Por que nuestra economia no funciona

Luis Rubio

Una de las quejas más persistentes entre mexicanos de todas las regiones, clases sociales y actividades, así como de extranjeros que visitan, invierten u observan a México es que mientras que otras economías crecen, la nuestra se rezaga. El propio gobierno ha venido hablando efusivamente de las maravillas de países como Chile, promoviendo las políticas que ahí funcionaron como si pudiesen ser una panacea para nosotros. No hay la menor duda de que un conjunto de políticas adecuadas y bien instrumentadas puede hacer una enorme diferencia en la capacidad de desarrollo de una sociedad. Pero las políticas no son transportables de un lugar a otro si las condiciones de cada país son distintas. En nuestro caso, tenemos problemas de esencia que impiden que las políticas exitosas en otros países puedan funcionar aquí. Por ello, mientras no se resuelva el fondo, las políticas que se adopten irán y vendrán sin cambiar nuestra realidad.

La noción de que es posible transportar políticas de un lugar a otro es enteramente razonable y se ha hecho a lo largo de la historia. El llamado «modelo de substitución de importaciones» fue un programa adoptado por un sinnúmero de países alrededor del mundo, a pesar de que existían enormes diferencias entre unas naciones y otras. En este sentido, se podría afirmar que las políticas públicas efectivamente son transferibles. Pero las políticas de desarrollo no se pueden apreciar exclusivamente en términos del contenido mismo de su programa; también hay que ver sus resultados. De esta manera, es posible observar que los resultados de los programas de substitución de importaciones en países como Taiwán y Corea tuvieron resultados dramáticamente distintos a los que han tenido en México y en otros países de nuestro continente. La diferencia no reside en la política misma, o en el contenido de los programas que de ella derivan, sino en la forma de instrumentarla, para que sea conciliable con la realidad de cada país o situación particular.

Cuando la política de substitución de importaciones se extenuó, a finales de los sesenta, anduvimos buscando un nuevo paradigma por casi tres lustros. Lo primero que se encontró fue que no había una solución fácil a nuestros problemas. En lugar de encarar el reto, el gobierno de aquella época intentó arribar a una solución mágica a través del camino absurdo de pretender un «desarrollo independiente». Lo independiente del modelo, sin embargo, acabó residiendo en la pretensión de que era posible no cambiar nada y que todo siguiera igual; bajo esta pretensión residía la expectativa de que el desarrollo económico se lograría en la forma y al ritmo que desearan nuestras augustas autoridades. Con ello, la economía de los setenta creció y entró en crisis porque su sustento era sumamente endeble: precios elevados de petróleo y deuda externa. A mediados de los ochenta se «descubrió» un nuevo paradigma, el de la apertura y la liberalización, que, a diferencia del esquema anterior, entrañaba la afectación profunda de muchos intereses creados. La economía sufrió grandes cambios, pero acabó en una nueva crisis.

Aunque no es evidente que el paradigma de la apertura y de la competencia internacional haya estado mal, los últimos meses se han caracterizado más por un debate que busca con que substituirlo, que por uno que busque corregir sus excesos, deficiencias y errores. A diferencia de los años setenta, sin embargo, el sustento analítico del paradigma de apertura es muy amplio. Lo que fue endeble fue el sustento financiero, por una parte, y el sustento político, por la otra. Por ello, en mi opinión, más que cambiar el paradigma y pretender inventar el hilo negro una vez más, lo idóneo sería tratar de resolver los problemas políticos y financieros que causaron esta nueva crisis.

Tanto la problemática financiera como la política tienen un origen común. Ambas son resultado del intento de perseguir objetivos contradictorios a una misma vez. Específicamente, a mi me parece que hay tres factores en los que el paradigma de apertura se estancó y que, mientras no queden resueltos, seguirán atascando a cualquier nueva iniciativa que se presente.

En el primer factor se esconde la contradicción central de la política de apertura: si bien no tengo la menor duda que el objetivo honesto que se buscaba era el de lograr una recuperación sostenida de la economía, había otro objetivo paralelo e implícito que consistía en no alterar, en lo fundamental, el orden olítico establecido. Esta ecuación resultó insostenible por razones muy simples: en el pasado, los empresarios, ahorradores, inversionistas, trabajadores y ciudadanos en general, toleraban la falta de certidumbre jurídica, la corrupción, los abusos de la burocracia y de los monopolios, etc., porque no tenían alternativa alguna. En sus cálculos financieros incorporaban el costo adicional de hacer negocios en el país respecto a los del resto del mundo. Este «costo de transacción» lo incorporaban al precio de sus productos y se acabó. Con una economía abierta, sin embargo, los antiguos márgenes de ganancia ya no son posibles por la competencia del exterior, por lo que ya no es posible absorber esos enormes costos adicionales. Hemos caído, por lo anterior, en el peor de todos los mundos: ya no se puede operar como en el pasado, pero tampoco se puede operar como en el resto del mundo porque aquí no existen las condiciones jurídicas, políticas y de infraestructura que existen en otros países. Es decir, México no puede competir mientras no resuelva su problema político y la ausencia de legalidad.

La segunda contradicción del paradigma de apertura residía en la política cambiaria: los planeadores económicos no acaban de reconocer y aceptar que el dólar es una moneda de circulación virtual en el país y, sobre todo, en las mentes de los mexicanos. Si uno ve para atrás, los periodos en que la economía ha crecido más han sido aquéllos en los que el tipo de cambio se ha mantenido más o menos estable. Sin embargo, la única etapa en que esa estabilidad tenía sustento real fue aquélla, sobre todo en los cincuenta y sesenta, en que había estabilidad de precios. Tanto en los setenta como en los noventa, el tipo de cambio acabó desplomándose por la elevada diferencia de inflaciones respecto a nuestro principal socio comercial, que poco a poco se acumuló. Para bien o para mal, a los mexicanos, como a los argentinos, nos obsesiona el dólar y tendemos a verlo todo en términos de dólares, no de pesos. El gobierno tiene que reconocer que eso no va a cambiar en por lo menos un par de generaciones, si todo se hace bien. De ahí que toda acción en materia de política de gasto público y de tipo de cambio deba reconocer la naturaleza de sus usuarios, o acabará siendo un fracaso más. Es decir, los UDI»s, el tipo de cambio artificialmente deslizado o la pretensión de una virtual indexación no van a surtir el efecto que el gobierno persigue.

Finalmente, la tercera contradicción yace en la naturaleza del gobierno mexicano: el gobierno ha vendido empresas y desregulado mil cosas, pero sigue siendo el factor clave que resuelve (para bien o para mal) e impacta todas las decisiones de la sociedad. A la vez, el gobierno no actúa para resolver problemas, para construir nuevas instituciones, para corregir desvíos, etc. Es decir, el gobierno es demasiado fuerte y demasiado débil a una misma vez. Comparado con otros gobiernos, el nuestro tiene una capacidad descomunal de alterar la vida de los mexicanos, como ha ocurrido a lo largo de este año. Por otra parte, es patente la ausencia de acción en toda clase de ámbitos clave, como ilustran los dos ejempos que siguen: la falta de instrumentación de los cambios en el Artículo 27 Constitucional y la ausencia de búsqueda de mecanismos para que los cientos de miles de empresas que están feneciendo encuentren maneras de salir de su crisis. La labor del gobierno es irrisoria, si no es que inexistente en los dos temas. Es decir, no es posible que el gobierno simplemente decida que no va a actuar, porque sigue teniendo demasiadas cosas pendientes que resolver.

Lo que está mal no es el paradigma de competencia y apertura, sino la torpeza con que se instrumentó en ciertas áreas y la ausencia de claridad y de visión en la manera con que ahora se pretende corregir sus errores. Siempre habrá errores. Lo que no siempre habrá será tiempo para resolverlos con oportunidad.

|