Raya en el agua o marcando la raya

Luis Rubio

Más allá de los gritos y sombrerazos que se escenificaron al fin de la semana pasada, la pregunta importante es si la decisión gubernamental de públicamente definir una posición política en forma inequívoca fue casuística y circunstancial, o si se trata de un cambio fundamental de dirección. La pregunta no es ociosa. Por meses, el gobierno había venido intentando romper con la tradición priísta de gobernar al margen de la legalidad. La noción de gobernar con el ejemplo, entendido éste como una implacable determinación de apegarse a la letra estricta de la ley, sin embargo, no ha rendido los resultados esperados. Existe una percepción de deterioro político creciente que ha impedido que se reactive la inversión privada y que ha causado más de un descalabro financiero. El altercado entre un funcionario gubernamental y un político prominente del sexenio pasado bien podría anunciar un cambio importante en la estrategia gubernamental.

La estrategia original del gobierno actual era encomiable, aunque quizá poco realista. A lo largo de la campaña, el hoy presidente escuchó una y otra vez quejas sobre el abuso gubernamental, la discrecionalidad interminable de la burocracia y la propensión a la violencia política que estas situaciones generaban. Su respuesta fue la de intentar convertir a la ley en el medio que regulara la interacción entre políticos, entre el gobierno y la sociedad y entre la ciudadanía en general. La idea era excepcional: si con el ejemplo se obliga a todo mundo a apegarse a la ley, el actuar gubernamental y el del resto de la sociedad empezaría a ser predecible, disminuiría la corrupción y podríamos pasar de la era priísta a una etapa democrática sin mayores dificultades.

Dos problemas, sin embargo, han impedido que esa estrategia fructifique y han llevado al deterioro que toda la ciudadanía padece, en una u otra forma. Por una parte, aunque existen muchas leyes y reglamentos en el país, fuera del Presidente, nadie los cumple y a nadie le importan. El dicho colonial de «obedezco pero no cumplo» sigue siendo tan actual hoy como lo fue entonces. Ante esta realidad, el problema de la legalidad no se reduce a que el gobierno se apegue a la ley. Igual de importante es su capacidad de obligar a todos a cumplirla. Para ello se requeriría más que pregonar con el ejemplo, por importante que esto sea. Se requeriría de la capacidad de hacerla valer, además de un compromiso por parte de los políticos de ceñirse a ella. Para esto, algunos han sugerido -como un medio o incentivo para alcanzar este compromiso- una amnistía respecto al pasado, en tanto que otros quieren un esclarecimiento total de lo que ocurrió antes. Cualquiera que sea la manera de lograrlo, la ley será respetada sólo en la medida en que todos los mexicanos, empezando por los políticos, se comprometan a hacerlo y que el gobierno sea implacable en cuanto a hacerla cumplir. Nada de eso ha ocurrido a la fecha. Es más, la percepción general es que la impunidad crece día a día.

El otro problema de la estrategia gubernamental yace en que estamos pasando por un momento particularmente difícil, tanto en lo económico como en lo político. Las instituciones tradicionales virtualmente han desaparecido y no existen muchas nuevas que sirvan para encauzar las demandas que se generen en la sociedad, para dirimir conflictos o para representar a la ciudadanía, a los grupos de interés o a las diversas facciones políticas. Este problema, desde luego, no es nuevo; lleva años cuajando. Lo que ha hecho que el problema haga agua ahora es el súbito cambio en la postura gubernamental. De un gobierno que estaba en todas partes, independientemente de que su actuar hubiese sido bueno o malo en todas las circunstancias, hemos pasado a una situación en la que el gobierno no está en ningún lado y cuyo actuar es contradictorio e impredecible. Dada la excesiva presencia e influencia que el gobierno todavía tiene en el devenir cotidiano, esta realidad es una de las causas centrales del deterioro que experimentamos.

La situación llegó a un extremo grave la semana pasada. La ausencia de compromiso con la legalidad por parte de prácticamente todos los partidos, fuerzas políticas y políticos en lo individual, sumado a la dependencia que de hecho existe por parte de la sociedad, la economía y la política respecto a las acciones gubernamentales, llevaron a que la percepción de crisis fuese abrumadora. El deterioro en la bolsa de valores y en el tipo de cambio, sumando a la activa participación, inusitada en la tradición priísta, de políticos en lo individual -desde expresidentes para abajo-, llevaron a que el gobierno se sintiera obligado a responder en forma clara y enérgica.

Por meses, cada vez que la percepción de crisis parecía llegar a un extremo, el gobierno reaccionaba de alguna manera significativa. En un caso fue con la orden al Ejército de recobrar la zona ocupada por los zapatistas, en otra fue un discurso presidencial que parecía calmar las aguas. Todas y cada una de esas acciones, sin embargo, acabaron siendo llamaradas de petate porque difícilmente duraron la víspera. Más tardó en lanzarse cada una de esas iniciativas que en ser rectificada.

Al margen del altercado específico que tuvo lugar hace unos días, la interrogante es si se trata de una redefinición fundamental del gobierno, o si se trata de un intento más por contener las aguas sin cambiar la esencia. Hay algunos indicios que sugieren que el gobierno está empezando a establecer una distinción entre anarquía y democracia. Si es así, toda vez que las reglas que de este proceso emerjan sean plenamente abiertas y transparentes, el gobierno habrá finalmente dado la vuelta a la percepción de incapacidad y estará en posibilidad de ejercer un liderazgo efectivo, acorde a su preferencia por la legalidad y las instituciones. Como toda definición, ésta también requeriría precisiones y consistencia. De ser así, bienvenida sea.