SOLUCIONES POLITICAS

Luis Rubio

Si un suizo, sueco o alemán llegara a México sin antecedentes de nuestra realidad y leyera los diarios del país, probablemente llegaría a la conclusión de que habitamos un país excepcionalmente apegado a la ley y la legalidad. Esta es una de las paradojas que más reflejan nuestro subdesarrollo político. El lenguaje de la política mexicana nunca es preciso; se utilizan términos a los que se asignan una multitud de significados y se emplean para distraer al enemigo. Palabras como legalidad y democracia, por ejemplo, son particularmente atractivas a los políticos. Todos las usan, pero ninguno ve en ellas más que un recurso retórico útil en algún momento dado. Más allá de la retórica está nuestra realidad: un país que dista mucho de apegarse a las definiciones convencionales de democracia y legalidad. Algunos pensarán que el lenguaje no importa. Mi impresión es otra: el lenguaje es una muestra de la relativización de términos que debieran tener un significado absoluto. El lenguaje es un reflejo de la realidad y, en esa medida, hace tanto más difícil cambiar esa realidad. ¿Podremos salir de este círculo vicioso?

Si uno observa la retórica política, no hay manera de perder de vista el que una de las características -y contradicciones- más peculiares de nuestra realidad actual reside en la constante referencia a la legalidad por parte de todos los actores, pero siempre con el objetivo de que se logren ventajas especiales, no previstas en ninguna ley. Los diversos actores políticos -partidos, políticos, organizaciones, gobierno- apelan a la ley, la evocan constantemente y jamás se apegan a ella, la buscan hacer cumplir o se mortifican cuando ésta se viola. Lo importante es ganar. Lo importante no es crear un entorno de competencia equitativa que permita que gane el que sea electo por los votantes, sino sacar algún tipo de ventaja para cada circunstancia previsible.

En semanas recientes, por ejemplo, todos los partidos han adoptado posturas ríspidas respecto a temas como el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la reforma electoral. Todos justifican sus posturas con base en la legalidad. Los priístas alegan que el procurador está violando la ley cuando alguno de ellos se siente amenazado por sus investigaciones. El PAN, por su lado, apela a la legalidad y se retira de las negociaciones en materia de reforma electoral, en protesta por una resolución de la institución electoral poblana que no le favorece en el municipio de Huejotzingo. Los priístas, por su lado, argumentan que es excesiva la decisión de retirarse de la mesa política por parte del PAN por algo tan menor como es un municipio, frente a lo que está de por medio en materia federal. Por el otro lado, el PRD ha convertido un viejo agravio en un movimiento político en Tabasco para exigir la «aplicación de la ley», empleando métodos de presión que bien pueden ser políticamente impecables, pero ciertamente están fuera de la ley. No faltan ejemplos como estos.

El punto no es tratar de dirimir quién tiene la razón. No me parecería nada extraño que la PGR haya seguido una estrategia de desinformación orientada, probablemente, a desacreditar al PRI. Los priístas, por su lado, han hecho de la ley y la legalidad -antes y ahora- un verdadero lodazal: no importa lo que digan las leyes, siempre es posible hacer una nueva que sirva a la urgencia del momento, o interpretar otra como convenga a algún político o burócrata o dejar de aplicar la ley cuando ésta no les favorece. Los panistas se contentan con que sus objetivos se logren, dentro o fuera de la legalidad. A lo largo de los últimos siete años han dominado magistralmente las debilidades y características del PRI para hacerse de gubernaturas y presidencias municipales dentro o fuera del marco legal. Cuando no se podía a la legalita, se lograba por la legalona. En Tabasco, algunos perredistas han utilizado vías no legales para buscar satisfacción -eso si, legal- a demandas viejas de algunos campesinos. La ley es un instrumento adaptable para todos los políticos, sin distinción de partido.

Cuando hay tantas «legalidades» contrapuestas, uno no puede más que concluir que el problema de fondo es que no existe un marco legal común -y creíble- que todos respetan y que el gobierno haga cumplir. En este contexto es más razonable preguntarse ¿cuál o de quién es la legalidad que va a hacerse cumplir esta semana? y no preguntarse: ¿se va a aplicar la ley?. Todos los mexicanos sabemos cuál es la respuesta a la segunda pregunta, pero la respuesta a la primera es siempre variable: depende de quién logra hacer una presión más efectiva. En el sexenio pasado, esas presiones llevaban a lo que acabó por llamarse «concertacesiones». Se trataba de negociaciones al margen y en contra de la ley, por medio de las cuales el gobierno trataba de satisfacer a algún quejoso, rompiendo la ley y la legalidad. De esa manera se negaba el valor de los votos y se ignoraba la esencia de la legalidad: seguir procedimientos predecibles que protegieran a la ciudadanía de las acciones arbitrarias del gobierno.

La noción de que se puede crear un marco de legalidad haciendo cumplir las leyes vigentes ha probado ser inoperante. En primer lugar, tenemos leyes para todos los gustos, colores y sabores. Las leyes son contradictorias y todas tienen sesgos políticos que hacen imposible una aplicación uniforme y equitativa. En segundo lugar, prácticamente todas las leyes vigentes confieren poderes discrecionales a la autoridad para que «interprete» o «adapte» la ley según las circunstancias. Esto lleva a que el primer objetivo de las leyes -ser predecibles- deje de ser posible. En tercer lugar, la legalidad tiene menos que ver con las leyes mismas que con los procedimientos para su aplicación. Un Estado de derecho existe cuando los ciudadanos tienen protecciones efectivas respecto de la acción gubernamental, pueden apelar a un juez verdaderamente independiente -que no espera ser diputado o senador el próximo sexenio-, recibir indemnización por daños económicos causados por la acción gubernamental y protegerse de ser perseguidos sin las debidas órdenes de aprehensión, etc. Nada de eso existe efectivamente en el país en la actualidad. Finalmente, la esencia de la legalidad reside en las protecciones legales y jurídicamente exigibles que tienen los individuos respecto de la arbitrariedad gubernamental. La interpretación prevaleciente en la actualidad se fundamenta, sin embargo, en la premisa exactamente inversa: la legalidad, antes de ofrecer garantías a los individuos, faculta al gobierno para actuar o no actuar con tal margen de discrecionalidad que el resultado siempre termina siendo arbitrario.

Dada nuestra realidad, la posibilidad de construir un Estado de derecho no depende de la aplicación de las leyes vigentes, ni de la existencia de un procurador de la oposición, sino de la creación de un marco político entre todos los actores para que construya un consenso en materia de legalidad. Esto requiere no de la neutralidad que hasta ahora el gobierno ha pretendido sostener, sino de un activismo orientado a la construcción de instituciones. Mientras ello no ocurra, los partidos, los políticos y el gobierno tendrán todos su propia razón para perseverar en la demanda de satisfactores recurriendo siempre a su propia versión de la legalidad. Al no haber reglas comunes y aceptadas por todos, no hay leyes, sólo la mera pretensión de ellas. Por ello, cuando los partidos piden, explícita o implícitamente, una «solución política», lo que están pidiendo no es la aplicación de la ley, sino una solución ilegal, impuesta y arbitraria. En un país así, democratizar no implica ceder espacios, sino ejecutar el poder conferido en forma seria y responsable para establecer un orden legal, consensualmente aprobado por los partidos en pugna. Mientras eso no suceda, sólo nuestros amigos del primer mundo, no informados de la realidad, seguirán creyendo que la legalidad efectivamente existe.