Mejor cancelar a la ciudad de México

Luis Rubio

A punto de acabar en «un día sí circula», los habitantes de esta insegura ciudad de México tenemos que comenzar a preguntarnos si los gobiernos de las últimas décadas han tenido la menor idea de lo que hacían. El inútil, costoso y, sobre todo, demagógico programa de congelación de capital potencialmente productivo -el un día no circula- no solo no ha prevenido daños graves a la población, sino que está a punto de causar iguales daños políticos. A juzgar por la decisión de instrumentar el «Triple no circula» por tres días la semana pasada, hemos llegado al punto en que no es posible continuar postergando las difíciles decisiones que el problema de la contaminación demanda. La retórica gubernamental y la forma en que los medios masivos de comunicación han manejado el tema, sin embargo, sugiere que la solución al problema está tan lejos como siempre. Pero ahora sí, los citadinos están furiosos.

Científicamente está probado que los automóviles son los principales causantes de la contaminación atmosférica en la ciudad de México. Ese hecho no parece ser disputable, aunque oculta más de lo que revela, porque -como es evidente a simple vista- no todos los vehículos contaminan igual, ni todas las gasolinas tienen el mismo efecto atmosférico. En consecuencia, el hecho de disminuir el número de vehículos en circulación -al tiempo en que no existe un transporte público seguro y eficiente- constituye, en el mejor de los casos, una medida de dudosa utilidad, porque, además de haber dado lugar a toda clase de fraudes y corrupción en la revisión semestral de automóviles, llevó a la introducción de un sinnúmero de carcachas que no hacen sino contaminar más. En sentido contrario a toda la demagogia gubernamental y ecologista, la gran consecuencia del programa «un día no circula» desde hace seis años no ha sido la disminución de la contaminación, sino el aumento del número de vehículos en circulación y de la edad promedio del parque vehicular. Por lo tanto, si el objetivo era disminuir la presencia del principal causante de la contaminación, lo que se ha logrado es exactamente lo contrario. Peor aún, el gobierno ha quedado en evidencia: por no tomar las medidas necesarias a tiempo, ahora el problema está encima.

Ciertamente, ninguna administración urbana puede ser responsable de lo que hicieron o dejaron de hacer sus predecesores. En este sentido, cuando el gobierno actual de la ciudad planteó su estrategia para lidiar con una potencial emergencia ecológica, era razonable pensar que la mayoría de los habitantes de la ciudad le concedería el beneficio de la duda, independientemente de que les gustara o no el esquema. A final de cuentas, se trataba de un intento por responder a una situación de antaño. Desafortunadamente, el regente abusó de esa confianza al no ceñirse a las reglas que él mismo había estipulado. De los días en que se obligó a la ciudadanía a no utilizar sus automóviles por encima del programa previamente existente, sólo uno de ellos lo justificaba de acuerdo, repito, al criterio establecido por las autoridades, pues sólo en una ocasión se rebasó el 250 del índice de los imecas. Es decir, en la primera oportunidad en que se aplicó la medida, el gobierno violó los términos de la misma. Peor aún, el hecho de que no descendiera el índice imeca tanto como las autoridades esperaban, a pesar de la disminución de prácticamente la mitad de los vehículos en circulación, demuestra que la medida no fue la adecuada. Además, es obvio que el camino de seguir prohibiendo la circulación de cada vez más coches no puede ser permanente, pues en ese caso mejor apagamos la luz y cerramos la ciudad en forma permanente.

La arbitrariedad en el comportamiento gubernamental, en una sociedad donde virtualmente no existe un Estado de derecho, ha llevado a que vuele la imaginación de los ecologistas y de algunos medios de comunicación. No había concluido el tercer día del programa de «triple no circula» cuando ya se estaba iniciando, por ejemplo, una campaña para modificar el calendario escolar. Los que proponen esta medida argumentan que es mejor que los niños tengan vacaciones en la época invernal, donde hay más contaminación, que en la época veraniega. Como planteamiento aislado, éste suena muy lógico. El único problema es que los niños no viven aislados y no sólo van a la escuela, sino que también viven. Es decir, a menos que se exporte a los niños a una isla paradisiaca en la costa del Pacífico por tres meses cada año, el hecho de que los niños no asistan a la escuela no implica que dejen de respirar el mismo aire en su casa que de otro modo respirarían en la escuela. Modificar el calendario escolar no va a cambiar ni en un ápice el problema de la contaminación, ni va a beneficiar la salud de los niños. El problema requiere soluciones de fondo y no meros paliativos.

Si el problema de fondo es que hay un exceso de vehículos que contaminan en la ciudad, la estrategia de solución tiene que buscar la forma en que se pueda disminuir el número de automóviles sin contrariar la vida citadina. A la fecha, la manera en que históricamente ha crecido la ciudad ha sido resultado de los incentivos que el gobierno, explícita o implícitamente, ha ido creando. Los habitantes de la ciudad no son ningunos tontos o ignorantes; simplemente han respondido a la realidad cotidiana. Si hay un exceso de coches en circulación esto ha ocurrido porque el gobierno ha creado las condiciones que han permitido ese hecho y no porque, como con frecuencia pretenden los burócratas y los ecologistas, los habitantes de la ciudad sean unos desconsiderados o unos delincuentes, además de irresponsables. Si se construyen vías (supuestamente) rápidas, la gente se va a vivir más lejos; si el costo del combustible es muy bajo, la gente va a manejar más; si los coches grandes cuestan muy poco más que los pequeños, los que puedan hacerlo adquirirán un vehículo grande en lugar de uno pequeño; si las autoridades imponen un programa que restringe el uso del automóvil y no ofrece alternativas de solución al problema del transporte, la población va a adquirir más automóviles. El hecho es que todos y cada uno de los vicios que causan la contaminación son resultado de los incentivos colaterales que, aunque no se dieran cuenta, un gobierno tras otro ha venido creando. Por ello, si se quiere enfrentar el problema de la contaminación hay que olvidarse de las onerosas prohibiciones y dedicarse a modificar ese conjunto de incentivos perversos que hoy causan caos y agreden a la población mucho más allá de lo que cualquier oficial gubernamental puede llegar a imaginar.

Lo que el gobierno de la ciudad no parece reconocer es que la ciudadanía se ha comportado en forma ejemplar a lo largo de estos años de prohibiciones inútiles. A pesar del engaño implícito en el programa original -que se suponía iba a ser temporal- y de la arbitrariedad con que se ha administrado -como la mentira de los 250 puntos imeca para el triple (que no doble) hoy no circula- los habitantes de la urbe han actuado en forma consecuente y responsable, sólo para ser tratados como vulgares truhanes. A los que salen de la ciudad un día les avisan, oportunamente -es decir, a la entrada de la ciudad- que no pueden circular. A la ciudadanía se le agarra, una vez más, con los dedos en la puerta.

A menos que el gobierno opte por expulsar a todos los capitalinos de la ciudad, lo que hay que hacer es dejar de matarlos poco a poco, con las prohibiciones y con la contaminación. Para ello sería necesario avanzar en cuatro rubros: a) procurar nuevas fuentes de empleo compatibles con la realidad ecológica, que substituyan a las que ya de por sí se están perdiendo; b) elevar sensiblemente los precios de las gasolinas , con el fin de desincentivar el uso de los automóviles y penalizar el uso de automóviles viejos. Es mejor subsidiar coches nuevos que no contaminan, que permitir la circulación de chimeneas urbanas. A pesar de que hay muchos usuarios de automóviles que no gozan de ingresos muy elevados, virtualmente todos los que utilizan un automóvil gozan de un nivel de vida muy superior al de aquéllos que no poseen un automóvil. De esta forma, elevar los precios de las gasolinas podría no sólo desincentivar el empleo de los automóviles privados, sino que incluso generaría recursos suficientes para compensar una disminución del IVA, que, además, sería extraordinariamente popular; c) parte del problema reside en el tipo de gasolina que se emplea en la ciudad; ¿no sería posible olvidarnos temporalmente de la soberanía en materia de gasolina y convocar a los mejores fabricantes de gasolinas en el mundo para que ofrezcan alternativas técnicas de solución al problema?; d) resolver, de una vez por todas, el problema del transporte público. Finalmente, e) si el gobierno dejara de abusar de la ciudadanía podría lograr mucha mejor voluntad de su parte -y, con tantita suerte, algunos votos el próximo año.

Si toda la retórica y demagogia que hoy se emplea para denunciar los problemas de salud que la contaminación genera se empleara para buscar soluciones a la contaminación y para convocar a la población a contribuir a resolver la problemática no con prohibiciones, sino con incentivos, todos podríamos vivir más felices. Por décadas, los gobiernos de la ciudad han hecho tropelía y media. Imponer un programa de gobierno porque parece popular, como el de hoy no circula, aunque sea inadecuado y contraproducente, siempre es fácil. Lo difícil es hacer un programa que, por impopular que parezca, efectivamente mejore la vida de la población. Con las elecciones para el gobierno del Distrito Federal casi en puerta, los tiempos para actuar son muy cortos. Mejor hacer lo necesario que pretender otra efímera popularidad.