Expropiación o expoliación

El abuso al que están permanentemente sujetos los mexicanos por parte de diversas instancias gubernamentales acaba de recibir un fuerte revés.  Con su recomendación 4/96, dirigida al Jefe del Distrito Federal y al Presidente del Tribunal de lo Contencioso, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal acaba de abrir la caja de Pandora. Se trata de un tema tan importante y de un abuso tan generalizado que vale la pena seguir la historia.

 

La recomendación se refiere a  la expropiación de un predio de dieciocho mil metros cuadrados en la esquina de Periférico Sur y Avenida de los Insurgentes. La expropiación tuvo lugar en 1968 y, hasta la fecha, es decir 28 años después,  no ha habido indemnización alguna. El propietario del predio murió y su hijo ha continuado con interminables litigios encaminados a tratar de obtener la reversión del predio. Luego de agotar innumerables instancias administrativas y procesales, en 1992 el Tribunal de lo Contencioso finalmente dictó sentencia final en contra del Departamento del Distrito Federal, con lo cual se terminó con cualquier posible apelación.  La sentencia definitiva, sin embargo, no se tradujo en el final de la historia, puesto que aún cuando se requirieron veinticinco años de litigio para que le fueran reconocidos sus derechos de propiedad al quejoso expropiado, ya casi vamos en treinta y todavía no recibe nada: ni reversión de la propiedad ni la debida indemnización.

 

La figura de la expropiación está consagrada en la Constitución, donde se permite hacer uso de este recurso «por causas de utilidad pública». El mexicano, como todos los gobiernos del mundo, requiere de una figura como ésta para poder llevar a cabo desarrollos de infraestructura, calles, presas, parques, etcétera. Aunque utilizan distintos principios jurídicos, cuando un gobierno va a construir una carretera, por ejemplo, tiene que proceder a la expropiación de los predios a lo largo de los cuales se va a construir la misma. En esto todos los gobiernos actúan de manera semejante. Lo que este caso revela, sin embargo, es que el gobierno mexicano ha sido extraordinariamente abusivo tanto en el número de expropiaciones (y con el criterio con que se han llevado a cabo), como en el hecho de que expropia y no paga indemnización alguna.  Valdría la pena recordar aquí la máxima aquella que establece que expropiación sin indemnización es robo.

 

Si uno estudia la historia de la legislación que establece la figura de la expropiación, es relevante observar que la Constitución de 1857 decía que se podía expropiar «por causa de utilidad pública, previa indemnización», en tanto que la de 1917 sufrió una pequeña, pero muy significativa alteración. El artículo 27 de la Constitución vigente reza así: «por causa de utilidad pública, mediante indemnización». El cambio de énfasis ha constituido una verdadera licencia para expoliar, con lo que el gobierno no tiene que preocuparse por la indemnización. En el caso que motivó esta recomendación de la Comisión de Derechos Humanos del D.F., el propietario lleva casi treinta años pagando abogados sin que se le restituya lo que legítimamente le pertenece. Sólo falta imaginar lo que le pasa a una familia a la que le expropian su casa -por todas las buenas razones que puedan justificarlo-, luego de lo cual tiene que pasarse décadas litigando sin recibir indemnización alguna. Según parece, la mayor parte de las personas que quedan en esta situación terminan por aceptar un pésimo arreglo, luego de años de perder el tiempo, simplemente por agotamiento, por falta de recursos o por desesperación.

 

Este caso en particular es muy interesante porque el propietario expropiado se ha dedicado a defender su interés sin aceptar arreglos por fuera.  Su argumento en toda esta cadena de litigios, así como en la queja que interpuso ante la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, es que la ley obliga a la reversión de un predio expropiado cuando éste no ha sido utilizado para el propósito argüido en el decreto de expropiación en un plazo de cinco años. El predio en cuestión fue expropiado en 1968 para la construcción del Instituto Nacional de Antropología e Historia en la zona arqueológica de Cuicuilco. La construcción, sin embargo, se llevó a cabo casi diez años después, razón por la cual una instancia legal tras otra falló en favor del expropiado.  En términos jurídicos, el argumento del propietario ha sido avalado por los tribunales, con lo que la reversión es lo que procedería. La Comisión de Derechos Humanos plantea una solución parcialmente distinta, en virtud de que el predio efectivamente ha sido construído y en él opera una institución académica, su recomendación es que se indemnice al propietario en dinero y, con ello, se concluya esta sucesión de abusos.

 

Para el gobierno del Distrito Federal la recomendación implica un balde de agua fría. Sus burócratas se han dedicado a actuar sin límites legales y a expropiar sin consideración alguna por décadas, amparados en su poder político, así como en la facultad constitucional que no exige indemnización previa. Basta recordar el caso del sismo de 1985 en que el entonces regente emitió un decreto de expropiación de todos los predios afectados, en el cual se incluían terrenos desocupados nada menos que en lugares como el Paseo de la Reforma. De no haber sido por el justificado escozor, así como las interminables críticas que aquella acción generó, la medida hubiese seguido su curso, sin más.

 

Por lo anterior, el temor de las autoridades ante esta recomendación reside en que con ella se inicie un alud de quejas y reclamaciones de todos los expropiados de las últimas décadas, poniendo al gobierno de la ciudad contra la pared, sin dinero para pagar y con muchas situaciones semejantes. A mí en lo personal me parece que ésta es la virtud de la recomendación. Lo importante es precisamente que se genere ese alud de quejas y reclamaciones para que la burocracia comience a percatarse de que existen límites a su actuación que impone la vida en sociedad. El recurso de expropiación es necesario y plenamente justificado; su abuso, como en todos los ámbitos de la vida, lleva a excesos como el que se evidencia en esta recomendación. La Comisión de Derechos Humanos ha hecho un inmenso servicio a la sociedad, marcando límites y fungiendo al menos como modesto contrapeso frente  al abuso  que llevamos décadas de padecer.

POR UNA NUEVA ESTRATEGIA POLITICA

Luis Rubio

El lenguaje de los políticos -del gobierno y de la oposición- es ya completamente obsoleto. Se refire a un México que ya no existe o a uno que probablemente nunca existirá. Plantea ideales democráticos sin jamás definir qué es la democracia o, en el mejor de los casos, ajustando la definición al interés más particular -y mezquino- posible. En su retórica, la política mexicana aspira a alcanzar la utopía; en su realidad, etamos viviendo una lucha por el poder que amenaza con destruir lo poco que queda de las estructuras institucionales de antaño, sin que se creen nuevas para el futuro. Por sí mismo, esto no es necesariamente bueno ni malo, pero si es pernicioso para la todo el resto de la sociedad y la economía. Los políticos dicen que quieren imitar a España, pero la realidad es que nos están llevando a Rusia.

Todos sabemos que la utopía es eso, una imposibilidad. ¿No será tiempo de reconocer que es imposible e ilusorio lograr un sistema político perfecto y que, por lo tanto, sería mucho más realista, razonable y productivo en esta etapa de Mexico intentar solamente lo más elemental: hacer que el sistema funcione y nada más? Es decir, no sería más razonable tratar de reproducir a Italia -con su pujante e impresionante económia y sociedad- en lugar de seguir con sueños de grandeza que implicarían recrear en México al sistema político inglés o español, por citar dos ejemplos obvios?

La política mexicana experimenta una transformación tan profunda que todos los actores políticos han perdido sentido de realidad. Los marcos de referencia del discurso y las estrategias políticas se refieren a mundos que ya no existen o que nunca han existido: para muchos priístas (y para muchos críticos desde las oposiciones) México sdisminuye y las viejas estructuras autoritarias, si bien con frecuencia todavía presentes, son cada vez menos eficaces en su cometido. El hecho es que la realidad política mexicana ya nada tiene que ver con el viejo sistema priísta cuasi autoritario del pasado. Pero tampoco tiene nada que ver con los sueños de democracia de muchos de los partidos y movimientos de oposición. El hecho de que el poder se descentralice y de que cada vez más actores políticos tengan acceso al poder es algo intrínsecamente bueno, pero eso no lo hace más o menos democrático. Mucho menos lo hace conducente a un desarrollo normal en todos los demás ámbitos, críticos para la gran mayoría de los mexicanos.

La característica esencial del momento actual del sistema político mexicano no es la existencia de mayor democracia, sino la inexistencia de marcos institucionales para la interacción política. Como decía Rene Delgado hace unos días, lo que importa ya no es la nación, sino el poder. Las viejas instituciones se han evaporado -o son cada vez menos eficaces-, en tanto que nadie se ha preocupado por contruir nuevas.

Todo mundo habla de democracia, pero nadie se ha preocupado por darle forma a ese método de tomar decisiones que, si por algo se caracteriza, es precisamente por la existencia de interminables arreglos institucionales cuyo objetivo esencial es el de promover la participación política dentro de un conjunto de reglas perfectamente definidas para acotar el poder de cada uno y de todos los actores políticos.. Nuestra realidad es totalmente distinta: etamos inmersos en una lucha por el poder sin cuartel sin reglas y sin reparos. Ninguno de los actores políticos principales parece muy preocupado por lo que quede después de la lucha actual. Su objetivo -muy racional para cada uno de los actores, pero totalmente irracional para el conjunto de la sociedad- es el de hacerse del poder y luego vemos que hacemos. Ninguno plantea un país mejor. Lo importante es acceder al poder. Lo importante es remover a aquellos para nosotros mandar.

Una cosa es la realidad y otra muy distinta es la retórica. La realidad es de descomposición institucional y de lucha descarnada por el poder. La retórica es de democracia, de legalidad y de competencia política democrática. La pregunta es cuál de las dos puede ganar: la cruda realidad o la retórica de utopía. Si uno acepta por obvio el que la realidad va a la delantera, quizá debiéramos reconocer que todo el enfoque político de la estrategia gubernamental -y también de las oposiciones- está equivocado. La estrategia política del gobierno se ha guidado por la retórica y no por la realidad. Sus acciones parten de la premisa de que estamos avanzando inevitablemente hacia la democracia, aun cuando la realidad nos dice algo muy distinto: estamos observando una competencia política cada vez más descarnada que nada tiene que ver con la democracia y que es terriblemente destructiva de la actividad económica, contraria a la creación de empleos y de riqueza y de la tranquilidad social. Estamos avanzando hacia el modelo ruso: nada más lejano al idel de desarrollo, económico y político, que en la retórica dicen esposar los partidos políticos y el propio gobierno.

Con todo esto no quiero sugerir que la democracia es algo imposible en el país. Lo único que sugiero es que tal vez la estrategia -fundamental, pero no exclusivamente por parte del gobierno- tal vez sea inadecuada para el momento actual. No tengo la menor duda que es posible construir estructuras e instituciones democráticas. Sin embargo, tampoco tengo la menor duda que eso nos llevará un tiempo mucho más prolongado que la paciencia de la mayor parte de los mexicanos, cuyo único objetivo y deseo es el de salir adelante en su vida: lograr un empleo, elevar sus niveles de bienestar, salir de la pobreza, producir, vender y, como punto de partida, vivir con un mínimo de seguridad personal y patrimonial. En esta perspectiva, quizá sería necesario pensar en dos estrategias paralelas: una que vaya dándole forma al sistema político de futuro en el largo plazo y otra igue viviendo la edad de oro del sistema callista-cardenista. Para los que así piensan, el PRI es el dueño legítimo de vidas y almas, el presidente de la República es un ser omnipotente que todas las puede y que no tiene limitación alguna; y la oposición es el mejor vehículo de legitimación dels sistema en su conjunto. Por su parte, para la mayor parte de los miembros de los partidos de oposición, pero sobre todo para los movimientos políticos dentro del PRD y del PAN, el país avanza inexorablmenter hacia la democracia; los cambios en las relaciones de poder que han venido teniendo lugar como resultado de las presiones de estos movimientos constituyen hechos definitivos -e inevitablente positivos- en la transición hacia la democracia. Estos cambios en la relaciones de poder se observan en la remoción de gobernadores, en la toma de alcaldías, en las protestas públicas, en las cesiones y concesiones, grandes y pequeñas, que el gobierno viene haciendo día a día en diversos municipios, en el congreso, etcétera. Sorprendentemente, a pesar de sus enormes diferencias, los discursos priístas y de las oposiciones son muy semejantes: la palabra democracia es ubicua.

De lo que no hay la menor duda es que la política mexicana y el país experimentan cambios radicales. Las relaciones de poder se modifican en forma cotidiana, abriendo cada día más espacios a la oposición y, en general, a quienes habían estado marginados del poder. El poder del sistema político priísta se altera y decentraliza; la capacidad de imposición que deje vivir y funcionar al resto de la sociedad.

Hasta este momento, la retórica gubernamental y la de las oposiciones vive pretendiendo que vamos -cuando no que ya estamos- en la democracia. Su modelo teórico es el de España o Inglaterra: la democracia perfecta. La realidad es que las relaciones de poder están cambiando radicalmente en México, pero no que estamos viviendo, ni necesariamente avanzando al ideal democrático tipo inglés. Ante ello, tenemos dos posibilidades. Una es seguir engañándonos. La otra es reconocer nuestra situación y actuar en consecuencia. Esto último implicaría adoptar una estrategia casi exactamente opuesta a la actual: tendríamos que dedicarnos a analizar con toda conciencia qué es lo que hace que funcione con tanta eficacia la economía y sociedad de países como Italia o Japón y dedicarnos a construir esos factores. Aunque son dos sociedades totalmente distintas entre sí, tanto Italia como Japón tienen dos características comunes: una es que sus sistemas políticos son un desastre; la otra es que sus economías y sociedades son un éxito abrumador. La problemática política de cada una de estas dos naciones es muy distinta, pero ambas los hace disfuncionales: sea por corrupción o por ausencia de intituciones adecuadas, los dos países se han caracterizado por tener gran inestabilidad política y competencia descarnada por el poder. Todo ello, sin embargo, no ha impedido que sus economías y sociedades funcionen de maravilla: en un caso -Japón- porque la burocracia ha sido impecablemente limpia y funcional; en el otro -Italia- porque existe un conjunto de instituciones -sobre todo un poder judicial totalmente independiente y un banco central funcional- que han aislado la política de la economía.

¿Por que no, en suma, tratar de reproducir el modelo italiano?. En lugar de construir una utopía, veamos qué es lo mínimo que tendría que existir para que la sociedad y economía mexicanas puedan funcionar exitosamente. Si observamos el caso de Italia, más semejante culturalmente que Japón, es bastante claro que es posible contruir las dos o tres anclas medulares -poder judicial, banca central, seguridad pública-, que hicieran factible el funcionamiento eficiente de la sociedad. Quizá sea tiempo de mínimos y no de sueños irrealizables.

 

ENTRE LA EVOLUCION POLITICA Y LA INESTABILIDAD

Luis Rubio

El país se caracteriza cada vez más por la creciente tensión entre dos estrategias de cambio político y, en general, socio económico. Por una parte se encuentra el gobierno, que lleva una década tratando de darle forma a una transformación profunda de la realidad mexicana, comenzando por la economía. Por otra parte se encuentra una infinidad de movimientos políticos, algunos partidistas y otros no, cuya característica central es la de intentar cambiar las «reglas del juego» tradicionales en lo político, en lo económico y en lo social, para romper con las limitantes que existen en el país para accesar al poder, a la riqueza y, en general, al desarrollo. Ambas estrategias persiguen un cambio, aunque cada una de ellas lo define de maneras muy distintas. Los choques y chispas entre ambas -y, sobre todo, la manera en que se resuelva o no se resuelva el conflicto- van a definir el futuro de México.

El cambio promovido por el gobierno se ha visto un tanto eclipsado por la crisis en que estamos inmersos, pero no por ello es menos real. Desde mediados de los ochenta, se inició una profunda transformación de la economía mexicana, cuyos resultados no son despreciables, aun cuando obviamente han sido terriblementte profundo al promovido por el gobierno, como resultado de la acción política de partidos y grupos políticos -a lo largo y ancho del país.

La interacción entre estos dos procesos ha ido cambiando en el tiempo. En un primer momento, la iniciativa estaba claramente del lado del gobierno. La reforma económica fue una decisión gubernamental que se inició por decisión suya y se impuso a través de las regulaciones gubernamentales, del presupuesto público y, en general, de la gestión gubernamental. Por su parte, los movimientos políticos comenzaron a organizarse a partir de 1968 pero, más allá del movimiento estudiantil de ese año, comenzaron a cobrar enorme fuerza política en gran medida por el sismo de 1985 y, más adelante, por la oposición que se generó en torno a la reforma económica de los ochenta, que se manifestó cada vez más en la creciente competencia electoral a nivel local y que culminó con la disputada elección de 1988. En el sexenio pasado crecieron y se desarrollaron las dos fuerzas: tanto la del gobierno como la de los movimientos de oposición.

El gobierno durante el sexenio pasado desarrolló una enorme habilidad para avanzar su estrategia, elevó la legitimidad del proyecto modernizador y logró convencer a buena parte de la población de las oportunidades que se podrían generar en el curso del tiempo de seguirse su estrategia. Por su parte, los partidos políticos y los movimientos de oposición en general lograron avances igualmente impresionantes. La lucha política adquirió características cada vez más profesionales y formales y los campos de batalla fueron definidos, una y otra vez, por la oposición. Se comenzaron a disputar -con gran éxito- sucesivas elecciones estatales y se montaron operativos políticos que, en muchas ocasiones, rindieron jugosos frutos.

En todo este proceso, el gobierno mantuvo su credibilidad, pero fue perdiendo la iniciativa. En lugar de diseñar incentivos para la negociación, el gobierno de hecho promovía incentivos que inevitablemente anunciaban la siguiente confrontación. En las disputadas elecciones de 1991 en Guanajuato, por ejemplo, el gobierno respondió a la presión partidista y popular entregándole la gubernatura a un panista. Con ello resolvió el problema inmediato, pero sembró las condiciones para la siguiente disputa electoral. Dicho y hecho: unos meses después, los partidos de oposición repitieron la exitosa estrategia de Guanajuato en San Luis, con el predecible resultado.

Para los priístas, que veían con horror como se «concertacesionaban» las gubernaturas, la lección era obvia: lo que se necesita, decían, era mano dura. Para los movimientos partidistas, ciudadanos y demás, la estrategia era obvia: había que seguir presionando, forzando al gobierno a ceder cada vez más terreno. Para el gobierno, la mejor estrategia era la de negociar cada conflicto en lo individual, pues eso le permitía aislar a sus enemigos y reducir tensiones. En retrospectiva es evidente que el gobierno no tenía una estrategia general para enfrentar la creciente competitividad electoral ni el desmantelamiento del sistema político tradicional. En tanto que esa carencia generaba reacciones perfectamente lógicas, racionales -y por demás legítimas- por parte de los partidos de oposición, los movimientos populares y los propios priístas.

Con este transfondo, no es difícil afirmar que el futuro del país se va a definir en la interacción entre el gobierno y los grupos y partidos políticos de oposición. Hasta la fecha, estos movimientos siguen aprovechando con gran habilidad las circunstancias en general, así como las coyunturas que el gobierno ha creado. Tabasco, Guerrero, y Tepoztlán son sólo tres ejemplo vívidos de la capacidad de movilización y acción de grupos y partidos diversos que, con motivaciones distintas, se oponen al gobierno e intentan sacar ventaja paso a paso. Por su parte, el gobierno no ha sido capaz de articular una exitosa estrategia que le permita actuar con éxito, aunque el cuidado, diseño, anticipación y destreza con que se llevó a cabo la remoción del gobernador de Nuevo León sugie opacados por la terrible recesión. Una parte de la economía mexicana se ha tornado cada vez más competitiva, exporta cada vez más y genera un creciente número de empleos. La crisis le quitó el tapete, como se dice coloquialmente, a la otra parte de la misma economía, lo que ha generado una tremenda contracción, ha acelerado el desempleo y ha provocado la debacle bancaria. Si no hubiera existido la parte sana y exitosa de la economía, la contracción habría sido de casi 16% en 1995, en lugar de 6.9%. Por su parte, los cambios económicos -tanto los que han traído beneficios como los que han acelerado la crisis- han sido catalizadores de un cambio político y social igualmente trascendental. Si bien el sistema político mantiene sus estructuras aparentes, la realidad política del país ha cambiado en forma descomunal, favoreciendo una gran participación ciudadana, promoviendo una libertad de expresión sin precedentes y liberando a los partidos y movimientos políticos de sus ataduras de antaño.

Por otra parte, en forma paralela a los cambios promovidos por el gobierno se ha dado un crecimiento expectacular de los movimientos ciudadanos, de las organizaciones partidistas, de las estrategias de desobediencia civil y, en general, de las demandas de representación y participación ciudadana. Por algunos años, hay un creciente número de grupos, fuerzas y personas que se han dedicado a retar el orden establecido, a provocar cambios en las «reglas del juego» vigentes y han obligado a que se revisen innumerables facetas del sistema político tradicional. A lo largo de la última década, todo este conjunto de fuerzas y movimientos ha logrado tumbar gobernadores, ha obligado a que se revisen las leyes electorales una y otra vez, ha forzado que el gobierno de marcha atrás en proyectos de inversión de uno y otro tipo, ha retrasado -si no es que cancelado- la privatización de empresas y ha puesto en jaque la estrategia económica del gobierno una y otra vez. De una o de otra manera, el país experimenta otro proceso de cambio, igualmenere que esto pudiera estar cambiando.

La lucha política ya está ahí. Los movimientos de oposición van a seguir presionando, pero, como han demostrado una y otra vez, siempre se van a adecuar a los incentivos que el entorno y/o el gobierno creen. Para el gobierno existen tres posibilidades. Una es ceder terreno poco a poco, confiando que nada pasará al final, como ocurrió en buena medida en el gobierno pasado. La segunda es la de diseñar un proyecto político nuevo e intentar ganarse a la población para instrumentarlo. Aunque atractivo, probablemente ya pasó el tiempo histórico para esta alternativa. La tercera opción sería la intentar encauzar el cambio político. Es decir, reconocer que el gobierno no puede imponer un esquema político como hizo hace sesenta años, por lo que se dedicaría a procurar consensos exclusivamente sobre nuevas y mejores reglas del juego para el cambio en lugar de pretender que puede haber consenso sobre los objetivos. Esto requeriría consistencia, definiciones claras de reglas del juego imparciales, dedicación permanente al cumplimento no discrecional de las leyes, creación de incentivos para que todos los actores políticos se ciñan a las reglas del juego y, encima de lo anterior, una rigurosa neutralidad partidista, pero no neutralidad ni pasividad política. En otras palabras, un verdadero árbitro. El gobierno dejaría de ser el dueño del balón, árbitro, empresario y espectador para convertirse exclusivamente en un árbitro imparcial. sometiéndose a las reglas acordadas por todos los actores, como un más de ellos. ¿Será capaz de hacerlo?

 

EL COMBATE ELECT A LA POBREZA

Luis Rubio

Cualquiera que observe con el mínimo cuidado la enorme dimensidad que caracteriza al país, no podrá concluir otra cosa que no existen soluciones únicas a cada uno de los problemas que nos agravian. La naturaleza de las disputas rurales en Morelos nada tiene que ver con los problemas agrarios de Sonora ni con los de Chiapas. Lo mismo se puede decir de toda clase de problemas en otros ámbitos: desde la educación hasta la pobreza. Aunque existan semejanzas entre los problemas, las soluciones no siempre pueden ser generales.

El caso de la pobreza es uno que surge y resurge con gran frecuencia. No es para menos. La pobreza en el país es uno de los grandes impedimentos al desarrollo, a la vez de ser una verguenza en sí mismo. En ambos calificativos seguramente podríamos lograr un sonsenso nacional. Ese consenso sería, sin embargo, completamente inútil para definir una estrategia para erradicar la pobreza. El país es demasiado diverso y heterogéneo para intentar una solución única y general. Quizá más importante, los recursos disponibles para intentar disminuir la pobreza son finitos. Por ello, deberían utilizarse de la mejor manera posible.

El tema ha vuelto a la escena política por la publicación de un documento supuestamente confidencial en el que se propone modificar la estrategia de ataque a la pobreza de una manera radical. Hasta ahora, el ataque a la pobreza ha seguido diversas estrategias, unas más exitosas que otras, pero todas fundamentadas en una perimsa común: que el gobierno es el que debe decidir qué es lo que lo pobres necesitan. El documento que fue publicado plantea la noción de que el error en la estrategia de cambate a la pobreza en el pasado residía en que no se le daba opciones a las personas en lo individual, cuando son éstas las que debe decidir cómo salir adelante. La propuesta contenida en ese documento es que se le de una especie de tarjeta de crédito a los pobres para que reciban directamente -en el supermercado, por ejemplo- un subsidio. Es decir, la idea es que la familia que satisface los criterios de pobreza tendría la posibilidad de comprar leche en lugar de arroz o, si esa es su preferencia, gansitos en lugar de tortillas. Puesto de otra manera, la diea es que el subsidio gubernamental llegue directamente a cada familia en lugar de ser mediatizado por la burocracia.

La idea de que la persona -o la familia- puede decidir cómo gastar el subsidio -o rubro de gasto- destinado a combatir la pobreza constituye una idea revolucionaria. Representa un rompimiento medular con toda una tradición de lucha contra la pobreza que ha sido seguida por décadas. La duda obvia que todos deberíamos tener es si este nuevo invento tiene mejor posibilidad de resolver el problema de la pobreza. Una manera de intentar responder a esa duda es ver qué ese ha hecho en el pasado reciente.

A pesar de todas las críticas que se han lanzado en su contra, las bondades intrínsecas de Solidaridad fueron muy numerosas. Solidaridad tuvo varias etapas y algunos de sus objetivos fueron cambiando a lo largo del tiempo. En su inicio, Solidaridad buscó afaianzar la estabilidad política del país por medio de la creación de estructuras de decisión

México es un país sumamente grande y diverso como para pretender que lo que funciona en un lugar inevitablemente va a ser exitoso en otro. Ese sólo hecho sugiere que es necesario probar otros caminos, sin ignorar o abandonar los medios e instrumentos que han cumplido su cometido en pasado. El país es demasiado grande y complejo -además de carecer de recursos infinitos- como para pretender que la pobreza va a acabar mañana. ¿Por qué no, mejor, probar nuevos instrumentos donde éstos puedan funcionar (donde haya infraestructura telefónica, por ejemplo) y perseverar con otros en el resto del país? Así como no hay que abandonar el programa escolar de Solidaridad, quizá es tiempo de darle oportunidad a los pobre que viven en las urbes a que decidan qué hacer y cómo gastar por sí mismos.

 

DEL CHANTAJE A LA ILEGALIDAD

Luis Rubio

¿Qué pasa cuando un alcalde intencionalmente y con propósitos disruptivos obstruye una vía principal de comunicación? Si se trata de un país desarrollado, el alcalde acaba en la cárcel o, por lo menos, enfrentando severos cargos por obstrucción de vías de comunicación, un delito que también está tipificado en la legislación mexicana. Si el alcalde es mexicano, sin embargo, no sólo no se le inicia proceso judicial, sino que se le premia con un convenio que le otorga -ahora sí de manera legal- lo que el alcalde perseguía por medio de la violación de una ley federal. Es decir, violar las leyes no sólo no tiene sanción sino que permite obtener lo que no es posible lograr por vías legales.

Hace un año, el entonces alcalde de Ciudad Juárez se encontró con uno de los padecimientos comunes a todos los municipios del país: no tenía fondos suficientes para realizar los trabajos que tenía o quería llevar a cabo. Ese problema es general a todo el país, tanto por el control centralizado del presupuesto federal como porque los presidentes municipales típicamente no quieren o no pueden cobrar impuestos prediales suficientes para sus necesidades de gasto. Por lo que toca a la parte federal, los municipios siempre han estado sometidos tanto a la disciplina política por parte de su gobernador como del gobierno central a través del presupuesto. Si el presidente municipal no acepta esa disciplina, le recortan el presupuesto. Por lo que toca al impuesto predial, los poderosos de cada municipio hacen todo lo posible para que no les sea cobrado dicho impuesto o, en todo caso, por reducirlo al máximo. Si son muy poderosos, acaban imponiendo su voluntad. Puesto en otras palabras, las opciones para el presidente municipal prototípico acaban siendo muy limitadas, por lo que la mayor parte de ellos terminan claudicando y, por ende, disciplinándose.

El entonces alcalde de Ciudad Juárez, sin embargo, encontró una salida creativa a este dilema. Siendo panista, no veía razón alguna -ni beneficio futuro- de someterse a la disciplina que tradicionalmente había mantenido dominados a sus predecesores priístas. Por ello, en lugar de buscarle por el lado del impuesto predial o de aceptar las «reglas no escritas» del sistema político, el alcalde encontró otra manera de lograr su propósito, misma que ahora ha quedado sancionada dentro de la legalidad. El alcalde, unilateralmente, tomó posesión del puente que comunica a Ciudad Juárez con Estados Unidos y se dedicó a cobrar el peaje por su cuenta. Es decir, echó fuera a los empleados del gobierno federal que normalmente se encargaban de cobrar esas cuotas por cuenta de éste. El resultado inmediato fue un zafarrancho: críticas de que estaba violando la ley, apoyos y quejas de unos y de otros. A la larga, sin embargo, esta flagrante violación de la ley rindió generosos frutos.

Nadie dudó entonces que se trataba de una operación a todas luces ilegal. El propio alcalde reconocía que era una acción desesperada, orientada a obtener ingresos adicionales para el municipio y que su legitimidad se encontraba no en la acción, sino en el propósito de la misma. Objetivos loables sin duda alguna, pero los medios no pueden justificarlos. Aun así, finalmente el alcalde acabó retirándose del puente con lo que el conflicto aparentemente concluyó sin mayores consecuencias. El 19 de marzo pasado, sin embargo, el Diario Oficial consigna un convenio realizado entre el gobierno federal y el municipio de Ciudad Juárez, por medio del cual 10% de los ingresos del puente federal serán transferidos al municipio para realizar obras municipales. Es decir, el alcalde se salió con la suya.

Lo importante de este convenio no es el hecho de que haya tenido lugar, sino el que el gobierno esté premiando actos ilegales. La enseñanza que esto trae para todos los demás intereses y grupos políticos en el país es una muy simple: lo que vale no es lo que dicen las leyes, sino la capacidad de armar escándalo. La lección para todas las demás ciudades fronterizas es evidente: tomen los puentes y se sacarán la lotería; a su vez, la lección para el resto de los mexicanos es que la ley es irrelevante. Valiente nacimiento de la legalidad. Puesto en otras palabras, no es casual que todo mundo esté presionando al gobierno para tratar de salirse con la suya, pues muchos lo han logrado.

El problema no es nuevo, pero el hecho de que esté teniendo lugar en el sexenio en que la legalidad se ha convertido en uno de los objetivos expresos y más importantes de la administración, es profundamente preocupante. La legalidad consiste, a final de cuentas, en el cumplimiento sistemático de lo que dicen las leyes y de los procedimientos que éstas establecen. En la medida en que se cumplan las leyes, en que el gobierno tenga límites reales y efectivos a su capacidad de actuar arbitrariamente, y en que la ciudadanía -incluyendo, por supuesto, a todos los grupos políticos, de cualquier color- pueda ampararse bajo la sombra de la ley, a sabiendas de que ésta es una manera razonable de dirimir conflictos y de obtener satisfacción a sus demandas, nadie encontrará razones para saltarse las trancas y cometer actos ilegales.

La evidencia que se observa en forma cotidiana, sin embargo, es abrumadoramente contraria a esta sucesión de circunstancias. El gobierno no deja de cometer actos arbitrarios, no existe consistencia alguna en la aplicación de las leyes ni en la administración de la justicia y, por encima de todo, las presiones de partidos y grupos políticos siguen siendo mucho más efectivas para la consecución de sus objetivos que el recurso a los mecanismos legales y judiciales. ¿Dónde quedó, pues, la legalidad?

La esencia del orden político y de la tranquilidad de la ciudadanía reside en la construcción y desarrollo de instituciones y mecanismos institucionales que permitan la resolución de disputas y el desarrollo de mecanismos sociales de participación, representación, disciplina y control político, todos ellos dentro de un esquema de absoluto respeto a la legalidad. Así como el viejo sistema político cumplía con estos propósitos de una manera arbitraria y, las más de las veces, flagrantemente ilegal, uno nuevo en el futuro lo tendrá que hacer de una manera limpia, transparente, y dentro de un marco de absoluta seguridad jurídica. La evidencia de que no existe semejante marco institucional está plenamente a la vista. El convenio que firmaron el gobierno federal y con el municipio de Ciudad Juárez es una patente demostración que nada ha cambiado en el terreno de la legalidad. Se siguen premiando las presiones políticas ilegales y los berrinches de intereses particulares, independientemente de su muchas veces dudosa representatividad. En lugar de crear estructuras sanas de participación política y desarrollar pesos y contrapesos que hagan posible que el gobierno no sea tan vulnerable a esas presiones, la realidad demuestra que seguimos en el terreno resbaloso de la ley de la selva en materia política.

 

EL MODELO ESP DE TRANSICION

Luis Rubio

Las diferencias entre españa en 1975 y México en 1996 son tan grandes, que hacen prácticamente irrelevante a la transición política española como ejemplo para México. Lo relevante del ejemplo españo reside precisamente en todo lo que se fue construyendo en los años previos a la muerte de franco que hizo posible una transición virtualmente inmaculada. En este sentido, el énfasis que se suele poner en el debate sobre la transición española llevaría a concluir que lo que se requiere es los últimos años de Franco para hacer posible una transición pacífica ye xitosa. Aquí, en cambio todo mundo se dedica a demandar o proclamar una transición política, pero nadie se ha preocupado por construirla.

Visto en retrospectiva, Franco tuvo la enorme virtud de haberse dedicadoa planear la sucesión de su gobierno y sistema político desde años antes de su muierte. Según un bestseller españo, la biohrafía de Torcuato Fernándes-Mirandallamado lo que el Rey me ha pedido, la transición española fue un esfuerzo extraordinario cuidadoso donde lo más visible -el Pacto de la Moncloa- no fue lo más importante. Lo fundamental residió en la creación y desarrollo de instituciones que hicieron posible la existencia de un entorno político y legal donde la interacción entre las diversas fuerzas políticas tenía cauces perfectamente establecidos que nadie podía -ni cincebía posible- rebasar.

Lo interesante de la cuidadosa descripción que contiene Lo que elRey me ha pedido es el detalle con el cual se planeó la transición española y la claridad de visióncontenida en el proceso. Para comenzar, Franco nombró a su sucesor como cabeza del Estado -a diferencia de gobierno- a una figura histórica en la persona del hoy Rey Juan Carlos. Ese nombramiento tuvo lugar en 1969, seis años antes de la muerte de Franci, y fue sólo una de las acciones que emprendió Franco y, sobre todo, sólo una de las acciones que permitió que tuvieran lugar. El propio Don Juan Carlos, como se le llamaba antes de ser coronado, fue avanzando varias iniciativas y colocando a personas de su confianza en posiciones cruciales para poder administrar la transición, tiempo antes de la muerte de Franco.

Con lo anterior no quiero sugerir que esa transición fue fácil o que su éxito era inevitable. Si uno sigue la historia contenida en este libro, lo que resalta es la combinación de dos circunstancias muy específicas que la hicieron tanto posible como necesaria. Por una parte, el entorno en el que el Rey Juan Carlos fue coronado era profundamente desfavorable a una transición negociada y pacífica. La derecha, los franquistas y el presidente Carlos Arias se oponían a cualquier cambio substancial en la naturaleza del gobierno franquista. Por otra parte, había una gran claridad de visión en el Rey Juan Carlos sobre lo que debía hacerse y, aunque no contaba con mayor legitimidad él mismo -ésta se la habría de ganar años después con la intentona de golpe de Estado-, tenía perfectamente estructurado un proceso de transición, apuntalado en su convicción de que se requería instrumentar un mecanismo electoral que garantizara la legitimidad del proceso político, a la vez que había que respetar el cauce formal que las Leyes Fundamentales imponían, porque solo así se acabaría con la tradicióngolpista y la violencia que había existido previamente (p.20). Es decir, la transición española debía fundamentarse en un marco jurídico y en un concepto de legalidad que había sido estructurado a lo largo de varios años. En cirta forma, la esencia de la transición española residió mucho menos en lo único que en Mexico se enfatiza -la noción de un pacto entre fuerzas políticas disonantes-, que en la existencia de un entorno de legalidad: un Estado de Derecho planeamente funcional que acabó convirtiéndose en el mecanismo capaz de encauzar el conflicto político que inexorablemente produjo el proceso de rápida liberlización y cambio político.

Es en este punto donde las diferencias entre España hace veinte años y el México de hoy son abismales. Mexico no cuenta con un Estado de derecho y, lo peor de todo, ninguna de las fuerzas o partidos políticos reconoce la importancia de crearlo. Los mexicanos hablamos mucho de la ley y del Estado de Derecho pero, en la práctica, somos extraordinariamente proclives a darle la vuerta a las leyes, a crear leyes no escritas y a ignorar la ley cuando no nos conviene. Nadie como el propio gobierno, a todos niveles, para demostar la irrelevancia de la legalidad en México. Per los partidos políticos no se quedan atrás, como lo demuestran sus acciones cotidianas: claman por la legalidad cuando pierden o se sienten agraviados, pero no se molestan cuando son beneficarios de actos ilegales, como ha ocurrido tantas veces con diversas gubernaturas y presidencias municipales.

Obviamente, el problema de la legalidad es sumamente complejo. Ninguno de los partidos o fuerzas políticas, incluido el gobierno, es directamente culpable de nuestra realidad actual, pero todos somos sus víctimas. La interrogante es si seremos capaces, en forma colectiva, de distinguir entre la esencia y la forma de una transición política. Más allá de la voluntad para llevarla a cabo, la esencia de una transición reside menos en lo que las fuerzas quieran que en el que cuenten con mecanismos perfectamente consensados y aceptados por todos para dirimir disputas. Por difícil que fuese el entorno esapño en 1975 a la muerte de Franco, el hecho de que existiera un Estado de Derecho hace que aquella situación fuese juego de niños comparado con el desafío que tenemos frente a nosotros.

 

LOS AZARES DE UN CAMBIO POLITICO

Luis Rubio

En política, muchas apuestas parecen plausibles y razonables cuando se toman y muchas seguramente resultan exitosas. De las que así acaban nadie, fuera de quienes tomaron la decisión de apostar, se entera. De las apuestas que salen mal, todos se enteran porque es la población en general la que paga el costo de la imprudencia del apostador. En cierta forma, eso es lo que ha pasado con la política mexicana. Pudiéndose haber organizado un proceso de cambio político claramente focalizado, gradual, congruente y pacífico a lo largo de las últimas dos décadas y media, nos hemos quedado con un sistema político moribundo que se está desmoronando, por lo que ya no genera las certidumbres propias de una estructura autoritaria ni es capaz de representar a la población. La duda es si no continuaremos apostando a un camino imposible.

Si uno hace un análisis objetivo de los cambios que ha venido experimentando el sistema político a partir de 1968, la única conclusión a la que es posible llegar es que el cambio es espectacular. La liberalización que ha experimentado la sociedad mexicana en el ámbito político es extraordinaria: basta ver a los partidos políticos, a la prensa, a las «disidencias» de algunos gobernadores y, en general, a la transformación de la sociedad mexicana. No me cabe la menor duda que estamos lejos de vivir en una democracia, pero eso no puede servir para negar en modo alguno el hecho de que el sistema político de hoy y el de hace treinta años no comparten más que el nombre. Este hecho, sin embargo, también es una evidencia del profundo hoyo en el que nos encontramos.

Cada uno de los gobiernos y gobernantes que hemos tenido de 1970 para acá respondió a las circunstancias del momento, quizá asumiendo que una liberalización reactiva e inconexa a la larga sería benéfica. Algunos fueron más visionarios que otros, pero nunca hubo una estrategia sistemática trans-sexenal. Por ello, con visión o sin ninguna, en términos generales, es más probable que las preocupaciones de cada administración estuviesen concentradas más en como salvar el momento que en como construir el futuro. Prácticamente ninguno de esos gobernantes desarrolló una estrategia de cambio político. El resultado está a la vista: mientras que otros sistemas políticos similares en su centralismo y control más o menos autoritario -como España, Chile y Corea- fueron respondiendo a las crecientes presiones de sus poblaciones y sus economías dentro de un plan más o menos detallado de liberalización y construcción paralela de nuevas instituciones, en México hemos asistido a un desmantelamiento gradual y consciente del viejo sistema, con lo que se logró una significativa y muy profunda liberalización política, pero, con algunas excepciones, sin mayor construcción democrática. Hay infinitamente mayor libertad política, pero no mayor propensión a la democracia. Hubo avances innegables, pero no una estrategia.

A juzgar por los resultados, la apuesta fue particularmente perniciosa en los últimos años. Carlos Salinas sin duda se abocó, con toda conciencia, a construir un nuevo orden económico. Cuando respondía a los críticos por la falta de una reforma política, su argumentación entrañaba, al menos en retrospectiva, una buena dosis de apuesta, al mismo tiempo que un cálculo consciente. La parte de la apuesta consistió en suponer que el proyecto económico arrojaría frutos, lo que haría tanto más fácil una reforma política. La parte del cálculo residía tanto en la decisión consciente de no alienar -o no excesivamente- a los poderes priístas de quienes dependía la capacidad de llevar a cabo la reforma económica, como en la percepción de que la reforma económica con la celeridad y profundidad que pretendía, sería inmanejable dentro de un contexto plenamente democrático. Cualquiera que sea la opinión que uno tenga sobre estos puntos, no es posible negar que parte del éxito de países como España, Corea y Chile residió precisamente en que, para cuando comenzaron su liberalización política, sus economías ya habían pasado, sobre todo en el caso de Chile y Corea, por procesos muy profundos de reestructuración y se encontraban experimentando tasas espectaculares de crecimiento. En este sentido, de no haber hecho explosión la economía, la apuesta salinista podría haber sido mucho menos desafortunada de lo que fue. Pero eso no resuelve nuestro problema de hoy.

El hecho plausible en la actualidad es que el sistema político se desmorona, que las viejas instituciones ya no funcionan y que no hay consenso sobre la dirección o los pasos que serían necesarios dar para salir adelante. Esto no sólo profundiza la problemática política, sino que incide severamente sobre la situación económica, deteriorándose uno y otro ámbito en forma inexorable. La razón de esto no hay que buscarla en la estratósfera. El viejo sistema político, con todos sus vicios -y, quizá, en razón de ellos-, entrañaba un acuerdo explícito o implícito -a veces lo uno y en ocasiones lo otro- entre el gobierno y sus principales apoyos políticos, empresariales, sindicales, etc., sobre los qués y los cómos del desarrollo del país. La virtud del autoritarismo residía en la certidumbre que producía; nuestro problema ahora es que aquella estructura política ya no existe y, a la vez, en que no hay otra que sea funcional.

Es decir, en el esquema del pasado, la ausencia de un marco institucional formal y legal que fuese respetado por todos los actores y que sustentara la interacción entre grupos e intereses llevaba a que fuesen necesarios entendidos entre éstos al margen de la ley y con frecuencia en contra de ella, incluyendo las reglas «no escritas» del sistema. De haber habido instituciones creíbles y funcionales formalmente estructuradas y codificadas, todo aquello habría sido innecesario. Pero, como no las había, el desempeño económico era (y es) determinante de la estabilidad: los buenos tiempos generaban fuertes apoyos, en tanto que las crisis los deterioraban. De esta forma, como ya no existen (o ya no es posible hacer cumplir) las reglas «no escritas» del juego, lo que nos queda es un conjunto de poderosísimos incentivos para que todas las partes e intereses busquen otras opciones y exploten cada oportunidad de lucrar (políticamente) a costa de la estabilidad política y, en general, de la vida en comunidad.

La crisis económica ha terminado por hacer imposible un proceso de cambio político controlado desde arriba, porque también ha acabado por minar las estructuras que sostenían a todo el sistema político y, sobre todo, su legitimidad. ¿Hay alternativas? Sí, y muchas. El problema es que todas ellas requieren de una construcción deliberada de instituciones, acuerdos y pactos, todos ellos dentro de una estrategia de consolidación e institucionalización. Es decir, de un activismo político orientado a que, paradójicamente, éste deje de ser necesario o incluso posible en el futuro: construir instituciones para que desaparezca el caudillismo. Sin embargo, la ausencia de estrategia, la imposibilidad de construir los consensos y pactos, y la indisposición a construir instituciones que rápidamente substituyan al insostenible status quo actual, constituyen, a final de cuentas, nuevas apuestas sobre el futuro. Sobre todo, la apuesta de que el deterioro no puede ser mayor al actual. No es necesario ir más lejos que a principios de 1995, y compararlo con la actualidad, para observar que el deterioro puede bien ser exponencial.

 

TRES ESCENARIOS DE REFORMA ELECTORAL

Luis Rubio

Palabras duras las que han venido intercambiando sobre todo los panistas y los priístas en semanas recientes. Cada uno tendrá sus razones y cada uno seguirá una lógica que, en su perspectiva, seguramente tiene sentido. Desde afuera, sin embargo, es difícil determinar en qué estarán pensando cada uno de los políticos que fustigan y descalifican a sus contrincantes cuando lo único que los puede salvar, sobre todo al gobierno, es un trabajo concertado y negociado de gradual reinstitucionalización política.

Quizá era inevitable. Pero de una luna de miel que parecía augurar una larga vida feliz entre los tres principales partidos políticos a finales del año pasado, hemos retornado a la era de las cavernas en materia política. Las hipótesis y explicaciones sobre las razones por las que súbitamente se alteró el panorama político son muchas pero, más allá de las críticas de cada una de las partes, todo parece indicar que la suma de los procesos de sucesión internos tanto del PAN como del PRD con la carta de quejas que enviaron los diputados priístas al presidente de su partido acabaron por dar al traste con el proceso de negociaciones que parecía avanzar exitosamente el año pasado. La oposición afirma que le gobierno se retractó de diversos compromisos que se habían logrado; los priístas dicen que esos supuestos compromisos nunca tuvieron lugar. Cualquiera que sea la realidad, no hay la menor duda que el presidente ha forjado una alianza de conveniencia con los priístas y que éstos han logrado desplazar a los partidos de oposición de la luna de miel cupular.

La nueva situación nos deja con por lo menos tres escenarios para el futuro de la reforma electoral en lo particular y para el conjunto de negociaciones que, bajo el título de reforma política, venían avanzando como vehículo para redefinir las estructuras institucionales de la política mexicana. El gobierno del presidente Zedillo convocó a la oposición, desde su discurso de inauguración, a la negociación de un conjunto de acuerdos que permitieran transferir a la política mexicana del marco priísta al marco interpartidista. Para ello, se llegó a acordar una agenda que incluía todos los temas relevantes de la política, como fundamento para la transformación que el presden tener razón. De ahí que debamos contemplar los escenarios más probables para el desenlace de este acertijo.

Primer escenario: negociaciones lidereadas por el gobierno. Por más presiones que hayan llegado a ejercer los partidos de oposición en el curso de las décadas pasadas, todas las negociaciones en materia electoral que han tenido lugar en el país han sido resultado de la acción gubernamental. Históricamente, el gobierno ha visto a las reformas electorales como un medio para mantener o acrecentar la legitimidad del sistema político; en función de ello, cedían lo mínimo posible para satisfacer a la oposición. El gobierno actual alteró este paradigma en forma absoluta al plantear una negociación integral. Sin embargo, con la suspensión de las negociaciones, al menos por ahora, todo parece indicar que el cálculo del gobierno y del PRI es que es posible lograr un triunfo electoral el próximo año en el Congreso, lo que les permitiría negociar la reforma desde la perspectiva del poder, con mayores o menores concesiones de por medio. En este sentido, el PRI ha abandonado parcialmente la búsqueda de un nuevo paradigma y su apuesta parece residir en la expectativa de que ganará las elecciones legislativas del próximo año. ¿Qué pasa, sin embargo, si las pierde?

Segundo escenario: el PAN gana el Congreso en 1997. Una posible apuesta del PAN es que esté calculando ganar la mayoría en el Congreso en 1997, lo que le permitiría dictar los términos de la reforma electoral. En este escenario, con PRI o sin PRI, el PAN podría elaborar su propia legislación electoral y, concebiblemente, contar con el apoyo del PRD. Razonable o no, el cálculo del PAN asume un riesgo mucho menor que el del PRI, pues de ganar el PAN, su triunfo habría justificado el rompimiento de las negociaciones e incluso una renuencia futura (en la segunda mitad de este año) de volver a negociar. Por otra parte, si el PRI ganara el Congreso, el PAN estaría nuevamente en el mismo lugar: el PRI tendría que negociar, le guste o no. Esa es la desventaja de no contar con mayor legitimidad.

Tercer escenario: nadie gana el Congreso en 1997. Un escenario nada remoto para 1997 es que ningún partido logre la mayoría y, por lo tanto, el control del Congreso. Bien podría ocurrir que ni el PRI ni el PAN lograran cruzar el umbral (entre 43 y 45% del voto), en el cual entraría en operación la cláusula de gobernabilidad, que le otorga mayoría al partido que alcanza ese nivel de votación. En este escenario, el PRI y el PAN se encontrarían con que tienen que negociar o paralizan al país. En este contexto, el país entraría en una nueva etapa que bien podría llevar a un cambio gradual y negociado, pero también a una parálisis que, en su extremo, hiciera sumamente difícil la administración del país, sobre todo en materia económica.

Cada partido hace apuestas sobre lo que espera que ocurrirá en el futuro. Como ciudadanos, debemos hacernos la pregunta de si esas apuestas son razonables o si se trata de riesgos intolerables para la mayoría de la población que ni la debe ni la teme, pero que sí pagaría las consecuencias de las acciones de los partidos. No parece haber duda alguna que el PRI y el gobierno decidieron que éste no era el mejor momento para negociar una reforma, para lo cual bien puede haber explicaciones perfectamente justificables, incluyendo el hecho de que es imposible negociar mientras los partidos atraviesan por un periodo de redefinición y sucesión interna.

Hay, por otra parte, una manera distinta de ver el mismo fenómeno y que permite pensar que el riesgo asumido por el gobierno en esta retirada puede ser excesivo. A muchos economistas les encanta utilizar una metáfora para explicar la manera en que se comportan los agentes económicos. Se llama el dilema del prisionero y se trata del dilema de un criminal que está separado de su socio en el crimen y tiene que calcular qué tanto tiene que decir para salir en libertad en función de lo que su compañero pueda llegar a decir. Si ninguno confiesa, ambos salen libres después de un rato. Si uno habla y el otro no, el qidente había propuesto. La agenda incluía cuatro apartados: reforma electoral, relaciones ejecutivo-legislativo-judicial, federalismo y medios de comunicación. Era evidente que el gobierno estaba dispuesto a negociar la esencia de las estructuras y prácticas políticas y no sólo las migajas, como siempre había ocurrido. Eso que se inició a finales de 1994, parece hoy extraordinariamente remoto.

Las negociaciones que tuvieron lugar a lo largo de 1995, sobre todo en su última etapa, establecieron ciertos marcos para la negociación y definieron varios posibles cauces para el primer tema de la agenda: la reforma electoral. Como están las cosas, todo parece indicar que cada uno de los partidos, sobre todo el PAN y el PRI, han llegado a la conclusión de que las negociaciones no necesariamente les benefician. Me refiero al PAN y al PRI más que al PRD porque estos dos partidos están suponiendo, en sus palabras y en sus actos, la posibilidad de controlar la Cámara de Diputados el próximo año. Obviamente, ambos no pueue no habló acaba en el tambo por mucho tiempo, en tanto que el que habló sale libre inmediatamente. El prisionero acaba llegando a la conclusión que lo más racional desde el punto de vista individual es confesar con lo que no acaba disfrutando de una libertad inmediata, pero se queda en la cárcel menos tiempo que si no hubiese confesado en tanto que su socio si lo hubiera delatado. Igual con la reforma electoral: si el gobierno persiste en el cálculo de que el tiempo está a su favor, bien puede acabar teniendo que ceder todo más adelante. Sería mucho mejor organizar una reforma que satisfaga a la oposición, particularmente al PAN y, con ello, acabar de una vez por todas con esta danza que no satisface a nadie y que, además, pone en entredicho la estabilidad del país. La espada de Damocles pende sobre el PRI.

 

DESAHORRO INTERNO

Luis Rubio

Los avatares en el proceso de elevar el ahorro interno parecen no encontrar cuartel. Primero se modificó la legislación relativa al IMSS y se dejaron toda clase de cabos sueltos en relación al tema central de la política económica del gobierno. Ahora que está a consideración del Congreso la ley que habrá de regular los fondos de pensiones a través de las llamadas Administradoras de Fondos de Retiro (Afores), el tema del ahorro vuelve a la palestra. Lo que el Congreso acabe aprobando va a determinar la capacidad de generación de ahorro de largo plazo en la economía y, por lo tanto, tendrá una enorme incidencia sobre las tasas de crecimiento que se lleguen a alcanzar. Nada hay de trivial en este tema.

Hay dos temas medulares que están de por medio en las regulaciones que se adopten. El primero es quién va a poder constituirlas y en qué van a poder invertir las administradoras. El segundo se refiere a qué va a pasar con los fondos de ahorro ya existentes y quién va a tener poder de decisión sobre el ahorro individual. Aunque no es materia de estas regulaciones en forma directa, el éxito de la iniciativa gubernamental va a depender de su capacidad de corregir el entuerto que se dejó pendiente al aprobar la nueva legislación del IMSS. En la medida en que el gasto del IMSS no se disminuya drásticamente, a la vez que mejora -también drásticamente- sus servicios, todos los beneficios que pudiesen derivarse de un nuevo sistema de pensiones van a ser totalmente neutralizados.

Por lo anterior, la legislación que sea aprobada es mucho más trascendental de lo que se supone comúnmente. A la fecha, los mexicanos han tenido muy pocos incentivos para ahorrar a través de los mecanismos formales y nacionales tanto por la inestabilidad financiera y económica de las últimas décadas, como por el manejo que se ha dado al ahorro obligatorio. Sin embargo, el ahorro de los mexicanos no es pequeño; simplemente ocurre al margen de los mecanismos formales del sistema financiero y del gobierno. Lo que está de por medio en esta legislación es la posibilidad de revertir estas tendencias.

Uno de los elementos que yacen detrás de la lógica económica gubernamental, su componente más sensato y encomiable, es el de elevar el ahorro interno como mecanismo para evitar los bandazos y la crisis cambiarias recurrentes. La noción de que si disponemos de un mayor ahorro interno se requeriría menos ahorro del exterior y, por lo tanto, habría menor dependencia de los vaivenes del mercado, es bastante obvia. Lo que no es tan obvio es que sea posible lograr elevar el ahorro interno neto por la vía propuesta y es mucho menos obvio que se pueda hacer ignorando la lógica de los mercados financieros. De una o de otra forma, sin embargo, lo que pase con los fondos va a ser determinante. Veamos.

En primer lugar, el IMSS está quebrado y su gasto fuera de todo control. El gasto administrativo y de salud del IMSS rebasa con mucho los fondos destinados para ese propósito. Como el IMSS administraba también los fondos del seguro de invalidez, cesantía y muerte, el problema del gasto excesivo y creciente no se notaba mucho, pues el IMSS simplemente echaba mano de esos recursos para financiar su gasto. La presión del sindicato del IMSS logró que la reforma a la ley del IMSS de hace unos meses no hiciera nada para modificar los patrones de gasto de la institución. Lo único que logró el ejecutivo fue separar los fondos de retiro de la operación del IMSS, con lo que, en el mejor de los casos, se hará evidente el problema, pero no se resolverá. Lo que sí es un hecho es que, dado el ritmo de crecimiento del gasto del IMSS, si éste no se controla se va a comer todo el ahorro que se genere en el resto de la economía. Dada la experiencia, permitir que el IMSS administre los fondos de pensiones sería equivalente a poner a la Iglesia en manos de Lutero.

En segundo lugar, el INFONAVIT no sólo no ha construido el número de casas que sus creadores ambicionaban, sino que ha destruido una inmensa cantidad de recursos -ahorro- al virtualmente regalar las casas a los favoritos del gobierno y los sindicatos (con módica mordida de por medio). Esto ha sido muy bueno para los beneficiarios, pero ha empobrecido a todos los demás mexicanos, quienes no tienen (y seguramente no tendrán) la oportunidad de hacerse de una vivienda debido a que ha sido a su costo el privilegio del que han gozado sólo unos cuantos. El tema no es trivial: según algunos cálculos, el INFONAVIT podría haber sumado cerca de cien mil millones de dólares en sus veinte años de existencia, de haberse administrado con un criterio de desarrollo económico y no meramente de clientelismo político y de corrupción institucionalizada. Además, se habrían construido millones de casas más. Puesto de otra manera, a menos que, como en el IMSS, se controlen las prácticas funestas de la institución, se habrá escapado de control otra potencialmente enorme fuente de ahorro interno.

En tercer lugar, los mexicanos no ahorran poco. Lo que pasa es que no todo lo ahorran en formas tradicionales. Los pobres ahorran por una serie de mecanismos al margen del sistema financiero. Los ricos ahorran fuera del país. Estas dos realidades nos dicen mucho más que mil hipótesis: el sistema financiero no ha logrado ampliar sus redes y vehículos de ahorro a todos los confines del país y de la sociedad. Por su parte, la inestabilidad macroeconómica, aunada a la incertidumbre que ésta provoca ha llevado a que una gran parte de los ahorradores hagan lo más racional: buscar certidumbre para el ahorro producto de su trabajo. En la medida en que la realidad macroeconómica y la política gubernamental no cambien este paradigma, estas tendencias seguirán igual.

Todo lo anterior lleva a una conclusión muy simple: el gran problema de la visión gubernamental en general y de la iniciativa en materia de pensiones en particular reside no en los instrumentos que ha diseñado para enfrentar la problemática económica y financiera, sino en su total rechazo a considerar la dinámica de los mercados y la racionalidad de los individuos que actúan en éstos, es decir, los mexicanos comunes y corrientes. De esta manera, en lugar de buscar resolver las dudas y apaciguar los temores de la población, el gobierno se ha dedicado a ignorarlos, como si no fuesen relevantes, agravando la enorme confusión e incertidumbre que caracteriza la época actual. Los fondos de pensiones son clave para el desarrollo del país, pero sólo lo serán efectivamente si estos acaban siendo controlados por los individuos -y no por los sindicatos, por el IMSS o por la burocracia-, si existen garantías sobre el manejo de los mismos que permita generar la indispensable confianza además de seguridad jurídica absoluta, y si esos fondos efectivamente ofrecen una rentabilidad atractiva que compense no sólo la inflación, sino también la incertidumbre. Una reforma de esta naturaleza más que compensaría la oposición de los intereses de los que perderían en el camino. Pero para ello es indispensable cambiar de raíz el enfoque de desarrollo del ahorro interno.

 

SEGURIDAD PUBLICA A LA MEDIDA

SEGURIDAD PUBLICA A LA MEDIDA

Luis Rubio

Ya no es posible que el gobierno siga pretendiendo que la inseguridad pública es resultado meramente de la pésima situación económica. Ciertamente no lo es; pero aun si lo fuera, dados los magros prospectos de la economía en general y de la creación de empleos en lo particular, nada augura una disminución de la criminalidad. La pretensión de tratarla como un problema económico no explica en modo alguno la virulencia y la creciente violencia de que viene acompañada la criminalidad. Más bien, todo parece indicar que se trata del desmantelamiento de la estructura de autoridad.

La mayoría de las grandes urbes experimenta algún grado de criminalidad. En adición a ello, la desesperada situación económica en que se encuentran muchas familias podría explicar al menos una parte del incremento de robos de bienes. Ninguno de estos factores, sin embargo, explica la violencia, los asesinatos, los secuestros. ¿Cuántas personas, por ejemplo, han sido asesinadas por el delito de haber traído consigo una tarjeta de crédito? ¿Cuántas más han sido brutalmente asesinadas? Para algunos, la vida vale muy poco; pero nunca se había llegado a los extremos a los que ahora están expuestos los mexicanos en general y los capitalinos en lo particular. La violencia y la criminalidad están consumiendo a los mexicanos de todos los niveles socioeconómicos.

La respuesta gubernamental, sin embargo, brilla por su ausencia. Sí, hay una iniciativa de ley orientada a facilitar la actividad policiaca y también son conocidos los esfuerzos por profesionalizar a las policías. El problema, sin embargo, es de enfoque. La visión gubernamental parte del supuesto de que una mejor situación económica va a disminuir la criminalidad y, con ello, se retornará a la normalidad. La normalidad, cualquier cosa que eso sea, sin embargo, ya no es suficiente. Lo que es visible para la ciudadanía es un mayor deterioro, una impunidad aparentemente inexorable y un creciente temor, que comienza a volverse endémico. En su publicidad, una prominente cadena de cafeterías muestra uno de los muchos efectos de la situación: "invitamos a medio México a cenar" reza su anuncio. Sí, efectivamente, los capitalinos ya no quieren salir en las noches, ni aunque paguen la mitad.

Es cierto que el gobierno no necesariamente es el causante de la ola de criminalidad que sobrecoge al país. Sin embargo, sí es el responsable de la seguridad y, más allá de actos protocolarios, es poco lo que está haciendo. La criminalidad viene ascendiendo desde hace años y precede a la crisis económica actual, aunque sin duda ésta la ha agudizado en forma aterradora. Ni antes ni ahora se hizo mayor cosa. Si el problema fuese de crecimiento económico, no se va a resolver pronto. Pero, ¿qué si se trata de un problema distinto? ¿Qué si el verdadero problema es uno más relacionado con la desaparición de todo concepto de autoridad dentro del gobierno? ¿Qué si en realidad lo que ocurre es que el gobierno ya perdió todo control del proceso? ¿Qué si la realidad del problema yace dentro del propio gobierno? Si cualquiera de estas interrogantes es válida, lo que se está haciendo no es ni siquiera equivalente a darle una aspirina a un enfermo moribundo. Si cualquiera de estas interrogantes es válida, la criminalidad es sólo un síntoma de las fuerzas que están destruyendo todo vestigio de orden y comunidad en el país.

Si uno observa la escena desde fuera, el problema de la criminalidad se acentúa por la evidente impunidad de que gozan los criminales. Con excepción de algunos casos que, por tratarse de personas muy notorias como un exgobernador o por tratarse de un abominable crimen por su violencia y banalidad, la ciudadanía queda inerte y absorta por su situación de aterradora indefensión. ¿Quién será el próximo? se preguntan cada vez más mexicanos. ¿No es tiempo de hacer algo al respecto para evitar tener algo que lamentar después?, me decía un amigo hace unos días. La evidencia es contundente: el gobierno ha claudicado su responsabilidad y, más grave aún, no parece siquiera comprender la profundidad del problema y sus consecuencias. No es ocioso recordar que la razón principal de la existencia del gobierno es precisamente la de garantizar la seguridad de la sociedad.

Ya que el temor e indignación de la población no parecen conmover a las autoridades, uno debe preguntarse cuál es el costo de la creciente inseguridad. Quizá el ponerle una dimensión económica a la angustia que padece la población pueda servir de indicador de lo que esto puede significar. Por una parte, el temor -pavor en muchos casos- se traduce en decisiones de ahorro e inversión nada sorprendentes. La gente se torna extraordinariamente conservadora y comienza a tomar decisiones binarias, en detrimento del ahorro o de la inversión por lo menos del corto y mediano plazos. Un país no puede prosperar con una población atemorizada, que en lo único que puede pensar es en su seguridad. Esa, como decía yo antes, es la justificación más esencial de la existencia del gobierno. En términos económicos, más allá del costo directo del robo y los crímenes, está una medida que los funcionarios del gobierno quizá sí puedan comprender: ¿cuántos puntos porcentuales de tasa real de interés vale cada vida que se pierde por la inseguridad ciudadana?.

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