Quien sea que haya pasado por un temblor sabe bien que lo más importante de una construcción son sus cimientos. O soportan la estructura o el edificio se cae. Lo mismo se puede decir de la política. Si los cimientos de una estructura política son fuertes, resistirán los embates del tiempo. Si los cimientos son débiles, el sistema político comenzará a tambalearse. A sabiendas de lo insostenible de la estructura política priísta para el futuro del país, el gobierno convocó, desde su inauguración, a la conformación de un «acuerdo nacional» orientado a construir nuevos cimientos políticos. Luego de meses de altibajos, los partidos políticos finalmente comenzaron a negociar, todos ellos de buena fe. Todo parecía indicar que nos acercábamos al fin de una época en materia política y que, en marzo, asistiríamos a la inauguración de una nueva etapa de desarrollo político. Súbitamente, sin embargo, las contradicciones del proceso comienzan a aflorar y ya no parece evidente que todos los partidos necesariamente suscribirán una nueva legislación. A pesar del enorme avance que se ha logrado, ¿será posible que todo retroceda y volvamos a los momentos más conflictivos y lamentables de los años pasados en materia político-electoral?
La legitimidad es para un sistema político lo que los cimientos son para un edificio. La legitimidad reside en el reconocimiento que los partidos y la población hacen de las reglas del juego en un proceso político. En el caso de las elecciones, la legitimidad reside en la aceptación generalizada del proceso electoral mismo, toda vez que la población y los actores políticos perciben que se respetaron las reglas y, por lo tanto, se acepta como válido el nuevo gobierno. Ni la eficacia de un gobierno ni la bondad de una política social o económica, cualquiera que sea su signo, substituyen a la esencia de la legitimidad política, que reside en el punto de origen: las elecciones. Lo que haga un gobierno y lo que no haga, lo que logre y lo que haga bien o mal va a acrecentar o disminuir su credibilidad internacional y su credibilidad frente a los electores; pero son las elecciones las que le dan el certificado de legitimidad.
Congruente con este principio elemental de la política, el gobierno de Ernesto Zedillo convocó a una amplia y radical reforma, cuyo objetivo medular era la reconstrucción del sistema político. La primera etapa del proceso tenía que ser, por definición, una reforma electoral. Resuelto eso se entraría, según el esquema propuesto por la administración, en la «carne» de los procesos políticos: el federalismo, los medios de comunicación y las relaciones entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Pero antes era necesario, como condición de entrada, concluir con una reforma electoral unánimemente aceptada. Tan convencido estaba el gobierno de su objetivo, que le adicionó el adjetivo de «definitiva» a la reforma electoral propuesta. Luego de ocho reformas electorales (incluida ésta) en menos de 20 años, era razonable -aunque muy ambicioso- pretender hacer, de una vez por todas, tabula rasa de la historia.
Las negociaciones entre los partidos llevan más de un año. En sesiones formales e informales, oficiales y extraoficiales, se ha venido tendiendo una plataforma para la reforma electoral. A diferencia de las ocasiones previas, en ésta parece haber dos diferencias importantes: la primera es que los actores que participan en el proceso han cambiado en forma muy importante: para comenzar, ya existen partidos políticos que antes habían sido siempre de oposición, gobernando una proporción nada despreciable de mexicanos, lo que los hace actores interesados en el éxito del proceso. Además, a pesar de los problemas de equidad electoral que persisten, nadie duda de la legitimidad electoral del gobierno actual. Por otra parte, el presidente, aunque no necesariamente los priístas o incluso algunos de los operadores del propio gobierno, parte de la premisa que no hay nada sacrosanto que sea intocable. Es decir, el gobierno no pretende defender el status quo como hicieron todos sus predecesores. Su objetivo parece ser el de transformar al sistema político. Ello, sin embargo, no ha impedido que resurjan los conflictos en el interior de algunos partidos, sobre todo dentro del PRD, y que estos pudiesen poner en entredicho la reforma que requiere, para ser exitosa, de unanimidad. Tampoco parece haber impedido, según argumentan convincentemente algunos panistas y perredistas, que el gobierno se esté retractando en algunos de los puntos inicialmente acordados.
Una reforma política integral implica, por definición, el rompimiento de tabúes y dogmas que no a todos satisfacen. En cierta forma, la esencia de una reforma reside en crear un punto de intersección entre todos los grupos de la sociedad, alrededor del cual se construyen pequeños consensos que luego se van ampliando. Naturalmente, los grupos más radicales de cada partido harán lo posible porque no se llegue a consumar un consenso que los deje fuera. Quizá eso es lo que estamos observando entre algunos priístas y dentro del PRD. El proceso de integración a un nuevo sistema político es complejo y difícil, pero lo que está de por medio es imponente y es por ello que todos deberíamos preocuparnos por fortalecer los incentivos que disminuyan el radicalismo de los extremos en cada partido.
La pregunta fundamental es ¿qué es lo que está de por medio en el proceso de reforma electoral actual?. La respuesta es muy simple: casi todo. Para que el país pueda funcionar y prosperar, es necesario contar con un sistema político sólido, representativo y funcional. Esto quiere decir que la población tiene representantes, que éstos responden a sus representados, que se aprueban legislaciones y se dirimen disputas, todo sin violencia y dentro de un espacio previamente delimitado por instituciones debidamente estructuradas. Como hemos visto en los últimos años, el viejo sistema político, que contaba con algunas de estas características, se ha venido abajo y hemos presenciado la aparición de violencia y de un creciente número de manifestaciones políticas no institucionales. En este sentido, el objetivo mínimo de la reforma electoral es el de amarrar un conjunto de acuerdos básicos para la construcción de ese nuevo sistema político. Es decir, los cimientos del futuro. Nada podría ser más importante.
Cada uno de los partidos y actores que están participando en el proceso de negociaciones sigue su propia lógica y su propia dinámica y todos tienen contradicciones internas y sus propios grupos extremistas. En este contexto, la única posibilidad de lograr un acuerdo político en materia electoral es partiendo del reconocimiento de que todas y cada una de esas fuerzas políticas son legítimas y todas tienen razón de ser, pues todas representan a algún sector de la sociedad. Puesto en otras palabras, nadie puede negarle su legitimidad a un grupo extremista por el hecho de ser extremista. Lo que debe hacerse es reconocerle legitimidad pero exigirle, en el proceso de acuerdo de la reforma electoral, que su representatividad -y no su legitimidad- se acredite en las urnas y no en las calles o fuera del marco institucional en general. Para ello se requiere una primera unanimidad: si la reforma electoral no es aprobada en forma unánime por todos los partidos sin excepción, la reforma en su conjunto acabará siendo irrelevante y todo el edificio que se pretendía construir sobre estos cimientos se vendría abajo. Esto implica que todos -y más que nadie el PRI y el gobierno- tienen que hacer las mayores concesiones, pues suyo ha sido el monopolio electoral por décadas, en el espíritu original del actual gobierno, que partía del reconocimiento evidente de que no es posible construir un nuevo sistema político basado en la defensa del «viejo orden».
De naufragar el proceso de reforma electoral, los grandes perdedores seríamos todos los mexicanos. Algunos partidos o, más bien, algunas facciones dentro de algunos partidos, están apostando al fracaso de las negociaciones y, para sesgar sus posibilidades de éxito, están minando el proceso por todos los medios a su alcance y otros más. Su apuesta, sin embargo, es curiosa. Si bien todos los mexicanos perderíamos de fracasar la reforma electoral, el gran perdedor específico sería sin duda el PRD. La razón es muy simple: mal que bien, los votantes asocian al PAN y al PRI con estabilidad política y una estrategia económica que, con todas sus enormes diferencias, se encuentra dentro de la misma cancha, y eso es lo que el electorado ha apoyado en las urnas en forma sistemática, sobre todo en el caso del PAN. El caso del PRD es distinto. Por más que lo disimulen sus líderes, el PRD ha venido perdiendo cada vez más fuerza en cada vez más estados y municipios. El radicalismo de algunos de sus grupos y el lenguaje de algunos de sus dirigentes asusta a los votantes. La evidencia de esto es abrumadora. Por eso mismo, de aprobarse unánimemente la reforma electoral no sólo los mexicanos ganaríamos, sino que el PRD ganaría mucho más. En este sentido, ahora que tienen la llave en sus manos, ¿preferirán ganar o seguir perdiendo?