Luis Rubio
¿Qué pasa cuando un alcalde intencionalmente y con propósitos disruptivos obstruye una vía principal de comunicación? Si se trata de un país desarrollado, el alcalde acaba en la cárcel o, por lo menos, enfrentando severos cargos por obstrucción de vías de comunicación, un delito que también está tipificado en la legislación mexicana. Si el alcalde es mexicano, sin embargo, no sólo no se le inicia proceso judicial, sino que se le premia con un convenio que le otorga -ahora sí de manera legal- lo que el alcalde perseguía por medio de la violación de una ley federal. Es decir, violar las leyes no sólo no tiene sanción sino que permite obtener lo que no es posible lograr por vías legales.
Hace un año, el entonces alcalde de Ciudad Juárez se encontró con uno de los padecimientos comunes a todos los municipios del país: no tenía fondos suficientes para realizar los trabajos que tenía o quería llevar a cabo. Ese problema es general a todo el país, tanto por el control centralizado del presupuesto federal como porque los presidentes municipales típicamente no quieren o no pueden cobrar impuestos prediales suficientes para sus necesidades de gasto. Por lo que toca a la parte federal, los municipios siempre han estado sometidos tanto a la disciplina política por parte de su gobernador como del gobierno central a través del presupuesto. Si el presidente municipal no acepta esa disciplina, le recortan el presupuesto. Por lo que toca al impuesto predial, los poderosos de cada municipio hacen todo lo posible para que no les sea cobrado dicho impuesto o, en todo caso, por reducirlo al máximo. Si son muy poderosos, acaban imponiendo su voluntad. Puesto en otras palabras, las opciones para el presidente municipal prototípico acaban siendo muy limitadas, por lo que la mayor parte de ellos terminan claudicando y, por ende, disciplinándose.
El entonces alcalde de Ciudad Juárez, sin embargo, encontró una salida creativa a este dilema. Siendo panista, no veía razón alguna -ni beneficio futuro- de someterse a la disciplina que tradicionalmente había mantenido dominados a sus predecesores priístas. Por ello, en lugar de buscarle por el lado del impuesto predial o de aceptar las «reglas no escritas» del sistema político, el alcalde encontró otra manera de lograr su propósito, misma que ahora ha quedado sancionada dentro de la legalidad. El alcalde, unilateralmente, tomó posesión del puente que comunica a Ciudad Juárez con Estados Unidos y se dedicó a cobrar el peaje por su cuenta. Es decir, echó fuera a los empleados del gobierno federal que normalmente se encargaban de cobrar esas cuotas por cuenta de éste. El resultado inmediato fue un zafarrancho: críticas de que estaba violando la ley, apoyos y quejas de unos y de otros. A la larga, sin embargo, esta flagrante violación de la ley rindió generosos frutos.
Nadie dudó entonces que se trataba de una operación a todas luces ilegal. El propio alcalde reconocía que era una acción desesperada, orientada a obtener ingresos adicionales para el municipio y que su legitimidad se encontraba no en la acción, sino en el propósito de la misma. Objetivos loables sin duda alguna, pero los medios no pueden justificarlos. Aun así, finalmente el alcalde acabó retirándose del puente con lo que el conflicto aparentemente concluyó sin mayores consecuencias. El 19 de marzo pasado, sin embargo, el Diario Oficial consigna un convenio realizado entre el gobierno federal y el municipio de Ciudad Juárez, por medio del cual 10% de los ingresos del puente federal serán transferidos al municipio para realizar obras municipales. Es decir, el alcalde se salió con la suya.
Lo importante de este convenio no es el hecho de que haya tenido lugar, sino el que el gobierno esté premiando actos ilegales. La enseñanza que esto trae para todos los demás intereses y grupos políticos en el país es una muy simple: lo que vale no es lo que dicen las leyes, sino la capacidad de armar escándalo. La lección para todas las demás ciudades fronterizas es evidente: tomen los puentes y se sacarán la lotería; a su vez, la lección para el resto de los mexicanos es que la ley es irrelevante. Valiente nacimiento de la legalidad. Puesto en otras palabras, no es casual que todo mundo esté presionando al gobierno para tratar de salirse con la suya, pues muchos lo han logrado.
El problema no es nuevo, pero el hecho de que esté teniendo lugar en el sexenio en que la legalidad se ha convertido en uno de los objetivos expresos y más importantes de la administración, es profundamente preocupante. La legalidad consiste, a final de cuentas, en el cumplimiento sistemático de lo que dicen las leyes y de los procedimientos que éstas establecen. En la medida en que se cumplan las leyes, en que el gobierno tenga límites reales y efectivos a su capacidad de actuar arbitrariamente, y en que la ciudadanía -incluyendo, por supuesto, a todos los grupos políticos, de cualquier color- pueda ampararse bajo la sombra de la ley, a sabiendas de que ésta es una manera razonable de dirimir conflictos y de obtener satisfacción a sus demandas, nadie encontrará razones para saltarse las trancas y cometer actos ilegales.
La evidencia que se observa en forma cotidiana, sin embargo, es abrumadoramente contraria a esta sucesión de circunstancias. El gobierno no deja de cometer actos arbitrarios, no existe consistencia alguna en la aplicación de las leyes ni en la administración de la justicia y, por encima de todo, las presiones de partidos y grupos políticos siguen siendo mucho más efectivas para la consecución de sus objetivos que el recurso a los mecanismos legales y judiciales. ¿Dónde quedó, pues, la legalidad?
La esencia del orden político y de la tranquilidad de la ciudadanía reside en la construcción y desarrollo de instituciones y mecanismos institucionales que permitan la resolución de disputas y el desarrollo de mecanismos sociales de participación, representación, disciplina y control político, todos ellos dentro de un esquema de absoluto respeto a la legalidad. Así como el viejo sistema político cumplía con estos propósitos de una manera arbitraria y, las más de las veces, flagrantemente ilegal, uno nuevo en el futuro lo tendrá que hacer de una manera limpia, transparente, y dentro de un marco de absoluta seguridad jurídica. La evidencia de que no existe semejante marco institucional está plenamente a la vista. El convenio que firmaron el gobierno federal y con el municipio de Ciudad Juárez es una patente demostración que nada ha cambiado en el terreno de la legalidad. Se siguen premiando las presiones políticas ilegales y los berrinches de intereses particulares, independientemente de su muchas veces dudosa representatividad. En lugar de crear estructuras sanas de participación política y desarrollar pesos y contrapesos que hagan posible que el gobierno no sea tan vulnerable a esas presiones, la realidad demuestra que seguimos en el terreno resbaloso de la ley de la selva en materia política.