las escondidillas en lugar de avanzar contundentemente hacia la finalización de ese capítulo tan vergonzante de nuestra historia. En la medida en que la agenda electoral y la agenda política más amplia sigan sin encontrar su cauce, los actores económicos -empresas, obreros, ahorradores e inversionistas- simplemente no van a reaccionar más que dudando de la viabilidad del país.

El segundo tema que requiere de acciones concretas y consensos definitivos es el del futuro económico del país. Hoy en día no existe consenso alguno sobre el rumbo que debe seguirse. Si bien el gobierno ha mantenido el rumbo, éste no goza del apoyo de las fuerzas políticas, de los empresarios o de la sociedad en general. Lo mínimo que sería necesario para dar la vuelta sería el forjamiento de un consenso sobre los objetivos que se persiguen y sobre los medios para alcanzarlos entre, por lo menos, los empresarios, los obreros, los inversionistas extranjeros, los principales partidos políticos y el gobierno, para recobrar la confianza de los creadores de empleos y de los consumidores, de tal suerte que, mientras se consolidan los procesos políticos, la economía empiece a funcionar.

Finalmente, la reforma judicial que ha emprendido el gobierno ha sido un gran acierto que ya ha comenzado a mostrar sus frutos. La reforma, sin embargo, no ha hecho nada por disminuir la discrecionalidad de las autoridades a lo largo y ancho del país, que todo lo impide y que en nada contribuye a la resolución de problemas o al fortalecimiento de la economía. La recurrencia de crisis hace cada vez más difícil la recuperación, y peor si no se acaba con esta enorme fuente de disrupción y corrupción, que sigue siendo ubicua.

Mantener el rumbo es bienvenido e indispensable, pero no es suficiente. Saber hacia donde se tiene que ir y perseverar hacia adelante es un verdadero acierto, pero es insuficiente para recuperar el crecimiento si antes no se resuelven los temas paralelos que paralizan al país y que amenazan su estabilidad.

 

Deuda -primer paso

Luis Rubio

Para bailar el tango, dice el dicho, se necesitan por lo menos dos personas. Igual con el problema de la deuda bancaria, aunque es posible que para llegar al punto crítico al que llegamos esta semana se hayan requerido por lo menos cuatro villanos: la legislación vigente, los bancos, los mexicanos que inocentemente se endeudaron y que simplemente no tienen con que pagar sus deudas y los deudores que, teniendo con que o no, simplemente se niegan a pagar. El conjunto de estos actores, cada uno siguiendo su propia lógica, venía orillando al sistema financiero, y a la economía, a un precipicio. La pregunta es si el acuerdo firmado esta semana permitirá evitarlo.

Al centro del problema se encuentra el marco de referencia legal, que debería ser el instrumento idóneo para dirimir las diferencias entre los deudores y los acreedores, pero que no lo es. La legislación que regula el otorgamiento de crédito, así como la de quiebras, nada tiene que ver con las necesidades de una economía moderna. Por el lado bancario, los que otorgaron un préstamo no tienen una protección efectiva y expedita de sus intereses, por más que cuenten con toda clase de garantías. Una persona que solicita un crédito puede ofrecer en garantía terrenos, edificios, vehículos, acciones o lo que sea, pero eso no implica que el banco puede hacerlas efectivas en un plazo perentorio y a un costo razonable: en esta materia, ni la ley, ni mucho menos su aplicación, favorece a los bancos tanto como los contratos de crédito parecerían indicar. Los bancos, que no tienen por negocio la caridad, acaban recurriendo a toda clase de mecanismos legales, pseudo-legales y, en algunos casos, absolutamente ilegales, para hacer prevalecer sus intereses.

Por otra parte, la ley de quiebras vigente no fue diseñada para favorecer el cambio económico, la restructuración de empresas o la solución expedita de conflictos entre deudores y acreedores. Peor aún, no contempla la quiebra personal, excepto para el caso de los comerciantes. Una ley de quiebras idónea favorecería la restructuración de empresas que fuesen intrínsecamente viables pero que tienen un problema de liquidez de corto plazo, a la vez que facilitaría la venta de activos valiosos cuando la empresa ha dejado de tener sentido económico. La ley actual no hace una cosa ni la otra, por lo que acaba favoreciendo al status quo, impidiendo con ello una rápida corrección del problema de deuda y de estancamiento que enfrentamos. Dadas las circunstancias, las empresas que se declaran en quiebra o suspensión de pagos con frecuencia lo hacen más por ganar tiempo y establecer una barrera jurídica que los defienda de sus acreedores, que buscando resolver su problema intrínseco, lo que beneficiaría a todos. Es decir, las leyes vigentes hacen imposible la solución del problema y, con ello, la reactivación de la economía.

De los actores de carne y hueso en este drama, hay tres muy claros: los bancos, los deudores individuales y los deudores empresariales. Como están las cosas, todos tienen el incentivo perfecto para beneficiarse a cargo de su contraparte, en lugar de buscar una solución conjunta. Muchos bancos han abusado de sus acreditados por dos vías. Primero, en los años pasados, a través de diferenciales enormes entre las tasas que pagaban a los ahorradores y las que cobraban a los deudores. De hecho, muchas empresas y personas dejaron de ser financieramente viables mucho tiempo antes de la crisis actual por el puro monto de los pagos mensuales de interés, de los cuales un gran componente era ese diferencial a favor de los bancos. Segundo, ya en la crisis, ha habido bancos que se han dedicado a hostigar a los deudores morosos utilizando vías no ortodoxas, lo que ha causado profunda indignación, motivando la pésima imagen popular que ahora sufren y, con ello, fortaleciendo, tontamente, a los intereses políticos que abogan por no pagar como mecanismo de desmantelamiento de cualquier vestigio de orden legal existente. Para ser preciso, hay un gran número de acciones penales iniciadas contra deudores cuya legalidad es francamente dudosa. La ausencia de una legislación adecuada para la función bancaria ha resultado en la utilización de cualquier medio disponible para hacer efectiva la cobranza.

Entre los deudores morosos hay de dos tipos: los que pueden pagar y no quieren hacerlo y los que no tienen ni en que caerse muertos. Al igual que los bancos, los deudores que simplemente se niegan a pagar, aunque pudiesen hacerlo, están respondiendo a un incentivo muy claro que deriva de la naturaleza del sistema político. Es decir, ha sido patente la expectativa de que, tarde o temprano, se van a condonar las deudas de los acreditados morosos. Si uno percibe que las deudas van a ser parcial o totalmente condonadas, es perfectamente racional dejar de pagar. Desde esta perspectiva, lo irracional es seguir pagando. La pregunta es de dónde surge esa expectativa. Mi impresión es que proviene de tres fuentes. Por un lado, la legislación, como decía yo antes, es francamente inadecuada, lo que, por sí, propicia la morosidad en momentos de crisis. Por otro lado, las autoridades han estado dando indicaciones de que algo se va a hacer sobre las deudas: a buen entendedor pocas palabras.

Pero la tercera causa es quizá la más importante. Cualquiera que sabe como operan los movimientos políticos en el país y que ha visto crecer las agrupaciones de deudores, sabe bien que la presión sobre el gobierno crece y crece, al punto en que podría hacer explosión. Cuando eso ocurra, piensan estos deudores, el gobierno asumirá la deuda, total o parcialmente, diga lo que diga la ley, porque el costo de hacerlo sería menor que el de propiciar el surgimiento o fortalecimiento de líderes políticos de oposición, o los populistas y autoritarios. Por esta razón, lo que se hizo esta semana es trascendental: se crearon condiciones que bien podrían desmantelar organizaciones diseñadas no para resolver el problema del endeudamiento, sino para convertirlo en un fenómeno político incontenible.

El grupo más complejo del trío en este problema es sin duda el de los deudores que no pueden pagar. Las deudas de los que adquirieron casas con hipotecas, bienes con crédito directo o con tarjeta de crédito, se han venido apilando de una manera aterradora, al punto en que, con gran frecuencia, las deudas valen mucho más que los bienes que se adquirieron. El deudor prototipo de este grupo vio crecer sus pagos mensuales en cerca de cinco veces, lo cual los hizo simplemente impagables, situación que se ha venido agravando con la pérdida de empleos. Se trata de la primera crisis de endeudamiento de las clases medias mexicanas, lo cual podría tener obvias consecuencias potenciales en materia electoral, política y de ahorro futuro.

Frente a todo esto, la respuesta gubernamental que se anunció esta semana constituye un paso importante en la solución del problema inminente, pero sólo un muy primer paso. Por meses, el gobierno manejó la premisa de que el problema general se iba a aminorar en la medida en que los resultados del programa económico actual permitieran disminuir drásticamente las tasas de interés. Esta tesis sin duda es correcta, pero no resuelve el problema de la bola de nieve que ya se creó. Con el nuevoprogram se logró, acertadamente, dar respiro a los deudores -sobre todo a los pequeños- y a los bancos, creando una plataforma que podría facilitar la reactivación del crédito bancario y, con ello, de la economía.

Lo que este esquema no hace es responder a los incentivos perversos que el marco legal causa y que impiden el progreso de la economía. Este es el tema de fondo: lo urgente era resolver el problema de endeudamiento, pero lo imperativo es resolver el problema que atosiga al país desde mucho antes de que se creara el drama de la deuda, que es el de cómo se va a reactivar la economía para alcanzar niveles similares de crecimiento a los de los países en desarrollo exitosos.

Viendo para atrás, en 1982 el problema del país era enorme, pero afectaba fundamentalmente a un par de centenares de empresas, en lugar de a millones de personas físicas y cientos de miles de empresas medianas y pequeñas como ocurre hoy en día. Esta diferencia exige mecanismos de solución totalmente distintos a los que se emplearon entonces. Lo que sacó del bache a las empresas grandes en la década pasada fue el hecho de que se facilitó la restructuración de las empresas endeudadas para que pudiesen sobrevivir y, con ello, reactivar la producción y pagar sus deudas. Lo que se hizo esta semana constituye un gran paso adelante porque permite lograr algo semejante para los millones de afectados en la actual crisis. Lo que todavía hay que resolver es cómo va a crecer la economía.

 

 

Recuperación de la economía

La gran pregunta que queda por resolver es cuál va a ser el milagro que permita una recuperación de la economía en los próximos meses. Ciertamente, dado que la recesión ha sido sumamente aguda en algunos sectores, cualquier recuperación va a ser muy notoria y, obviamente, bienvenida. Sin embargo, según la mayoría de los economistas, no hay razón alguna para suponer que esa recuperación va a ser superior a un par de puntos porcentuales, que es más o menos el promedio histórico de ya casi tres décadas. Si los mexicanos no partimos del reconocimiento de que ésta afirmación es un hecho tangible y actuamos en consecuencia, será imposible lograr una verdadera recuperación que saque al país adelante, entendiendo por esto la creación de riqueza, empleos y elevados niveles de vida.

 

Lo primero que hay que aceptar es que tenemos un problema de fondo que impide que la economía crezca a un ritmo compatible con las necesidades de la sociedad en términos de empleo, consumo y creación de riqueza. El gobierno afirma, en el Plan Nacional de Desarrollo, que el nivel de crecimiento necesario es de cinco por ciento anual. Si vemos para atrás, hemos logrado, en promedio, más o menos la mitad de esa cifra desde mediados de los años sesenta. Es decir, a pesar de unos cuantos años de jauja, sobre todo cuando la deuda externa parecía gratuita e ilimitada y el alza de los precios de petróleo interminable, la realidad es que la economía mexicana tiene un problema serio que no ha sido resuelto.

 

En los meses pasados, el gobierno se ha abocado, con toda razón, a estabilizar la economía. La determinación con que ha perseguido ese objetivo es encomiable. De la misma forma, ha estado argumentando la necesidad de resolver algunos de los problemas financieros que han contribuido a las crisis de las últimas décadas, en particular el que concierne al ahorro interno. Independientemente de si el enfoque que el gobierno le está dando al problema del ahorro es el correcto, la pregunta que me hago es si la solución del problema del ahorro interno va a permitir que la economía crezca en forma elevada y sostenida. Si entiendo bien el planteamiento de la Secretaría de Hacienda, es importante elevar el ahorro interno para que haya suficiente capital que permita el desarrollo sin exponernos, una vez más, a situaciones de iliquidez internacional producto de movimientos de capital más o menos súbitos por parte de mexicanos o de extranjeros. Por mi parte, no tengo duda que si se elimina la volatilidad en la balanza de pagos se van a evitar altibajos brutales como el de diciembre pasado.

 

La realidad, sin embargo, es que la economía tampoco ha crecido mayor cosa en los años en que ha habido estabilidad en la balanza de pagos. De hecho, la economía mexicana ha recibido flujos espectaculares de capital a lo largo de los últimos veinte años y, sin embargo, el crecimiento promedio ha sido miserable. Tarde o temprano tendremos que empezar a ver que el problema no es sólo financiero y que la manía de querer reducir todos los problemas a un conjunto de números no va ser suficiente. No estoy sugiriendo que la estabilidad financiera sea despreciable ni mucho menos: sin estabilidad financiera todo el resto es irrelevante. El punto es que la mera estabilidad financiera es insuficiente para lograr la deseada recuperación.

 

Si se acepta el hecho de que tenemos un problema, el siguiente paso tendría que ser el de encontrar cuál es éste. Si se observan los volúmenes de inversión que llegaron al país entre mediados de los setenta y el fin del año pasado, lo obvio es que capital no ha faltado. Lo que ha faltado ha sido inversión directa, es decir, inversión productiva que se traduzca en creación de riqueza y empleos. Hemos tenido cantidades espectaculares de inversión financiera -que en sí no tiene nada de malo-, pero muy escasos flujos de inversión productiva. La pregunta es por qué.

 

Muchas son las teorías que pretenden explicar la razón por la cual algunas economías logran un crecimiento estable y elevado, en tanto que otras, como la nuestra, van de crisis en crisis. Es particularmente importante evaluar esta última crisis porque si algo ocurrió en los años que la precedieron fue un cambio estructural de grandes vuelos. A uno le puede gustar o no lo que se hizo, o parte de lo que se hizo, pero el hecho es que la economía no logró la ansiada recuperación, por más que, por primera vez en décadas, se enfrentaron muchos de los problemas ancestrales básicos. La lección de la reforma económica no es que ésta fuera buena o mala, sino que, a pesar de todo lo que ésta entrañó, no logró resolver el problema del crecimiento sostenido.

 

Si uno compara a la economía mexicana con otras que sí han crecido, particularmente con algunas de las asiáticas y con Chile, hay un tema que sobresale por encima de todos los demás.  A pesar de las reformas recientes, comparada con esas economías, la mexicana sigue siendo excesivamente regulada, está plagada de monopolios y cuasi monopolios tiene mercados financieros muy restrictivos y aquellas partes en que sí es flexible y dinámica típicamente son aquéllas en las que no debería haber flexibilidad alguna, como la ley y la justicia, y viceversa, donde es urgente la flexibilidad, como los mercados de trabajo, no hay ninguna.  Para las empresas medianas y pequeñas, estos no son temas teóricos o esotéricos, sino realidades cotidianas que les impiden salir adelante.  Remover estos impedimentos entrañaría, sin embargo, acciones políticas más que económicas, por lo que tienen que ser enfrentados como tales.  Es decir, la economía y sociedad mexicanas enfrentan problemas de orden político sin cuya solución la economía no se va recuperar.

 

Yo no se si los cambios que el gobierno ha incorporado en los impuestos y los que pretende en otras facetas de la economía van a lograr una menor volatilidad en la balanza de pagos, o una mayor estabilidad y predictibilidad en el tipo de cambio. Lo que sí se es que esas acciones no van a rescatar a la economía de su letargo histórico, ni van a sacar al país adelante. Hasta que no reconozcamos la existencia de un problema fundamental -de carácter institucional y político- más allá de lo financiero, la economía va a seguir donde está: en la lona.