A nadie debió haber sorprendido el comportamiento de los inversionistas en los mercados financieros la semana pasada. Por meses, la economía, si bien en proceso claro de estabilización, ha ido a la deriva y los responsables de la política económica no han logrado convencer a nadie de sus bondades. Es más, tanto la población en general como los inversionistas perciben una economía sin dirección y sin claridad de lo que se propone hacer el gobierno más allá de lograr una estabilización financiera. La caída de la bolsa y los movimientos cambiarios de esta semana sugieren que hemos llegado al límite de una política trunca que no contemplaba el crecimiento, sino sólo la estabilización y que, por ausencia de brújula se ha vuelto presa de cualquier altibajo político, por pequeño o grande que éste sea.
La estabilización de la economía era indispensable, además de una condición sin la cual el país habría entrado en un caos mucho peor que cualquier cosa que se haya visto a lo largo de los últimos meses. Aunque tardío, el programa de estabilización fue muy severo y ha logrado la mayor parte de los objetivos que se propuso. Pero su objetivo se limitaba a estabilizar la economía, es decir, a absorber el shock causado por la devaluación. La premisa detrás del plan de estabilización era que una vez extirpada la inflación, la economía volvería a arrancar por sí misma. El problema es que la economía alcanzó un aceptable grado de estabilidad en los años pasados pero no fructificó en un crecimiento muy elevado. Haber supuesto que el crecimiento se arrancaría por sí mismo en condiciones mucho más adversas era ilusorio.
Pero en adición a las dificultades del ajuste mismo, la problemática del país ha cambiado, sobre todo en dos ámbitos: el político y el del actuar gubernamental. Estos cambios son suficientemente grandes como para asegurar que lo que funcionaba en el pasado ya no necesariamente funcionará en la actualidad. Veamos
Por el lado político, la situación ha cambiado en por lo menos cuatro áreas, transformando las condiciones de entrada de una manera fundamental. Primero, el PRI ya no tiene capacidad de garantizar una coalición automática que le permita al gobierno llevar a cabo sus programas. Esto, de hecho, ocurrió desde finales de los ochenta, pero ahora resulta inexorable. En segundo lugar, existe una competencia real por el poder que no se sujeta a reglas acordadas por todos. Las viejas reglas del sistema político tradicional ya no son aceptadas por nadie (y nadie intenta hacerlas cumplir) y, a la vez, no se ha logrado crear un nuevo marco institucional que todos los partidos y grupos políticos acepten como válido. Es decir, nos encontramos ante un fenómeno nuevo, que se caracteriza por la existencia de un espacio libre para la competencia política donde no hay límites y todo se vale. En tercer lugar, los viejos mecanismos de control político de que se valía el sistema ya no existen o están en plena decadencia. Ese es el caso de los controles corporativos, de los mecanismos de control burocrático, de la discrecionalidad a todos nieveles de gobierno, etcétera. Finalmente, la crisis económica ha mermado drásticamente la credibilidad gubernamental, lo que inevitablemente ha disminuido el potencial de éxito de cualquier programa que el gobierno pudiese proponer.
Las condiciones políticas, pues, son totalmente inéditas. El entorno en el cual actúa el gobierno es francamente distinto a cualquier situación previa, lo que de entrada hace poco útiles las comparaciones que pudiesen hacerse con el pasado. Por otra parte, sin embargo, el gobierno ha hecho muy poco para contrarrestar estas limitaciones. Su programa económico fue sin duda una respuesta excepcionalmente honesta y responsable a la crisis que explotó en diciembre pasado. Pero, por prudente y responsable que haya sido esa respuesta, no fue suficiente. El país enfrenta problemas muy fundamentales que requieren acciones concretas y éstas no aparecen. De hecho, quizá el problema más fundamental es precisamente el hecho de que no hay respuestas: la población no sabe a que atenerse, y ese es el peor mundo posible, y la madre de todas las crisis financieras.
Los que se oponen a una economía abierta, de mercado y caracterizada por la competencia, no pueden estar satisfechos, pues el gobierno no ha virado hacia atrás, no ha intentado echar para abajo los cambios de la última década, ni ha recurrido al populismo. Pero igualmente insatisfechos están los que apoyan la apertura, una mayor acción de la inversión privada y una acelerada incorporación a la economía internacional, pues no han visto que el gobierno se comprometa con este esquema en modo alguno. El gobierno, de hecho, se ha colocado en la mitad de dos fuegos, sin definirse en un sentido o en otro y, más importante, sin procurar construir apoyos, expectativas y fuentes de inversión que sostengan sus objetivos y permitan hacerlos realidad.
Es aquí donde se explican los problemas financieros de los últimos días. Ciertamente ha habido una fuerte efervesencia en el entorno político, dado que han hecho aparición toda clase de miembros de la vieja guardia política -algo inusual en nuestro sistema político tradicional-, se han dado toda clase de manifestaciones no institucionales y violentas y se ha multiplicado el número de actos políticos con clara intención de impactar el entorno nacional. No tengo duda que cada uno de estos eventos tiene una explicación perfectamente lógica y analizable. Lo que ha desquiciado a los mercados, sin embargo, no fueron esos actos, sino el contexto en que se dieron.
Lo que pasó, desde mi perspectiva, no fue que tuvieran lugar diversas manifestaciones políticas, sino que éstas se dieran en un contexto en el cual a) el gobierno no ha empatado sus objetivos políticos con su actuar cotidiano; b) no es claro hacia dónde se dirige la política económica y es público que existen diferencias importantes en esta materia dentro del gobierno; y c) más allá de la política económica inmediata y de su importancia central para el crecimiento y el empleo, no existe claridad sobre temas básicos como la inversión extranjera, el TLC, la desregulación, etcétera, que son los factores que harán posible o imposible el crecimiento de la inversión de largo plazo, nacional y extranjera.
Desde esta perspectiva, la política económica sin definición y sin búsqueda de adeptos ha llegado a un callejón sin salida. El gobierno tiene que señalar objetivos claros y comprensibles por todos, y hacer todo lo necesario para que estos se hagan realidad. Como están las cosas, tanto en el ámbito político como en cuanto a los objetivos económicos gubernamentales, la inversión no se va a materializar y, sin ella, todo el programa económico caerá por su propio peso.
Teniendo claro el objetivo de largo plazo y si se llevaran a cabo todas las cosas que fuesen necesarias para hacerlo realidad, todo el panorama cambiaría en forma radical. Con un objetivo claro y con la convicción de que se está haciendo todo lo necesario para consolidarlo, la problemática política de las últimas semanas adquiriría su real dimensión: los pequeños o grandes problemas que se presentaran a lo largo del camino podrían ser fácilmente desechados o, en todo caso, interpretados como anomalías o como costos normales de un proceso de cambio profundo. Dado que nadie sabe cuál es el derrotero, sin embargo, los problemas pequeños se hacen grandes y los problemas grandes hacen explosión. Es tiempo de definir hacia dónde vamos y construir, paso a paso, día a día, el andamio que haga posible -y creíble- llegar ahí.