ESPERANDO LA REDENCION

Luis Rubio

Quizá una de las características más importantes que tienen en común prácticamente todos los países exitosos es que sus habitantes esperan menos de sus gobiernos de lo que por sí mismos están dispuestos a hacer. En lugar de esperar a que el gobierno decida por todos y a que el gobierno defina cómo se van a hacer las cosas, en los países desarrollados las personas toman muchas más iniciativas de lo que parece ser común en nuestro país. Un enorme número de mexicanos, de todas las edades y estratos socioeconómicos, todavía no se recupera del colapso de diciembre de 1994 y, en lugar de buscar salir adelante, sigue esperando que el gobierno resuelva sus problemas. Lo mejor sería que cada quien comenzara a encontrar su propio camino.

El Estado omnipresente y omnipotente es un componente fundamental de nuestra historia y de la cultura política que emergió de la Revolución. La noción de que el virrey establecía «la línea» y todo mundo se apegaba a ella, ha sobrevivido de una manera prodigiosa a lo largo de siglos de evolución cultural y política. Los gobiernos priístas vivían de la decisión de una persona que estaba por encima de todos los demás y que contaba con todos los recursos -políticos, financieros y legales- para imponer su voluntad. Es este contexto es natural que todo mundo se sienta un tanto huérfano cuando el gobierno decide -voluntaria y concienzudamente- abandonar esa prerrogativa presidencial virtual de antaño.

El abandono de una de las características más arraigadas del presidencialismo mexicano -el poder del dedo- va más allá de la adopción de un estilo personal de gobernar. Cada presidente en la historia adoptó su propia manera de hacer las cosas y de ejercer sus funciones a lo largo de su mandato. Ninguno, sin embargo, había abdicado a la facultad real de decidir por todos e imponer su voluntad. De esta forma, la manera en que se ha desenvuelto el presidente Ernesto Zedillo entraña consecuencias e implicaciones mucho más profundas de lo que probablemente nos imaginamos al día de hoy. Se trata, nada más y nada menos, del abandono de la noción de que el gobierno sabe más que cada uno de los individuos que componen a una nación. A la inversa de la pregunta que en su momento le hiciera el periodista Creelman a Porfirio Díaz, quizá la interrogante actual debiera ser si la población está lista para decidir por sí misma.

Cada gobierno alrededor del mundo tiene infinidad de características particulares, reflejo de la cultura e historia propias de cada país. Si bien prácticamente no hay país en el mundo donde no esté cambiando la naturaleza y forma de ser del gobierno, cada uno lo hace a su propia manera y estilo. Nadie puede tener la menor duda de que, por ejemplo, el gobierno francés va a tener siempre mucha más ingerencia en la vida social de lo que va a ser el gobierno norteamericano. Se trata de diferencias muy pronunciadas que se derivan de la historia y, por más que cambien en lo específico, es poco probable que cambien en lo fundamental. Sin embargo, esos dos países, y casi todos los que llamamos desarrollados, comparten algunas características entre sí y que son factores clave en el hecho de que son exitosos. Por más que el gobierno francés sea mucho más activista en la economía y en la sociedad en general, los franceses son menos dependientes del gobierno y de la voluntad de su presidente que los mexicanos respecto a nuestro gobierno y nuestros presidentes. La pregunta es por qué y qué implica el intento actual del presidente Zedillo de cambiar esa realidad.

En términos generales, me parece que la respuesta tiene que ver con las garantías con que cuentan los ciudadanos de cada país respecto de las acciones gubernamentales y con la forma de intervenir de los gobiernos en la sociedad y en la economía. Si la ciudadanía cuenta con amplias protecciones legales respecto de la arbitrariedad gubernamental y si las leyes se cumplen y los tribunales funcionan, los individuos van a ser más independientes del gobierno y van a buscar su desarrollo dentro de los planes o programas gubernamentales o fuera de ellos, siempre a sabiendas que sus acciones y decisiones cuentan con protección legal y que la arbitrariedad no es la característica central del actuar gubernamental. De la misma forma, si el gobierno crea condiciones para que la economía prospere, en lugar de decidir por toda la sociedad lo que ésta debe o puede hacer, la iniciativa individual va a florecer y fructificar.

Si observamos el hecho de que países tan distintos como pueden ser Francia, Estados Unidos y Japón son inmensamente prósperos y han generado un empresariado excepcional, es evidente que cuentan con características comunes muy distintas a las nuestras. En esos países existen «anclas» -que pueden ser definidas como la certidumbre jurídica, económica y política que s deriva de un orden institucional-, muy claras para los empresarios que les permiten funcionar y prosperar. Esas «anclas» han sido mucho más raras en nuestra historia, lo que explica, al menos en parte, el hecho de que muchísimos mexicanos se sientan dependientes del gobierno para todo. Muchas empresas mexicanas son excepcionalmente prósperas; muchas más, sin embargo, siguen esperando que el gobierno las saque adelante. Los propios priístas mostraron la misma propensión hace unas cuantas semanas cuando demandaron el abandono del programa económico gubernamental. Todos los que no se están valiendo por sí mismos quieren que el Estado los tutele para poder recuperar el camino. Buena parte de la tarea necesaria para construir las instituciones que generen certidumbre debe venir del propio gobierno; sin embargo, es muy obvio que el gobierno va a actuar sólo en la medida en que exista una demanda social y una capacidad real por parte de la sociedad y la economía por desarrollarse en forma independiente, como ocurre en los países más exitosos.

La redefinición política que ha adoptado el presidente Zedillo tiene enormes implicaciones. Si bien es evidente que estamos muy lejos de contar con «anclas» nuevas, independientes del gobierno y que protejan efectivamente a la ciudadanía, lo que el presidente está haciendo implica que se está eliminando, o al menos disminuyendo en forma fundamental, la propensión del gobierno de decidir por todos y en forma arbitraria. Para que este camino pueda ser exitoso, será necesario crear toda la estructura legal, policiaca y judicial que haga posible que los individuos actúen por sí mismos, sin riesgo de ser aplastados por una burocracia implacable -o robados, secuestrados o asesinados por una delincuencia creciente e impune. Si esto ocurre, podremos, finalmente, dejar de esperar a que el gobierno nos consiga la inasible redención, para dedicarnos a trabajar para lograrla.