El origen de la impunidad

Luis Rubio

La impunidad está consumiendo al país. Lo consume porque hace florecer la inseguridad física y patrimonial de la ciudadanía, lo consume porque permite y ha permitido el despojo y la corrupción y lo consume porque nadie es responsable de lo que ocurre. Las leyes se aplican en forma discrecional además de que, de hecho, la mayoría de las leyes le otorgan al poder ejecutivo, en forma increíble y paradójica, la facultad legal de interpretar la norma jurídica o bien de expedir la normatividad bajo un criterio discrecional, lo que equivale a permitir al poder ejecutivo, no cumplir la ley o alterarla, si a su juicio se justifica. En otras palabras, tenemos un marco legal que el gobierno puede o no aplicar a su discreción. Como me decía un alto funcionario de la estructura judicial del país hace unos días, tenemos la enorme suerte de que los ladrones y los corruptos no son más inteligentes y más hábiles, porque con estas policías, estas autoridades y estas leyes, todo es posible.

Eliminar la impunidad va a ser, sin embargo, sumamente difícil. No tengo la menor duda que un mejor gobierno, en el sentido administrativo, disminuiría muchos problemas como el de inseguridad e incluso el de corrupción. Quizá eso explique porque hay porcentualmente menos robos y asaltos en Monterrey que en la ciudad de México. Pero el problema es mucho más complejo. Veamos un ejemplo prototípico: muchos priístas culpan a Salinas de haber violado sistemáticamente la ley por sus acciones y decisiones en materia electoral. Los priístas le atribuyen violaciones a la ley porque, según ellos, negoció gubernaturas a cambio de una paz política de coyuntura. Independientemente de que sin duda hubo violaciones a innumerables leyes en esas componendas, lo que a los priístas verdaderamente les molestaba no era que se violaran leyes, sino que dicha violación les afectara a ellos. Nunca habían ni han objetado la violación de leyes que afecte a otros, ni jamás han cuestionado el que, para lograr y mantener el poder, así como para hacerse ricos, se hayan dedicado a violar las leyes en forma sistemática por décadas. Es decir, en México existen dos raseros: uno, que las leyes se aplican a los comunes mortales y no a los miembros de la familia revolucionaria, a menos que hubiesen cometido un error político, a juicio del gobernante en turno. El otro, que aun cuando se aplica la ley, el gobernante tiene absoluta discrecionalidad en su aplicación. Los dos ejemplos anteriores demuestran que es necesario acabar con los dos raseros y terminar con la discrecionalidad que existe en la aplicación de la ley. Es imperativo hacerlo porque, hoy en día, es prerrogativa del gobernante, para todo fin práctico, el que la ley se aplique o no y cómo. El resultado de esta inusual facultad, aunada a la incompetencia de las autoridades encargadas de procurar y administrar la justicia, es la impunidad.

En este sentido, un mejor gobierno que tenga un verdadero compromiso con el servicio público, y no con servirse de su posición, probablemente va a atenuar el problema, como se puede ver de la comparación de la seguridad pública en Monterrey con la ciudad de México. Desde un punto de vista ciudadano, sin embargo, la pregunta importante no es si la seguridad y la corrupción son mayores o menores en un lugar que en otro, sino por qué simplemente no se elimina. Puesto en otras palabras, la corrupción y la inseguridad no van a desaparecer hasta que se termine con la impunidad de los gobiernos, policías y burócratas. Es decir, lo que hay que cambiar son las estructuras que hacen posible esa impunidad y es ahí donde entramos en problemas.

En el fondo, el problema de la impunidad se deriva de las dos estructuras políticas más importantes del país, lo que hace enormemente complicada su solución: una es la Constitución de 1917 y la otra es el PNR y su hijo y nieto, el PRM y el PRI. Sin modificar ambas cosas, la Constitución y el sistema político priísta, la impunidad no podrá ser erradicada. Muchos estarán de acuerdo con eliminar el sistema político construido alrededor del PRI, pero muy pocos tendrán la voluntad de cambiar la Constitución. El genio de la Constitución reside precisamente en que todos los grupos e intereses políticos tienen más razones para sostener el régimen que emana de la Constitución y para no alterar el orden que de ella deriva que para modificarla. Esto es lo que logró la paz política y el fin de la lucha revolucionaria en 1917, pero es también uno de los grandes impedimentos al progreso del país. La interrogante es cómo vamos a salir de este dilema.

La esencia de la Constitución de 1917 reside en que le dió a todos los contrincantes en la lucha revolucionaria más beneficios para participar en el proceso institucional que para oponerse a él. La Constitución, desde su origen, dista mucho de ser un documento filosófico coherente que define un proyecto nacional integral y definitivo. Más bien, se trata de un documento político contradictorio que le dio a cada interés, grupo e ideología, suficientes satisfactores para que cada uno de ellos sintiera e hiciera suya la Constitución. Nadie puede negar que, en los textos originales al menos, existían varios proyectos de país: los que enarbolaban los derechos individuales perseguían un orden liberal que chocaba de tajo con los que hicieron suyo el artículo tercero, referente a la educación, más cercano a las posiciones jacobinas que al estado de bienestar que se conformó en el artículo 123, referente a los trabajadores. El punto es que la Constitución fue un documento político que permitió un orden social y político luego de años de guerra civil. Como instrumento de pacificación fue brillante. Como instrumento rector fue totalmente inadecuado.

La creación del Partido Nacional Revolucionario fue otra idea brillante, pues Plutarco Elías Calles conformó un mecanismo que permitió subsanar una de las grandes deficiencias contenidas en la Constitución: como conciliar, en la práctica, lo irreconciliable. El problema fue que esa solución nos ha llevado a donde estamos. Sobre un orden constitucional contradictorio Calles construyó un régimen político que hizo de la componenda una virtud y de la impunidad el lubricante del sistema. Eso explica el porqué de la discrecionalidad, tanto en el contenido de la ley como en su aplicación, que ha caracterizado a los gobiernos priístas. Sin embargo, la eliminación del sistema priísta no acabaría con la impunidad, aunque pudiera reducirla marginalmente, pues ésta emana de las contradicciones constitucionales. Estas contradicciones son inherentes al arreglo institucional que dejó más o menos satisfechas a todas las fuerzas políticas a partir de los años treinta y hasta principios de los setenta. Hoy que existe una multiplicidad de grupos e intereses, de partidos políticos y de grupos ciudadanos al margen del arreglo político callista-cardenista, aquella solución a las contradicciones constitucionales ya no es operable. Ahora la impunidad se ha vuelto un problema hasta para los propios priístas.

Obviamente es urgente que existan gobiernos -desde el nivel municipal hasta el federal- que administren mejor, que persigan a los delincuentes y que hagan posible la impartición de justicia. Si sólo hicieran eso disminuiría la inseguridad ciudadana que aterra a todo el país. Sin embargo, en tanto no se eliminen las causas de la impunidad, cualquier mejoría en estos rubros, producto de la suerte o de un gobierno más honesto y dedicado, sería efímera y probablemente marginal. Lo que se requiere es eliminar las contradicciones inherentes al acuerdo constitucional de 1917. Por ello, la solución no reside en nuevas leyes -todas llenas de facultades discrecionales para la autoridad, como la de seguridad pública o la de control y supervisión de la gestión pública- ni en nuevas comisiones ciudadanas o legislativas, ni en actos espectaculares de cualquier tipo, pues ninguno de estos mecanismos ataca el problema de fondo y, en el mejor de los casos, contribuye a una mayor confusión, pero no al fin de la impunidad ni a una disminución de la inseguridad ciudadana.

El fin de la impunidad política y el fin de las facultades discrecionales que le permiten al gobierno ser impune, desde el punto de vista legal, son una y la misma cosa. El marco constitucional actual permite y, de hecho, favorece la discrecionalidad y, consecuentemente, la impunidad, como mecanismo de resolución de disputas por las contradicciones que lo caracterizan. Lo que se requiere es un nuevo consenso político que elimine esas contradicciones y las facultades discrecionales que las acompañan, que dote al gobierno de un marco de actuación claro, no sujeto a interpretaciones cambiantes, y que logre, como objetivo fundamental, la protección de la ciudadanía respecto del gobierno.

La impunidad que hoy nos sobrecoge es producto del sistema político que emana de la Constitución. Mientras ésta no cambie, la verdadera justicia será imposible y cualquier pretensión de lograrla seguirá siendo no más que un quinazo que, como todas las cosas -buenas y malas- no duran más que un sexenio.