Hace casi un año comenzó una odisea que se inició con nobles propósitos pero acabó, quizá sin proponérselo, en un nuevo proyecto de desarrollo. La devaluación de diciembre de 1994 se precipitó por los movimientos de capitales, que se acentuaron a partir de la inolvidable y violenta perorata que, sin mayor mesura o vergüenza, realizó Mario Ruiz Massieu, que luego acabó en una cárcel en Estados Unidos por violar la ley, y que continuaron a lo largo de los primeros veinte días de la presente administración. El gobierno del presidente Zedillo pretendía llevar a cabo un “ajuste” en la paridad para favorecer una rápida recuperación de la economía. Lo que consiguió fue un asalto masivo a las arcas del Banco de México. Su respuesta a eso fue cambiar de tajo la estrategia de crecimiento de la política económica. A un año de distancia es pertinente preguntarse ¿Logrará su objetivo?
El contraste difícilmente podría ser más grande. El gobierno de Carlos Salinas se dedicó, en términos económicos, principalmente a un objetivo a lo largo de todo el sexenio: la creación de certidumbre, como base de la confianza de la población, los ahorradores y los inversionistas, y como medio para generar crecimiento económico. Por su parte, el gobierno de Ernesto Zedillo se ha abocado a transformar las estructuras político-económicas del país para hacer posible el propio crecimiento económico. El objetivo es el mismo; los medios diseñados para alcanzarlo difícilmente podrían ser más contrastantes.
El gobierno anterior buscó la certidumbre como ancla del desarrollo. Luego de décadas de altibajos en la economía y en la política, el gobierno de Salinas partió de la premisa que el país requería cambios fundamentales para poder lograr el desarrollo, pero que éstos eran inalcanzables en el contexto de incredulidad e inflación que había prevalecido desde el principio de los setenta. De ahí que todo el sexenio se dedicara a intentar revertir esas tendencias. Primero que nada, se buscó un ancla que permitiese recuperar la estabilidad de precios. Esta se encontró en el tipo de cambio y en un equilibrio en las finanzas públicas. La idea era que todos los precios se ajustaran al tipo de cambio prevaleciente, en tanto que el equilibrio en las finanzas públicas haría sostenible al tipo de cambio. Su objetivo último era la estabilidad y la certidumbre. Cuando se presentaron problemas serios, sobre todo a partir del alzamiento en Chiapas, la política económica, y la premisa de estabilidad, se puso a prueba. La respuesta del gobierno fue la de evitar una devaluación por la incertidumbre que tal procedimiento podría desatar y por lo incontrolable de tal decisión. Desafortunadamente, sin embargo, empleó medios temerarios para evitarla: por una parte se acentuó el rompimiento del equilibrio en las finanzas públicas a través del gasto, disfrazado de crédito, por parte de la banca de desarrollo; y, por la otra, se emitió deuda interna de corto plazo denominada en dólares, a la vez que se alentó a los inversionistas del exterior a que adquiriesen Cetes en pesos. Con esas acciones, el gobierno asumió un enorme riesgo, basado en el cálculo de que habría absoluta continuidad de criterios y políticas al inicio de la siguiente administración.
Esa continuidad duró exactamente veinte días. El nuevo gobierno partió de una serie de premisas distintas al anterior, lo que, en retrospectiva, garantizaba que habría una devaluación. Para los integrantes del equipo del presidente Zedillo, había un conjunto de desequilibrios que tenían que ser resueltos para que la economía pudiese lograr una rápida recuperación. De hecho, varios de sus miembros llevaban años argumentando que urgía una devaluación, pues, según ellos, la economía había dejado de ser competitiva. Ignorantes tanto de la nueva dinámica del sistema financiero internacional como de los endebles soportes en que estaba sostenido todo el esquema financiero del gobierno anterior, abandonaron la búsqueda permanente y sistemática de certidumbre, lo que acentuó la fuga de capitales, propiciando con ello la devaluación. Para el equipo de Ernesto Zedillo, sin embargo, la devaluación era vista, ex-ante, como un mecanismo a través del cual se podría lograr un crecimiento acelerado, por lo que no sólo no vieron la devaluación como un riesgo, sino que percibían en ella la oportunidad de impulsar el crecimiento económico. De esta manera, lo que era anatema para el equipo de Carlos Salinas se convirtió en la esencia de la nueva estrategia económica.
La devaluación desató reacciones cuya fuerza nadie había imaginado. La furia de los mercados no fue prevista por el gobierno, quien sólo en ese momento comenzó a percibir las dimensiones del problema. Los tesobonos y los cetes en manos de extranjeros cambiaban por completo la lógica del sistema financiero mexicano, pues ya no era posible simplemente desaparecer esa deuda vía inflación como en el pasado. Desde el punto de vista de los responsables del manejo de la economía, el gobierno tenía tres posibilidades: una, impensable porque habría condenado al país a décadas de inanición, era la de hacer un default, es decir, repudiar la deuda. La segunda era la de intentar recuperar la credibilidad de los mercados, lo cual se decidió, con o sin razón, que era fútil. Y la tercera, que fue la que se adoptó, era la de intentar substituir la deuda de esos cetes y tesobonos por instrumentos de deuda externa que fuesen más estables y de largo plazo. Correcta o errada, la estrategia gubernamental inicial llevó a un cambio radical en el manejo económico.
Ya frente a la implacable realidad, devaluación, corridas contra el peso, incredulidad, desazón y una inevitable recesión, el gobierno cambió de estrategia en forma radical. El objetivo dejaría de ser la búsqueda de la certidumbre, por considerarla inviable, para dar paso a la construcción de las estructuras que, a la larga, harían posible no sólo la recuperación económica, sino también el logro de niveles de crecimiento semejantes a los de países como Chile y el sudeste de Asia. Para ello, el gobierno abandonó toda pretensión de lograr una artificial recuperación de corto plazo, para abocarse a transformar las estructuras del ahorro nacional, de las finanzas públicas y del sector paraestatal. El objetivo era terminar con la acentuada dependencia del ahorro externo para financiar el crecimiento. Los números parecen asistirle al gobierno: en 1980 se requirió un ahorro externo equivalente a 5% del PIB para alcanzar un crecimiento de casi 9%, en tanto que en 1993 hubo ingresos por ahorro externo equivalentes a 8% del PIB, pero el crecimiento económico no llegó al 1%. En este sentido, el gobierno del presidente Zedillo partió de la premisa que el ahorro externo no sólo no era confiable, sino que no permitía los niveles de crecimiento que el país requería. De ahí que la política del nuevo gobierno ha sido la de llevar a cabo una transformación estructural, quizá más ambiciosa de lo que jamás se haya intentando, con la característica de que su tiempo de maduración bien puede trascender al sexenio. Es decir, nos hemos embarcado en una ruta que es correcta y necesaria, pero cuyos resultados positivos se verán en el próximo siglo.
La ruta emprendida no es muy distinta a la que han seguido países como Chile y Nueva Zelandia. Sin embargo, hay diferencias significativas. Si se observa lo que ha ocurrido en dichos países, hay por lo menos tres lecciones muy claras que se pueden derivar de los profundos cambios estructurales que experimentaron esos países y que, ahora, les están permitiendo alcanzar elevadísimas tasas de crecimiento. La primera lección es que, efectivamente, el ahorro interno es un factor crucial del desarrollo. La segunda es que la recuperación económica no se da inmediatamente después de llevar a cabo ingentes reformas estructurales. Es decir, llevamos diez años de cambios profundos en la estructura económica del país, que resultaron de la apertura, las privatizaciones, la desregulación y, más recientemente, el TLC. Esas reformas obligan al aparato productivo a cambiar de manera radical, pero el tiempo de reacción no es inmediato. Algunas empresas reaccionan casi inmediatamente, pero a otras, quizá la mayoría, les toma años reencontrar el camino. Por ello es muy probable que el retraso en la recuperación haya tenido que ver más con este ajuste de la planta productiva que con cualquier desequilibrio cambiario. Pero la otra lección que se puede derivar, tanto de Chile como de Nueva Zelanda, es que con ahorro externo o con ahorro interno, el ajuste de la planta productiva depende de la claridad de rumbo en la política económica gubernamental, lo que le confiere a los ahorradores, empresarios e inversionistas la certidumbre necesaria para poder realizar en forma eficiente su parte en el quehacer nacional.
Con la devaluación de hace un año, nació un choque frontal no sólo entre dos maneras de ver al mundo, sino sobre todo entre dos estrategias de desarrollo. La primera orientada a buscar la concurrencia nacional en torno a los objetivos de reforma que proponía el gobierno; la otra dedicada a construir nuevas estructuras en la sociedad y en la economía, sin las cuales el desarrollo real, con elevadas tasas de crecimiento que resuelvan los problemas esenciales de empleo e ingreso de los mexicanos, sería imposible. En realidad, no debería haber choque entre un objetivo y el otro. Ambos son inherentemente complementarios. Pero si la estrategia del gobierno anterior era endeble porque dependía de anclas que resultaron inestables, la estrategia del actual gobierno es de alto riesgo porque deja un vacío enorme entre hoy y el momento en que la estrategia diseñada comience a rendir sus frutos. Si los mexicanos tienen tiempo, si el gobierno hace todas las cosas bien y no enfrenta obstáculos como el del IMSS esta semana -y si los mexicanos están dispuestos a concederle el beneficio de la duda al gobierno-, de modo que esta estrategia arroje los beneficios que promete, el país será el gran ganador. Si no, la historia dirá.