Luis Rubio
El país se caracteriza cada vez más por la creciente tensión entre dos estrategias de cambio político y, en general, socio económico. Por una parte se encuentra el gobierno, que lleva una década tratando de darle forma a una transformación profunda de la realidad mexicana, comenzando por la economía. Por otra parte se encuentra una infinidad de movimientos políticos, algunos partidistas y otros no, cuya característica central es la de intentar cambiar las «reglas del juego» tradicionales en lo político, en lo económico y en lo social, para romper con las limitantes que existen en el país para accesar al poder, a la riqueza y, en general, al desarrollo. Ambas estrategias persiguen un cambio, aunque cada una de ellas lo define de maneras muy distintas. Los choques y chispas entre ambas -y, sobre todo, la manera en que se resuelva o no se resuelva el conflicto- van a definir el futuro de México.
El cambio promovido por el gobierno se ha visto un tanto eclipsado por la crisis en que estamos inmersos, pero no por ello es menos real. Desde mediados de los ochenta, se inició una profunda transformación de la economía mexicana, cuyos resultados no son despreciables, aun cuando obviamente han sido terriblementte profundo al promovido por el gobierno, como resultado de la acción política de partidos y grupos políticos -a lo largo y ancho del país.
La interacción entre estos dos procesos ha ido cambiando en el tiempo. En un primer momento, la iniciativa estaba claramente del lado del gobierno. La reforma económica fue una decisión gubernamental que se inició por decisión suya y se impuso a través de las regulaciones gubernamentales, del presupuesto público y, en general, de la gestión gubernamental. Por su parte, los movimientos políticos comenzaron a organizarse a partir de 1968 pero, más allá del movimiento estudiantil de ese año, comenzaron a cobrar enorme fuerza política en gran medida por el sismo de 1985 y, más adelante, por la oposición que se generó en torno a la reforma económica de los ochenta, que se manifestó cada vez más en la creciente competencia electoral a nivel local y que culminó con la disputada elección de 1988. En el sexenio pasado crecieron y se desarrollaron las dos fuerzas: tanto la del gobierno como la de los movimientos de oposición.
El gobierno durante el sexenio pasado desarrolló una enorme habilidad para avanzar su estrategia, elevó la legitimidad del proyecto modernizador y logró convencer a buena parte de la población de las oportunidades que se podrían generar en el curso del tiempo de seguirse su estrategia. Por su parte, los partidos políticos y los movimientos de oposición en general lograron avances igualmente impresionantes. La lucha política adquirió características cada vez más profesionales y formales y los campos de batalla fueron definidos, una y otra vez, por la oposición. Se comenzaron a disputar -con gran éxito- sucesivas elecciones estatales y se montaron operativos políticos que, en muchas ocasiones, rindieron jugosos frutos.
En todo este proceso, el gobierno mantuvo su credibilidad, pero fue perdiendo la iniciativa. En lugar de diseñar incentivos para la negociación, el gobierno de hecho promovía incentivos que inevitablemente anunciaban la siguiente confrontación. En las disputadas elecciones de 1991 en Guanajuato, por ejemplo, el gobierno respondió a la presión partidista y popular entregándole la gubernatura a un panista. Con ello resolvió el problema inmediato, pero sembró las condiciones para la siguiente disputa electoral. Dicho y hecho: unos meses después, los partidos de oposición repitieron la exitosa estrategia de Guanajuato en San Luis, con el predecible resultado.
Para los priístas, que veían con horror como se «concertacesionaban» las gubernaturas, la lección era obvia: lo que se necesita, decían, era mano dura. Para los movimientos partidistas, ciudadanos y demás, la estrategia era obvia: había que seguir presionando, forzando al gobierno a ceder cada vez más terreno. Para el gobierno, la mejor estrategia era la de negociar cada conflicto en lo individual, pues eso le permitía aislar a sus enemigos y reducir tensiones. En retrospectiva es evidente que el gobierno no tenía una estrategia general para enfrentar la creciente competitividad electoral ni el desmantelamiento del sistema político tradicional. En tanto que esa carencia generaba reacciones perfectamente lógicas, racionales -y por demás legítimas- por parte de los partidos de oposición, los movimientos populares y los propios priístas.
Con este transfondo, no es difícil afirmar que el futuro del país se va a definir en la interacción entre el gobierno y los grupos y partidos políticos de oposición. Hasta la fecha, estos movimientos siguen aprovechando con gran habilidad las circunstancias en general, así como las coyunturas que el gobierno ha creado. Tabasco, Guerrero, y Tepoztlán son sólo tres ejemplo vívidos de la capacidad de movilización y acción de grupos y partidos diversos que, con motivaciones distintas, se oponen al gobierno e intentan sacar ventaja paso a paso. Por su parte, el gobierno no ha sido capaz de articular una exitosa estrategia que le permita actuar con éxito, aunque el cuidado, diseño, anticipación y destreza con que se llevó a cabo la remoción del gobernador de Nuevo León sugie opacados por la terrible recesión. Una parte de la economía mexicana se ha tornado cada vez más competitiva, exporta cada vez más y genera un creciente número de empleos. La crisis le quitó el tapete, como se dice coloquialmente, a la otra parte de la misma economía, lo que ha generado una tremenda contracción, ha acelerado el desempleo y ha provocado la debacle bancaria. Si no hubiera existido la parte sana y exitosa de la economía, la contracción habría sido de casi 16% en 1995, en lugar de 6.9%. Por su parte, los cambios económicos -tanto los que han traído beneficios como los que han acelerado la crisis- han sido catalizadores de un cambio político y social igualmente trascendental. Si bien el sistema político mantiene sus estructuras aparentes, la realidad política del país ha cambiado en forma descomunal, favoreciendo una gran participación ciudadana, promoviendo una libertad de expresión sin precedentes y liberando a los partidos y movimientos políticos de sus ataduras de antaño.
Por otra parte, en forma paralela a los cambios promovidos por el gobierno se ha dado un crecimiento expectacular de los movimientos ciudadanos, de las organizaciones partidistas, de las estrategias de desobediencia civil y, en general, de las demandas de representación y participación ciudadana. Por algunos años, hay un creciente número de grupos, fuerzas y personas que se han dedicado a retar el orden establecido, a provocar cambios en las «reglas del juego» vigentes y han obligado a que se revisen innumerables facetas del sistema político tradicional. A lo largo de la última década, todo este conjunto de fuerzas y movimientos ha logrado tumbar gobernadores, ha obligado a que se revisen las leyes electorales una y otra vez, ha forzado que el gobierno de marcha atrás en proyectos de inversión de uno y otro tipo, ha retrasado -si no es que cancelado- la privatización de empresas y ha puesto en jaque la estrategia económica del gobierno una y otra vez. De una o de otra manera, el país experimenta otro proceso de cambio, igualmenere que esto pudiera estar cambiando.
La lucha política ya está ahí. Los movimientos de oposición van a seguir presionando, pero, como han demostrado una y otra vez, siempre se van a adecuar a los incentivos que el entorno y/o el gobierno creen. Para el gobierno existen tres posibilidades. Una es ceder terreno poco a poco, confiando que nada pasará al final, como ocurrió en buena medida en el gobierno pasado. La segunda es la de diseñar un proyecto político nuevo e intentar ganarse a la población para instrumentarlo. Aunque atractivo, probablemente ya pasó el tiempo histórico para esta alternativa. La tercera opción sería la intentar encauzar el cambio político. Es decir, reconocer que el gobierno no puede imponer un esquema político como hizo hace sesenta años, por lo que se dedicaría a procurar consensos exclusivamente sobre nuevas y mejores reglas del juego para el cambio en lugar de pretender que puede haber consenso sobre los objetivos. Esto requeriría consistencia, definiciones claras de reglas del juego imparciales, dedicación permanente al cumplimento no discrecional de las leyes, creación de incentivos para que todos los actores políticos se ciñan a las reglas del juego y, encima de lo anterior, una rigurosa neutralidad partidista, pero no neutralidad ni pasividad política. En otras palabras, un verdadero árbitro. El gobierno dejaría de ser el dueño del balón, árbitro, empresario y espectador para convertirse exclusivamente en un árbitro imparcial. sometiéndose a las reglas acordadas por todos los actores, como un más de ellos. ¿Será capaz de hacerlo?