Luis Rubio
En política, muchas apuestas parecen plausibles y razonables cuando se toman y muchas seguramente resultan exitosas. De las que así acaban nadie, fuera de quienes tomaron la decisión de apostar, se entera. De las apuestas que salen mal, todos se enteran porque es la población en general la que paga el costo de la imprudencia del apostador. En cierta forma, eso es lo que ha pasado con la política mexicana. Pudiéndose haber organizado un proceso de cambio político claramente focalizado, gradual, congruente y pacífico a lo largo de las últimas dos décadas y media, nos hemos quedado con un sistema político moribundo que se está desmoronando, por lo que ya no genera las certidumbres propias de una estructura autoritaria ni es capaz de representar a la población. La duda es si no continuaremos apostando a un camino imposible.
Si uno hace un análisis objetivo de los cambios que ha venido experimentando el sistema político a partir de 1968, la única conclusión a la que es posible llegar es que el cambio es espectacular. La liberalización que ha experimentado la sociedad mexicana en el ámbito político es extraordinaria: basta ver a los partidos políticos, a la prensa, a las «disidencias» de algunos gobernadores y, en general, a la transformación de la sociedad mexicana. No me cabe la menor duda que estamos lejos de vivir en una democracia, pero eso no puede servir para negar en modo alguno el hecho de que el sistema político de hoy y el de hace treinta años no comparten más que el nombre. Este hecho, sin embargo, también es una evidencia del profundo hoyo en el que nos encontramos.
Cada uno de los gobiernos y gobernantes que hemos tenido de 1970 para acá respondió a las circunstancias del momento, quizá asumiendo que una liberalización reactiva e inconexa a la larga sería benéfica. Algunos fueron más visionarios que otros, pero nunca hubo una estrategia sistemática trans-sexenal. Por ello, con visión o sin ninguna, en términos generales, es más probable que las preocupaciones de cada administración estuviesen concentradas más en como salvar el momento que en como construir el futuro. Prácticamente ninguno de esos gobernantes desarrolló una estrategia de cambio político. El resultado está a la vista: mientras que otros sistemas políticos similares en su centralismo y control más o menos autoritario -como España, Chile y Corea- fueron respondiendo a las crecientes presiones de sus poblaciones y sus economías dentro de un plan más o menos detallado de liberalización y construcción paralela de nuevas instituciones, en México hemos asistido a un desmantelamiento gradual y consciente del viejo sistema, con lo que se logró una significativa y muy profunda liberalización política, pero, con algunas excepciones, sin mayor construcción democrática. Hay infinitamente mayor libertad política, pero no mayor propensión a la democracia. Hubo avances innegables, pero no una estrategia.
A juzgar por los resultados, la apuesta fue particularmente perniciosa en los últimos años. Carlos Salinas sin duda se abocó, con toda conciencia, a construir un nuevo orden económico. Cuando respondía a los críticos por la falta de una reforma política, su argumentación entrañaba, al menos en retrospectiva, una buena dosis de apuesta, al mismo tiempo que un cálculo consciente. La parte de la apuesta consistió en suponer que el proyecto económico arrojaría frutos, lo que haría tanto más fácil una reforma política. La parte del cálculo residía tanto en la decisión consciente de no alienar -o no excesivamente- a los poderes priístas de quienes dependía la capacidad de llevar a cabo la reforma económica, como en la percepción de que la reforma económica con la celeridad y profundidad que pretendía, sería inmanejable dentro de un contexto plenamente democrático. Cualquiera que sea la opinión que uno tenga sobre estos puntos, no es posible negar que parte del éxito de países como España, Corea y Chile residió precisamente en que, para cuando comenzaron su liberalización política, sus economías ya habían pasado, sobre todo en el caso de Chile y Corea, por procesos muy profundos de reestructuración y se encontraban experimentando tasas espectaculares de crecimiento. En este sentido, de no haber hecho explosión la economía, la apuesta salinista podría haber sido mucho menos desafortunada de lo que fue. Pero eso no resuelve nuestro problema de hoy.
El hecho plausible en la actualidad es que el sistema político se desmorona, que las viejas instituciones ya no funcionan y que no hay consenso sobre la dirección o los pasos que serían necesarios dar para salir adelante. Esto no sólo profundiza la problemática política, sino que incide severamente sobre la situación económica, deteriorándose uno y otro ámbito en forma inexorable. La razón de esto no hay que buscarla en la estratósfera. El viejo sistema político, con todos sus vicios -y, quizá, en razón de ellos-, entrañaba un acuerdo explícito o implícito -a veces lo uno y en ocasiones lo otro- entre el gobierno y sus principales apoyos políticos, empresariales, sindicales, etc., sobre los qués y los cómos del desarrollo del país. La virtud del autoritarismo residía en la certidumbre que producía; nuestro problema ahora es que aquella estructura política ya no existe y, a la vez, en que no hay otra que sea funcional.
Es decir, en el esquema del pasado, la ausencia de un marco institucional formal y legal que fuese respetado por todos los actores y que sustentara la interacción entre grupos e intereses llevaba a que fuesen necesarios entendidos entre éstos al margen de la ley y con frecuencia en contra de ella, incluyendo las reglas «no escritas» del sistema. De haber habido instituciones creíbles y funcionales formalmente estructuradas y codificadas, todo aquello habría sido innecesario. Pero, como no las había, el desempeño económico era (y es) determinante de la estabilidad: los buenos tiempos generaban fuertes apoyos, en tanto que las crisis los deterioraban. De esta forma, como ya no existen (o ya no es posible hacer cumplir) las reglas «no escritas» del juego, lo que nos queda es un conjunto de poderosísimos incentivos para que todas las partes e intereses busquen otras opciones y exploten cada oportunidad de lucrar (políticamente) a costa de la estabilidad política y, en general, de la vida en comunidad.
La crisis económica ha terminado por hacer imposible un proceso de cambio político controlado desde arriba, porque también ha acabado por minar las estructuras que sostenían a todo el sistema político y, sobre todo, su legitimidad. ¿Hay alternativas? Sí, y muchas. El problema es que todas ellas requieren de una construcción deliberada de instituciones, acuerdos y pactos, todos ellos dentro de una estrategia de consolidación e institucionalización. Es decir, de un activismo político orientado a que, paradójicamente, éste deje de ser necesario o incluso posible en el futuro: construir instituciones para que desaparezca el caudillismo. Sin embargo, la ausencia de estrategia, la imposibilidad de construir los consensos y pactos, y la indisposición a construir instituciones que rápidamente substituyan al insostenible status quo actual, constituyen, a final de cuentas, nuevas apuestas sobre el futuro. Sobre todo, la apuesta de que el deterioro no puede ser mayor al actual. No es necesario ir más lejos que a principios de 1995, y compararlo con la actualidad, para observar que el deterioro puede bien ser exponencial.