Luis Rubio
La responsabilidad esencial del Estado -de cualquier Estado- reside en garantizar la seguridad de la población. Nada hay más básico y esencial. Cuando un Estado pierde esa capacidad o renuncia a ella, abdica a su razón esencial de existir, deja de tener razón de ser. ¿Será eso lo que está ocurriendo en el país en la actualidad?. La evidencia parece abrumadora: en una entidad federativa tras otra, en los hechos y en su retórica, los gobiernos están abdicando a su responsabilidad esencial de proteger a la ciudadanía. El problema ya no sólo radica en que esos gobiernos no pueden garantizar esa seguridad -como lo demuestra la creciente criminalidad-, sino que ya ni siquiera consideran que esa sea su responsabilidad.
La situación económica y la creciente descomposición del sistema político se han traducido en una crisis de seguridad sin precedentes. Probablemente todas las sociedades experimentan algún grado de criminalidad en el curso del tiempo, pero lo normal es que ésto sea algo excepcional. No el tema de conversación de todos los días en todas las moradas de todos los ciudadanos de todas las clases sociales. La lista es interminable, creciente y vieja: por años, los mexicanos han venido experimentando un índice creciente de robos, asaltos, secuestros y asesinatos. La impunidad de los que cometen esos crímenes es flagrante: todo parece indicar que hay evidencia contundente en el sentido de que algunas bandas de criminales son conocidas para las autoridades y, sin embargo, nada se hace para someterlas. Es posible que esa sea una excepción. Sin embargo, difícilmente hay un tema más relevante para todas las familias de mexicanos, de todos los estratos sociales -y escasos los medios a su alcance para forzar a las autoridades a cumplir con su responsabilidad.
Podría argumentarse que son las circunstancias del momento las que explican la situación. A final de cuentas, por su naturaleza e historia, el sistema político mexicano toleró toda clase de tropelías y fomentó la impunidad como valor supremo, supuestamente a cambio de la paz social. Si es así, evidentemente el precio de la paz social ha resultado demasiado alto. Además, la vieja paz social ha sido por demás dudosa desde 1994. Por ello, cualquiera que sea el origen y naturaleza de la creciente criminalidad, el problema de fondo reside en otra parte. Hasta hace muy poco tiempo, el Estado mexicano concebía la seguridad como su responsabilidad. En función de ello, uno podría reprobar la eficacia gubernamental en el cumplimiento de esa responsabilidad, pero ciertamente no su intención. El problema es que la seguridad ha dejado de ser su objetivo y eso nos lleva a otros niveles de complejidad.
Si en algo coinciden todos los teóricos del Estado y del Contrato Social es en que la primera razón de ser del Estado y de que las sociedades se organicen es la seguridad ciudadana. No importa que filósofo o teórico se consulte, el hecho tangible es que todos parten de la premisa que el hombre entra en sociedad para evitar la inseguridad del estado natural. Hobbes, Locke y Rousseau no comparten prácticamente nada en cuanto a la naturaleza del hombre, a los objetivos del Estado o a las obligaciones respectivas del gobierno y del ciudadano. En lo único en que están absolutamente de acuerdo es en que el hombre natural se une a otros para protegerse de la inseguridad del medio que lo rodea en el estado natural. Unos lo hacen para protegerse de la inseguridad física, otros para proteger su libertad y sus posesiones; sin embargo, la motivación esencial es que viven en la inseguridad, por lo que crean un Estado que los va a proteger. De estos teóricos han salido toda clase de filosofías y justificaciones para formas de gobierno que van desde la más liberal (Locke) hasta la más autoritaria (Hobbes), pero todas reconocen y aceptan de entrada que la seguridad es la esencia de la estabilidad y de la paz social.
Esta lógica ha sido totalmente invertida en fechas recientes por diversas autoridades estatales y municipales a lo largo del país. Los gobiernos en México ya no aceptan que su objetivo esencial -y su razón de ser- es la de velar por la seguridad de la ciudadanía, sino que ahora se dedican a culpar a la ciudadanía por la falta de seguridad. Esta transformación de la lógica más elemental por parte del gobierno es impactante no sólo por lo que representa en sí misma, sino por lo que implica en términos de resolución del problema. Como decía antes, si estos gobiernos aceptaran la responsabilidad que tienen de garantizar la seguridad ciudadana, uno discutiría su eficacia. Como están las cosas, uno tiene que discutir si existe justificación para la existencia misma de gobiernos que rechazan esa responsabilidad como tema previo a cualquier otra cosa. Veamos tres ejemplos por demás sugestivos.
Una primera ilustración se puede escuchar por radio con frecuencia. Se trata de un anuncio de las autoridades del Departamento del Distrito Federal en el que señalan que los bancos tienen mucho dinero, por lo que ellos deberían pagar policías propios; que el gobierno no está para proteger a esas instituciones. De ese anuncio uno tendría que concluir que el gobierno considera que los bancos son entidades autónomas, no sujetas a las leyes de la localidad y, por lo tanto, no meritorias de los derechos y garantías que la ley confiere y que el gobierno supuestamente debe hacer cumplir. Si el gobierno no va a proteger a los bancos, ¿por qué habían de pagar impuestos esas instituciones? Si el gobierno no garantiza la seguridad de las sucursales bancarias, ¿cómo espera que funcione la economía? Peor, el gobierno protege a las representaciones diplomáticas de otros países en el nuestro; sin embargo, no considera que los bancos merecen esa misma protección. ¿Debe uno concluir que se trata de entidades extraterrestres?
El segundo ejemplo tiene que ver con los manifiestos que han publicado autoridades de varios estados de la República sobre temas de asaltos y secuestros. Estos virtuales manuales señalan lo que deben hacer los ciudadanos para protegerse de los criminales. No haga esto o si haga lo otro. Pero el mensaje explícito es que si una persona no hace lo que ahí se dice y acaba siendo víctima de un asalto, es su responsabilidad por no haber actuado debidamente. Puesto de otra manera, los responsables de la criminalidad son los ciudadanos que no se cuidan y no el gobierno que ha abdicado la responsabilidad de cuidarlos. Al invertir la lógica, el gobierno se lava las manos y acaba culpando a la ciudadanía de la inseguridad. Con esta actitud, el gobierno ya no tiene que hacer nada para disminuir la criminalidad: a final de cuentas, el problema es de los ciudadanos. Es decir, la seguridad deja de ser un objetivo gubernamental, con lo que éste renuncia a su razón inicial y fundamental de ser.
La verdadera joya de la actitud de estos gobiernos se encuentra en el tercer ejemplo. Las autoridades capitalinas acaban de anunciar su objetivo para el año de 1996 en materia de robo de automóviles. En este año, el gobierno va a hacer todos los esfuerzos posibles para aumentar la tasa de recuperación de los vehículos robados del 50% al 75%. Encomiable esfuerzo si lo logran. Yo me pregunto, sin embargo, si sus esfuerzos no debieran concentrarse en el otro lado de la ecuación: ¿por qué no mejor tratar de reducir el robo de automóviles a la mitad? Este modesto ejemplo ilustra toda una actitud: el gobierno no se preocupa del crimen -y, en ese sentido, de garantizar la seguridad. Entiende que su responsabilidad no es disminuir el robo de automóviles, sino el ser eficaz en la recuperación. Me parece muy satisfactorio que aumente la recuperación, pero es inaceptable que desaparezca la noción de que la seguridad ciudadana y el combate a la criminalidad deben ser el objetivo primordial del gobierno. Sin eso, no hay mucho más.
El Estado en México parece estar llegando al punto en que no sólo falta en el desempeño de su responsabilidad, sino que la rechaza. Cuando esto ocurre, el Estado deja de tener razón de ser y, por lo tanto, deja de tener legitimidad como autoridad, como recaudador de impuestos y como gobierno. ¿Hemos llegado a ese extremo? No lo se a ciencia cierta, pero los ejemplos anteriores indican un ánimo y una actitud que en nada contribuye a atenuar la inseguridad ciudadana. Cuando se deja de garantizar esa seguridad, el Estado deja de tener razón de existir. Si eso llega a ocurrir, muy poco nos podrá diferenciar de modelos tan poco atractivos de imitar, como Somalia.