Luis Rubio
A lo largo de los últimos diez años la economía mexicana ha experimentado el profundo efecto de un cambio en la política económica general. Lo que no ha cambiado, sin embargo, es lo que los economistas llaman el «modelo de desarrollo». Aunque la diferencia entre uno y otro pudiese parecer trivial, el enorme desajuste que padece la economía mexicana bien podría ser el resultado de la falta de congruencia entre estos dos conceptos.
La reforma de la economía, que se inició hace exactamente una década, ha consistido esencialmente en la modificación de los parámetros de la acción gubernamental en la economía. Antes, el gobierno protegía a la industria nacional a través de prohibiciones a la importación libre de productos, así como de un conjunto de trabas a la inversión extranjera. Además, el gobierno substituía o absorbía empresas del sector privado siempre que le era conveniente, subsidiaba a sus empresas favoritas y controlaba precios al por mayor. Hoy en día, aunque persisten muchos de los viejos vicios y todavía quedan demasiados sectores y activiades protegidos, el gobierno tiene un enfoque radicalmente distinto. Aunque no ha logrado crear el clima de certidumbre que requiere la inversión, ahora promueve activamente la inversión privada, nacional y extranjera, obliga a la mayoría de las empresas a competir con importaciones y, aunque tímida e intermitentemente, promueve las exportaciones. En lugar de proteger a las empresas industriales, la política económica las obliga a competir y, en vez de subsidiarlas, intenta cobrarles íntegramente los impuestos a que están obligadas.
El cambio de política gubernamental ha sido, evidentemente, muy profundo. El efecto sobre la economía mexicana ha sido notable, tanto por los beneficios que se han logrado, como por los enormes costos, económicos y sociales, que han pagado muchísimas empresas y sus empleados. Por el lado de los beneficios, las exportaciones mexicanas han venido creciendo en forma nada menos que espectacular en estos años. De un comercio internacional total que apenas alcanzaba los treinta mil millones de dólares en 1982, este año probablemente rebasará la marca de los 180 mil millones. Antes, las exportaciones representaban el 2% de la actividad económica, en tanto que hoy son cerca del 25%. Con todas las dificultades que el país enfrenta, estos números sugieren que hay mucha salud y vitalidad en una parte importante de la economía.
Pero el otro lado de la moneda no se puede despreciar o disminuir. La economía mexicana se ha dividido en dos grandes grupos: los que exportan y que no se dan abasto, y los que no han podido o sabido competir con las importaciones y que, en términos generales, están en condiciones desastrosas. La gran mayoría de las empresas, en términos absolutos, se encuentran en una situación muy difícil porque sus productos son menos buenos y, típicamente, más caros que los de importación. No hay duda que, en muchos casos, la situación descrita puede deberse a las llamadas prácticas desleales de comercio, pero, en la mayoría de los casos, se trata de la ausencia de habilidad empresarial, la cual se agudiza por las prácticas monopólicas y el abuso burocrático que todavía son la regla y no la excepción.
Al cambiar la política económica para abrir la economía, el gobierno partió de una premisa que ha probado ser errada. Esa premisa era que el gobierno define la política y la economía en su conjunto se ajusta más o menos automáticamente, a esa nueva política. En realidad, sólo un pequeño número de empresas y empresarios comprendieron el reto que el cambio de política económica entrañaba y se dedicaron a enfrentarlo, con enorme éxito. Los demás no lo supieron hacer, no lo pudieron hacer, no contaron con los medios necesarios, o, simplemente, no quisieron hacerlo. Por ello, independientemente de las preferencias individuales, es evidente que la premisa de que las empresas se adaptarían en forma natural no fue realista. En consecuencia, es imperativo dar el siguiente paso en la política económica, paso que consistiría en cambiar el modelo de desarrollo, buscando recobrar la coherencia política que hizo posible y exitoso, en su momento, el desarrollo estabilizador.
El cambio de política económica de los últimos años no vino acompañado de la labor política necesaria para crear un consenso, ni de la transformación de la sociedad y de todos aquellos aspectos relevantes para el éxito económico. Simplemente cambiaron las políticas gubernamentales, pero prácticamente no se hizo nada por transformar a los factores de la producción, la educación o la infraestructura, de modo tal que esas medidas surtieran el efecto esperado. A diferencia de lo que se hizo, el gran éxito del llamado «desarrollo estabilizador» fue precisamente que todas las acciones públicas y privadas estaban perfectamente empatadas. En este sentido, ese modelo de desarrollo confería claridad de propósito y una definición muy precisa de objetivos tanto al gobierno como a la sociedad en general, lo que lograba un consenso político sin parangón en la actualidad. Esa visión de conjunto no existe en hoy en día. Por ello, el riesgo de que la economía continue descarrilándose una y otra vez sigue siendo muy grande.
El modelo que el país tiene que adoptar es el de una economía exportadora. Este es un concepto mucho más amplio que la idea de que algunas empresas exporten. Se trata, como ha ocurrido en Chile y en el sudeste de Asia, de crear una plataforma nacional orientada a generar exportaciones y a involucrar a todos los sectores y actividades hacia ese objetivo. Es decir, se trata de mucho más que un conjunto de políticas gubernamentales, pues implica una enorme labor transformadora en ámbitos tan diversos como la educación, la infraestructura, la inversión privada, el desarrollo de tecnología, el acceso a la información y la promoción gubernamental de la integración industrial. Esto implicaría que toda la población se abocaría, cada quien en su ámbito de competencia, a hacer posible un creciente nivel de exportaciones en los sectores en que México pudiese competir. Más que nada, la existencia de semejante claridad de objetivo obligaría a todo mundo a concentrar su esfuerzo: los burócratas sabrían que se espera de ellos; los empresarios reconocerían que no tienen alternativa alguna: o se incorporan al proceso o se pierden; el gobierno promovería la revitalización de la planta productiva por medio del desarrollo de relaciones de proveedores hacia las empresas que ya exportan con éxito, la educación adquiriría el sentido de urgencia que hoy en día no existe, y así sucesivamente. En pocas palabras, todo mundo sabría a que atenerse y se dedicaría a funcionar de la manera más productiva. Pero el común denominador de todo lo anterior sería la existencia de una definición política muy clara, misma que sólo puede ser producto de una intensa labor, tanto política como económica, por parte del gobierno. Sin ello, no hay nada.
En la coyuntura actual, la única manera de salir adelante es por la vía de la exportación. Esto no lo va a lograr un tipo de cambio más alto o más bajo, sino un entorno de estabilidad económica donde sea claro para todos los mexicanos qué es lo que se persigue lograr y qué se espera de cada uno en el proceso. Es decir, se requiere de un gobierno activista, en el ámbito tanto económico como político, que genere un sentido de propósito al que todos los mexicanos se puedan sumar. Sólo un consenso así permitiría recuperar el dinamismo que caracterizó al desarrollo estabilizador y, con ello, la recuperación económica de largo plazo. Esto implica que el esfuerzo gubernamental debe concentrarse en darle forma al indispensable consenso social y político en torno al modelo de exportación, en lugar de profundizar las diferencias que hoy lo acosan en materia de política económica y de falta de dirección, que se evidencian en forma cotidiana en el desempeño de los mercados y en la enorme masa de desempleados e insolventes que requieren de la oportunidad de salir adelante y de una política económica capaz de generar tal oportunidad.