La reforma política: antesala de la democracia o del neocaciquismo

Dos tendencias permean la escena política en la actualidad, con gran potencial de generar conflicto. Por un lado, el gobierno paso a paso descentraliza y rompe con los mecanismos de control que, por décadas, fueron la esencia de la política mexicana. Por el otro lado, en tanto todo mundo convoca a una reforma política de un tipo o de otro, el hecho es que no existen reglas consensuales de interacción política ni, aparentemente, la posibilidad de conformar un consenso nacional que logre un equilibrio entre las fuerzas en pugna. Estas dos tendencias prometen convertirse en los factores que definirán la posibilidad de que México logre trascender hacia un nuevo sistema político o caiga en un proceso de vertiginosa descomposición.

 

No se necesita ser un genio para ver que los furgones de un mismo tren tienden a jalar en direcciones opuestas o, por lo menos, distintas. Si uno observa la escena política nacional, la característica principal es, sin duda, la ausencia de un propósito unificador. Es excepcional el partido o fuerza política que no expresa la necesidad de articular consensos y construir una plataforma que permita definir nuevas reglas del juego para la interacción política. A la hora de la hora, sin embargo, los tropiezos parecen ser más frecuentes y más comunes que las convergencias. Veamos.

 

El PRD logró recientemente lo que muchos creían imposible: una postura clara respecto a la reforma política nacional y sobre el gobierno. La importancia de este logro es doble: por un lado, el PRD alcanzó una unidad de propósitos al adoptar mayoritariamente una postura definida respecto al gobierno. Hasta ahora, el PRD hablaba con por lo menos dos voces, generalmente contrapuestas, y no parecía trascender sus conflictos de origen. El hecho de que pueda ahora esgrimir una postura común implica que hasta los más radicales dentro del partido reconocen que la división no conduce a ningún beneficio para su partido o para la consecución de sus objetivos programáticos. Por el otro lado, es igualmente importante, y trascendental para el país, que el PRD haya logrado esa unidad detrás de las fuerzas moderadas del partido. Si bien la postura moderada que ganó en la asamblea del partido no elimina del mapa político a las fuerzas más radicales del mismo, ni impide que continuen sus propias labores, con gran frecuencia disruptivas del propósito negociador, como ocurrió con el «informe» de Cuauhtémoc Cárdenas el día primero de septiembre pasado, el hecho importante es que el PRD se presenta como una organización capaz y dispuesta a participar en negociaciones vitales para el país en el terreno político.

 

El PRI, con su nuevo presidente, ha revitalizado a la única corriente priísta -la colosista- que tiene una perspectiva clara del futuro, que ve para adelante más que para atrás y que es propositiva y constructiva a la vez. Pero un liderazgo y una corriente no hacen a un partido, ni garantizan la posibilidad de que éste se reforme para adaptarse a las nuevas realidades del país. Existen otras corrientes dentro del partido que rechazan al gobierno y que, quizá por primera vez en su historia, sienten que su partido y el país están a la deriva. Los “duros” del PRI, por su parte, no ven con buenos ojos lo que perciben como el desmantelamiento del sistema político ni de sus propios beneficios y privilegios. Muchos de éstos ven en las acciones del gobierno una peligrosa tendencia a abandonar la esencia del sistema político mexicano, a destruir al PRI y a crear condiciones que, desde su barrera, podrían llevar a la inestabilidad y al caos. Con el fin de la ancestral disciplina priísta, este partido puede ofrecer más sorpresas de las que uno se puede imaginar.

 

El PAN parece navegar dentro de un triángulo que en ocasiones se estrecha al punto en que sus extremos parecen unirse. En un vértice se encuentra el desencuentro de posiciones entre las fuerzas regionalistas y locales, muchas de ellas muy radicales, y el liderazgo nacional, que ha tendido a la moderación y al pragmatismo en el curso de la última década. En otra esquina se encuentra el enojo que produjo las elecciones de Yucatán. Con razón o sin ella en el caso de ese estado, el partido utilizó esa excusa para abandonar las negociaciones nacionales en materia política y ha dejado que sean otras las fuerzas que ocupen esos espacios. Finalmente, el tercer vértice es el estratégico. Hasta hace poco, la visión del liderazgo nacional era que su partido se fortalecía toda vez que su apariencia era de pragmatismo, conciliación y colaboración en la transformación política y económica del país. Más recientemente, probablemente por el impresionante avance que ha logrado en las urnas, la estrategia parece fundamentarse en la noción de que el PAN ya no se beneficia de esa cercanía y que incluso puede perjudicarse de ella. Válida o no esta noción, el hecho es que se ha convertido en un factor central de la política nacional, con gran potencial destructivo para el desarrollo económico, dado que, sin su anuencia, el mayor bloque de electores que hay en el país (que se conformó el 21 de agosto de 1994 entre aquéllos que votaron por el PRI y por el PAN, sumando más del 80% del electorado), ha quedado desamparado de lo que podría ser un liderazgo común a través de una visión compatida del futuro.  Sin un consenso entre el PAN y el PRI respecto al futuro del país, la economía difícilmente saldrá adelante, situación que no beneficia a partido alguno, ni mucho menos al país.

 

Entre toda esta maraña de cálculos partidistas, el gobierno ha procedido sistemáticamente a desmantelar varios de los factores medulares del centralismo y control político priísta. La masiva transferencia de recursos presupuestales a los estados, la decisión de no meter la mano en los conflictos electorales locales  y, ahora, la transferencia de la facultad de fiscalización del gobierno federal al legislativo -y, de hecho, al PAN- entraña una alteración definitiva de la estructura política que se construyó en la etapa postrevolucionaria, y sobre todo durante el cardenismo. Los priístas, ya de por sí molestos, seguramente van a levantar el grito al cielo cuando se percaten de la implicación de la transferencia de las funciones de fiscalización a la Contaduría Mayor de Hacienda (o a su sucesora). A su vez, la ausencia de amarres políticos en la realización de estas modificaciones estructurales implica una transferencia efectiva de poder sin que, como contraparte, se construyan nuevos equilibrios entre las fuerzas políticas. Al margen de las preferencias que uno tenga en materia de federalismo, para todo fin práctico, el gobierno está transfiriendo funciones y mecanismos de control a la oposición y a los gobernadores, sin que existan mecanismos de contrapeso, sobre todo en el caso de los estados, para asegurar el buen uso de esas facultades y recursos. Frente a esta realidad, los partidos tendrán que llegar a preguntarse si tiene sentido alguno negociar un cambio político que de todas formas ya está teniendo lugar.

 

Todo lo anterior sugiere que enfrentamos dos procesos muy claros: una aceleración de las fuerzas centrífugas en el sistema político mexicano y en el país en general, y un fortalecimiento de las posturas duras en materia de la redefinición de las reglas del juego político. La gran ironía es que esto ocurra precisamente cuando el PRD parece ablandar su posición y cuando el liderazgo del PRI se carateriza por la disposición a negociar.