Transición en tres niveles

El gran problema de la transición política de  la que mucho se habla radica en que es prácticamente imposible definirla.  La palabra transición sugiere un movimiento de un lugar a otro, un cambio de estado.  En un sentido abstracto, es muy claro que quienes hablan de transición se refieren a un cambio cualitativo en el sistema político, pero es más fácil reconocer o pretender un cambio que precisar en qué debe consistir esa transición o cómo se puede lograr.

 

Si uno compara las definiciones -explícitas o implicitas- de todos los que discuten el tema de la llamada “transición mexicana”, lo único que queda claro es que nadie emplea la misma definición.  Más notorio es que no existe consenso alguno sobre el punto de partida o sobre el punto de llegada.  Es decir, si transitar quiere decir cambiar o ir de un punto A a un punto B, lo menos que sería necesario tener para poder llegar a buen puerto sería un acuerdo sobre qué es lo que se va a cambiar y qué es lo que se pretende construir.  Viendo esta enorme carencia es fácil explicar  porque hay tanta reticencia dentro del gobierno y del PRI a esposar un concepto que, desde su perspectiva, lo único que entraña es la substitución de lo que existe por cualquier otra cosa, pero sin ellos.

 

Las transiciones tienen, casi por naturaleza, un elevado contenido de incertidumbre.  La noción de abandonar algo conocido -bueno o malo, estable o inestable- ya de por sí trae una elevada carga de dudas. Si a eso se le agrega la ausencia de un objetivo preciso, de pasos intermedios concretos, de compromisos claros y exigibles durante el proceso de tránsito, la incertidumbre se vuelve inmanejable.  Todavía más incierto se torna el proceso si nada atenúa la percepción de quienes detentan el poder y de quienes se benefician de éste (sobre todo en la forma desmedida en que con frecuencia ocurre en México), de que el único propósito de una transición es desbancarlos, juzgarlos y sentenciarlos.  En otras palabras, a menos que una transición busque conferir certidumbre -tanta como sea posible- a los que exigen la transición misma, a los que podrían ganar como resultado de ello, pero también -y sobre todo- a los que podrían perder en el proceso, la transición tiene mínimas posibilidades de ser exitosa.  Si no todos perciben que pueden ser ganadores, nadie va a participar en el proceso.

 

En nuestro caso, el primer obstáculo a la transición reside en la total falta de consenso sobre el punto de partida.  Si uno analiza y compara el diagnóstico sobre la situación actual y su origen -de lo que parten los diversos partidos políticos, los analistas y comentaristas, los políticos y los periodistas-, parecería que cada uno habla de otro país.  Muy pocos analizan el problema; la mayoría presenta un diagnóstico basado en una perspectiva ideológica o partidista, siempre maniquea.  Algunos emplean términos peyorativos, en tanto que otros simplemente se niegan a analizar la realidad actual, casi como si pretendieran que ésta no existe.  Esto lleva a conclusiones con frecuencia muy peligrosas, pues descuentan factores reales de poder, ignoran las sutilezas que hacen posible la viabilidad económica o simplemente rechazan todo lo existente, Es decir, las posturas extremas tienden a ser sumamente destructivas porque no contemplan las necesidades no sólo económicas, sino también políticas de las empresas para funcionar bien, así como el hecho de que sí existen políticos y partidos que efectivamente representan a segmentos de la población.  El que muchas reglas del juego o mecanismos generadores de consenso no funcionen no implica que todos han dejado de ser operantes o que no son necesarios.

 

Por todo lo anterior, la única posibilidad en que una “transición” pudiese ser efectiva en el país en la actualidad sería aquella que lograra tres cosas.  Primero, conferir certidumbre a todos los actores políticos.  Dado que parece prácticamente imposible lograr un consenso sobre el punto de partida e, incluso, sobre la legitimidad de todos los actores que tienen que participar en el proceso -los partidistas y los políticos en general-, la única posibilidad de lograr generar certidumbre es acordando las reglas que regirán sobre el proceso de cambio.  Es decir, si no hay acuerdo sobre el punto de partida o sobre el de destino final, lo que tiene que haber es consenso absoluto sobre  lo que se vale y lo que no se vale en el proceso de cambio, sobre las penas y castigos a los que violen esas reglas y sobre la respetabilidad absoluta e inherente de todos los que se sometan a las reglas por el hecho mismo de hacerlo, sean estos zapatistas, perredistas, priístas, panistas o ciudadanos a título individual o grupal.  Un acuerdo sobre las reglas permite una cosa muy simple: hace posible que la población escoja a sus gobernantes y representantes sin que tal opción ponga en entredicho la estabilidad del país. En otras palabras, sin reglas de juego no sólo no hay transición, sino que hay todos los incentivos para bloquearla, obstaculizarla y, en una palabra, hacerla imposible.

 

El segundo requisito para que la transición pudiese ser efectiva residiría en un compromiso general a trabajar dentro de los marcos institucionales vigentes.  La propensión del sistema político en los últimos años ha sido la de minar o destruir instituciones y substituirlas por toda clase de subterfugios que no sirven.  Es mucho mejor utilizar lo que existe como base de acción, por inadecuado que pudiese parecer, que pretender anclar un cambio político de enormes magnitudes en comités, hombres venidos del cielo o la virgen de Guadalupe.  La transformación institucional debe ocurrir desde, y no al margen, de las instituciones existentes.  Sin ello, el caos que se produciría haría de Yugoslavia un ejemplo de paz social y política.

Finalmente, ninguna transición puede ser exitosa si no se acuerda el objetivo y si no se logra un consenso sobre lo que hay que lograr en el proceso.  Sobre este punto hay toda clase de visiones, que van desde el uso de términos abstractos, como el de democracia, hasta la pretensión de que lo importante es la transición y no el punto de llegada.  En cierta forma, el objetivo de la transición en nuestro caso es bastante fácil de precisar: lo imperativo es transferir las funciones históricas clave del PRI (que ya no cumple) a la sociedad y al sistema político. Estas funciones tienen que ver con la resolución de disputas, con la transmisión pacífica del poder y con la representación de la población.  La reforma política podría empezar por sentar las bases para esta transferencia de funciones, como sustento de una negociación política más amplia.

 

Ninguna transición es fácil y, si uno ve al resto del mundo, la mayoría no son particularmente exitosas.  Las que sí lo son se caracterizan por consensos claros sobre las reglas del juego en el proceso de cambio y sobre el objetivo que se pretende alcanzar.  Sin ello, la transición no será más que otro factor destructivo en el momento actual del país.  Por ello, dada nuestra dinámica política-económica, más vale que cualquier transición que se emprenda sea exitosa desde el principio.