Los albores de un nuevo año son siempre conducentes a esperar mejoría significativa en todos los ámbitos de la vida. En el año que comienza, sin embargo, la mejoría probablemente será mucho menor de lo que la mayoría de los mexicanos desea y sin duda merece. Pero lo peor es que esto no necesariamente debe ser así. Los planes gubernamentales son muy ambiciosos y sin duda serios y responsables, pero ignoran las oportunidades que la población puede generar y que el propio gobierno tiene obligación de propiciar. Entre los planes gubernamentales y el potencial del país hay un enorme trecho que por el bien de México vale la pena intentar reducir.
El gobierno lleva muchos meses dándole forma a un programa económico sumamente ambicioso y visionario, pero que probablemente no rendirá frutos antes de bien entrada la primera década del próximo siglo. Por su parte, los problemas que aquejan a la población tienen lugar todos los días del año y su solución no puede esperar una década o más. Es plausible la postura gubernamental de que la economía mexicana no podrá lograr tasas elevadas de crecimiento, empleo e ingreso si no se llevan a cabo transformaciones estructurales profundas. Yo me pregunto, sin embargo, si es necesario o siquiera posible paralizar al país por muchos años en espera de que se materialicen esos planes, por sensatos e idóneos que pudiesen ser.
El gobierno reaccionó ante la crisis económica que creció incontenible a partir de la devaluación de diciembre de 1994 con un programa económico por demás responsable, aunque no necesariamente sensato ni mucho menos creativo. Su planteamiento de base es que el país no podrá lograr tasas elevadas de crecimiento y empleo si no están presentes tres grandes estructuras: ahorro interno, legalidad y educación. Es decir, su diagnóstico implícito es que la ausencia de estos tres factores estructurales es la causa de los altibajos que hemos experimentado a lo largo de cinco lustros y que, sin corregir esta falta, será imposible retornar al crecimiento. El problema es que cada uno de estos factores estructurales implica años -si no es que décadas- de construcción.
La educación requiere de programas idóneos, salones de clase adecuados, maestros bien preparados, alumnos adecuadamente alimentados que puedan presentarse en la escuela, así como de la existencia de una disciplina académica que propicie la enseñanza, entre otras muchas cosas. La legalidad requiere de policías preparados, capacitados, honorables y comprometidos con la seguridad pública, de burócratas serviciales y con una clara ética de servicio, de un poder judicial limpio, fuerte e independiente, pero sobre todo de la eliminación total y absoluta de la discrecionalidad que contiene todo el marco legal vigente y que le permite al gobierno violar la ley en forma sistemática y, peor, jurídicamente válida. El ahorro interno requiere de unas finanzas públicas en equilibrio, de mecanismos de ahorro bien estructurados y debidamente supervisados, de eficiencia y probidad en la inversión y uso de los fondos de pensiones y vivienda, de la modificación de hábitos de consumo y de la existencia de una política fiscal que promueva el ahorro y que cambie las actitudes y cultura de la población.
Nadie en su sano juicio puede oponerse al programa que el gobierno ha diseñado y que efectivamente responde a la mayoría de las lacras que han paralizado al país y que le han impedido lograr tasas de crecimiento suficientes y en forma sostenida. El problema es que ninguno de estos factores estructurales va a poder ser corregido en un plazo breve, y eso si todo sale perfectamente bien. Cambiar a la educación implica remover todos los vicios que nos caracterizan, cambiar no sólo actitudes y culturas, sino la manera de ver al mundo de los burócratas y de la población en general. Lo mismo va para el ahorro interno y para la legalidad. Aun suponiendo que todo lo necesario se hiciera bien, cosa que en el mejor de los casos parece remoto, los beneficios de este tipo de cambios se miden en términos generacionales y no en años. Es decir, si todo sale bien, en algunas décadas el país será una maravilla.
Al margen de lo que uno pueda opinar sobre la bondad del programa gubernamental para el largo plazo, hay dos grandes obstáculos en el corto plazo. El primero es que no es evidente que todo lo necesario para resolver la problemática que impide que se corrijan los problemas del ahorro, la educación y la legalidad se esté realizando. Por más iniciativas que se han enviado al congreso, sólo unas cuantas atacan los problemas de fondo y faltarían muchas más para poder pretender que efectivamente éstos se están resolviendo. En el caso de la legalidad, por ejemplo, ni siquiera se ha planteado que la discrecionalidad gubernamental que existe en prácticamente todas las leyes, incluso en las de reciente aprobación, sea un problema. El otro obstáculo para la consecución de los objetivos gubernamentales es el “pequeño” problema del corto plazo. ¿Cómo será posible satisfacer las demandas urgentes de la población en términos de ingresos y empleos con los grandes planes gubernamentales de largo plazo?
Si uno contrasta la manera en que el gobierno está planteando las cosas con lo que ocurre en la mayoría de los países del mundo, donde lo típico es que las generaciones actuales se estén gastando los recursos de las generaciones futuras, hipotecando a sus países, es encomiable que aquí vayamos en sentido opuesto. Porque, a final de cuentas, el gobierno nos está diciendo que tenemos que posponer el crecimiento y el empleo para que los mexicanos del futuro vivan mejor. Eso demuestra que tenemos un gobierno muy visionario, pero no necesariamente muy realista. No es realista suponer que la población va a tolerar años de estancamiento en aras de la panacea en el futuro. Por ello, por encomiable que sea la noción de construir el futuro, es igualmente necesario avanzar en el presente.
Desde la óptica gubernamental, el gobierno es el responsable de resolver los problemas centrales del desarrollo, comenzando con el ahorro, la legalidad y la educación. No tengo la menor duda que este enfoque es absolutamente correcto. ¿Qué tiene de malo, sin embargo, favorecer la actividad de la población para contribuir a que el desarrollo no sólo se logre, sino que se acelere al máximo posible? No me parece obvio, por ejemplo, que el gobierno sea el único que debe ahorrar, lo cual pondría en duda la percepción que muchos tienen dentro del gobierno de que el IVA tiene que ser muy elevado. ¿No se lograría el mismo efecto si, por la vía de la política fiscal, se promueve un mayor ahorro privado y un menor consumo? De esa manera no sólo habría más recursos para invertir, sino también menor propensión a la corrupción. De la misma manera ¿por qué posponer el crecimiento económico, si mucho se podría lograr casi de inmediato con la privatización de las empresas gubernamentales? Finalmente, ¿por qué el empecinamiento en que todo lo tiene que hacer el gobierno, cuando es la iniciativa y creatividad de las personas la que, a final de cuentas, va a hacer posible o imposible el desarrollo, haga lo que haga el gobierno? Sería mucho más productivo hacer todos los esfuerzos posibles por recobrar la confianza de la población y de los inversionistas, nacionales y extranjeros, que seguir pretendiendo que el corto plazo es irrelevante frente a la panacea del siglo próximo.
Por encima de todo, el plan gubernamental es evidencia de la seriedad y convicción de la administración de que sólo haciendo las cosas bien se puede resolver, de una vez por todas, la problemática del país. El pequeño detalle que escapa a esta visión es que no hay país sin sus habitantes y que éstos también tienen qué decir, de una manera o de otra, sobre su propio devenir. No hay poder suficiente en el gobierno -en cualquier gobierno, de cualquier país- que pueda lograr sus objetivos, si la población está convencida, como sin duda los mexicanos lo están hoy en día, de que el programa gubernamental es inadecuado para resolver la problemática del país. Sin abocarse en cuerpo y alma a procurar la confianza y el apoyo de la población, no importa qué tan bueno sea el programa gubernamental: para cuando éste fructifique, ya no habrá país que lo disfrute.