Luis Rubio
Todo mundo parece estar esperando el fondo: que la economía llegue a su punto más bajo para que vuelva a empezar a subir. Eso es lo lógico de esperarse luego de una severísima recesión. Sin embargo, la recesión del 95 no fue común, ni las características de la economía mexicana justifican semejante espectativa. La economía mexicana ha cambiado tanto en los últimos años que no es imposible que estemos observando la muerte lenta de la «economía vieja» en forma paralela al nacimiento de una «economía nueva». En este sentido, quizá nunca se llegue a tocar fondo, pero sí se logre una recuperación en el curso del tiempo.
No se trata de una paradoja, sino de una transición económica excesivamente abrupta que, además, está teniendo lugar en el peor momento posible: en medio de una recesión. El origen de esta transición se encuentra en dos factores: el estancamiento de la economía desde el principio de los setenta y en la apertura a las importaciones que se inició en 1985. Estos dos procesos, que no son separables, modificaron drásticamente la naturaleza de la economía mexicana y redefinieron sus características y modo de operación.
El estancamiento de la economía mexicana comenzó, de hecho, a finales de los sesenta y continuó a lo largo de los setenta. Para la mayoría de las empresas mexicanas, la verdadera crisis se inició hace un cuarto de siglo, aunque muy pocas lo reconocieron y muchas menos hicieron algo al respecto. Si bien hubo años con muy buenos niveles de crecimiento económico entre 1973 y 1981, muy poco de ese crecimiento se debió a un gran dinamismo de la propia economía interna. Más bien, los dos grandes factores que favorecieron un pequeño crecimiento durante el sexenio de Echeverría y uno más elevado en la época de López Portillo fueron el petróleo y la deuda externa. Ambos factores tuvieron un efecto muy favorable sobre el crecimiento de la economía en el corto plazo, pero ambos entrañaban dos características que son inevitables hoy en día: primero, los dos seguían una dinámica ajena al país, sobre la cual nadie en México tiene control alguno. La otra característica es que ambos factores ocultaron la realidad de la industria mexicana y, en la práctica, impidieron que se hiciera algo por que se modernizara la planta productiva.
Cuando quebró el gobierno en 1982 porque se encontraba endeudado hasta las orejas, nos encontramos con que la industria mexicana estaba estancada, sin poder revitalizarse con los esquemas tradicionales de gasto público. Lo imperativo era modernizar a la planta produtiva en forma acelerada para que se crearan nuevas fuentes de empleo y se elevara la productividad. Dado el retraso relativo de la planta productiva respecto al resto del mundo y el enorme endeudamiento del gobierno, la única salida posible era la de forzar la modernización a través de la apertura a las importaciones. Contrario a lo que muchos industriales piensan, el objetivo principal de la apertura económica era la modernización de la planta productiva y no la disminución de la inflación, aunque, en el contexto del Pacto, ese objetivo también acabó siendo relevante. Quizá el mayor error de la apertura residió en su premisa de entrada: el gobierno presupuso que la mayoría de los industriales mexicanos se adaptarían con gran rapidez a la competencia del exterior, cosa que simplemente no ocurrió.
Hoy en día nos encontramos con dos economías operando en paralelo. La «vieja» economía está experimentando un proceso de muerte rápida o lenta, generalmente dependiendo del nivel de endeudamiento de cada empresa. Esta parte de la economía, en todos los sectores productivos, se caracteriza por empresas que no se adaptaron al reto de la apertura, que no lo pudieron hacer o que no supieron hacerlo. De una o de otra manera, se están llevando al sistema bancario de corbata. Por su parte, en los últimos años ha surgido una economía «nueva», formada por todas las empresas que sí comprendieron el reto y que lograron superarlo, así como por las de reciente creación. Se trata del conjunto de empresas, en todos los sectores, que exportan (directa o indirectamente), que compiten exitosamente con las importaciones y que han logrado salir adelante a pesar de la recesión. Muchas de estas empresas son grandes, pero esa no es su característica esencial: lo que las distingue es la claridad de visión de sus empresarios.
En este contexto, la economía no va a «tocar fondo» en el corto plazo. Más bien, la actividad económica y el empleo dejarán de caer en la medida en que la «nueva» economía crezca suficiente como para empezar a compensar la caida irremediable de la «vieja» economía. Esta distinción es clave tanto para el empleo como para la política gubernamental. Si bien hay mucho que se puede hacer para aminorar la caida de la «vieja» economía, la esencia de la labor gubernamental debería concentrarse en promover a las empresas que están creciendo; a facilitar el crecimiento de las que lo pueden hacer con rapidez, pero que están atoradas en el mar de burocratismo que caracteriza al gobierno y a los bancos; y a promover toda clase de esquemas de maquila, subcontratación, etcétera, para integrar a las empresas que están muriéndose en las cadenas productivas de las empresas exitosas. Hay que olvidarse de tocar fondo para empezar la recuperación.