SEGURIDAD PUBLICA A LA MEDIDA
Luis Rubio
Ya no es posible que el gobierno siga pretendiendo que la inseguridad pública es resultado meramente de la pésima situación económica. Ciertamente no lo es; pero aun si lo fuera, dados los magros prospectos de la economía en general y de la creación de empleos en lo particular, nada augura una disminución de la criminalidad. La pretensión de tratarla como un problema económico no explica en modo alguno la virulencia y la creciente violencia de que viene acompañada la criminalidad. Más bien, todo parece indicar que se trata del desmantelamiento de la estructura de autoridad.
La mayoría de las grandes urbes experimenta algún grado de criminalidad. En adición a ello, la desesperada situación económica en que se encuentran muchas familias podría explicar al menos una parte del incremento de robos de bienes. Ninguno de estos factores, sin embargo, explica la violencia, los asesinatos, los secuestros. ¿Cuántas personas, por ejemplo, han sido asesinadas por el delito de haber traído consigo una tarjeta de crédito? ¿Cuántas más han sido brutalmente asesinadas? Para algunos, la vida vale muy poco; pero nunca se había llegado a los extremos a los que ahora están expuestos los mexicanos en general y los capitalinos en lo particular. La violencia y la criminalidad están consumiendo a los mexicanos de todos los niveles socioeconómicos.
La respuesta gubernamental, sin embargo, brilla por su ausencia. Sí, hay una iniciativa de ley orientada a facilitar la actividad policiaca y también son conocidos los esfuerzos por profesionalizar a las policías. El problema, sin embargo, es de enfoque. La visión gubernamental parte del supuesto de que una mejor situación económica va a disminuir la criminalidad y, con ello, se retornará a la normalidad. La normalidad, cualquier cosa que eso sea, sin embargo, ya no es suficiente. Lo que es visible para la ciudadanía es un mayor deterioro, una impunidad aparentemente inexorable y un creciente temor, que comienza a volverse endémico. En su publicidad, una prominente cadena de cafeterías muestra uno de los muchos efectos de la situación: "invitamos a medio México a cenar" reza su anuncio. Sí, efectivamente, los capitalinos ya no quieren salir en las noches, ni aunque paguen la mitad.
Es cierto que el gobierno no necesariamente es el causante de la ola de criminalidad que sobrecoge al país. Sin embargo, sí es el responsable de la seguridad y, más allá de actos protocolarios, es poco lo que está haciendo. La criminalidad viene ascendiendo desde hace años y precede a la crisis económica actual, aunque sin duda ésta la ha agudizado en forma aterradora. Ni antes ni ahora se hizo mayor cosa. Si el problema fuese de crecimiento económico, no se va a resolver pronto. Pero, ¿qué si se trata de un problema distinto? ¿Qué si el verdadero problema es uno más relacionado con la desaparición de todo concepto de autoridad dentro del gobierno? ¿Qué si en realidad lo que ocurre es que el gobierno ya perdió todo control del proceso? ¿Qué si la realidad del problema yace dentro del propio gobierno? Si cualquiera de estas interrogantes es válida, lo que se está haciendo no es ni siquiera equivalente a darle una aspirina a un enfermo moribundo. Si cualquiera de estas interrogantes es válida, la criminalidad es sólo un síntoma de las fuerzas que están destruyendo todo vestigio de orden y comunidad en el país.
Si uno observa la escena desde fuera, el problema de la criminalidad se acentúa por la evidente impunidad de que gozan los criminales. Con excepción de algunos casos que, por tratarse de personas muy notorias como un exgobernador o por tratarse de un abominable crimen por su violencia y banalidad, la ciudadanía queda inerte y absorta por su situación de aterradora indefensión. ¿Quién será el próximo? se preguntan cada vez más mexicanos. ¿No es tiempo de hacer algo al respecto para evitar tener algo que lamentar después?, me decía un amigo hace unos días. La evidencia es contundente: el gobierno ha claudicado su responsabilidad y, más grave aún, no parece siquiera comprender la profundidad del problema y sus consecuencias. No es ocioso recordar que la razón principal de la existencia del gobierno es precisamente la de garantizar la seguridad de la sociedad.
Ya que el temor e indignación de la población no parecen conmover a las autoridades, uno debe preguntarse cuál es el costo de la creciente inseguridad. Quizá el ponerle una dimensión económica a la angustia que padece la población pueda servir de indicador de lo que esto puede significar. Por una parte, el temor -pavor en muchos casos- se traduce en decisiones de ahorro e inversión nada sorprendentes. La gente se torna extraordinariamente conservadora y comienza a tomar decisiones binarias, en detrimento del ahorro o de la inversión por lo menos del corto y mediano plazos. Un país no puede prosperar con una población atemorizada, que en lo único que puede pensar es en su seguridad. Esa, como decía yo antes, es la justificación más esencial de la existencia del gobierno. En términos económicos, más allá del costo directo del robo y los crímenes, está una medida que los funcionarios del gobierno quizá sí puedan comprender: ¿cuántos puntos porcentuales de tasa real de interés vale cada vida que se pierde por la inseguridad ciudadana?.
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