AÑO NUEVO: ALGO NUEVO

Los albores de un nuevo año son siempre conducentes a esperar mejoría significativa en todos los ámbitos de la vida. En el año que comienza, sin embargo, la mejoría probablemente será mucho menor de lo que la mayoría de los mexicanos desea y sin duda merece. Pero lo peor es que esto no necesariamente debe ser así. Los planes gubernamentales son muy ambiciosos y sin duda serios y responsables, pero ignoran las oportunidades que la población puede generar y que el propio gobierno tiene obligación de propiciar. Entre los planes gubernamentales y el potencial del país hay un enorme trecho que por el bien de México vale la pena intentar reducir.

 

El gobierno lleva muchos meses dándole forma a un programa económico sumamente ambicioso y visionario, pero que probablemente no rendirá frutos antes de bien entrada la primera década del próximo siglo. Por su parte, los problemas que aquejan a la población tienen lugar todos los días del año y su solución no puede esperar una década o más. Es plausible la postura gubernamental de que la economía mexicana no podrá lograr tasas elevadas de crecimiento, empleo e ingreso si no se llevan a cabo transformaciones estructurales profundas. Yo me pregunto, sin embargo, si es necesario o siquiera posible paralizar al país por muchos años en espera de que se materialicen esos planes, por sensatos e idóneos que pudiesen ser.

 

El gobierno reaccionó ante la crisis económica que creció incontenible a partir de la devaluación de diciembre de 1994 con un programa económico por demás responsable, aunque no necesariamente sensato ni mucho menos creativo. Su planteamiento de base es que el país no podrá lograr tasas elevadas de crecimiento y empleo si no están presentes tres grandes estructuras: ahorro interno, legalidad y educación. Es decir, su diagnóstico implícito es que la ausencia de estos tres factores estructurales es la causa de los altibajos que hemos experimentado a lo largo de cinco lustros y que, sin corregir esta falta, será imposible retornar al crecimiento. El problema es que cada uno de estos factores estructurales implica años -si no es que décadas- de construcción.

 

La educación requiere de programas idóneos, salones de clase adecuados, maestros bien preparados, alumnos adecuadamente alimentados que puedan presentarse en la escuela, así como de la existencia de una disciplina académica que propicie la enseñanza, entre otras muchas cosas.  La legalidad requiere de policías preparados, capacitados, honorables y comprometidos con la seguridad pública,  de burócratas serviciales y con una clara ética de servicio, de un poder judicial limpio, fuerte e independiente, pero sobre todo de la eliminación total y absoluta de la discrecionalidad que contiene todo el marco legal vigente y que le permite al gobierno violar la ley en forma sistemática y, peor, jurídicamente válida. El ahorro interno requiere de unas finanzas públicas en equilibrio, de mecanismos de ahorro bien estructurados y debidamente supervisados, de eficiencia y probidad en la inversión y uso de los fondos de pensiones y vivienda, de la modificación de hábitos de consumo y de la existencia de una política fiscal que promueva el ahorro y que cambie las actitudes y cultura de la población.

 

Nadie en su sano juicio puede oponerse al programa que el gobierno ha diseñado y que efectivamente responde a la mayoría de las lacras que han paralizado al país y que le han impedido lograr tasas de crecimiento suficientes y en forma sostenida. El problema es que ninguno de estos factores estructurales va a poder ser corregido en un plazo breve, y eso si todo sale perfectamente bien. Cambiar a la educación implica remover todos los vicios que nos caracterizan, cambiar no sólo actitudes y culturas, sino la manera de ver al mundo de los burócratas y de la población en general. Lo mismo va para el ahorro interno y para la legalidad. Aun suponiendo que todo lo necesario se hiciera bien, cosa que en el mejor de los casos parece remoto, los beneficios de este tipo de cambios se miden en términos generacionales y no en años. Es decir, si todo sale bien, en algunas décadas el país será una maravilla.

 

Al margen de lo que uno pueda opinar sobre la bondad del programa gubernamental para el largo plazo, hay dos grandes obstáculos en el corto plazo. El primero es que no es evidente que todo lo necesario para resolver la problemática que impide que se corrijan los problemas del ahorro, la educación y la legalidad se esté realizando. Por más iniciativas que se han enviado al congreso, sólo unas cuantas atacan los problemas de fondo y faltarían muchas más para poder pretender que efectivamente éstos se están resolviendo. En el caso de la legalidad, por ejemplo, ni siquiera se ha planteado que la discrecionalidad gubernamental que existe en prácticamente todas las leyes, incluso en las de reciente aprobación, sea un problema. El otro obstáculo para la consecución de los objetivos gubernamentales es el “pequeño” problema del corto plazo. ¿Cómo será posible satisfacer las demandas urgentes de la población en términos de ingresos y empleos con los grandes planes gubernamentales de largo plazo?

 

Si uno contrasta la manera en que el gobierno está planteando las cosas con lo que ocurre en la mayoría de los países del mundo, donde lo típico es que las generaciones actuales se estén gastando los recursos de las generaciones futuras, hipotecando a sus países, es encomiable que aquí vayamos en sentido opuesto. Porque, a final de cuentas, el gobierno nos está diciendo que tenemos que posponer el crecimiento y el empleo para que los mexicanos del futuro vivan mejor. Eso demuestra que tenemos un gobierno muy visionario, pero no necesariamente muy realista.  No es realista suponer que la población va a tolerar años de estancamiento en aras de la panacea en el futuro. Por ello, por encomiable que sea la noción de construir el futuro, es igualmente necesario avanzar en el presente.

 

Desde la óptica gubernamental, el gobierno es el responsable de resolver los problemas centrales del desarrollo, comenzando con el ahorro, la legalidad y la educación. No tengo la menor duda que este enfoque es absolutamente correcto. ¿Qué tiene de malo, sin embargo, favorecer la actividad de la población para contribuir a que el desarrollo no sólo se logre, sino que se acelere al máximo posible? No me parece obvio, por ejemplo, que el gobierno sea el único que debe ahorrar, lo cual pondría en duda la percepción que muchos tienen dentro del gobierno de que el IVA tiene que ser muy elevado. ¿No se lograría el mismo efecto si, por la vía de la política fiscal, se promueve un mayor ahorro privado y un menor consumo? De esa manera no sólo habría más recursos para invertir, sino también menor propensión a la corrupción. De la misma manera ¿por qué posponer el crecimiento económico, si mucho se podría lograr casi de inmediato con la privatización de las empresas gubernamentales? Finalmente, ¿por qué el empecinamiento en que todo lo tiene que hacer el gobierno, cuando es la iniciativa y creatividad de las personas la que, a final de cuentas, va a hacer posible o imposible el desarrollo, haga lo que haga el gobierno? Sería mucho más productivo hacer todos los esfuerzos posibles por recobrar la confianza de la población y de los inversionistas, nacionales y extranjeros, que seguir pretendiendo que el corto plazo es irrelevante frente a la panacea del siglo próximo.

 

Por encima de todo, el plan gubernamental es evidencia de la seriedad y convicción de la administración de que sólo haciendo las cosas bien se puede resolver, de una vez por todas, la problemática del país. El pequeño detalle que escapa a esta visión es que no hay país sin sus habitantes y que éstos también tienen qué decir, de una manera o de otra, sobre su propio devenir. No hay poder suficiente en el gobierno -en cualquier gobierno, de cualquier país- que pueda lograr sus objetivos, si la población está convencida, como sin duda los mexicanos lo están hoy en día, de que el programa gubernamental es inadecuado para resolver la problemática del país. Sin abocarse en cuerpo y alma a procurar la confianza y el apoyo de la población, no importa qué tan bueno sea el programa gubernamental: para cuando éste fructifique, ya no habrá país que lo disfrute.

PUEDE UN CIENTIFICO MEXICANO GANAR UN NOBEL

La respuesta es obviamente sí, dado que ya ocurrió. Lo que no ha ocurrido es que un científico mexicano gane una distinción así en México. ¿Habrá sido ésta una situación excepcional, o se trata de una llamada de atención?  La evidencia empírica demuestra que los mexicanos son tan capaces como el mejor de ganar ese premio y cualquier otro.  La evidencia también sugiere que es mucho más probable que, si lo ganan, lo ganen fuera de México ¿Tiene esto que ser así?

 

Yo no soy científico ni pretendo saber qué es lo que hace más probable que un mexicano se distinga como científico en otros países que en México.  Sin embargo, me da la impresión que, al menos en cierta forma, es posible analizar este interrogante en forma paralela al problema de legalidad que padecemos.  Es posible, al menos como punto de discusión, que algunas de las razones que impiden que exista un Estado de derecho, sean las mismas que impiden que exista un clima propicio al desarrollo científico.

 

En Monterrey preguntan cuánto cuesta educar a un mexicano.  La respuesta es seis pesos.  Sí, seis pesos.  La razón, dicen, es que cuesta seis pesos llevar a un mexicano de Monterrey a la línea fronteriza.  Una vez que cruza la frontera, los mexicanos súbitamente resultan ser muy educados: allá respetan los semáforos, no tiran basura y, en general, cumplen con las leyes.  El punto es obvio: la misma persona se comporta de maneras distintas en lugares y circunstancias diferentes.  ¿Podrá ser que esto que ocurre en el ámbito de las leyes también ocurra en la ciencia y la academia?

 

Los mexicanos obviamente son igualmente capaces de cumplir con las leyes en un  país  y en otro.  El hecho de que no lo hagan en México y sí en Estados Unidos, siguiendo el ejemplo anterior, revela la existencia de marcos institucionales diferentes.  Cuando el ciudadano de un país tiene certeza de cuáles son sus derechos, de cuándo viola la ley y cuándo no, y de que la violación a la ley acarreará una sanción, su actuar va a ajustarse a la ley.  En cambio, cuando no existe esa certidumbre, cuando el gobierno aplica la ley por excepción, cuando tiene facultades legales y amplia discrecionalidad que le permite, de hecho, violar los derechos ciudadanos y de propiedad, los ciudadanos van a protegerse del gobierno, van a invertir para el corto plazo y van a buscar como salir adelante dentro o fuera del marco legal formal.  La certidumbre que es intrínseca a un Estado de derecho hace toda la diferencia.

 

Algo semejante seguramente ocurre en la ciencia y en la academia. Cuando el entorno favorece la actividad científica y académica, cuando se crea un ambiente propicio para el desarrollo de la misma, ésta va a florecer. En cambio, cuando el ambiente en que ésta se desarrolla es difícil, costoso y lleno de distracciones, es imposible que prospere. Además, cada sociedad tiene rasgos particulares que hacen más o menos conducente el medio para el desarrollo científico, al margen de que las condiciones específicas sean propicias o no. Mi impresión es que si México va a mejorar su desarrollo científico y tecnológico, tendrá que atacar ambos temas: el de la sociedad en su conjunto y el del ambiente académico en lo particular. Veamos uno por uno.

 

Hace algunos años se publicó un análisis que comparaba el desarrollo de la ciencia y la tecnología en Estados Unidos y Japón, ambas naciones plenamente comprometidas con el desarrollo científico y tecnológico. El estudio mostraba cómo Japón había venido avanzando en virtualmente todos los campos, acercándose a la ciencia norteamericana en un cada vez mayor número de temas. Describía las características de unos y otros, mostrando como los rasgos del científico japonés y de la sociedad japonesa propiciaban más el desarrollo tecnológico que el científico, en tanto que lo opuesto era la característica más visible en Estados Unidos. El estudio argumentaba que, si uno extrapolaba las tendencias, todo parecía indicar que los japoneses tarde o temprano rebasarían a los norteamericanos. A pesar del argumento, la conclusión del estudio era sorprendente: las características institucionales, mucho más que las culturales, de la sociedad norteamericana hacen virtualmente certero que los japoneses se queden atrás en ese ámbito.

 

La razón de esa conclusión era muy interesante. En Estados Unidos, decía el estudio, todas las instituciones de la sociedad premian al que toma riegos, al que piensa en forma herética y al que busca nuevas maneras de hacer las cosas. En Japón, seguía el estudio, la sociedad premia la conformidad, la adaptación y el perfeccionamiento de lo que existe. En función de ello, es perceptible como los japoneses son excepcionales en mejorar las cosas y en adaptar los avances científicos, en tanto que son menos buenos en avanzar el conocimiento. Los norteamericanos, concluía el estudio, tienden a avanzar el conocimiento, pero son mucho menos propensos a saber cómo transformarlo en tecnología o en  mejorías sensibles en la calidad de vida de las personas. El argumento final era que los japoneses veían como su reto el de crear un ambiente semejante al de los estadounidenses para hacer posible su futuro desarrollo científico.

 

Si extendemos estos argumentos hacia nuestro medio, el entorno en el que vivimos, que no se restringe a la ciencia o a la academia, tiende a ser muy poco propicio para el avance del conocimiento. Si observamos la propensión de la prensa y de la sociedad al linchamiento en lugar de al análisis, no es difícil extrapolar lo que esto significa para la ciencia: se castiga al tomador de riesgos, no se premia el triunfo, se promueve la conformidad, se castiga al pensamiento independiente, se penaliza el error y, por lo tanto, se crea un ambiente de incertidumbre donde la esencia de la actividad científica -el hacer cuestionamientos, el generar dudas, el preguntar por qué esto o por qué aquello, una y otra vez- se torna sumamente difícil. Todo esto no quiere decir que en México no haya o no pueda haber científicos a la altura de los mejores del mundo, que seguramente los hay. Lo que quiere decir es que su éxito requiere de verdaderos milagros y de una entrega y una dedicación tales, que muchos acaban frustrados y, por lo tanto, dedicados a cosas menos relevantes al desarrollo científico.

 

En adición a las estructuras culturales e institucionales, existe un segundo tema, directamente relevante al desarrollo cotidiano del académico y del científico, que podría contribuir a explicar las limitaciones directas a este tipo de desarrollo. Si de por sí existen barreras institucionales y culturales, las barreras inmediatas son con frecuencia muy significativas. Muchos potenciales científicos o académicos de primer nivel acaban dedicados a dar clases en un sinnúmero de instituciones -profesores taxistas como les llaman- porque es la única manera en que pueden sobrevivir económicamente. Muchos otros dedican una parte importante de su tiempo a actividades administrativas. Otros más viven en la incertidumbre sobre la disponibilidad de recursos para el siguiente proyecto. En fin, aunque probablemente no son los principales problemas del desarrollo científico, seguramente éstos también cumplen su parte.

 

Como en el tema de la legalidad, el desarrollo de la ciencia y de la tecnología requiere de un entorno de certidumbre y de análisis. Como el mexicano que súbitamente resulta ser muy educado por el simple hecho de cruzar una frontera, el mismo científico se encuentra en un ambiente mucho más

propicio para su desarrollo cuando su mente puede trabajar a plena capacidad y cuando no tiene mayores costos el que se equivoque una y otra vez, pues eso es visto precisamente como la manera de avanzar el conocimiento. Nada impide que ese ambiente pudiese caracterizar a nuestro país pero, como en el caso de la legalidad, tiene que ser construido paso a paso y no pretender que ya existe, cuando ciertamente no es el caso, ni que se va a construir solo, porque eso, como demuestra el ejemplo de Japón, simplemente no ocurre.

El origen de la impunidad

Luis Rubio

La impunidad está consumiendo al país. Lo consume porque hace florecer la inseguridad física y patrimonial de la ciudadanía, lo consume porque permite y ha permitido el despojo y la corrupción y lo consume porque nadie es responsable de lo que ocurre. Las leyes se aplican en forma discrecional además de que, de hecho, la mayoría de las leyes le otorgan al poder ejecutivo, en forma increíble y paradójica, la facultad legal de interpretar la norma jurídica o bien de expedir la normatividad bajo un criterio discrecional, lo que equivale a permitir al poder ejecutivo, no cumplir la ley o alterarla, si a su juicio se justifica. En otras palabras, tenemos un marco legal que el gobierno puede o no aplicar a su discreción. Como me decía un alto funcionario de la estructura judicial del país hace unos días, tenemos la enorme suerte de que los ladrones y los corruptos no son más inteligentes y más hábiles, porque con estas policías, estas autoridades y estas leyes, todo es posible.

Eliminar la impunidad va a ser, sin embargo, sumamente difícil. No tengo la menor duda que un mejor gobierno, en el sentido administrativo, disminuiría muchos problemas como el de inseguridad e incluso el de corrupción. Quizá eso explique porque hay porcentualmente menos robos y asaltos en Monterrey que en la ciudad de México. Pero el problema es mucho más complejo. Veamos un ejemplo prototípico: muchos priístas culpan a Salinas de haber violado sistemáticamente la ley por sus acciones y decisiones en materia electoral. Los priístas le atribuyen violaciones a la ley porque, según ellos, negoció gubernaturas a cambio de una paz política de coyuntura. Independientemente de que sin duda hubo violaciones a innumerables leyes en esas componendas, lo que a los priístas verdaderamente les molestaba no era que se violaran leyes, sino que dicha violación les afectara a ellos. Nunca habían ni han objetado la violación de leyes que afecte a otros, ni jamás han cuestionado el que, para lograr y mantener el poder, así como para hacerse ricos, se hayan dedicado a violar las leyes en forma sistemática por décadas. Es decir, en México existen dos raseros: uno, que las leyes se aplican a los comunes mortales y no a los miembros de la familia revolucionaria, a menos que hubiesen cometido un error político, a juicio del gobernante en turno. El otro, que aun cuando se aplica la ley, el gobernante tiene absoluta discrecionalidad en su aplicación. Los dos ejemplos anteriores demuestran que es necesario acabar con los dos raseros y terminar con la discrecionalidad que existe en la aplicación de la ley. Es imperativo hacerlo porque, hoy en día, es prerrogativa del gobernante, para todo fin práctico, el que la ley se aplique o no y cómo. El resultado de esta inusual facultad, aunada a la incompetencia de las autoridades encargadas de procurar y administrar la justicia, es la impunidad.

En este sentido, un mejor gobierno que tenga un verdadero compromiso con el servicio público, y no con servirse de su posición, probablemente va a atenuar el problema, como se puede ver de la comparación de la seguridad pública en Monterrey con la ciudad de México. Desde un punto de vista ciudadano, sin embargo, la pregunta importante no es si la seguridad y la corrupción son mayores o menores en un lugar que en otro, sino por qué simplemente no se elimina. Puesto en otras palabras, la corrupción y la inseguridad no van a desaparecer hasta que se termine con la impunidad de los gobiernos, policías y burócratas. Es decir, lo que hay que cambiar son las estructuras que hacen posible esa impunidad y es ahí donde entramos en problemas.

En el fondo, el problema de la impunidad se deriva de las dos estructuras políticas más importantes del país, lo que hace enormemente complicada su solución: una es la Constitución de 1917 y la otra es el PNR y su hijo y nieto, el PRM y el PRI. Sin modificar ambas cosas, la Constitución y el sistema político priísta, la impunidad no podrá ser erradicada. Muchos estarán de acuerdo con eliminar el sistema político construido alrededor del PRI, pero muy pocos tendrán la voluntad de cambiar la Constitución. El genio de la Constitución reside precisamente en que todos los grupos e intereses políticos tienen más razones para sostener el régimen que emana de la Constitución y para no alterar el orden que de ella deriva que para modificarla. Esto es lo que logró la paz política y el fin de la lucha revolucionaria en 1917, pero es también uno de los grandes impedimentos al progreso del país. La interrogante es cómo vamos a salir de este dilema.

La esencia de la Constitución de 1917 reside en que le dió a todos los contrincantes en la lucha revolucionaria más beneficios para participar en el proceso institucional que para oponerse a él. La Constitución, desde su origen, dista mucho de ser un documento filosófico coherente que define un proyecto nacional integral y definitivo. Más bien, se trata de un documento político contradictorio que le dio a cada interés, grupo e ideología, suficientes satisfactores para que cada uno de ellos sintiera e hiciera suya la Constitución. Nadie puede negar que, en los textos originales al menos, existían varios proyectos de país: los que enarbolaban los derechos individuales perseguían un orden liberal que chocaba de tajo con los que hicieron suyo el artículo tercero, referente a la educación, más cercano a las posiciones jacobinas que al estado de bienestar que se conformó en el artículo 123, referente a los trabajadores. El punto es que la Constitución fue un documento político que permitió un orden social y político luego de años de guerra civil. Como instrumento de pacificación fue brillante. Como instrumento rector fue totalmente inadecuado.

La creación del Partido Nacional Revolucionario fue otra idea brillante, pues Plutarco Elías Calles conformó un mecanismo que permitió subsanar una de las grandes deficiencias contenidas en la Constitución: como conciliar, en la práctica, lo irreconciliable. El problema fue que esa solución nos ha llevado a donde estamos. Sobre un orden constitucional contradictorio Calles construyó un régimen político que hizo de la componenda una virtud y de la impunidad el lubricante del sistema. Eso explica el porqué de la discrecionalidad, tanto en el contenido de la ley como en su aplicación, que ha caracterizado a los gobiernos priístas. Sin embargo, la eliminación del sistema priísta no acabaría con la impunidad, aunque pudiera reducirla marginalmente, pues ésta emana de las contradicciones constitucionales. Estas contradicciones son inherentes al arreglo institucional que dejó más o menos satisfechas a todas las fuerzas políticas a partir de los años treinta y hasta principios de los setenta. Hoy que existe una multiplicidad de grupos e intereses, de partidos políticos y de grupos ciudadanos al margen del arreglo político callista-cardenista, aquella solución a las contradicciones constitucionales ya no es operable. Ahora la impunidad se ha vuelto un problema hasta para los propios priístas.

Obviamente es urgente que existan gobiernos -desde el nivel municipal hasta el federal- que administren mejor, que persigan a los delincuentes y que hagan posible la impartición de justicia. Si sólo hicieran eso disminuiría la inseguridad ciudadana que aterra a todo el país. Sin embargo, en tanto no se eliminen las causas de la impunidad, cualquier mejoría en estos rubros, producto de la suerte o de un gobierno más honesto y dedicado, sería efímera y probablemente marginal. Lo que se requiere es eliminar las contradicciones inherentes al acuerdo constitucional de 1917. Por ello, la solución no reside en nuevas leyes -todas llenas de facultades discrecionales para la autoridad, como la de seguridad pública o la de control y supervisión de la gestión pública- ni en nuevas comisiones ciudadanas o legislativas, ni en actos espectaculares de cualquier tipo, pues ninguno de estos mecanismos ataca el problema de fondo y, en el mejor de los casos, contribuye a una mayor confusión, pero no al fin de la impunidad ni a una disminución de la inseguridad ciudadana.

El fin de la impunidad política y el fin de las facultades discrecionales que le permiten al gobierno ser impune, desde el punto de vista legal, son una y la misma cosa. El marco constitucional actual permite y, de hecho, favorece la discrecionalidad y, consecuentemente, la impunidad, como mecanismo de resolución de disputas por las contradicciones que lo caracterizan. Lo que se requiere es un nuevo consenso político que elimine esas contradicciones y las facultades discrecionales que las acompañan, que dote al gobierno de un marco de actuación claro, no sujeto a interpretaciones cambiantes, y que logre, como objetivo fundamental, la protección de la ciudadanía respecto del gobierno.

La impunidad que hoy nos sobrecoge es producto del sistema político que emana de la Constitución. Mientras ésta no cambie, la verdadera justicia será imposible y cualquier pretensión de lograrla seguirá siendo no más que un quinazo que, como todas las cosas -buenas y malas- no duran más que un sexenio.

 

CERTIDUMBRE ECONOMICA O FUTURO PROMISORIO

Hace casi un año comenzó una odisea que se inició con nobles propósitos pero acabó, quizá sin proponérselo, en un nuevo proyecto de desarrollo. La devaluación de diciembre de 1994 se precipitó por los movimientos de capitales, que se acentuaron a partir de la inolvidable y violenta perorata que, sin mayor mesura o vergüenza, realizó Mario Ruiz Massieu, que luego acabó en una cárcel en Estados Unidos por violar la ley, y que continuaron a lo largo de los primeros veinte días de la presente administración. El gobierno del presidente Zedillo pretendía llevar a cabo un “ajuste” en la paridad para favorecer una rápida recuperación de la economía. Lo que consiguió fue un asalto masivo a las arcas del Banco de México. Su respuesta a eso fue cambiar de tajo la estrategia de crecimiento de la política económica.  A un año de distancia es pertinente preguntarse ¿Logrará su objetivo?

 

El contraste difícilmente podría ser más grande. El gobierno de Carlos Salinas se dedicó, en términos económicos, principalmente a un objetivo a lo largo de todo el sexenio: la creación de certidumbre, como base de la confianza de la población, los ahorradores y los inversionistas, y como medio para generar crecimiento económico. Por su parte, el gobierno de Ernesto Zedillo se ha abocado a transformar las estructuras político-económicas del país para hacer posible el propio crecimiento económico. El objetivo es el mismo; los medios diseñados para alcanzarlo difícilmente podrían ser más contrastantes.

 

El gobierno anterior buscó la certidumbre como ancla del desarrollo. Luego de décadas de altibajos en la economía y en la política, el gobierno de Salinas partió de la premisa que el país requería cambios fundamentales para poder lograr el desarrollo, pero que éstos eran inalcanzables en el contexto de incredulidad e inflación que había prevalecido desde el principio de los setenta. De ahí que todo el sexenio se dedicara a intentar revertir esas tendencias. Primero que nada, se buscó un ancla que permitiese recuperar la estabilidad de precios. Esta se encontró en el tipo de cambio y en un equilibrio en las finanzas públicas. La idea era que todos los precios se ajustaran al tipo de cambio prevaleciente, en tanto que el equilibrio en las finanzas públicas haría sostenible al tipo de cambio. Su objetivo último era la estabilidad y la certidumbre. Cuando se presentaron problemas serios, sobre todo a partir del alzamiento en Chiapas, la política económica, y la premisa de estabilidad, se puso a prueba. La respuesta del gobierno fue la de evitar una devaluación por la incertidumbre que tal procedimiento podría desatar y por lo incontrolable de tal decisión. Desafortunadamente, sin embargo, empleó medios temerarios para evitarla: por una parte se acentuó el rompimiento  del equilibrio en las finanzas públicas a través del gasto, disfrazado de crédito, por parte de la banca de desarrollo; y, por la otra, se emitió deuda interna de corto plazo denominada en dólares, a la vez que se alentó a los inversionistas del exterior a que adquiriesen Cetes en pesos. Con esas acciones, el gobierno asumió un enorme riesgo, basado en el cálculo de que habría absoluta continuidad de criterios y políticas al inicio de la siguiente administración.

 

Esa continuidad duró exactamente veinte días. El nuevo gobierno partió de una serie de premisas distintas al anterior, lo que, en retrospectiva, garantizaba que habría una devaluación. Para los integrantes del equipo del presidente Zedillo, había un conjunto de desequilibrios que tenían que ser resueltos para que la economía pudiese lograr una rápida recuperación. De hecho, varios de sus miembros llevaban años argumentando que urgía una devaluación, pues, según ellos, la economía había dejado de ser competitiva. Ignorantes tanto de la nueva dinámica del sistema financiero internacional como de los endebles soportes en que estaba sostenido todo el esquema financiero del gobierno anterior, abandonaron la búsqueda permanente y sistemática de certidumbre, lo que acentuó la fuga de capitales, propiciando con ello la devaluación. Para el equipo de Ernesto Zedillo, sin embargo, la devaluación era vista, ex-ante, como un mecanismo a través del cual se podría lograr un crecimiento acelerado, por lo que no sólo no vieron la devaluación como un riesgo, sino que percibían en ella la oportunidad de impulsar el crecimiento económico. De esta manera, lo que era anatema para el equipo de Carlos Salinas se convirtió en la esencia de la nueva estrategia económica.

 

La devaluación desató reacciones cuya fuerza nadie había imaginado.  La furia de los mercados no fue prevista por el gobierno, quien sólo en ese momento comenzó a percibir las dimensiones del problema. Los tesobonos y los cetes en manos de extranjeros cambiaban por completo la lógica del sistema financiero mexicano, pues ya no era posible simplemente desaparecer esa deuda vía inflación como en el pasado.  Desde el punto de vista de los responsables del manejo de la economía, el gobierno tenía tres posibilidades: una, impensable porque habría condenado al país a décadas de inanición, era la de hacer un default, es decir, repudiar la deuda. La segunda era la de intentar recuperar la credibilidad de los mercados, lo cual se decidió, con o sin razón, que era fútil. Y la tercera, que fue la que se adoptó, era la de intentar substituir la deuda de esos cetes y tesobonos por instrumentos de deuda externa que fuesen más estables y de largo plazo. Correcta o errada, la estrategia gubernamental inicial llevó a un cambio radical en el manejo económico.

 

Ya frente a la implacable realidad, devaluación, corridas contra el peso, incredulidad, desazón y una inevitable recesión, el gobierno cambió de estrategia en forma radical. El objetivo dejaría de ser la búsqueda de la certidumbre, por considerarla inviable, para dar paso a la construcción de las estructuras que, a la larga, harían posible no sólo la recuperación económica, sino también el logro de niveles de crecimiento semejantes a los de países como Chile y el sudeste de Asia. Para ello, el gobierno abandonó toda pretensión de lograr una artificial recuperación de corto plazo, para abocarse a transformar las estructuras del ahorro nacional, de las finanzas públicas y del sector paraestatal. El objetivo era terminar con la acentuada dependencia del ahorro externo para financiar el crecimiento. Los números parecen asistirle al gobierno: en 1980 se requirió un ahorro externo equivalente a 5% del PIB para alcanzar un crecimiento de casi 9%, en tanto que en 1993 hubo ingresos por ahorro externo equivalentes a 8% del PIB, pero el crecimiento económico no llegó al 1%. En este sentido, el gobierno del presidente Zedillo partió de la premisa que el ahorro externo no sólo no era confiable, sino que no permitía los niveles de crecimiento que el país requería. De ahí que la política del nuevo gobierno ha sido la de llevar a cabo una  transformación estructural, quizá más ambiciosa de lo que jamás se haya intentando, con la característica de que su tiempo de maduración bien puede trascender al sexenio. Es decir, nos hemos embarcado en una ruta que es correcta y necesaria, pero cuyos resultados positivos se verán en el próximo siglo.

 

La ruta emprendida no es muy distinta a la que han seguido países como Chile y Nueva Zelandia. Sin embargo, hay diferencias significativas. Si se observa lo que ha ocurrido en dichos países, hay por lo menos tres lecciones muy claras que se pueden derivar de los profundos cambios estructurales que experimentaron esos países y que, ahora, les están permitiendo alcanzar elevadísimas tasas de crecimiento. La primera lección es que, efectivamente, el ahorro interno es un factor crucial del desarrollo. La segunda es que la recuperación económica no se da inmediatamente después de llevar a cabo ingentes reformas estructurales. Es decir, llevamos diez años de cambios profundos en la estructura económica del país, que resultaron de la apertura, las privatizaciones, la desregulación y, más recientemente, el TLC. Esas reformas obligan al aparato productivo a cambiar de manera radical, pero el tiempo de reacción no es inmediato. Algunas empresas reaccionan casi inmediatamente, pero a otras, quizá la mayoría, les toma años reencontrar el camino. Por ello es muy probable que el retraso en la recuperación haya tenido que ver más con este ajuste de la planta productiva que con cualquier desequilibrio cambiario. Pero la otra lección que se puede derivar, tanto de Chile como de Nueva Zelanda, es que con ahorro externo o con ahorro interno, el ajuste de la planta productiva depende de la claridad de rumbo en la política económica gubernamental, lo que le confiere a los ahorradores, empresarios e inversionistas la certidumbre necesaria para poder realizar en forma eficiente su parte en el quehacer nacional.

 

Con la devaluación de hace un año, nació un choque frontal no sólo entre dos maneras de ver al mundo, sino sobre todo entre dos estrategias de desarrollo. La primera orientada a buscar la concurrencia nacional en torno a los objetivos de reforma que proponía el gobierno; la otra dedicada a construir nuevas estructuras en la sociedad y en la economía, sin las cuales el desarrollo real, con elevadas tasas de crecimiento que resuelvan los problemas esenciales de empleo e ingreso de los mexicanos, sería imposible. En realidad, no debería haber choque entre un objetivo y el otro. Ambos son inherentemente complementarios.  Pero si la estrategia del gobierno anterior era endeble porque dependía de anclas que resultaron inestables, la estrategia del actual gobierno es de alto riesgo porque deja un vacío enorme entre hoy y el momento en que la estrategia diseñada comience a rendir sus frutos. Si los mexicanos tienen tiempo, si el gobierno hace todas las cosas bien y no enfrenta obstáculos como el del IMSS esta semana -y si los mexicanos están dispuestos a concederle el beneficio de la duda al gobierno-, de modo que esta estrategia arroje los beneficios que promete, el país será el gran ganador. Si no, la historia dirá.

El desahorro del IMMS

Luis Rubio

La reforma a la ley en materia de seguridad social ha desatado una tormenta de desinformación. En lugar de análisis, hemos presenciado una interminable serie de monólogos que, en la mayoría de los casos, no llegan al meollo del asunto. El tema de fondo, simple y llano, es que el IMSS está a punto de quebrar, luego de haberse prácticamente agotado el fondo de pensiones para vejez, cesantía y muerte. Lo ideal sería poder resolver ese problema y, al mismo tiempo, crear una base sólida para elevar el ahorro interno. La legislación que está ahora en la Cámara de Diputados responde a la imperiosa necesidad de evitar esa quiebra, pero corre el riesgo de atorarse en su objetivo central.

La historia es muy simple: el IMSS jamás se había tenido que preocupar de su gasto médico y administrativo porque aparentemente tenía ingresos muy superiores a sus gastos. La realidad es que esos ingresos incorporaban partidas que nunca debieron haberse juntado en una gran bolsa de la cual pudiera disponer el IMSS impunemente, pero el hecho es que eso fue lo que ocurrió. Al momento de pagar sus cuotas, los patrones y obreros hacen una contribución a dos fondos separados, cada uno expresamente definido dentro de un fideicomiso, con propósitos distintos. Uno va al pago de las cuotas del servicio médico y el otro a un fondo de pensiones que se va conformando para cuando el trabajador se retira o muere. Para el IMSS, sin embargo, nunca existió distinción entre una cosa y la otra; por ello, el gasto administrativo y en servicios médicos no sólo rebasó los recursos disponibles en su fideicomiso desde hace muchos años, sino que para 1997 éste va a ser mayor que la suma de los dos fondos. En términos legales, los administradores del IMSS han cometido un fraude contra los asegurados pues desfalcaron el fondo de sus pensiones.

El resultado de sucesivas administraciones corruptas y/o irresponsables, es que el IMSS no sólo no constituyó las reservas necesarias para pagar las pensiones que fueron creando los trabajadores a lo largo de su vida productiva, sino que el país ha perdido el beneficio del ahorro que esos fondos habrían generado de haberse manejado con honradez y eficiencia. De esta manera, no sólo están en grave riesgo las pensiones a que los trabajadores tienen derecho, sino que el monto de las pensiones es irrisorio y prácticamente nadie puede vivir de ellas. Es por lo anterior que puede afirmarse que los pensionados que fustigan la iniciativa gubernamental de modificar la naturaleza del sistema de pensiones harían mucho mejor en reclamar lo reducido del monto de las pensiones que perciben y la causa de esa mísera suma, que en oponerse a la posibilidad de corregir el problema de una vez por todas.

Nos encontramos, pues, con una burocracia -en su lado administrativo y en su lado médico- que dispendia dinero que no es suyo. Naturalmente, como buen grupo de interés creado, el sindicato de trabajadores del IMSS organiza marchas y plantones como mecanismos de presión para proteger el enorme privilegio de robarle a todos los asalariados del país los fondos que legítimamente han ahorrado para un retiro o eventual incapacidad, para lo cual recurre al viejo expediente de la soberanía y los símbolos patrios. El problema no es ideológico. Simplemente, las cuentas no cuadran. Si los fondos que iban destinados a pensiones se hubiesen acumulado e invertido a lo largo de los años, el país habría contado con enormes fuentes de ahorro que no sólo habrían permitido evitar las crisis de las últimas décadas, sino que, más importante, habrían generado pensiones mensuales generosas y suficientes para permitirles una vida digna a los pensionados. Como están las cosas, los únicos beneficiarios del sistema de pensiones como hoy existe, han sido los burócratas del IMSS.

La propuesta gubernamental tiene dos facetas. La primera consiste en terminar con la ficción del sistema de pensiones del IMSS. El gobierno propone que todos los fondos destinados a pensiones que hoy acaban en manos del IMSS, se transfieran directamente a cuentas individualizadas por trabajador. De esta manera, la idea es que las contribuciones de cada trabajador se vayan acumulando e invirtiendo a lo largo de los años, para que éste o su familia pueda emplearlos el día en que se retire o muera. El trabajador sabría cuánto dinero tiene y cómo se está invirtiendo. Con ello podría planear su retiro de una manera directamente vinculada al número de años que hubiese trabajado y al sueldo que haya percibido a lo largo de ese tiempo. No hay claridad alguna en la propuesta gubernamental sobre la manera en que se invertirían esos fondos ni sobre la capacidad del trabajador de decidir sobre ese tema, lo cual disminuye su atractivo, pues, en su estado actual, puede presentarse el mismo problema que ha impedido el «despegue» del SAR: muy poca gente conoce el monto individualizado de sus recursos, además de que no es clara la razón por la que éstos deban ser administrados exclusivamente por el propio gobierno.

En las negociaciones entre el gobierno y los diputados, han salido dos nociones sumamente peligrosas. Una es que los fondos sean administrados exclusivamente por el IMSS, lo cual equivaldría a continuar con el manejo fraudulento de antaño. La otra es la que asume que los trabajadores requieren de la tutela gubernamental o sindical, porque no tienen capacidad de discernir por sí mismos. Es decir para muchos diputados los mexicanos son no más que una bola de imbéciles. Por lo anterior, si la ley acaba prohibiendo la existencia de fondos privados para la administración de estos recursos, las llamadas AFORES, la iniciativa acabará siendo irrelevante.

El otro capítulo de la propuesta gubernamental consiste en substituir los fondos que el IMSS, impropia e ilegalmente, extraía del fondo de pensiones, por transferencias directas del erario. Es decir, en lugar de que el IMSS sustraiga dinero directamente del fondo de pensiones, el gobierno va a subsidiar la operación médica y administrativa. Esta idea es una buena noticia para los pensionados futuros, pues sus fondos quedarán a salvo -toda vez que se inviertan con probidad y eficiencia-, pero es una muy mala noticia para todos los mexicanos. En la medida en que el fisco tenga que desviar recursos para el IMSS en lugar de obligarle a operar con eficiencia y a cortar drásticamente sus gastos, otros proyectos van a sufrir. De esta manera, en lugar de ampliar o mejorar los servicios educativos, por dar un ejemplo obvio, el IMSS va a recibir un subsidio orientado no a mejorar sus servicios, sino a mantener los privilegios de su burocracia.

 

Alternativas a un esquema fallido

Luis Rubio

Hemos llegado a un punto crítico para la economía y para el país en general. Es un punto crítico porque la política económica, por acertada que pudiese haber sido en su concepción de entrada, no ha rendido frutos. Si algo, las expectativas son mucho peores hoy de lo que eran hace diez meses. La percepción de incertidumbre crece en forma cada vez más preocupante. Esto genera desaliento y enojo entre la población, lo que hace que se empiecen a contemplar, como si fuesen normales y naturales, salidas a la crisis que son por demás peligrosas, por no decir aterradoras.

La situación económica se agrava día a día. Por el lado político, si bien hay una patente mejoría en la relación entre los partidos, nadie puede negar el simple hecho de que la mayoría de los mexicanos está llegando a niveles peligrosamente elevados de desesperación, lo cual puede fácilmente convertirse en la mecha que pudiesen prender grupos extremos con intereses propios, para su propio beneficio. La percepción de mejoría -o, al menos, de no empeoramiento- que parecía consolidarse hacia mediados de año, se ha venido desvaneciendo como producto de decisiones tardías o mal tomadas y, en ciertas instancias, de falta de decisiones y definiciones, combinadas con una actitud obcecada de rechazo absoluto a contemplar la realidad. La escena se va complicando porque parece cada vez más generalizada la sensación de que el país no tiene salidas y que vamos, irremediablemente, en dirección al caos.

La realidad, sin embargo, es que hay salidas -varias salidas. Como todo en la vida, no todas las opciones son buenas o igualmente atractivas, pero hay opciones. Las opciones dependen de tres condiciones: primero, del diagnóstico que se haga del problema. Segundo, de la visión que se tenga del futuro y de la capacidad y disposición política a emprender caminos difíciles y que, en algunos casos, pudiesen entrañar elevados riesgos. Y tercero, de las preferencias políticas e ideológicas de cada quien. En algunas ocasiones, estas condiciones son explícitas, pero casi siempre son ignoradas, a pesar de que siempre están presentes.

En el momento actual nos encontramos con un diagnóstico equivocado del problema financiero que enfrenta el país desde que estalló la crisis; con una disposición a instrumentar un programa económico y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, a pesar de la alta probabilidad de que hubiese sido errado el diagnóstico inicial; y con un conflicto ideológico entre varias posturas, dentro del gobierno, entre los partidos y en la sociedad en general, sobre cuál es el camino que debiera adoptarse. Esta indefinición, sumada al diagnóstico inicial errado, nos está llevando en picada, sin mayor probabilidad de que, en el camino, se logre alcanzar la indispensable recuperación de la economía.

El diagnóstico fue errado esencialmente porque no se ha querido reconocer que el país, desde 1994 y por buenas razones, enfrenta un problema grave de falta de confianza. La violencia del año pasado, las soluciones temerarias a la fuga de capitales que esa violencia generó y el empecinamiento del actual gobierno por modificar el esquema anterior -incluyendo al ancla medular de toda la política económica, que era la certidumbre-, llevaron a la devaluación de diciembre y al creciente deterioro que hemos experimentado a lo largo del año. En lugar de reconocer el problema de confianza y de buscar construir sobre una estructura económica que se encontraba -aun cuando con problemas- esencialmente sana, seguimos en una espiral que parece incontenible por el simple hecho de que todas las acciones gubernamentales han fallado en enfrentar el problema de la confianza. Lo que es más, todas las acciones y declaraciones del gobierno demuestran no sólo que no le preocupa la confianza y la certidumbre como problemas, sino que se culpa a la población de su existencia. El gobierno no reconoce que su principal función como gobierno por encima de cualquier otra cosa, es la de crear un ambiente de certidumbre que genere confianza entre la población.

La senda adoptada implica un conflicto permanente al interior del gobierno sobre los temas centrales de la política económica (como ha venido ocurriendo en materia cambiaria), una perseverancia impresionante en el esquema fiscal en general y un rechazo absoluto a cualquier solución fuera de una ortodoxia encasillada por un diagnóstico errado y una falta de imaginación asombrosa. Es por esto que, con la estrategia adoptada, es muy probable que vayamos cada vez más rápido en dirección a un muro sólido, del cual hay cada vez menos escapatoria. Frente a eso, parece haber dos alternativas.

La primera, la que dependería de un milagro tras otro, sería repetir el entuerto de los ochenta: abandonar toda esperanza de recuperar la estabilidad cambiaria y adentrarnos en el mundo de la fantasía económica; aceptar la inflación como un factor inevitable; bajar artificialmente las tasas de interés; y pretender arrancar la economía al margen de lo que ocurra en el resto del mundo. Este esquema, una versión renovada de lo que hizo Alan García en su momento en Perú, permitiría un respiro inmediato, sólo para llevarnos a un caos incontenible después. A pesar de todos los empresarios y políticos que sueñan con este mundo milagroso, es encomiable que el gobierno haya evitado caer en esta trampa fácil.

La alternativa sería la de reconocer el error de diagnóstico y dedicarnos a enfrentar el problema de una vez por todas. Esto implicaría aceptar que hay un serio problema de confianza que no se va a resolver por sí mismo y que la economía mexicana no va a salir sin una inyección de algo así como cincuenta mil millones de dólares, que es el tamaño del agujero que tienen las finanzas nacionales. Sin afán de pretender ser exhaustivo, me parece que hay dos maneras de lograr lo anterior o una combinación de ambas. Una posibilidad residiría en adoptar el dólar como moneda a través de una unión monetaria, con lo cual desaparecería el problema de la confianza en la moneda. De alcanzarse una negociación verdaderamente exitosa en este plano, se podría lograr que la economía mexicana iniciara su recuperación literalmente de la noche a la mañana. La otra posibilidad, dependiente exclusivamente de nosotros, residiría en vender los activos que tiene el gobierno -es decir, las empresas paraestatales- y generar con ello los fondos necesarios para resarcir el daño y amortizar una buena parte, si no es que el total, de nuestra deuda externa. La pregunta es si el gobierno va a aferrarse no sólo a su dogmatismo económico, sino también al dogmatismo histórico de los gobiernos postrevolucionarios.

Ninguna de estas opciones va a ser popular entre los críticos de la política económica. Sin embargo, es tiempo de empezar a reconocer que o la economía arranca o el país se hunde. Peor, si la economía se hunde, como parece inevitable en la situación actual, podría hundirse el gobierno y lo poco de la estructura institucional que nos queda. Es tiempo de decisiones duras y no de seguir pretendiendo que no pasa nada y que la recuperación está a la vuelta de la esquina.

 

Electores maduros

Luis Rubio

Los mexicanos son más inteligentes que sus políticos. Así lo demostraron una y otra vez en las elecciones del domingo pasado. Todos los intentos -partidistas y gubernamentales- por manipular las preferencias de los votantes resultaron infructuosos. La misma suerte corrieron los malos gobiernos, que fueron apaleados por los votantes. Los buenos gobiernos, como es de esperarse de una ciudadanía que sabe discriminar, fueron premiados una y otra vez. Pero las elecciones sí anunciaron y confirmaron cambios fundamentales que están teniendo lugar en el sistema político mexicano

Quizá lo más notable de las elecciones del 12 de noviembre fue que, finalmente, parece que logramos abandonar los pleitos de antaño y podemos tener procesos electorales de los cuales estar orgullosos. Virtualmente no hubo un solo reclamo sobre las reglas electorales en los días o meses previos a la elección, ni ha habido disputa alguna sobre los resultados. Los partidos se comportaron como organizaciones promotoras de ideas y causas políticas, en tanto que el gobierno cumplió su cometido como organizador de los procesos electorales de una manera imparcial y honesta. En otras palabras, parece que finalmente logramos romper el mito de que no es posible tener elecciones limpias, respetadas y tranquilas. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que esta mejoría no satisface a todo mundo.

Más allá de los avances y retrocesos relativos de unos partidos y de otros, hay cuatro tendencias particularmente significativas que merecen ser analizadas con detenimiento. En conjunto, estas tendencias indican que el sistema político mexicano está evolucionando de una manera vertiginosa, y desmitifican muchas de las premisas de los críticos a la evolución gradual que de hecho experimenta la política mexicana. Si algo fue sobresaliente en estas elecciones es, precisamente, el hecho que la política mexicana está evolucionando y lo está haciendo porque la ciudadanía ha tomado las riendas del proceso.

La primera tendencia significativa fue que el país efectivamente está transitando de un sistema político unipartidista y propenso al fraude electoral permanente, hacia un sistema de competencia electoral, donde los partidos políticos -donde se les permite operar- cumplen su función de una manera pragmática y responsable. El panorama electoral del país muestra una diversidad de partidos gobernando ciudades y estados que no guarda parangón con ninguna etapa previa de nuestra historia. Particularmente significativo es el hecho de que el PRD haya logrado avances en estados como Sinaloa y Tamaulipas, lo cual destruye mucho de la mitología prevaleciente que parte del supuesto que ese partido está condenado a etancarse en no más de una o dos entidades del país. De la misma manera, en Michoacán se demostró que el PRI no está condenado a perder todas y cada una de las elecciones que vengan. Por todo ello, al menos en el terreno electoral, el país está avanzando de una manera imparable y, mucho más significativo, de una manera totalmente pacífica.

La segunda tendencia, que no es nueva pero que se acentuó en esta ocasión, tiene que ver con la polarización creciente entre las zonas urbanas y las zonas rurales. En términos generales, el PAN arrasó en las zonas urbanas, llevándose prácticamente todas las capitales y ciudades grandes que estaban en disputa, en tanto que el PRI, y en unos cuantos casos el PRD, se llevó todas las zonas rurales. Esta polarización demuestra que la base del PRI es fuerte y sólida, pero no duradera. En la medida en que se acelere todavía más la urbanización del país -una tendencia irreversible que lleva cinco décadas-, la población que antes era rural se politizará más, se verá sometida a la abierta competencia partidista y se despojará de sus viejas lealtades, todo lo cual perjudicará la fortaleza electoral tradicional del PRI. Estas son buenas noticias para el PAN, un partido urbano que ha sabido cosechar, como nadie, los frutos del desgobierno priísta y de la crisis actual. Pero también pueden ser malas noticias para la estabilidad del país, toda vez que subsisten muchos grupos dentro del PRI que pierden cada vez más posiciones y que no están siendo incorporados en el proceso de cambio.

La tercera tendencia evidente en estas elecciones demuestra que la población sabe lo que hace y no es un mero borrego que se somete a las mieles de la oposición, por el solo hecho de que es oposición. En Puebla el PRI no ganó, independientemente de la campaña que realizó el gobernador, lo cual demuestra que la población sabe decidir por su propia cuenta y que todo el arguende organizado por el PAN y el PRD no fue necesario ni relevante. En Michoacán el PRI ganó, al menos en parte, porque el gobernador saliente ha hecho una labor impecable. Luego de varios gobiernos corruptos, manipuladores y abusivos, los michoacanos le otorgan una calificación de entre ocho y diez al gobernador actual, según las encuestas publicadas. En un país en el que no existe la posibilidad de reelección, los votantes no tienen otra manera de elegir a sus gobernates que la de observar el comportamiento de sus partidos. Cuando un gobernador o presidente municipal es bueno, la gente lo premia eligiendo como sucesor a un miembro de su mismo partido. Por lo mismo, los conflictos dentro del PRD le impidieron generar confianza para su candidato. En este sentido, sería mucho mejor que hubiese la posibilidad de reelección pero, a falta de ella, es muy claro que la ciudadanía reconoce al buen gobierno y lo premia o castiga según su desempeño.

Finalmente, la cuarta tendencia que me parece significativa es la que se pudo observar en el Distrito Federal. Los habitantes de la ciudad de México optaron por reprobar un esquema de pseudogobierno que no convenció a nadie. Según las llamadas de personas del más variado origen que fueron relatadas en la radio y en algunos diarios, la abstención que se dio en la ciudad de México nada tuvo que ver con un desinterés o falta de politización. Más bien, los habitantes del DF parecen haber rechazado todo el esquema de «consejeros ciudadanos» por varias razones muy concretas; a muchos les molestaba que se le fuera a pagar a estos «consejeros»; muchos otros simplemente no entendieron para qué se quiere una Asamblea de Representantes y un Consejo Ciudadano o en que se diferencian; la mayoría no tenía idea de quiénes eran los candidatos o cuales eran sus objetivos. A lo anterior se suma la conclusión más obvia: en ausencia de los partidos, no hubo nadie que realizará la función inherente a estas instituciones, que es precisamente la de diseminar información, promover el voto y darle contenido ideológico y político a la función de gobernar. Los capitalinos rechazaron el proyecto trunco de democracia y se dieron cuenta de que se les quería dar atole con el dedo.

Todas y cada una de estas tendencias muestra que los mexicanos no son tontos ni ignorantes y que sí saben lo que quieren y pueden juzgar con toda objetividad el desempeño de sus gobernantes. No se dejan manipular por los partidos pero, al mismo tiempo, requieren de éstos para participar activa y seriamente en los comicios. Todavía más importante, las elecciones demostraron que el país está cambiando para bien y de una manera tranquila y pacífica. Los partidos parecen haber reconocido estos cambios y estas tendencias y evidenciaron no sólo una capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias, sino una disposición a seguir avanzando. Contra todos los pronósticos, algunos consensos ya existen, en la realidad.

Pero el avance en el terreno electoral no ha venido aparejado por avances semejantes en el proceso propiamente político. Sigue habiendo un sinnúmero de cuentas pendientes y de grupos e intereses que reclaman los privilegios que se arrastran del viejo sistema y que no van a desaparecer sin más. Además de la recuperación económica, la estabilidad política va a depender en parte de que se mantenga el exitoso curso que se evidenció el pasado domingo, pero también de que se resuelvan o, por lo menos, que se neutralicen los grupos e intereses que están perdiendo en el proceso y que, muy probablemente, algo tuvieron que ver con la violencia del año pasado.

 

Las consecuencias de la desconfianza

Luis Rubio

La debacle en los mercados financieros evidencia una creciente agudización de la desconfianza que los productores, ahorradores e inversionistas han tenido respecto a la capacidad gubernamental desde la devaluación en diciembre pasado. La desconfianza es un fenómeno fundamentalmente psicológico, con enormes consecuencias económicas, que ahora amenaza con tornarse, además, en político. Ese es el mayor riesgo que el gobierno enfrenta en la actualidad.

El país está transitando por dos complejos procesos de reforma, uno en la economía y otro en el sistema político. Si bien ha habido enormes altibajos y mucho ruido en el proceso político, éste sigue avanzando y, desde hace unos días, parece finalmente haber iniciado una dinámica promisoria. De consolidarse los avances logrados en el ámbito de las negociaciones en materia electoral, como todo parece indicar que ocurrirá, no es imposible que se cumpla el objetivo propuesto por el presidente de alcanzar avances substanciales en el tema más amplio de la llamada reforma política. Los temas incluidos en la agenda de reforma política -poder judicial y poder legislativo, partidos y gobierno, medios masivos de comunicación, y libertad de expresión, municipios y federalismo, etc.- son tan fundamentales, que cualquier avance significativo que ahí se logre no podría ser más que positivo.

Por lo anterior, a pesar de los ruidos y gritos que surgen del ámbito político, los avances parecen ser mayores que los retrocesos. Desde esta óptica, si comparamos a México con casi cualquiera de los países que han atravesado por procesos de cambio tan agudo como el que ahora nos toca vivir a nosotros, la realidad es que, hasta ahora, con todos sus problemas, el nuestro es un proceso bastante tranquilo y eficiente. A muchos esta afirmación les parecería excesiva; sin embargo, si uno compara la realidad política mexicana con la de países como Sudáfrica, Rusia, España, Grecia, Portugal, Egipto, Chile, Brasil, etc., la transición por la que estamos pasando ha sido menos violenta que la de casi cualquiera de estos ejemplos. Cada uno de esos países tuvo o está teniendo altibajos pero, bajo esta óptica comparativa, no vamos tan mal. Donde si estamos muy mal, con graves amenazas al proceso de transición política, es en la economía.

Por compleja que sea la problemática política, el mayor problema político del país no viene del lado político, sino del lado económico. La inestabilidad económica ha destruido expectativas, ha provocado una profunda recesión, ha causado niveles bestiales de desempleo y ha hecho perder todo sentido de dirección a empresarios, ahorradores, empleados, inversionistas y trabajadores. Peor, ha hecho que el gobierno sea percibido como incapaz, con la consecuencia de que se ha creado un clima de desconfianza que parece empeorar de una semana a la siguiente.

La política económica no ha sido consistente, ha cambiado a cada rato y no ha logrado responder a las preocupaciones de los diversos agentes económicos. De hecho, parecería que se están experimentando ideas que, desde los setenta, han probado ser contraproducentes. En una palabra, la economía va a la deriva y nada parece contenerla. Caldo de cultivo propicio para cualquier rumor.

El síntoma más evidente de la debacle económica es la política cambiaria. El gobierno simplemente no ha podido definir y aplicar una política cambiaria que funcione; no hay unanimidad en la política gubernamental y eso genera tensiones, conflictos y una crisis permanente. Los economistas y funcionarios discuten mucho sobre los méritos de distintas políticas cambiarias. Unos abogan por un tipo de cambio fijo, en tanto que otros desean una flotación libre; unos quieren un tipo de cambio subvaluado, en tanto que otros quieren regresar a un sistema de bandas. Ciertamente algunas opciones de política cambiaria son mejores que las otras, pero el peor de todos los mundos es no adoptar una y ceñirse a ella por encima de cualquier cosa. Por ello, independientemente de los méritos que cada uno de estos regímenes cambiarios pudiese tener, o de las bondades que traería consigo, el primer gran problema que tenemos es de indefinición: nadie sabe cual es la política cambiaria y, cuando finalmente parece definirse una específica, alguien, en el propio gobierno, se encarga de desacreditarla y hacerla irrelevante de inmediato.

La política cambiaria es crucial porque ahí confluyen las expectativas, la actitudes, las preocupaciones y los temores de los mexicanos. Los productores, ahorradores e inversionistas saben bien que ese indicador resume fielmente la percepción no sólo de los vilipendiados especuladores, sino de buena parte de la población mexicana. Obviamente, más que el tipo de cambio, hay otras cosas que son cruciales para los mexicanos, como la producción, el empleo, los ingresos y demás; pero el tipo de cambio -y, sobre todo, la política cambiaria- han sido, por décadas, un buen barómetro de todos estos indicadores económicos y, sobre todo, de las expectativas políticas.

En la actualidad, se están disputando básicamente dos políticas: una de una subvaluación permanente (aunque nadie sabe como se logra eso) y otra de libre flotación. Hace un par de semanas el gobierno hizo una declaración pública en la que adoptaba, en forma contundente, la política de cambio flotante. De inmediato, sin embargo, nos encontramos con que la Secretaría de Hacienda se dedicó a amedrentar a todos los operadores en el mercado cambiario nacional; ahora resulta que está tratando de crear un fondo de estabilización (¿será para manipular la supuesta política cambiaria de libre flotación o para crear un virtual control de cambios?); y, finalmente, sigue comprando y vendiendo a través de terceros.

Si el gobierno no puede definir la política cambiaria u otras políticas clave que permitan retornar a la estabilidad y al crecimiento, ¿cómo espera que los demás le crean, confien en sus acciones o reconozcan la bondad de sus decisiones? La desconfianza no es gratuita: es producto de la indefinición, de la incertidumbre y de la falta de coherencia en las decisiones gubernamentales y de la torpeza con que éstas se instrumentan. Hasta que eso no cambie, ningún nivel de tasas de interés o control explícito o implícito de cambios va a resolver el problema. Peor, ¿no habíamos ya pasado por éstas y habíamos aprendido la lección?

En este sentido, a menos de que el gobierno pretenda llevarnos a una economía planificada, sería más sano resolver el problema de fondo -la desconfianza-, que inventar toda clase de subterfugios artificiales. Pretender que se puede ignorar la existencia de este fenómeno o que no es culpa directa de las acciones gubernamentales no es distinto a tratar de tapar el sol con un dedo.

La consecuencia de todo esto es una incertidumbre permanente, que no se limita al ámbito cambiario, sino que afecta todo: desde las expectativas hasta la producción. Nadie sabe a que atenerse y nadie sabe qué va a pasar. La acumulación de estas incertidumbres se va apilando hasta convertirse en un fenómeno político. Cuando se llega a ese punto, la incertidumbre económica bien podría amenazar la estabilidad política.

La desconfianza respecto a la política económica del gobierno se agudiza día a día. La desconfianza crece porque la política económica es inadecuada, porque no responde a la realidad y necesidades del país. No se origina en conspiraciones sino en errores de política y en un dogmatismo gubernamental que es incompatible con la complejidad real de nuestra economía. Esta situación tiende a reducir opciones y a causar una crisis tras otra. Lo que era posible en enero ya no es posible ahora. De la misma manera, las opciones para recobrar la estabilidad y la confianza que hay ahora seguramente no estarán presentes en los próximos meses.

Por ello, es imperativo y urgente definir la política cambiaria, con miras a recobrar la credibilidad de la población y la confianza de los ahorradores, sobre todo a la luz de la rápida descomposición que es palpable y que bien podría acabar por revertir los indicadores económicos de que está tan orgulloso el gobierno. Sin confianza, la debacle económica podría acabar siendo política, precisamente en el momento en que, paradójicamente, comienzan a advertirse avances significativos en el proceso de reforma política.

 

Transición en tres niveles

El gran problema de la transición política de  la que mucho se habla radica en que es prácticamente imposible definirla.  La palabra transición sugiere un movimiento de un lugar a otro, un cambio de estado.  En un sentido abstracto, es muy claro que quienes hablan de transición se refieren a un cambio cualitativo en el sistema político, pero es más fácil reconocer o pretender un cambio que precisar en qué debe consistir esa transición o cómo se puede lograr.

 

Si uno compara las definiciones -explícitas o implicitas- de todos los que discuten el tema de la llamada “transición mexicana”, lo único que queda claro es que nadie emplea la misma definición.  Más notorio es que no existe consenso alguno sobre el punto de partida o sobre el punto de llegada.  Es decir, si transitar quiere decir cambiar o ir de un punto A a un punto B, lo menos que sería necesario tener para poder llegar a buen puerto sería un acuerdo sobre qué es lo que se va a cambiar y qué es lo que se pretende construir.  Viendo esta enorme carencia es fácil explicar  porque hay tanta reticencia dentro del gobierno y del PRI a esposar un concepto que, desde su perspectiva, lo único que entraña es la substitución de lo que existe por cualquier otra cosa, pero sin ellos.

 

Las transiciones tienen, casi por naturaleza, un elevado contenido de incertidumbre.  La noción de abandonar algo conocido -bueno o malo, estable o inestable- ya de por sí trae una elevada carga de dudas. Si a eso se le agrega la ausencia de un objetivo preciso, de pasos intermedios concretos, de compromisos claros y exigibles durante el proceso de tránsito, la incertidumbre se vuelve inmanejable.  Todavía más incierto se torna el proceso si nada atenúa la percepción de quienes detentan el poder y de quienes se benefician de éste (sobre todo en la forma desmedida en que con frecuencia ocurre en México), de que el único propósito de una transición es desbancarlos, juzgarlos y sentenciarlos.  En otras palabras, a menos que una transición busque conferir certidumbre -tanta como sea posible- a los que exigen la transición misma, a los que podrían ganar como resultado de ello, pero también -y sobre todo- a los que podrían perder en el proceso, la transición tiene mínimas posibilidades de ser exitosa.  Si no todos perciben que pueden ser ganadores, nadie va a participar en el proceso.

 

En nuestro caso, el primer obstáculo a la transición reside en la total falta de consenso sobre el punto de partida.  Si uno analiza y compara el diagnóstico sobre la situación actual y su origen -de lo que parten los diversos partidos políticos, los analistas y comentaristas, los políticos y los periodistas-, parecería que cada uno habla de otro país.  Muy pocos analizan el problema; la mayoría presenta un diagnóstico basado en una perspectiva ideológica o partidista, siempre maniquea.  Algunos emplean términos peyorativos, en tanto que otros simplemente se niegan a analizar la realidad actual, casi como si pretendieran que ésta no existe.  Esto lleva a conclusiones con frecuencia muy peligrosas, pues descuentan factores reales de poder, ignoran las sutilezas que hacen posible la viabilidad económica o simplemente rechazan todo lo existente, Es decir, las posturas extremas tienden a ser sumamente destructivas porque no contemplan las necesidades no sólo económicas, sino también políticas de las empresas para funcionar bien, así como el hecho de que sí existen políticos y partidos que efectivamente representan a segmentos de la población.  El que muchas reglas del juego o mecanismos generadores de consenso no funcionen no implica que todos han dejado de ser operantes o que no son necesarios.

 

Por todo lo anterior, la única posibilidad en que una “transición” pudiese ser efectiva en el país en la actualidad sería aquella que lograra tres cosas.  Primero, conferir certidumbre a todos los actores políticos.  Dado que parece prácticamente imposible lograr un consenso sobre el punto de partida e, incluso, sobre la legitimidad de todos los actores que tienen que participar en el proceso -los partidistas y los políticos en general-, la única posibilidad de lograr generar certidumbre es acordando las reglas que regirán sobre el proceso de cambio.  Es decir, si no hay acuerdo sobre el punto de partida o sobre el de destino final, lo que tiene que haber es consenso absoluto sobre  lo que se vale y lo que no se vale en el proceso de cambio, sobre las penas y castigos a los que violen esas reglas y sobre la respetabilidad absoluta e inherente de todos los que se sometan a las reglas por el hecho mismo de hacerlo, sean estos zapatistas, perredistas, priístas, panistas o ciudadanos a título individual o grupal.  Un acuerdo sobre las reglas permite una cosa muy simple: hace posible que la población escoja a sus gobernantes y representantes sin que tal opción ponga en entredicho la estabilidad del país. En otras palabras, sin reglas de juego no sólo no hay transición, sino que hay todos los incentivos para bloquearla, obstaculizarla y, en una palabra, hacerla imposible.

 

El segundo requisito para que la transición pudiese ser efectiva residiría en un compromiso general a trabajar dentro de los marcos institucionales vigentes.  La propensión del sistema político en los últimos años ha sido la de minar o destruir instituciones y substituirlas por toda clase de subterfugios que no sirven.  Es mucho mejor utilizar lo que existe como base de acción, por inadecuado que pudiese parecer, que pretender anclar un cambio político de enormes magnitudes en comités, hombres venidos del cielo o la virgen de Guadalupe.  La transformación institucional debe ocurrir desde, y no al margen, de las instituciones existentes.  Sin ello, el caos que se produciría haría de Yugoslavia un ejemplo de paz social y política.

Finalmente, ninguna transición puede ser exitosa si no se acuerda el objetivo y si no se logra un consenso sobre lo que hay que lograr en el proceso.  Sobre este punto hay toda clase de visiones, que van desde el uso de términos abstractos, como el de democracia, hasta la pretensión de que lo importante es la transición y no el punto de llegada.  En cierta forma, el objetivo de la transición en nuestro caso es bastante fácil de precisar: lo imperativo es transferir las funciones históricas clave del PRI (que ya no cumple) a la sociedad y al sistema político. Estas funciones tienen que ver con la resolución de disputas, con la transmisión pacífica del poder y con la representación de la población.  La reforma política podría empezar por sentar las bases para esta transferencia de funciones, como sustento de una negociación política más amplia.

 

Ninguna transición es fácil y, si uno ve al resto del mundo, la mayoría no son particularmente exitosas.  Las que sí lo son se caracterizan por consensos claros sobre las reglas del juego en el proceso de cambio y sobre el objetivo que se pretende alcanzar.  Sin ello, la transición no será más que otro factor destructivo en el momento actual del país.  Por ello, dada nuestra dinámica política-económica, más vale que cualquier transición que se emprenda sea exitosa desde el principio.

Cambio de modelo, la alternativa

Luis Rubio

A lo largo de los últimos diez años la economía mexicana ha experimentado el profundo efecto de un cambio en la política económica general. Lo que no ha cambiado, sin embargo, es lo que los economistas llaman el «modelo de desarrollo». Aunque la diferencia entre uno y otro pudiese parecer trivial, el enorme desajuste que padece la economía mexicana bien podría ser el resultado de la falta de congruencia entre estos dos conceptos.

La reforma de la economía, que se inició hace exactamente una década, ha consistido esencialmente en la modificación de los parámetros de la acción gubernamental en la economía. Antes, el gobierno protegía a la industria nacional a través de prohibiciones a la importación libre de productos, así como de un conjunto de trabas a la inversión extranjera. Además, el gobierno substituía o absorbía empresas del sector privado siempre que le era conveniente, subsidiaba a sus empresas favoritas y controlaba precios al por mayor. Hoy en día, aunque persisten muchos de los viejos vicios y todavía quedan demasiados sectores y activiades protegidos, el gobierno tiene un enfoque radicalmente distinto. Aunque no ha logrado crear el clima de certidumbre que requiere la inversión, ahora promueve activamente la inversión privada, nacional y extranjera, obliga a la mayoría de las empresas a competir con importaciones y, aunque tímida e intermitentemente, promueve las exportaciones. En lugar de proteger a las empresas industriales, la política económica las obliga a competir y, en vez de subsidiarlas, intenta cobrarles íntegramente los impuestos a que están obligadas.

El cambio de política gubernamental ha sido, evidentemente, muy profundo. El efecto sobre la economía mexicana ha sido notable, tanto por los beneficios que se han logrado, como por los enormes costos, económicos y sociales, que han pagado muchísimas empresas y sus empleados. Por el lado de los beneficios, las exportaciones mexicanas han venido creciendo en forma nada menos que espectacular en estos años. De un comercio internacional total que apenas alcanzaba los treinta mil millones de dólares en 1982, este año probablemente rebasará la marca de los 180 mil millones. Antes, las exportaciones representaban el 2% de la actividad económica, en tanto que hoy son cerca del 25%. Con todas las dificultades que el país enfrenta, estos números sugieren que hay mucha salud y vitalidad en una parte importante de la economía.

Pero el otro lado de la moneda no se puede despreciar o disminuir. La economía mexicana se ha dividido en dos grandes grupos: los que exportan y que no se dan abasto, y los que no han podido o sabido competir con las importaciones y que, en términos generales, están en condiciones desastrosas. La gran mayoría de las empresas, en términos absolutos, se encuentran en una situación muy difícil porque sus productos son menos buenos y, típicamente, más caros que los de importación. No hay duda que, en muchos casos, la situación descrita puede deberse a las llamadas prácticas desleales de comercio, pero, en la mayoría de los casos, se trata de la ausencia de habilidad empresarial, la cual se agudiza por las prácticas monopólicas y el abuso burocrático que todavía son la regla y no la excepción.

Al cambiar la política económica para abrir la economía, el gobierno partió de una premisa que ha probado ser errada. Esa premisa era que el gobierno define la política y la economía en su conjunto se ajusta más o menos automáticamente, a esa nueva política. En realidad, sólo un pequeño número de empresas y empresarios comprendieron el reto que el cambio de política económica entrañaba y se dedicaron a enfrentarlo, con enorme éxito. Los demás no lo supieron hacer, no lo pudieron hacer, no contaron con los medios necesarios, o, simplemente, no quisieron hacerlo. Por ello, independientemente de las preferencias individuales, es evidente que la premisa de que las empresas se adaptarían en forma natural no fue realista. En consecuencia, es imperativo dar el siguiente paso en la política económica, paso que consistiría en cambiar el modelo de desarrollo, buscando recobrar la coherencia política que hizo posible y exitoso, en su momento, el desarrollo estabilizador.

El cambio de política económica de los últimos años no vino acompañado de la labor política necesaria para crear un consenso, ni de la transformación de la sociedad y de todos aquellos aspectos relevantes para el éxito económico. Simplemente cambiaron las políticas gubernamentales, pero prácticamente no se hizo nada por transformar a los factores de la producción, la educación o la infraestructura, de modo tal que esas medidas surtieran el efecto esperado. A diferencia de lo que se hizo, el gran éxito del llamado «desarrollo estabilizador» fue precisamente que todas las acciones públicas y privadas estaban perfectamente empatadas. En este sentido, ese modelo de desarrollo confería claridad de propósito y una definición muy precisa de objetivos tanto al gobierno como a la sociedad en general, lo que lograba un consenso político sin parangón en la actualidad. Esa visión de conjunto no existe en hoy en día. Por ello, el riesgo de que la economía continue descarrilándose una y otra vez sigue siendo muy grande.

El modelo que el país tiene que adoptar es el de una economía exportadora. Este es un concepto mucho más amplio que la idea de que algunas empresas exporten. Se trata, como ha ocurrido en Chile y en el sudeste de Asia, de crear una plataforma nacional orientada a generar exportaciones y a involucrar a todos los sectores y actividades hacia ese objetivo. Es decir, se trata de mucho más que un conjunto de políticas gubernamentales, pues implica una enorme labor transformadora en ámbitos tan diversos como la educación, la infraestructura, la inversión privada, el desarrollo de tecnología, el acceso a la información y la promoción gubernamental de la integración industrial. Esto implicaría que toda la población se abocaría, cada quien en su ámbito de competencia, a hacer posible un creciente nivel de exportaciones en los sectores en que México pudiese competir. Más que nada, la existencia de semejante claridad de objetivo obligaría a todo mundo a concentrar su esfuerzo: los burócratas sabrían que se espera de ellos; los empresarios reconocerían que no tienen alternativa alguna: o se incorporan al proceso o se pierden; el gobierno promovería la revitalización de la planta productiva por medio del desarrollo de relaciones de proveedores hacia las empresas que ya exportan con éxito, la educación adquiriría el sentido de urgencia que hoy en día no existe, y así sucesivamente. En pocas palabras, todo mundo sabría a que atenerse y se dedicaría a funcionar de la manera más productiva. Pero el común denominador de todo lo anterior sería la existencia de una definición política muy clara, misma que sólo puede ser producto de una intensa labor, tanto política como económica, por parte del gobierno. Sin ello, no hay nada.

En la coyuntura actual, la única manera de salir adelante es por la vía de la exportación. Esto no lo va a lograr un tipo de cambio más alto o más bajo, sino un entorno de estabilidad económica donde sea claro para todos los mexicanos qué es lo que se persigue lograr y qué se espera de cada uno en el proceso. Es decir, se requiere de un gobierno activista, en el ámbito tanto económico como político, que genere un sentido de propósito al que todos los mexicanos se puedan sumar. Sólo un consenso así permitiría recuperar el dinamismo que caracterizó al desarrollo estabilizador y, con ello, la recuperación económica de largo plazo. Esto implica que el esfuerzo gubernamental debe concentrarse en darle forma al indispensable consenso social y político en torno al modelo de exportación, en lugar de profundizar las diferencias que hoy lo acosan en materia de política económica y de falta de dirección, que se evidencian en forma cotidiana en el desempeño de los mercados y en la enorme masa de desempleados e insolventes que requieren de la oportunidad de salir adelante y de una política económica capaz de generar tal oportunidad.