HAY UNA RECUPERACION ECONOMICA

Luis Rubio

En la medida en que se acerca el momento en que la economía debería, según las expectativas gubernamentales, comenzar un periodo de reactivación, es imperativo volver al tema esencial: ¿cómo es que se van a lograr tasas de crecimiento tan elevadas como el país requiere para afrontar los requerimientos mínimos de la población? Más allá de la recuperación que se logre en 1996, todo parece indicar que la reactivación económica de mediano plazo va a ser mucho más modesta de lo que el gobierno supone. Si uno escucha el debate entre los economistas de diversos colores y perspectivas respecto a sus expectativas de crecimiento para el futuro, no sobre este año, sino los que vienen después, las proyecciones más optimistas, incluyendo las del propio gobierno, son sumamente preocupantes y ciertamente muy por debajo de lo que el país requiere para atender los rezagos más urgentes que la sociedad experimenta en todos los ámbitos. A pesar de que la concepción gubernamental es visionaria puesto que se propone corregir problemas estructurales fundamentales de largo plazo, toda esa visión de un futuro promisorio se puede quedar empantanada en el corto plazo si no se atacan los problemas inmediatos que tienen paralizada a la economía.

El programa gubernamental, por ejemplo, se propone elevar los niveles de ahorro interno como medio para financiar el desarrollo y, con ello, evitar las crisis financieras recurrentes. Si tuviera éxito en la consecución de ese objetivo, algo que no es obvio luego de la experiencia con la reforma de la legislación en materia de seguridad social, los mexicanos de la segunda década del próximo siglo van a contar con recursos muy atractivos para financiar el crecimiento. Sin embargo, no es obvio que ese objetivo pueda lograrse, ya que el gasto del IMSS ha crecido en forma tan vertiginosa en los últimos años que de no revertirse rápidamente esa tendencia, el objetivo de elevar el ahorro interno no se va a materializar.

Una de las grandes limitantes del crecimiento en las últimas décadas ha sido financiero. En varias ocasiones desde los años setenta, grandes planes han acabado siendo destrozados por la ausencia de fuentes de financiamiento confiables y sostenibles. La deuda externa resultó un mecanismo limitado y muy costoso; el auge petrolero fue efímero; la inversión extranjera directa creció considerablemente, pero sigue siendo mucho menor de lo que podría ser; la inversión privada de cartera no se comportó de acuerdo a la visión burocrática de los economistas. De una u otra manera el hecho es que la economía mexicana se estancó -y, ahora, se deprimió severamente- por el problema de financiamiento. Desde esta perspectiva, el objetivo gubernamental de elevar el ahorro interno tiene una lógica impecable. A quince meses de iniciada la administración, sin embargo, no es claro que la elevación del ahorro interno, por sí misma, vaya a permitir una recuperación vigorosa, al menos no en esta década. Mi impresión personal es que hay otros problemas igualmente serios que bien podrían impedir incluso una mediocre recuperación.

Para empezar, hay cuatro supuestos implícitos en la concepción de la política económica que son, al menos, muy dudosos. El primero es que el país tiene todo el tiempo del mundo y no pasa nada si la recuperación toma unos meses más en arrancarse. El segundo es que no es necesario ahorro externo substancial para lograr tasas elevadas de crecimiento. El tercer supuesto implícito es que las empresas, por si mismas, van a salir del hoyo en que se encuentran. Finalmente, el cuarto supuesto es que el gobierno está, de hecho, haciendo todo lo necesario para lograr la reactivación económica. Veamos uno por uno.

1. Mientras que nosotros nos concentramos en nuestra depresión, psíquica y económica, el resto del mundo sigue avanzando. En esta etapa del mundo el crecimiento económico se logra no sólo por lo que se avance en términos absolutos, sino también en términos relativos. Si bien nuestras exportaciones crecen de manera espectacular y comienzan a afianzarse algunos proyectos de inversión extranjera, nos estamos rezagando en áreas y sectores cruciales para lograr un crecimiento estable y sostenido. Persisten enormes rezagos en materia de comunicaciones y subsisten perniciosas regulaciones, sobre todo a nivel municipal y estatal, que se han convertido en las principales trabas a la inversión y el comercio en el país. Otros rezagos se refieren a la parálisis que caracteriza al proceso de decisión -muchas veces lleno de contradicciones- respecto a potenciales detonadores de inversión y crecimiento, como son la petroquímica, los ferrocarriles, el gas y la electricidad. Las decisiones -y, sobre todo, las acciones- que se emprendan en estas materias son determinantes no sólo de la dinámica de la actividad económica, sino también de su productividad, que son la esencia de la indispensable creación de empleos y mejoría de ingresos para la población.

2. La devaluación de diciembre de 1994 tuvo, además de los ya ampliamente comentados, otro efecto pernicioso: se llegó al convencimiento de que el ahorro externo -la inversión del exterior- es nocivo para la economía mexicana. Como todo en la vida, los excesos son malos. Sin embargo, las proyecciones más optimistas que he visto sugieren que un crecimiento del ahorro interno como el que el gobierno ha programado sólo podría financiar un crecimiento de algo así como cinco por ciento anual, una tasa nada despreciable luego de años de decrecimiento en términos per cápita. Pero la posibilidad de lograr tasas más elevadas de crecimiento, como las que se observan en el sudeste asiático, Argentina e incluso Chile, va a depender de la disponibilidad de flujos de inversión -directa y financiera- del exterior. Con la política general actual, sin embargo, es ilusorio suponer que esos flujos se van a materializar en las cantidades necesarias para lograr tasas de crecimiento lo suficientemente elevadas para comenzar a cerrar la brecha en ingreso per cápita con nuestros principales socios comerciales.

3. En los últimos años la economía mexicana se ha venido polarizando en dos grandes grupos de empresas: las que están siendo exitosas y las que sufren distintos grados de desintegración patrimonial. La crisis provocada por la devaluación no ha hecho más que profundizar y acelerar estas tendencias. Las consecuencias de esto son, sin embargo, aterradoras. Las empresas que, por buenas o por malas razones, estaban muy endeudadas antes de la devaluación, están en proceso de rápida desaparición. Quizá muchas de éstas se hubieran liquidado de todas formas. Pero lo interesante es observar que un buen número de las empresas que están siendo excepcionalmente exitosas, son precisamente las empresas que enfrentaron una crisis de deuda muy severa en la década de los ochenta y que se fortalecieron en forma impresionante a partir de entonces porque se conjugaron las acciones necesarias para remontar los problemas intrínsecos a las empresas con las condiciones idóneas para que eso fuese posible, incluyendo entre éstas el programa llamado Ficorca. A la fecha, el gobierno se ha dedicado -acertadamente- a evitar un colapso de los bancos, pero no ha hecho nada relevante para crear las condiciones adecuadas a las circunstancias actuales para favorecer la restructuración de las empresas que hoy se encuentran en problemas.

4. Si bien no hay duda que la economía se ha venido estabilizando, no es posible ignorar el hecho de que seguimos teniendo elevadísimos niveles de inflación a pesar de la contracción económica de casi 7% en 1995. De la misma forma, nadie puede negar que persiste una enorme incertidumbre, que la mayor parte de la población ignora qué es lo que el gobierno se propone lograr y que su credibilidad sigue por los suelos. Mucho de lo que el gobierno ha hecho y que se propone hacer pudiera ser la receta de éxito para el futuro de la economía, pero en tanto eso no sea reconocido y apoyado por la población en general y por los inversionistas en lo particular, las acciones gubernamentes lograrán, en el mejor y más optimista de los escenarios, resultados mediocres. A diferencia de Chile, el ejemplo que tanto disfrutan en emplear algunos funcionarios gubernamentales, en el México actual existe una sociedad muy activa y demandante que en nada se parece al mundo de Pinochet en el que se instrumentaron los cambios estructurales de nuestro socio sureño.

Todo lo anterior sugiere que el programa económico gubernamental no es malo o inadecuado, sino insuficiente y muy pobremente puesto en práctica. Al margen de políticas específicas que a unos les gustan y a otros no, hay acciones que el gobierno podría emprender con el objeto de acelerar el paso de la corrección económica y, por lo tanto, de la recuperación de largo plazo. Hasta la fecha, el gobierno ha insistido en que los mercados tarde o temprano reconocerán la importancia de las políticas que se están emprendiendo. Quizá tenga razón, pero el hecho incontrovertible es que la característica fundamental de la economía -a todo nivel- es la incertidumbre. Mientras ésta persista, cualquier pretensión de lograr una reactivación significativa en un plazo razonable es meramente ilusoria.

Mientras el gobierno no reconozca que su primera objetivo y su principal prioridad debe ser la de crear un marco de certidumbre política, económica y social para la población en general, su programa económico va a resultar insuficiente, ineficiente y decepcionante. Es decir, persisten problemas reales y profundos más allá de los objetivos de la política económica. Mientras estos no se ataquen, la economía seguirá a la deriva.

 

SOLUCIONES POLITICAS

Luis Rubio

Si un suizo, sueco o alemán llegara a México sin antecedentes de nuestra realidad y leyera los diarios del país, probablemente llegaría a la conclusión de que habitamos un país excepcionalmente apegado a la ley y la legalidad. Esta es una de las paradojas que más reflejan nuestro subdesarrollo político. El lenguaje de la política mexicana nunca es preciso; se utilizan términos a los que se asignan una multitud de significados y se emplean para distraer al enemigo. Palabras como legalidad y democracia, por ejemplo, son particularmente atractivas a los políticos. Todos las usan, pero ninguno ve en ellas más que un recurso retórico útil en algún momento dado. Más allá de la retórica está nuestra realidad: un país que dista mucho de apegarse a las definiciones convencionales de democracia y legalidad. Algunos pensarán que el lenguaje no importa. Mi impresión es otra: el lenguaje es una muestra de la relativización de términos que debieran tener un significado absoluto. El lenguaje es un reflejo de la realidad y, en esa medida, hace tanto más difícil cambiar esa realidad. ¿Podremos salir de este círculo vicioso?

Si uno observa la retórica política, no hay manera de perder de vista el que una de las características -y contradicciones- más peculiares de nuestra realidad actual reside en la constante referencia a la legalidad por parte de todos los actores, pero siempre con el objetivo de que se logren ventajas especiales, no previstas en ninguna ley. Los diversos actores políticos -partidos, políticos, organizaciones, gobierno- apelan a la ley, la evocan constantemente y jamás se apegan a ella, la buscan hacer cumplir o se mortifican cuando ésta se viola. Lo importante es ganar. Lo importante no es crear un entorno de competencia equitativa que permita que gane el que sea electo por los votantes, sino sacar algún tipo de ventaja para cada circunstancia previsible.

En semanas recientes, por ejemplo, todos los partidos han adoptado posturas ríspidas respecto a temas como el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la reforma electoral. Todos justifican sus posturas con base en la legalidad. Los priístas alegan que el procurador está violando la ley cuando alguno de ellos se siente amenazado por sus investigaciones. El PAN, por su lado, apela a la legalidad y se retira de las negociaciones en materia de reforma electoral, en protesta por una resolución de la institución electoral poblana que no le favorece en el municipio de Huejotzingo. Los priístas, por su lado, argumentan que es excesiva la decisión de retirarse de la mesa política por parte del PAN por algo tan menor como es un municipio, frente a lo que está de por medio en materia federal. Por el otro lado, el PRD ha convertido un viejo agravio en un movimiento político en Tabasco para exigir la «aplicación de la ley», empleando métodos de presión que bien pueden ser políticamente impecables, pero ciertamente están fuera de la ley. No faltan ejemplos como estos.

El punto no es tratar de dirimir quién tiene la razón. No me parecería nada extraño que la PGR haya seguido una estrategia de desinformación orientada, probablemente, a desacreditar al PRI. Los priístas, por su lado, han hecho de la ley y la legalidad -antes y ahora- un verdadero lodazal: no importa lo que digan las leyes, siempre es posible hacer una nueva que sirva a la urgencia del momento, o interpretar otra como convenga a algún político o burócrata o dejar de aplicar la ley cuando ésta no les favorece. Los panistas se contentan con que sus objetivos se logren, dentro o fuera de la legalidad. A lo largo de los últimos siete años han dominado magistralmente las debilidades y características del PRI para hacerse de gubernaturas y presidencias municipales dentro o fuera del marco legal. Cuando no se podía a la legalita, se lograba por la legalona. En Tabasco, algunos perredistas han utilizado vías no legales para buscar satisfacción -eso si, legal- a demandas viejas de algunos campesinos. La ley es un instrumento adaptable para todos los políticos, sin distinción de partido.

Cuando hay tantas «legalidades» contrapuestas, uno no puede más que concluir que el problema de fondo es que no existe un marco legal común -y creíble- que todos respetan y que el gobierno haga cumplir. En este contexto es más razonable preguntarse ¿cuál o de quién es la legalidad que va a hacerse cumplir esta semana? y no preguntarse: ¿se va a aplicar la ley?. Todos los mexicanos sabemos cuál es la respuesta a la segunda pregunta, pero la respuesta a la primera es siempre variable: depende de quién logra hacer una presión más efectiva. En el sexenio pasado, esas presiones llevaban a lo que acabó por llamarse «concertacesiones». Se trataba de negociaciones al margen y en contra de la ley, por medio de las cuales el gobierno trataba de satisfacer a algún quejoso, rompiendo la ley y la legalidad. De esa manera se negaba el valor de los votos y se ignoraba la esencia de la legalidad: seguir procedimientos predecibles que protegieran a la ciudadanía de las acciones arbitrarias del gobierno.

La noción de que se puede crear un marco de legalidad haciendo cumplir las leyes vigentes ha probado ser inoperante. En primer lugar, tenemos leyes para todos los gustos, colores y sabores. Las leyes son contradictorias y todas tienen sesgos políticos que hacen imposible una aplicación uniforme y equitativa. En segundo lugar, prácticamente todas las leyes vigentes confieren poderes discrecionales a la autoridad para que «interprete» o «adapte» la ley según las circunstancias. Esto lleva a que el primer objetivo de las leyes -ser predecibles- deje de ser posible. En tercer lugar, la legalidad tiene menos que ver con las leyes mismas que con los procedimientos para su aplicación. Un Estado de derecho existe cuando los ciudadanos tienen protecciones efectivas respecto de la acción gubernamental, pueden apelar a un juez verdaderamente independiente -que no espera ser diputado o senador el próximo sexenio-, recibir indemnización por daños económicos causados por la acción gubernamental y protegerse de ser perseguidos sin las debidas órdenes de aprehensión, etc. Nada de eso existe efectivamente en el país en la actualidad. Finalmente, la esencia de la legalidad reside en las protecciones legales y jurídicamente exigibles que tienen los individuos respecto de la arbitrariedad gubernamental. La interpretación prevaleciente en la actualidad se fundamenta, sin embargo, en la premisa exactamente inversa: la legalidad, antes de ofrecer garantías a los individuos, faculta al gobierno para actuar o no actuar con tal margen de discrecionalidad que el resultado siempre termina siendo arbitrario.

Dada nuestra realidad, la posibilidad de construir un Estado de derecho no depende de la aplicación de las leyes vigentes, ni de la existencia de un procurador de la oposición, sino de la creación de un marco político entre todos los actores para que construya un consenso en materia de legalidad. Esto requiere no de la neutralidad que hasta ahora el gobierno ha pretendido sostener, sino de un activismo orientado a la construcción de instituciones. Mientras ello no ocurra, los partidos, los políticos y el gobierno tendrán todos su propia razón para perseverar en la demanda de satisfactores recurriendo siempre a su propia versión de la legalidad. Al no haber reglas comunes y aceptadas por todos, no hay leyes, sólo la mera pretensión de ellas. Por ello, cuando los partidos piden, explícita o implícitamente, una «solución política», lo que están pidiendo no es la aplicación de la ley, sino una solución ilegal, impuesta y arbitraria. En un país así, democratizar no implica ceder espacios, sino ejecutar el poder conferido en forma seria y responsable para establecer un orden legal, consensualmente aprobado por los partidos en pugna. Mientras eso no suceda, sólo nuestros amigos del primer mundo, no informados de la realidad, seguirán creyendo que la legalidad efectivamente existe.

 

ESPERANDO LA REDENCION

Luis Rubio

Quizá una de las características más importantes que tienen en común prácticamente todos los países exitosos es que sus habitantes esperan menos de sus gobiernos de lo que por sí mismos están dispuestos a hacer. En lugar de esperar a que el gobierno decida por todos y a que el gobierno defina cómo se van a hacer las cosas, en los países desarrollados las personas toman muchas más iniciativas de lo que parece ser común en nuestro país. Un enorme número de mexicanos, de todas las edades y estratos socioeconómicos, todavía no se recupera del colapso de diciembre de 1994 y, en lugar de buscar salir adelante, sigue esperando que el gobierno resuelva sus problemas. Lo mejor sería que cada quien comenzara a encontrar su propio camino.

El Estado omnipresente y omnipotente es un componente fundamental de nuestra historia y de la cultura política que emergió de la Revolución. La noción de que el virrey establecía «la línea» y todo mundo se apegaba a ella, ha sobrevivido de una manera prodigiosa a lo largo de siglos de evolución cultural y política. Los gobiernos priístas vivían de la decisión de una persona que estaba por encima de todos los demás y que contaba con todos los recursos -políticos, financieros y legales- para imponer su voluntad. Es este contexto es natural que todo mundo se sienta un tanto huérfano cuando el gobierno decide -voluntaria y concienzudamente- abandonar esa prerrogativa presidencial virtual de antaño.

El abandono de una de las características más arraigadas del presidencialismo mexicano -el poder del dedo- va más allá de la adopción de un estilo personal de gobernar. Cada presidente en la historia adoptó su propia manera de hacer las cosas y de ejercer sus funciones a lo largo de su mandato. Ninguno, sin embargo, había abdicado a la facultad real de decidir por todos e imponer su voluntad. De esta forma, la manera en que se ha desenvuelto el presidente Ernesto Zedillo entraña consecuencias e implicaciones mucho más profundas de lo que probablemente nos imaginamos al día de hoy. Se trata, nada más y nada menos, del abandono de la noción de que el gobierno sabe más que cada uno de los individuos que componen a una nación. A la inversa de la pregunta que en su momento le hiciera el periodista Creelman a Porfirio Díaz, quizá la interrogante actual debiera ser si la población está lista para decidir por sí misma.

Cada gobierno alrededor del mundo tiene infinidad de características particulares, reflejo de la cultura e historia propias de cada país. Si bien prácticamente no hay país en el mundo donde no esté cambiando la naturaleza y forma de ser del gobierno, cada uno lo hace a su propia manera y estilo. Nadie puede tener la menor duda de que, por ejemplo, el gobierno francés va a tener siempre mucha más ingerencia en la vida social de lo que va a ser el gobierno norteamericano. Se trata de diferencias muy pronunciadas que se derivan de la historia y, por más que cambien en lo específico, es poco probable que cambien en lo fundamental. Sin embargo, esos dos países, y casi todos los que llamamos desarrollados, comparten algunas características entre sí y que son factores clave en el hecho de que son exitosos. Por más que el gobierno francés sea mucho más activista en la economía y en la sociedad en general, los franceses son menos dependientes del gobierno y de la voluntad de su presidente que los mexicanos respecto a nuestro gobierno y nuestros presidentes. La pregunta es por qué y qué implica el intento actual del presidente Zedillo de cambiar esa realidad.

En términos generales, me parece que la respuesta tiene que ver con las garantías con que cuentan los ciudadanos de cada país respecto de las acciones gubernamentales y con la forma de intervenir de los gobiernos en la sociedad y en la economía. Si la ciudadanía cuenta con amplias protecciones legales respecto de la arbitrariedad gubernamental y si las leyes se cumplen y los tribunales funcionan, los individuos van a ser más independientes del gobierno y van a buscar su desarrollo dentro de los planes o programas gubernamentales o fuera de ellos, siempre a sabiendas que sus acciones y decisiones cuentan con protección legal y que la arbitrariedad no es la característica central del actuar gubernamental. De la misma forma, si el gobierno crea condiciones para que la economía prospere, en lugar de decidir por toda la sociedad lo que ésta debe o puede hacer, la iniciativa individual va a florecer y fructificar.

Si observamos el hecho de que países tan distintos como pueden ser Francia, Estados Unidos y Japón son inmensamente prósperos y han generado un empresariado excepcional, es evidente que cuentan con características comunes muy distintas a las nuestras. En esos países existen «anclas» -que pueden ser definidas como la certidumbre jurídica, económica y política que s deriva de un orden institucional-, muy claras para los empresarios que les permiten funcionar y prosperar. Esas «anclas» han sido mucho más raras en nuestra historia, lo que explica, al menos en parte, el hecho de que muchísimos mexicanos se sientan dependientes del gobierno para todo. Muchas empresas mexicanas son excepcionalmente prósperas; muchas más, sin embargo, siguen esperando que el gobierno las saque adelante. Los propios priístas mostraron la misma propensión hace unas cuantas semanas cuando demandaron el abandono del programa económico gubernamental. Todos los que no se están valiendo por sí mismos quieren que el Estado los tutele para poder recuperar el camino. Buena parte de la tarea necesaria para construir las instituciones que generen certidumbre debe venir del propio gobierno; sin embargo, es muy obvio que el gobierno va a actuar sólo en la medida en que exista una demanda social y una capacidad real por parte de la sociedad y la economía por desarrollarse en forma independiente, como ocurre en los países más exitosos.

La redefinición política que ha adoptado el presidente Zedillo tiene enormes implicaciones. Si bien es evidente que estamos muy lejos de contar con «anclas» nuevas, independientes del gobierno y que protejan efectivamente a la ciudadanía, lo que el presidente está haciendo implica que se está eliminando, o al menos disminuyendo en forma fundamental, la propensión del gobierno de decidir por todos y en forma arbitraria. Para que este camino pueda ser exitoso, será necesario crear toda la estructura legal, policiaca y judicial que haga posible que los individuos actúen por sí mismos, sin riesgo de ser aplastados por una burocracia implacable -o robados, secuestrados o asesinados por una delincuencia creciente e impune. Si esto ocurre, podremos, finalmente, dejar de esperar a que el gobierno nos consiga la inasible redención, para dedicarnos a trabajar para lograrla.

 

Será posible la reforma electoral

Quien sea que haya pasado por un temblor sabe bien que lo más importante de una construcción son sus cimientos. O soportan la estructura o el edificio se cae. Lo mismo se puede decir de la política. Si los cimientos de una estructura política son fuertes, resistirán los embates del tiempo. Si los cimientos son débiles, el sistema político comenzará a tambalearse. A sabiendas de lo insostenible de la estructura política priísta para el futuro del país, el gobierno convocó, desde su inauguración, a la conformación de un «acuerdo nacional» orientado a construir nuevos cimientos políticos. Luego de meses de altibajos, los partidos políticos finalmente comenzaron a negociar, todos ellos de buena fe. Todo parecía indicar que nos acercábamos al fin de una época en materia política y que, en marzo, asistiríamos a la inauguración de una nueva etapa de desarrollo político. Súbitamente, sin embargo, las contradicciones del proceso comienzan a aflorar y ya no parece evidente que todos los partidos necesariamente suscribirán una nueva legislación. A pesar del enorme avance que se ha logrado, ¿será posible que todo retroceda y volvamos a los momentos más conflictivos y lamentables de los años pasados en materia político-electoral?

 

La legitimidad es para un sistema político lo que los cimientos son para un edificio. La legitimidad reside en el reconocimiento que los partidos y la población hacen de las reglas del juego en un proceso político. En el caso de las elecciones, la legitimidad reside en la aceptación generalizada del proceso electoral mismo, toda vez que la población y los actores políticos perciben que se respetaron las reglas y, por lo tanto, se acepta como válido el nuevo gobierno. Ni la eficacia de un gobierno ni la bondad de una política social o económica, cualquiera que sea su signo, substituyen a  la esencia de la legitimidad política, que reside en el punto de origen: las elecciones. Lo que haga un gobierno y lo que no haga, lo que logre y lo que haga bien o mal va a acrecentar o disminuir su credibilidad internacional y su credibilidad frente a los electores; pero son las elecciones las que le dan el certificado de legitimidad.

 

Congruente con este principio elemental de la política, el gobierno de Ernesto Zedillo convocó a una amplia y radical reforma, cuyo objetivo medular era la reconstrucción del sistema político. La primera etapa del proceso tenía que ser, por definición, una reforma electoral. Resuelto eso se entraría, según el esquema propuesto por la administración, en la «carne» de los procesos políticos: el federalismo, los medios de comunicación y las relaciones entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Pero antes era necesario, como condición de entrada, concluir con una reforma electoral unánimemente aceptada. Tan convencido estaba el gobierno de su objetivo, que le adicionó el adjetivo de «definitiva» a la reforma electoral propuesta. Luego de ocho reformas electorales (incluida ésta) en menos de 20 años, era razonable -aunque muy ambicioso- pretender hacer, de una vez por todas, tabula rasa de la historia.

 

Las negociaciones entre los partidos llevan más de un año. En sesiones formales e informales, oficiales y extraoficiales, se ha venido tendiendo una plataforma para la reforma electoral. A diferencia de las ocasiones previas, en ésta parece haber dos diferencias importantes: la primera es que los actores que participan en el proceso han cambiado en forma muy importante: para comenzar, ya existen partidos políticos que antes habían sido siempre de oposición, gobernando una proporción nada despreciable de mexicanos, lo que los hace actores interesados en el éxito del proceso. Además, a pesar de los problemas de equidad electoral que persisten, nadie duda de la legitimidad electoral del gobierno actual. Por otra parte, el presidente, aunque no necesariamente los priístas o incluso algunos de los operadores del propio gobierno, parte de la premisa que no hay nada sacrosanto que sea intocable. Es decir, el gobierno no pretende defender el status quo como hicieron todos sus predecesores. Su objetivo parece ser el de transformar al sistema político. Ello, sin embargo, no ha impedido que resurjan los conflictos en el interior de algunos partidos, sobre todo dentro del PRD, y que estos pudiesen poner en entredicho la reforma que requiere, para ser exitosa, de unanimidad. Tampoco parece haber impedido, según argumentan convincentemente algunos panistas y perredistas,  que el gobierno se esté retractando en algunos de los puntos inicialmente acordados.

 

Una reforma política integral implica, por definición, el rompimiento de tabúes y dogmas que no a todos satisfacen. En cierta forma, la esencia de una reforma reside en crear un punto de intersección entre todos los grupos de la sociedad, alrededor del cual se construyen pequeños consensos que luego se van ampliando. Naturalmente, los grupos más radicales de cada partido harán lo posible porque no se llegue a consumar un consenso que los deje fuera. Quizá eso es lo que estamos observando entre algunos priístas y dentro del PRD. El proceso de integración a un nuevo sistema político es complejo y difícil, pero lo que está de por medio es imponente y es por ello que todos deberíamos preocuparnos por fortalecer los incentivos que disminuyan el radicalismo de los extremos en cada partido.

 

La pregunta fundamental es ¿qué es lo que está de por medio en el proceso de reforma electoral actual?. La respuesta es muy simple: casi todo. Para que el país pueda funcionar y prosperar, es necesario contar con un sistema político sólido, representativo y funcional. Esto quiere decir que la población tiene representantes, que éstos responden a sus representados, que se aprueban legislaciones y se dirimen disputas, todo sin violencia y dentro de un espacio previamente delimitado por instituciones debidamente estructuradas. Como hemos visto en los últimos años, el viejo sistema político, que contaba con algunas de estas características, se ha venido abajo y hemos presenciado la aparición de violencia y de un creciente número de manifestaciones políticas no institucionales. En este sentido, el objetivo mínimo de la reforma electoral es el de amarrar un conjunto de acuerdos básicos para la construcción de ese nuevo sistema político. Es decir, los cimientos del futuro. Nada podría ser más importante.

 

Cada uno de los partidos y actores que están participando en el proceso de negociaciones sigue su propia lógica y su propia dinámica y todos tienen contradicciones internas y sus propios grupos extremistas. En este contexto, la única posibilidad de lograr un acuerdo político en materia electoral es partiendo del reconocimiento de que todas y cada una de esas fuerzas políticas son legítimas y todas tienen razón de ser, pues todas representan a algún sector de la sociedad. Puesto en otras palabras, nadie puede negarle su legitimidad a un grupo extremista por el hecho de ser extremista. Lo que debe hacerse es reconocerle legitimidad pero exigirle, en el proceso de acuerdo de la reforma electoral, que su representatividad -y no su legitimidad- se acredite en las urnas y no en las calles o fuera del marco institucional en general. Para ello se requiere una primera unanimidad: si la reforma electoral no es aprobada en forma unánime por todos los partidos sin excepción, la reforma en su conjunto acabará siendo irrelevante y todo el edificio que se pretendía construir sobre estos cimientos se vendría abajo. Esto implica que todos -y más que nadie el PRI y el gobierno- tienen que hacer las mayores concesiones, pues suyo ha sido el monopolio electoral por décadas, en el espíritu original del actual gobierno, que partía del reconocimiento evidente de que no es posible construir un nuevo sistema político basado en la defensa del «viejo orden».

 

De naufragar el proceso de reforma electoral, los grandes perdedores seríamos todos los mexicanos. Algunos partidos o, más bien, algunas facciones dentro de algunos partidos, están apostando al fracaso de las negociaciones y, para sesgar sus posibilidades de éxito, están minando el proceso por todos los medios a su alcance y otros más. Su apuesta, sin embargo, es curiosa.  Si bien todos los mexicanos perderíamos de fracasar la reforma electoral, el gran perdedor específico sería sin duda el PRD. La razón es muy simple: mal que bien, los votantes asocian al PAN y al PRI con estabilidad política y una estrategia económica que, con todas sus enormes diferencias, se encuentra dentro de la misma cancha, y eso es lo que el electorado ha apoyado en las urnas en forma sistemática, sobre todo en el caso del PAN. El caso del PRD es distinto. Por más que lo disimulen sus líderes, el PRD ha venido perdiendo cada vez más fuerza en cada vez más estados y municipios. El radicalismo de algunos de sus grupos y el lenguaje de algunos de sus dirigentes asusta a los votantes. La evidencia de esto es abrumadora. Por eso mismo, de aprobarse unánimemente la reforma electoral no sólo los mexicanos ganaríamos, sino que el PRD ganaría mucho más. En este sentido, ahora que tienen la llave en sus manos, ¿preferirán ganar o seguir perdiendo?

LA ABDICACION

Luis Rubio

La responsabilidad esencial del Estado -de cualquier Estado- reside en garantizar la seguridad de la población. Nada hay más básico y esencial. Cuando un Estado pierde esa capacidad o renuncia a ella, abdica a su razón esencial de existir, deja de tener razón de ser. ¿Será eso lo que está ocurriendo en el país en la actualidad?. La evidencia parece abrumadora: en una entidad federativa tras otra, en los hechos y en su retórica, los gobiernos están abdicando a su responsabilidad esencial de proteger a la ciudadanía. El problema ya no sólo radica en que esos gobiernos no pueden garantizar esa seguridad -como lo demuestra la creciente criminalidad-, sino que ya ni siquiera consideran que esa sea su responsabilidad.

La situación económica y la creciente descomposición del sistema político se han traducido en una crisis de seguridad sin precedentes. Probablemente todas las sociedades experimentan algún grado de criminalidad en el curso del tiempo, pero lo normal es que ésto sea algo excepcional. No el tema de conversación de todos los días en todas las moradas de todos los ciudadanos de todas las clases sociales. La lista es interminable, creciente y vieja: por años, los mexicanos han venido experimentando un índice creciente de robos, asaltos, secuestros y asesinatos. La impunidad de los que cometen esos crímenes es flagrante: todo parece indicar que hay evidencia contundente en el sentido de que algunas bandas de criminales son conocidas para las autoridades y, sin embargo, nada se hace para someterlas. Es posible que esa sea una excepción. Sin embargo, difícilmente hay un tema más relevante para todas las familias de mexicanos, de todos los estratos sociales -y escasos los medios a su alcance para forzar a las autoridades a cumplir con su responsabilidad.

Podría argumentarse que son las circunstancias del momento las que explican la situación. A final de cuentas, por su naturaleza e historia, el sistema político mexicano toleró toda clase de tropelías y fomentó la impunidad como valor supremo, supuestamente a cambio de la paz social. Si es así, evidentemente el precio de la paz social ha resultado demasiado alto. Además, la vieja paz social ha sido por demás dudosa desde 1994. Por ello, cualquiera que sea el origen y naturaleza de la creciente criminalidad, el problema de fondo reside en otra parte. Hasta hace muy poco tiempo, el Estado mexicano concebía la seguridad como su responsabilidad. En función de ello, uno podría reprobar la eficacia gubernamental en el cumplimiento de esa responsabilidad, pero ciertamente no su intención. El problema es que la seguridad ha dejado de ser su objetivo y eso nos lleva a otros niveles de complejidad.

Si en algo coinciden todos los teóricos del Estado y del Contrato Social es en que la primera razón de ser del Estado y de que las sociedades se organicen es la seguridad ciudadana. No importa que filósofo o teórico se consulte, el hecho tangible es que todos parten de la premisa que el hombre entra en sociedad para evitar la inseguridad del estado natural. Hobbes, Locke y Rousseau no comparten prácticamente nada en cuanto a la naturaleza del hombre, a los objetivos del Estado o a las obligaciones respectivas del gobierno y del ciudadano. En lo único en que están absolutamente de acuerdo es en que el hombre natural se une a otros para protegerse de la inseguridad del medio que lo rodea en el estado natural. Unos lo hacen para protegerse de la inseguridad física, otros para proteger su libertad y sus posesiones; sin embargo, la motivación esencial es que viven en la inseguridad, por lo que crean un Estado que los va a proteger. De estos teóricos han salido toda clase de filosofías y justificaciones para formas de gobierno que van desde la más liberal (Locke) hasta la más autoritaria (Hobbes), pero todas reconocen y aceptan de entrada que la seguridad es la esencia de la estabilidad y de la paz social.

Esta lógica ha sido totalmente invertida en fechas recientes por diversas autoridades estatales y municipales a lo largo del país. Los gobiernos en México ya no aceptan que su objetivo esencial -y su razón de ser- es la de velar por la seguridad de la ciudadanía, sino que ahora se dedican a culpar a la ciudadanía por la falta de seguridad. Esta transformación de la lógica más elemental por parte del gobierno es impactante no sólo por lo que representa en sí misma, sino por lo que implica en términos de resolución del problema. Como decía antes, si estos gobiernos aceptaran la responsabilidad que tienen de garantizar la seguridad ciudadana, uno discutiría su eficacia. Como están las cosas, uno tiene que discutir si existe justificación para la existencia misma de gobiernos que rechazan esa responsabilidad como tema previo a cualquier otra cosa. Veamos tres ejemplos por demás sugestivos.

Una primera ilustración se puede escuchar por radio con frecuencia. Se trata de un anuncio de las autoridades del Departamento del Distrito Federal en el que señalan que los bancos tienen mucho dinero, por lo que ellos deberían pagar policías propios; que el gobierno no está para proteger a esas instituciones. De ese anuncio uno tendría que concluir que el gobierno considera que los bancos son entidades autónomas, no sujetas a las leyes de la localidad y, por lo tanto, no meritorias de los derechos y garantías que la ley confiere y que el gobierno supuestamente debe hacer cumplir. Si el gobierno no va a proteger a los bancos, ¿por qué habían de pagar impuestos esas instituciones? Si el gobierno no garantiza la seguridad de las sucursales bancarias, ¿cómo espera que funcione la economía? Peor, el gobierno protege a las representaciones diplomáticas de otros países en el nuestro; sin embargo, no considera que los bancos merecen esa misma protección. ¿Debe uno concluir que se trata de entidades extraterrestres?

El segundo ejemplo tiene que ver con los manifiestos que han publicado autoridades de varios estados de la República sobre temas de asaltos y secuestros. Estos virtuales manuales señalan lo que deben hacer los ciudadanos para protegerse de los criminales. No haga esto o si haga lo otro. Pero el mensaje explícito es que si una persona no hace lo que ahí se dice y acaba siendo víctima de un asalto, es su responsabilidad por no haber actuado debidamente. Puesto de otra manera, los responsables de la criminalidad son los ciudadanos que no se cuidan y no el gobierno que ha abdicado la responsabilidad de cuidarlos. Al invertir la lógica, el gobierno se lava las manos y acaba culpando a la ciudadanía de la inseguridad. Con esta actitud, el gobierno ya no tiene que hacer nada para disminuir la criminalidad: a final de cuentas, el problema es de los ciudadanos. Es decir, la seguridad deja de ser un objetivo gubernamental, con lo que éste renuncia a su razón inicial y fundamental de ser.

La verdadera joya de la actitud de estos gobiernos se encuentra en el tercer ejemplo. Las autoridades capitalinas acaban de anunciar su objetivo para el año de 1996 en materia de robo de automóviles. En este año, el gobierno va a hacer todos los esfuerzos posibles para aumentar la tasa de recuperación de los vehículos robados del 50% al 75%. Encomiable esfuerzo si lo logran. Yo me pregunto, sin embargo, si sus esfuerzos no debieran concentrarse en el otro lado de la ecuación: ¿por qué no mejor tratar de reducir el robo de automóviles a la mitad? Este modesto ejemplo ilustra toda una actitud: el gobierno no se preocupa del crimen -y, en ese sentido, de garantizar la seguridad. Entiende que su responsabilidad no es disminuir el robo de automóviles, sino el ser eficaz en la recuperación. Me parece muy satisfactorio que aumente la recuperación, pero es inaceptable que desaparezca la noción de que la seguridad ciudadana y el combate a la criminalidad deben ser el objetivo primordial del gobierno. Sin eso, no hay mucho más.

El Estado en México parece estar llegando al punto en que no sólo falta en el desempeño de su responsabilidad, sino que la rechaza. Cuando esto ocurre, el Estado deja de tener razón de ser y, por lo tanto, deja de tener legitimidad como autoridad, como recaudador de impuestos y como gobierno. ¿Hemos llegado a ese extremo? No lo se a ciencia cierta, pero los ejemplos anteriores indican un ánimo y una actitud que en nada contribuye a atenuar la inseguridad ciudadana. Cuando se deja de garantizar esa seguridad, el Estado deja de tener razón de existir. Si eso llega a ocurrir, muy poco nos podrá diferenciar de modelos tan poco atractivos de imitar, como Somalia.

 

CRITICOS MERCADO Y DEMOCRACIA

Luis Rubio

Está de moda criticar al modelo económico que se ha venido construyendo en el país a lo largo de la última década. A los principios de mercado que, poco a poco, han venido sustituyendo los abusos de la burocracia del pasado se les llama, en forma peyorativa, neoliberalismo. Se culpa a las reformas de los últimos años de todos los problemas que existen; a la apertura se le atribuyen males antes desconocidos a los que no es posible referirse ni auxiliándose del diccionario. El hecho es que a nadie le puede quedar duda que el modelo económico basado en un sistema de mercado está bajo ataque. Lo que la mayor parte de los críticos no reconoce -o ignora a propósito- es que al atacar la economía de mercado también se está haciendo imposible el pluralismo político y la democracia.

Las filas de los críticos de la economía de mercado se engrosan día a día. Además del PRD, los zapatistas, algunos panistas y un buen número de empresarios y sus líderes, ahora se vienen a sumar muchos priístas al ataque contra las reformas y el gobierno por sostener el camino de la apertura y liberalización. Quizá no debiera sorprender a nadie esta evolución de las cosas, pero el hecho tangible es que la estrategia económica está siendo arrinconada desde todos los puntos del espectro político e ideológico. En franco contraste con Chile -donde la política económica ha gozado de un amplio consenso por años, al grado en que hasta las extremas derecha e izquierda lo apoyan- en México seguimos debatiendo la esencia de la política económica. La pregunta es por qué.

No hay la menor duda que los cambios económicos que se iniciaron a mitad de los ochenta han tenido un enorme impacto sobre un sinnúmero de empresas y, por lo tanto, sobre el empleo y los ingresos de la población. La crisis devaluatoria no ha hecho sino profundizar estos problemas y acelerar el proceso de descomposición de muchas empresas que ya de por sí se encontraban en dificultades de un tipo o de otro. Quizá es natural que uno se fije en los que están enfrentando problemas y, en este momento, vaya que los hay. Sin embargo, si uno observa a las empresas que sí están funcionando bien, incluso a pesar de la crisis, uno tiene por necesidad que preguntarse qué es lo que esos empresarios han hecho diferente. Si uno sigue este camino se va a encontrar con que las diferencias entre los que están saliendo del hoyo y los que nomás no saben por dónde son mucho menores de lo que parece. Virtualmente todos los empresarios exitosos se han abocado, desde hace años, a entender qué es lo que los cambios económicos generales implican para ellos y han tratado de actuar en consecuencia. Los demás simplemente han esperado -conscientemente o no- a que el gobierno los saque del hoyo, vía subsidios u otro tipo de apoyos, como en el pasado.

Es fácil de comprender el que muchos empresarios prefieran que el gobierno -y, por lo tanto, todos los que pagamos impuestos- sea quien los saque del hoyo, sobre todo porque esa ha sido la manera de ser del gobierno (y de un gran número de empresarios) por décadas. El hecho de que los partidos y otros políticos se sumen a la ola es más interesante, sobre todo por las contradicciones presentes en sus comunicados, al menos si uno acepta el lenguaje a valor facial. Los partidos y políticos que critican el esquema económico lo hacen, en casi todos los casos, con el argumento de que la economía de mercado es contraria a la democracia. Según esta manera de ver las cosas, la política de control de la inflación es anti-popular; la apertura favorece a las empresas grandes en contra de las chicas; la privatización de empresas sólo sirve para hacer ricos a unos cuantos, etcétera, etcétera. De esos planteamientos, los críticos llegan a la conclusión de que la política económica es contraria a la democracia y, por lo tanto, a los intereses populares. La pregunta es ¿contraria a la democracia de quién?

Para la mayoría de los mexicanos lo que importa es cómo van a hacerle para tener el ingreso suficiente para satisfacer sus necesidades y realizar sus deseos. La gran mayoría de éstos votaron en 1994 por los dos partidos que, con todas sus posibles diferencias, apoyan la noción general de una economía de mercado. La mayoría votó por el candidato que prometía continuar con la reforma económica a pesar de que ésta no había logrado los niveles de crecimiento que serían necesarios para generar amplias cantidades de nuevos empleos bien remunerados. Es decir, la gran mayoría de los mexicanos, cerca del 90%, reconocía abiertamente, a través de su voto, que aunque no habíamos llegado al éxito prometido, el camino era el correcto y debía continuar. Sería difícil mostrar mayor popularidad.

Muchos de los críticos de la política económica, que ya la criticaban desde entonces, dicen que buscan la democracia, pero también suponen que saben mejor que la población -la esencia de la democracia- qué es lo que debería hacerse. La mayor parte de éstos parece preferir un sistema corporativizado en el cual los partidos, en cuanto partidos y no como representantes de la población, deciden que es lo que debe hacerse. Es decir, la mayor parte de las élites políticas se está pronunciando por una vuelta a un sistema político en el cual los políticos y los burócratas deciden lo que es bueno para la población -obviamente, para su beneficio personal- y al margen de ésta.

Uno puede entrar en toda clase de disquisiciones teóricas sobre la relación entre la economía de mercado y la democracia para tratar de determinar si son compatibles o incompatibles. Una revisión empírica de todos los países del mundo, sin embargo, va a revelar de inmediato lo obvio: no hay un sólo caso de país que sea democrático y que no tenga una economía de mercado. Ciertamente existen matices y diferencias entre unos países y otros en cuanto a la estructura de su economía y a la naturaleza de sus respectivos sistemas políticos, pero en ningún caso deja de ser una relación directa: la democracia sólo es posible en una economía de mercado y viceversa.

No me cabe la menor duda que es imperativo apresurar la corrección de la economía para hacer posible una fuerte y sostenible recuperación que permita crear los empleos que urgentemente se necesitan. Pero tampoco tengo duda alguna que la manera de hacerlo no es a través de la inflación o del abandono del camino que se ha venido siguiendo. Obviamente ha habido errores y abusos por los cuales los mexicanos hemos venido pagando un enorme costo. Pero el abandono del camino sería equivalente a cancelar toda posibilidad de lograr la recuperación económica y el camino no violento a la democracia.

Los críticos de la política económica son muchos y con muy diversos objetivos. Todos, sin embargo, parecen caracterizarse por el común denominador de que rechazan la democracia y prefieren un sistema político corporativista. Es natural que los que han perdido la posibilidad de decidir por todos, como es el caso de los priístas que ahora proponen abandonar el camino, se sumen a las filas de la oposición a la política económica. No es obvio, sin embargo, que esa estrategia sea muy inteligente, pues la gran mayoría de las pérdidas electorales del PRI las ha recogido el PAN, con un objetivo presumiblemente semejante en materia económica, y no el PRD que se opone a la economía de mercado. Lo que es claro para mí es que la solución de la problemática actual -la política y la económica- consiste en reducir la discrecionalidad de la burocracia y de los políticos, y no en aumentarla. Llevamos muchas décadas padeciendo los errores y los abusos de un sistema político y de una economía diseñados para que los menos decidan por los más, para su propio beneficio, y con los consecuentes altibajos en la economía. Lo que necesitamos es apresurar el avance de las reformas económica y política para que se acabe, de una vez por todas, con la recurrencia de estas crisis periódicas.

 

Mejor cancelar a la ciudad de México

Luis Rubio

A punto de acabar en «un día sí circula», los habitantes de esta insegura ciudad de México tenemos que comenzar a preguntarnos si los gobiernos de las últimas décadas han tenido la menor idea de lo que hacían. El inútil, costoso y, sobre todo, demagógico programa de congelación de capital potencialmente productivo -el un día no circula- no solo no ha prevenido daños graves a la población, sino que está a punto de causar iguales daños políticos. A juzgar por la decisión de instrumentar el «Triple no circula» por tres días la semana pasada, hemos llegado al punto en que no es posible continuar postergando las difíciles decisiones que el problema de la contaminación demanda. La retórica gubernamental y la forma en que los medios masivos de comunicación han manejado el tema, sin embargo, sugiere que la solución al problema está tan lejos como siempre. Pero ahora sí, los citadinos están furiosos.

Científicamente está probado que los automóviles son los principales causantes de la contaminación atmosférica en la ciudad de México. Ese hecho no parece ser disputable, aunque oculta más de lo que revela, porque -como es evidente a simple vista- no todos los vehículos contaminan igual, ni todas las gasolinas tienen el mismo efecto atmosférico. En consecuencia, el hecho de disminuir el número de vehículos en circulación -al tiempo en que no existe un transporte público seguro y eficiente- constituye, en el mejor de los casos, una medida de dudosa utilidad, porque, además de haber dado lugar a toda clase de fraudes y corrupción en la revisión semestral de automóviles, llevó a la introducción de un sinnúmero de carcachas que no hacen sino contaminar más. En sentido contrario a toda la demagogia gubernamental y ecologista, la gran consecuencia del programa «un día no circula» desde hace seis años no ha sido la disminución de la contaminación, sino el aumento del número de vehículos en circulación y de la edad promedio del parque vehicular. Por lo tanto, si el objetivo era disminuir la presencia del principal causante de la contaminación, lo que se ha logrado es exactamente lo contrario. Peor aún, el gobierno ha quedado en evidencia: por no tomar las medidas necesarias a tiempo, ahora el problema está encima.

Ciertamente, ninguna administración urbana puede ser responsable de lo que hicieron o dejaron de hacer sus predecesores. En este sentido, cuando el gobierno actual de la ciudad planteó su estrategia para lidiar con una potencial emergencia ecológica, era razonable pensar que la mayoría de los habitantes de la ciudad le concedería el beneficio de la duda, independientemente de que les gustara o no el esquema. A final de cuentas, se trataba de un intento por responder a una situación de antaño. Desafortunadamente, el regente abusó de esa confianza al no ceñirse a las reglas que él mismo había estipulado. De los días en que se obligó a la ciudadanía a no utilizar sus automóviles por encima del programa previamente existente, sólo uno de ellos lo justificaba de acuerdo, repito, al criterio establecido por las autoridades, pues sólo en una ocasión se rebasó el 250 del índice de los imecas. Es decir, en la primera oportunidad en que se aplicó la medida, el gobierno violó los términos de la misma. Peor aún, el hecho de que no descendiera el índice imeca tanto como las autoridades esperaban, a pesar de la disminución de prácticamente la mitad de los vehículos en circulación, demuestra que la medida no fue la adecuada. Además, es obvio que el camino de seguir prohibiendo la circulación de cada vez más coches no puede ser permanente, pues en ese caso mejor apagamos la luz y cerramos la ciudad en forma permanente.

La arbitrariedad en el comportamiento gubernamental, en una sociedad donde virtualmente no existe un Estado de derecho, ha llevado a que vuele la imaginación de los ecologistas y de algunos medios de comunicación. No había concluido el tercer día del programa de «triple no circula» cuando ya se estaba iniciando, por ejemplo, una campaña para modificar el calendario escolar. Los que proponen esta medida argumentan que es mejor que los niños tengan vacaciones en la época invernal, donde hay más contaminación, que en la época veraniega. Como planteamiento aislado, éste suena muy lógico. El único problema es que los niños no viven aislados y no sólo van a la escuela, sino que también viven. Es decir, a menos que se exporte a los niños a una isla paradisiaca en la costa del Pacífico por tres meses cada año, el hecho de que los niños no asistan a la escuela no implica que dejen de respirar el mismo aire en su casa que de otro modo respirarían en la escuela. Modificar el calendario escolar no va a cambiar ni en un ápice el problema de la contaminación, ni va a beneficiar la salud de los niños. El problema requiere soluciones de fondo y no meros paliativos.

Si el problema de fondo es que hay un exceso de vehículos que contaminan en la ciudad, la estrategia de solución tiene que buscar la forma en que se pueda disminuir el número de automóviles sin contrariar la vida citadina. A la fecha, la manera en que históricamente ha crecido la ciudad ha sido resultado de los incentivos que el gobierno, explícita o implícitamente, ha ido creando. Los habitantes de la ciudad no son ningunos tontos o ignorantes; simplemente han respondido a la realidad cotidiana. Si hay un exceso de coches en circulación esto ha ocurrido porque el gobierno ha creado las condiciones que han permitido ese hecho y no porque, como con frecuencia pretenden los burócratas y los ecologistas, los habitantes de la ciudad sean unos desconsiderados o unos delincuentes, además de irresponsables. Si se construyen vías (supuestamente) rápidas, la gente se va a vivir más lejos; si el costo del combustible es muy bajo, la gente va a manejar más; si los coches grandes cuestan muy poco más que los pequeños, los que puedan hacerlo adquirirán un vehículo grande en lugar de uno pequeño; si las autoridades imponen un programa que restringe el uso del automóvil y no ofrece alternativas de solución al problema del transporte, la población va a adquirir más automóviles. El hecho es que todos y cada uno de los vicios que causan la contaminación son resultado de los incentivos colaterales que, aunque no se dieran cuenta, un gobierno tras otro ha venido creando. Por ello, si se quiere enfrentar el problema de la contaminación hay que olvidarse de las onerosas prohibiciones y dedicarse a modificar ese conjunto de incentivos perversos que hoy causan caos y agreden a la población mucho más allá de lo que cualquier oficial gubernamental puede llegar a imaginar.

Lo que el gobierno de la ciudad no parece reconocer es que la ciudadanía se ha comportado en forma ejemplar a lo largo de estos años de prohibiciones inútiles. A pesar del engaño implícito en el programa original -que se suponía iba a ser temporal- y de la arbitrariedad con que se ha administrado -como la mentira de los 250 puntos imeca para el triple (que no doble) hoy no circula- los habitantes de la urbe han actuado en forma consecuente y responsable, sólo para ser tratados como vulgares truhanes. A los que salen de la ciudad un día les avisan, oportunamente -es decir, a la entrada de la ciudad- que no pueden circular. A la ciudadanía se le agarra, una vez más, con los dedos en la puerta.

A menos que el gobierno opte por expulsar a todos los capitalinos de la ciudad, lo que hay que hacer es dejar de matarlos poco a poco, con las prohibiciones y con la contaminación. Para ello sería necesario avanzar en cuatro rubros: a) procurar nuevas fuentes de empleo compatibles con la realidad ecológica, que substituyan a las que ya de por sí se están perdiendo; b) elevar sensiblemente los precios de las gasolinas , con el fin de desincentivar el uso de los automóviles y penalizar el uso de automóviles viejos. Es mejor subsidiar coches nuevos que no contaminan, que permitir la circulación de chimeneas urbanas. A pesar de que hay muchos usuarios de automóviles que no gozan de ingresos muy elevados, virtualmente todos los que utilizan un automóvil gozan de un nivel de vida muy superior al de aquéllos que no poseen un automóvil. De esta forma, elevar los precios de las gasolinas podría no sólo desincentivar el empleo de los automóviles privados, sino que incluso generaría recursos suficientes para compensar una disminución del IVA, que, además, sería extraordinariamente popular; c) parte del problema reside en el tipo de gasolina que se emplea en la ciudad; ¿no sería posible olvidarnos temporalmente de la soberanía en materia de gasolina y convocar a los mejores fabricantes de gasolinas en el mundo para que ofrezcan alternativas técnicas de solución al problema?; d) resolver, de una vez por todas, el problema del transporte público. Finalmente, e) si el gobierno dejara de abusar de la ciudadanía podría lograr mucha mejor voluntad de su parte -y, con tantita suerte, algunos votos el próximo año.

Si toda la retórica y demagogia que hoy se emplea para denunciar los problemas de salud que la contaminación genera se empleara para buscar soluciones a la contaminación y para convocar a la población a contribuir a resolver la problemática no con prohibiciones, sino con incentivos, todos podríamos vivir más felices. Por décadas, los gobiernos de la ciudad han hecho tropelía y media. Imponer un programa de gobierno porque parece popular, como el de hoy no circula, aunque sea inadecuado y contraproducente, siempre es fácil. Lo difícil es hacer un programa que, por impopular que parezca, efectivamente mejore la vida de la población. Con las elecciones para el gobierno del Distrito Federal casi en puerta, los tiempos para actuar son muy cortos. Mejor hacer lo necesario que pretender otra efímera popularidad.

 

EL FIN DEL PRI

Luis Rubio

La política mexicana parece estar adquiriendo una nueva dinámica que bien podría llevarnos a una nueva estabilidad. A las iniciativas gubernamentales en materia de reforma electoral y política se deben sumar otras circunstancias, algunas fortuitas y otra planeadas, que están cambiando radicalmente la lógica política del país. ¿Como funcionaría el sistema político, por ejemplo, si el punto de referencia dejara de ser el PRI?

Por décadas, el sistema político mexicano fue idéntico al PRI. De hecho, el PRI se creó en buena medida porque no existía un sistema político funcional que le permitiera al país una estabilidad de largo plazo. De esta manera, desde los treinta, el PRI fue el punto de interacción política. Todas las personas que querían participar en la política con alguna probabilidad de éxito lo hacían a través de ese partido: por su parte, el PRI era el lugar en el cual se dirimían conflictos, se interactuaba entre los políticos y se competía por el poder. En una palabra, hasta hace no muchos años, la política mexicana y el PRI eran prácticamente la misma cosa.

En algún momento a partir de 1968 comenzó a desarrollarse y fortalecerse, fuera del PRI, un conjunto de partidos políticos, así como grupos demandantes y críticos que exigían acceso al poder y al proceso de decisiones a nivel local, regional y nacional. Ciertamente ya existían algunos partidos opuestos al PRI desde la década de los treinta, pero fue en los setenta y ochenta cuando se hizo evidente que el PRI ya no representaba a todos los mexicanos y, mucho más importante, que esos otros mexicanos ya no estaban dispuestos a quedarse al margen de la política. En sentido contrario a la pretensión histórica del PRI de ser el partido de las mayorías -cuando no de la totalidad de los mexicanos-, la realidad nacional poco a poco lo fue haciendo cada vez menos relevante.

Hasta 1994, sin embargo, un gobierno priísta tras otro pretendió que no había nada fuera del PRI. Durante la administración de Carlos Salinas se tendieron puentes sobre todo hacia el PAN, pero el paradigma político seguía siendo el mismo: fuera del PRI no hay absolutamente nada. Todo eso cambió en 1994, cuando el hoy presidente Zedillo partió de la premisa opuesta, reconociendo la realidad política del país: los partidos de oposición y la política fuera del PRI se habían convertido en el meollo de la política mexicana. De no institucionalizarse ese ámbito de la política nacional, el país se encaminaría hacia una explosión violenta y a una era de interminable conflicto, como el que ya se podía vislumbrar en Chiapas y en un estado tras otro en el ámbito electoral.

El nuevo paradigma político tardó varios meses en comenzar a echar raíces, pero cuando lo hizo, en la segunda mitad del año pasado, logró una serie de consensos -sobre todo en materia electoral- que hubieran parecido imposibles apenas unos cuantos meses antes. Los dos principales partidos de oposición, el PAN y el PRD, llegaron a reconocer que existían muchos más beneficios participando en el proceso que apostando a la destrucción del sistema. En buena medida, esto fue posible debido al nuevo paradigma político que lanzó la actual administración, cuya característica central reside en que el gobierno ya no considera que su función primordial sea la salvación del PRI o el triunfo electoral de ese partido, a como dé lugar y tope donde tope. En 1995 pudimos ver dos ejemplos tangibles de los cambios que este nuevo paradigma entraña: por un lado, el más importante, radica en que virtualmente todos los procesos electorales que tuvieron lugar en ese año fueron exitosos. Pero no hay que olvidar que, en este nuevo contexto, el éxito se define como la ausencia de violencia y de conflicto post-electoral: es decir, la existencia de legitimidad. El otro ejemplo que evidencia el cambio alcanzado lo ilustra el hecho de que, a finales de 1995, cuando Cuauhtémoc Cárdenas criticó al presidente Zedillo, quienes salieron en su defensa fueron Porfirio Muñoz Ledo y Carlos Castillo Peraza. El mundo había cambiado.

Para finales de 1995 el proceso de negociación política con los partidos de oposición avanzaba de manera inexorable -y envidiable. México parecía, finalmente, comenzar a romper con una de las facetas más preocupantes -y desafortunadas- de su historia reciente. Quedaba, sin embargo, un gran agujero. El hecho de que el ámbito político extra-priísta comenzara a formalizarse, como parte esencial del sistema político, no implicaba que los priístas se fueran a quedar con los brazos cruzados. En buena medida por la situación económica del año pasado, el PRI obtuvo resultados electorales poco encomiables, lo que ha enojado a los priístas, muchos de los cuales se siguen ostentando como virtuales propietarios del país. Por medios institucionales -como la carta que enviaron al presidente de su partido-, así como por medios no institucionales -como han sido los rumores y una serie de amenazas implícitas y vagas- los priístas han venido realizando demostraciones de fuerza. Es difícil precisar el grado de riesgo real que eso pudiese representar para la estabilidad del país, pero no por ello se trata de un reto insignificante.

Ese riesgo, sin embargo, ha sido súbitamente aplacado por la presencia del nuevo secretario de la Contraloría de la Federación, Arsenio Farell. Por su historia y experiencia, Farell constituye un hito en la administración pública en el país. Su llegada a la Contraloría entraña dos mensajes muy claros, que no han escapado a los dinosaurios. Por una parte, la llegada del nuevo secretario implica una lucha frontal a la corrupción gubernamental en el futuro, lo cual seguramente supondrá modificaciones legales y operativas. Por el otro lado, la corrupción pasada parece adquirir una nueva cara: el gobierno no perseguirá a los priístas corruptos del pasado, lo cual tranquilizará a los dinosaurios, pero usará toda la fuerza de los archivos de la Contraloría, de la ley y del poder gubernamental para aplastar cualquier intento, por insignificante que sea, de descarrilar la negociación política entre los partidos políticos y el gobierno, cuyo propósito último es el de incorporar a todos los partidos y fuerzas políticas en el esquema político de fin de siglo. Es decir, Farell constituye un freno formidable a las ambiciones dinosáuricas de mantenerse en el poder ad infinitum.

El resultado de todo esto es que el sistema político viejo esta feneciendo, en tanto que uno nuevo, con gran potencial de éxito, comienza a emerger. Está por verse cuál será la naturaleza y estructura de ese sistema nuevo, pero hay dos conclusiones a las que sin duda ya es posible arribar: la primera es que la presión sobre el PRI por parte de sus bases -y sobre todo sus miembros prominentes- para reencontrar la vieja capacidad de ser influyente y relevante, va a continuar aumentando. La otra es que, independientemente de lo que le pase al PRI, las probabilidades de que se construyan los pilares de una estabilidad política institucional y de corte moderno en el y para el, de largo plazo, aumentan día con día.

 

TELMEX Y SALINAS

Luis Rubio

Con la demanda penal por daño patrimonial en contra de Carlos Salinas, la privatización de la empresa Teléfonos de México amenaza en convertirse en un casus belli sobre el sexenio pasado y, sobre todo, sobre las políticas de apertura, desregulación y privatización en general. Este es sin duda el objetivo de la acción judicial por parte del PRD.

La demanda argumenta temas jurídicos, pero en realidad se trata de un planteamiento ideológico que persigue avanzar una causa política e ideológica a través del descrédito de la apertura y de la privatización, además de la persona del expresidente. Por supuesto, no hay nada malo en eso, pues se trata de un recurso legítimo para cualquier ciudadano y los partidos tienen todo el derecho -y la obligación- de explotar las flaquezas de sus contrincantes en el poder para hacer transparente la política. Por ello, no hay nada malo en la denuncia, pero hay que llamar al pan pan y al vino vino.

Nos encontramos en el ojo de una profunda disputa por el poder y por el modelo de economía que debe seguir el país, lo que hace de este tipo de batallas un componente intrínseco de estas luchas. Algunas batallas se librarán en los tribunales, otras tras bambalinas entre los políticos y otras más en el foro de la opinión pública. Lo que salga de estas batallas habrá de determinar la viabilidad del ssitema político actual y la posibilidad de que éste se transforme para bien.

En este contexto, la demanda relativa a la privatización de Telmex tiene una enorme carga política e ideológica. Los méritos jurídicos de la demanda obviamente tendrán que dirimirse en los tribunales respectivos y ese proceso definirá si hay algo que perseguir y contra quién. Sin embargo, el principal objetivo de la demanda es político y fue presentado ante la opinión pública como tal. Se utilizó el caso de Teléfonos de México por varias razones muy obvias: se trata de una empresa sumamente exitosa en lo financiero; mucha gente se siente agraviada por lo que considera excesivos cargos telefónicos; por el potencial de corrupción que puede traer consigo una privatización de miles de millones de dólares; y por el rechazo ideológico a la propiedad privada en el sector comunicaciones, que antes se encontraba codificado en la Constitución. En el fondo de esto se encuentran tres temas muy específicos: la noción de propiedad privada de la telefonía; el hecho de haber vendido la empresa; y la posible corrupción en el proceso.

La noción de que las comunicaciones deben ser propiedad del gobierno parte de una concepción ideológica y de una circunstancia técnica. Por el lado ideológico, se trata de modelos distintos de sociedad y de la naturaleza humana, ambos con méritos propios y, en todo caso, legítimos. Para algunos es mejor que el gobierno se haga cargo de todo, en tanto que para otros lo deseable es que cada individuo sea dueño de sus circunstancias. En esto estamos hablando de preferencias ideológicas y nada más. Por el lado técnico, sin embargo, las circunstancias cambian casi cada minuto. Una de las justificaciones técnicas para la propiedad gubernamental de la telefonía residía en la naturaleza monopólica del servicio; ese monopolio técnicamente ya prácticamente no existe: hoy en día la competencia es posible por la existencia de nuevas tecnologías, lo que puede eliminar las prácticas monopólicas. Es decir, las comunicaciones hace mucho que dejaron de ser un tema de legítima intervención gubernamental desde una perspectiva técnica.

El proceso de privatización de Telmex sin duda adoleció de muchas deficiencias, la más importante de las cuales fue la de posponer el inicio de la competencia en el sector telefónico, lo que le dejó a Telmex cancha amplia para explotar el monopolio por un buen rato. Sin embargo, el proceso de venta fue, al menos de acuerdo a la información disponible, plenamente apegado a la legalidad y a todas las normas internacionales que caracterizan a este tipo de operaciones. Si uno compara la privatización de Telmex con la de la Telefónica Argentina, el hecho de que en el caso de Telmex se siguieran esas normas permitió tanta mayor credibilidad y certidumbre -además de precio- en la venta. Lo más interesante de la venta de Telmex -y paradoja ideológica para los acusadores de la venta- es que el sindicato de telefonistas es uno de los dos más grandes grupos de accionistas de la empresa.

Por lo que toca a la posible corrupción en el proceso de venta de la empresa, yo no meto las manos al fuego por la limpieza del proceso, pero me parece ridícula la presunción de corrupción en que el presidente del consejo de la empresa, Carlos Slim, sea un representante, o un prestanombres, de Carlos Salinas. Si el expresidente hubiera querido hacerse rico con la privatización de Telmex, todo lo que tenía que hacer era comprar acciones de la empresa en el mercado abierto antes de que se anunciara la operación. Otros prominentes inversionistas, sin conocimiento alguno de la posible venta de la empresa, se hicieron sumamente ricos con la compra de acciones de Telmex mucho antes de que la venta fuese decidida. ¿Para qué complicar el mundo con algo tan obvio?

Lo criticable de la privatización de Telmex, desde mi perspoectiva, no está en la venta ni en la forma en que ésta se realizó, sino en el modelo que se conformó para la telefonía del país a través de la venta. El objetivo principal del gobierno en la venta fue el mayor ingreso posible para el erario y no más competencia o una mejor telefonía en el corto plazo. Al día de hoy, sin embargo, este es un debate académico y filosófico. Telmex ya se vendió y, salvo que se pruebe un fraude en el proceso de venta, la discusión no es legal, sino ideológica y nada tiene que ver con la empresa específica o el gobierno vendio.

5la venta fue fallida má sea un prestanombresPara comenzar, Carlos Slim dista mucho de ser el empresario sexenal prototípico. Cuando compró Telmex, ya llevaba más de una década como uno de los más prominentes empresarios. Ciertamente no necesitaba del hoy expresidente para hacerse rico. Su inmensa riqueza, que ya venía de antes y que se acrecentó particularmente en 1982 con operaciones bursátiles en las que capitalizó su visión y el pánico de los mercados, hacen absurda la presunción de que pudiese ser prestanombres de alguien. Por su parte, s

TOCAR FONDO

Luis Rubio

Todo mundo parece estar esperando el fondo: que la economía llegue a su punto más bajo para que vuelva a empezar a subir. Eso es lo lógico de esperarse luego de una severísima recesión. Sin embargo, la recesión del 95 no fue común, ni las características de la economía mexicana justifican semejante espectativa. La economía mexicana ha cambiado tanto en los últimos años que no es imposible que estemos observando la muerte lenta de la «economía vieja» en forma paralela al nacimiento de una «economía nueva». En este sentido, quizá nunca se llegue a tocar fondo, pero sí se logre una recuperación en el curso del tiempo.

No se trata de una paradoja, sino de una transición económica excesivamente abrupta que, además, está teniendo lugar en el peor momento posible: en medio de una recesión. El origen de esta transición se encuentra en dos factores: el estancamiento de la economía desde el principio de los setenta y en la apertura a las importaciones que se inició en 1985. Estos dos procesos, que no son separables, modificaron drásticamente la naturaleza de la economía mexicana y redefinieron sus características y modo de operación.

El estancamiento de la economía mexicana comenzó, de hecho, a finales de los sesenta y continuó a lo largo de los setenta. Para la mayoría de las empresas mexicanas, la verdadera crisis se inició hace un cuarto de siglo, aunque muy pocas lo reconocieron y muchas menos hicieron algo al respecto. Si bien hubo años con muy buenos niveles de crecimiento económico entre 1973 y 1981, muy poco de ese crecimiento se debió a un gran dinamismo de la propia economía interna. Más bien, los dos grandes factores que favorecieron un pequeño crecimiento durante el sexenio de Echeverría y uno más elevado en la época de López Portillo fueron el petróleo y la deuda externa. Ambos factores tuvieron un efecto muy favorable sobre el crecimiento de la economía en el corto plazo, pero ambos entrañaban dos características que son inevitables hoy en día: primero, los dos seguían una dinámica ajena al país, sobre la cual nadie en México tiene control alguno. La otra característica es que ambos factores ocultaron la realidad de la industria mexicana y, en la práctica, impidieron que se hiciera algo por que se modernizara la planta productiva.

Cuando quebró el gobierno en 1982 porque se encontraba endeudado hasta las orejas, nos encontramos con que la industria mexicana estaba estancada, sin poder revitalizarse con los esquemas tradicionales de gasto público. Lo imperativo era modernizar a la planta produtiva en forma acelerada para que se crearan nuevas fuentes de empleo y se elevara la productividad. Dado el retraso relativo de la planta productiva respecto al resto del mundo y el enorme endeudamiento del gobierno, la única salida posible era la de forzar la modernización a través de la apertura a las importaciones. Contrario a lo que muchos industriales piensan, el objetivo principal de la apertura económica era la modernización de la planta productiva y no la disminución de la inflación, aunque, en el contexto del Pacto, ese objetivo también acabó siendo relevante. Quizá el mayor error de la apertura residió en su premisa de entrada: el gobierno presupuso que la mayoría de los industriales mexicanos se adaptarían con gran rapidez a la competencia del exterior, cosa que simplemente no ocurrió.

Hoy en día nos encontramos con dos economías operando en paralelo. La «vieja» economía está experimentando un proceso de muerte rápida o lenta, generalmente dependiendo del nivel de endeudamiento de cada empresa. Esta parte de la economía, en todos los sectores productivos, se caracteriza por empresas que no se adaptaron al reto de la apertura, que no lo pudieron hacer o que no supieron hacerlo. De una o de otra manera, se están llevando al sistema bancario de corbata. Por su parte, en los últimos años ha surgido una economía «nueva», formada por todas las empresas que sí comprendieron el reto y que lograron superarlo, así como por las de reciente creación. Se trata del conjunto de empresas, en todos los sectores, que exportan (directa o indirectamente), que compiten exitosamente con las importaciones y que han logrado salir adelante a pesar de la recesión. Muchas de estas empresas son grandes, pero esa no es su característica esencial: lo que las distingue es la claridad de visión de sus empresarios.

En este contexto, la economía no va a «tocar fondo» en el corto plazo. Más bien, la actividad económica y el empleo dejarán de caer en la medida en que la «nueva» economía crezca suficiente como para empezar a compensar la caida irremediable de la «vieja» economía. Esta distinción es clave tanto para el empleo como para la política gubernamental. Si bien hay mucho que se puede hacer para aminorar la caida de la «vieja» economía, la esencia de la labor gubernamental debería concentrarse en promover a las empresas que están creciendo; a facilitar el crecimiento de las que lo pueden hacer con rapidez, pero que están atoradas en el mar de burocratismo que caracteriza al gobierno y a los bancos; y a promover toda clase de esquemas de maquila, subcontratación, etcétera, para integrar a las empresas que están muriéndose en las cadenas productivas de las empresas exitosas. Hay que olvidarse de tocar fondo para empezar la recuperación.