Alternativas a un esquema fallido

Luis Rubio

Hemos llegado a un punto crítico para la economía y para el país en general. Es un punto crítico porque la política económica, por acertada que pudiese haber sido en su concepción de entrada, no ha rendido frutos. Si algo, las expectativas son mucho peores hoy de lo que eran hace diez meses. La percepción de incertidumbre crece en forma cada vez más preocupante. Esto genera desaliento y enojo entre la población, lo que hace que se empiecen a contemplar, como si fuesen normales y naturales, salidas a la crisis que son por demás peligrosas, por no decir aterradoras.

La situación económica se agrava día a día. Por el lado político, si bien hay una patente mejoría en la relación entre los partidos, nadie puede negar el simple hecho de que la mayoría de los mexicanos está llegando a niveles peligrosamente elevados de desesperación, lo cual puede fácilmente convertirse en la mecha que pudiesen prender grupos extremos con intereses propios, para su propio beneficio. La percepción de mejoría -o, al menos, de no empeoramiento- que parecía consolidarse hacia mediados de año, se ha venido desvaneciendo como producto de decisiones tardías o mal tomadas y, en ciertas instancias, de falta de decisiones y definiciones, combinadas con una actitud obcecada de rechazo absoluto a contemplar la realidad. La escena se va complicando porque parece cada vez más generalizada la sensación de que el país no tiene salidas y que vamos, irremediablemente, en dirección al caos.

La realidad, sin embargo, es que hay salidas -varias salidas. Como todo en la vida, no todas las opciones son buenas o igualmente atractivas, pero hay opciones. Las opciones dependen de tres condiciones: primero, del diagnóstico que se haga del problema. Segundo, de la visión que se tenga del futuro y de la capacidad y disposición política a emprender caminos difíciles y que, en algunos casos, pudiesen entrañar elevados riesgos. Y tercero, de las preferencias políticas e ideológicas de cada quien. En algunas ocasiones, estas condiciones son explícitas, pero casi siempre son ignoradas, a pesar de que siempre están presentes.

En el momento actual nos encontramos con un diagnóstico equivocado del problema financiero que enfrenta el país desde que estalló la crisis; con una disposición a instrumentar un programa económico y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, a pesar de la alta probabilidad de que hubiese sido errado el diagnóstico inicial; y con un conflicto ideológico entre varias posturas, dentro del gobierno, entre los partidos y en la sociedad en general, sobre cuál es el camino que debiera adoptarse. Esta indefinición, sumada al diagnóstico inicial errado, nos está llevando en picada, sin mayor probabilidad de que, en el camino, se logre alcanzar la indispensable recuperación de la economía.

El diagnóstico fue errado esencialmente porque no se ha querido reconocer que el país, desde 1994 y por buenas razones, enfrenta un problema grave de falta de confianza. La violencia del año pasado, las soluciones temerarias a la fuga de capitales que esa violencia generó y el empecinamiento del actual gobierno por modificar el esquema anterior -incluyendo al ancla medular de toda la política económica, que era la certidumbre-, llevaron a la devaluación de diciembre y al creciente deterioro que hemos experimentado a lo largo del año. En lugar de reconocer el problema de confianza y de buscar construir sobre una estructura económica que se encontraba -aun cuando con problemas- esencialmente sana, seguimos en una espiral que parece incontenible por el simple hecho de que todas las acciones gubernamentales han fallado en enfrentar el problema de la confianza. Lo que es más, todas las acciones y declaraciones del gobierno demuestran no sólo que no le preocupa la confianza y la certidumbre como problemas, sino que se culpa a la población de su existencia. El gobierno no reconoce que su principal función como gobierno por encima de cualquier otra cosa, es la de crear un ambiente de certidumbre que genere confianza entre la población.

La senda adoptada implica un conflicto permanente al interior del gobierno sobre los temas centrales de la política económica (como ha venido ocurriendo en materia cambiaria), una perseverancia impresionante en el esquema fiscal en general y un rechazo absoluto a cualquier solución fuera de una ortodoxia encasillada por un diagnóstico errado y una falta de imaginación asombrosa. Es por esto que, con la estrategia adoptada, es muy probable que vayamos cada vez más rápido en dirección a un muro sólido, del cual hay cada vez menos escapatoria. Frente a eso, parece haber dos alternativas.

La primera, la que dependería de un milagro tras otro, sería repetir el entuerto de los ochenta: abandonar toda esperanza de recuperar la estabilidad cambiaria y adentrarnos en el mundo de la fantasía económica; aceptar la inflación como un factor inevitable; bajar artificialmente las tasas de interés; y pretender arrancar la economía al margen de lo que ocurra en el resto del mundo. Este esquema, una versión renovada de lo que hizo Alan García en su momento en Perú, permitiría un respiro inmediato, sólo para llevarnos a un caos incontenible después. A pesar de todos los empresarios y políticos que sueñan con este mundo milagroso, es encomiable que el gobierno haya evitado caer en esta trampa fácil.

La alternativa sería la de reconocer el error de diagnóstico y dedicarnos a enfrentar el problema de una vez por todas. Esto implicaría aceptar que hay un serio problema de confianza que no se va a resolver por sí mismo y que la economía mexicana no va a salir sin una inyección de algo así como cincuenta mil millones de dólares, que es el tamaño del agujero que tienen las finanzas nacionales. Sin afán de pretender ser exhaustivo, me parece que hay dos maneras de lograr lo anterior o una combinación de ambas. Una posibilidad residiría en adoptar el dólar como moneda a través de una unión monetaria, con lo cual desaparecería el problema de la confianza en la moneda. De alcanzarse una negociación verdaderamente exitosa en este plano, se podría lograr que la economía mexicana iniciara su recuperación literalmente de la noche a la mañana. La otra posibilidad, dependiente exclusivamente de nosotros, residiría en vender los activos que tiene el gobierno -es decir, las empresas paraestatales- y generar con ello los fondos necesarios para resarcir el daño y amortizar una buena parte, si no es que el total, de nuestra deuda externa. La pregunta es si el gobierno va a aferrarse no sólo a su dogmatismo económico, sino también al dogmatismo histórico de los gobiernos postrevolucionarios.

Ninguna de estas opciones va a ser popular entre los críticos de la política económica. Sin embargo, es tiempo de empezar a reconocer que o la economía arranca o el país se hunde. Peor, si la economía se hunde, como parece inevitable en la situación actual, podría hundirse el gobierno y lo poco de la estructura institucional que nos queda. Es tiempo de decisiones duras y no de seguir pretendiendo que no pasa nada y que la recuperación está a la vuelta de la esquina.