Luis Rubio
La debacle en los mercados financieros evidencia una creciente agudización de la desconfianza que los productores, ahorradores e inversionistas han tenido respecto a la capacidad gubernamental desde la devaluación en diciembre pasado. La desconfianza es un fenómeno fundamentalmente psicológico, con enormes consecuencias económicas, que ahora amenaza con tornarse, además, en político. Ese es el mayor riesgo que el gobierno enfrenta en la actualidad.
El país está transitando por dos complejos procesos de reforma, uno en la economía y otro en el sistema político. Si bien ha habido enormes altibajos y mucho ruido en el proceso político, éste sigue avanzando y, desde hace unos días, parece finalmente haber iniciado una dinámica promisoria. De consolidarse los avances logrados en el ámbito de las negociaciones en materia electoral, como todo parece indicar que ocurrirá, no es imposible que se cumpla el objetivo propuesto por el presidente de alcanzar avances substanciales en el tema más amplio de la llamada reforma política. Los temas incluidos en la agenda de reforma política -poder judicial y poder legislativo, partidos y gobierno, medios masivos de comunicación, y libertad de expresión, municipios y federalismo, etc.- son tan fundamentales, que cualquier avance significativo que ahí se logre no podría ser más que positivo.
Por lo anterior, a pesar de los ruidos y gritos que surgen del ámbito político, los avances parecen ser mayores que los retrocesos. Desde esta óptica, si comparamos a México con casi cualquiera de los países que han atravesado por procesos de cambio tan agudo como el que ahora nos toca vivir a nosotros, la realidad es que, hasta ahora, con todos sus problemas, el nuestro es un proceso bastante tranquilo y eficiente. A muchos esta afirmación les parecería excesiva; sin embargo, si uno compara la realidad política mexicana con la de países como Sudáfrica, Rusia, España, Grecia, Portugal, Egipto, Chile, Brasil, etc., la transición por la que estamos pasando ha sido menos violenta que la de casi cualquiera de estos ejemplos. Cada uno de esos países tuvo o está teniendo altibajos pero, bajo esta óptica comparativa, no vamos tan mal. Donde si estamos muy mal, con graves amenazas al proceso de transición política, es en la economía.
Por compleja que sea la problemática política, el mayor problema político del país no viene del lado político, sino del lado económico. La inestabilidad económica ha destruido expectativas, ha provocado una profunda recesión, ha causado niveles bestiales de desempleo y ha hecho perder todo sentido de dirección a empresarios, ahorradores, empleados, inversionistas y trabajadores. Peor, ha hecho que el gobierno sea percibido como incapaz, con la consecuencia de que se ha creado un clima de desconfianza que parece empeorar de una semana a la siguiente.
La política económica no ha sido consistente, ha cambiado a cada rato y no ha logrado responder a las preocupaciones de los diversos agentes económicos. De hecho, parecería que se están experimentando ideas que, desde los setenta, han probado ser contraproducentes. En una palabra, la economía va a la deriva y nada parece contenerla. Caldo de cultivo propicio para cualquier rumor.
El síntoma más evidente de la debacle económica es la política cambiaria. El gobierno simplemente no ha podido definir y aplicar una política cambiaria que funcione; no hay unanimidad en la política gubernamental y eso genera tensiones, conflictos y una crisis permanente. Los economistas y funcionarios discuten mucho sobre los méritos de distintas políticas cambiarias. Unos abogan por un tipo de cambio fijo, en tanto que otros desean una flotación libre; unos quieren un tipo de cambio subvaluado, en tanto que otros quieren regresar a un sistema de bandas. Ciertamente algunas opciones de política cambiaria son mejores que las otras, pero el peor de todos los mundos es no adoptar una y ceñirse a ella por encima de cualquier cosa. Por ello, independientemente de los méritos que cada uno de estos regímenes cambiarios pudiese tener, o de las bondades que traería consigo, el primer gran problema que tenemos es de indefinición: nadie sabe cual es la política cambiaria y, cuando finalmente parece definirse una específica, alguien, en el propio gobierno, se encarga de desacreditarla y hacerla irrelevante de inmediato.
La política cambiaria es crucial porque ahí confluyen las expectativas, la actitudes, las preocupaciones y los temores de los mexicanos. Los productores, ahorradores e inversionistas saben bien que ese indicador resume fielmente la percepción no sólo de los vilipendiados especuladores, sino de buena parte de la población mexicana. Obviamente, más que el tipo de cambio, hay otras cosas que son cruciales para los mexicanos, como la producción, el empleo, los ingresos y demás; pero el tipo de cambio -y, sobre todo, la política cambiaria- han sido, por décadas, un buen barómetro de todos estos indicadores económicos y, sobre todo, de las expectativas políticas.
En la actualidad, se están disputando básicamente dos políticas: una de una subvaluación permanente (aunque nadie sabe como se logra eso) y otra de libre flotación. Hace un par de semanas el gobierno hizo una declaración pública en la que adoptaba, en forma contundente, la política de cambio flotante. De inmediato, sin embargo, nos encontramos con que la Secretaría de Hacienda se dedicó a amedrentar a todos los operadores en el mercado cambiario nacional; ahora resulta que está tratando de crear un fondo de estabilización (¿será para manipular la supuesta política cambiaria de libre flotación o para crear un virtual control de cambios?); y, finalmente, sigue comprando y vendiendo a través de terceros.
Si el gobierno no puede definir la política cambiaria u otras políticas clave que permitan retornar a la estabilidad y al crecimiento, ¿cómo espera que los demás le crean, confien en sus acciones o reconozcan la bondad de sus decisiones? La desconfianza no es gratuita: es producto de la indefinición, de la incertidumbre y de la falta de coherencia en las decisiones gubernamentales y de la torpeza con que éstas se instrumentan. Hasta que eso no cambie, ningún nivel de tasas de interés o control explícito o implícito de cambios va a resolver el problema. Peor, ¿no habíamos ya pasado por éstas y habíamos aprendido la lección?
En este sentido, a menos de que el gobierno pretenda llevarnos a una economía planificada, sería más sano resolver el problema de fondo -la desconfianza-, que inventar toda clase de subterfugios artificiales. Pretender que se puede ignorar la existencia de este fenómeno o que no es culpa directa de las acciones gubernamentales no es distinto a tratar de tapar el sol con un dedo.
La consecuencia de todo esto es una incertidumbre permanente, que no se limita al ámbito cambiario, sino que afecta todo: desde las expectativas hasta la producción. Nadie sabe a que atenerse y nadie sabe qué va a pasar. La acumulación de estas incertidumbres se va apilando hasta convertirse en un fenómeno político. Cuando se llega a ese punto, la incertidumbre económica bien podría amenazar la estabilidad política.
La desconfianza respecto a la política económica del gobierno se agudiza día a día. La desconfianza crece porque la política económica es inadecuada, porque no responde a la realidad y necesidades del país. No se origina en conspiraciones sino en errores de política y en un dogmatismo gubernamental que es incompatible con la complejidad real de nuestra economía. Esta situación tiende a reducir opciones y a causar una crisis tras otra. Lo que era posible en enero ya no es posible ahora. De la misma manera, las opciones para recobrar la estabilidad y la confianza que hay ahora seguramente no estarán presentes en los próximos meses.
Por ello, es imperativo y urgente definir la política cambiaria, con miras a recobrar la credibilidad de la población y la confianza de los ahorradores, sobre todo a la luz de la rápida descomposición que es palpable y que bien podría acabar por revertir los indicadores económicos de que está tan orgulloso el gobierno. Sin confianza, la debacle económica podría acabar siendo política, precisamente en el momento en que, paradójicamente, comienzan a advertirse avances significativos en el proceso de reforma política.