Luis Rubio
El lenguaje de los políticos -del gobierno y de la oposición- es ya completamente obsoleto. Se refire a un México que ya no existe o a uno que probablemente nunca existirá. Plantea ideales democráticos sin jamás definir qué es la democracia o, en el mejor de los casos, ajustando la definición al interés más particular -y mezquino- posible. En su retórica, la política mexicana aspira a alcanzar la utopía; en su realidad, etamos viviendo una lucha por el poder que amenaza con destruir lo poco que queda de las estructuras institucionales de antaño, sin que se creen nuevas para el futuro. Por sí mismo, esto no es necesariamente bueno ni malo, pero si es pernicioso para la todo el resto de la sociedad y la economía. Los políticos dicen que quieren imitar a España, pero la realidad es que nos están llevando a Rusia.
Todos sabemos que la utopía es eso, una imposibilidad. ¿No será tiempo de reconocer que es imposible e ilusorio lograr un sistema político perfecto y que, por lo tanto, sería mucho más realista, razonable y productivo en esta etapa de Mexico intentar solamente lo más elemental: hacer que el sistema funcione y nada más? Es decir, no sería más razonable tratar de reproducir a Italia -con su pujante e impresionante económia y sociedad- en lugar de seguir con sueños de grandeza que implicarían recrear en México al sistema político inglés o español, por citar dos ejemplos obvios?
La política mexicana experimenta una transformación tan profunda que todos los actores políticos han perdido sentido de realidad. Los marcos de referencia del discurso y las estrategias políticas se refieren a mundos que ya no existen o que nunca han existido: para muchos priístas (y para muchos críticos desde las oposiciones) México sdisminuye y las viejas estructuras autoritarias, si bien con frecuencia todavía presentes, son cada vez menos eficaces en su cometido. El hecho es que la realidad política mexicana ya nada tiene que ver con el viejo sistema priísta cuasi autoritario del pasado. Pero tampoco tiene nada que ver con los sueños de democracia de muchos de los partidos y movimientos de oposición. El hecho de que el poder se descentralice y de que cada vez más actores políticos tengan acceso al poder es algo intrínsecamente bueno, pero eso no lo hace más o menos democrático. Mucho menos lo hace conducente a un desarrollo normal en todos los demás ámbitos, críticos para la gran mayoría de los mexicanos.
La característica esencial del momento actual del sistema político mexicano no es la existencia de mayor democracia, sino la inexistencia de marcos institucionales para la interacción política. Como decía Rene Delgado hace unos días, lo que importa ya no es la nación, sino el poder. Las viejas instituciones se han evaporado -o son cada vez menos eficaces-, en tanto que nadie se ha preocupado por contruir nuevas.
Todo mundo habla de democracia, pero nadie se ha preocupado por darle forma a ese método de tomar decisiones que, si por algo se caracteriza, es precisamente por la existencia de interminables arreglos institucionales cuyo objetivo esencial es el de promover la participación política dentro de un conjunto de reglas perfectamente definidas para acotar el poder de cada uno y de todos los actores políticos.. Nuestra realidad es totalmente distinta: etamos inmersos en una lucha por el poder sin cuartel sin reglas y sin reparos. Ninguno de los actores políticos principales parece muy preocupado por lo que quede después de la lucha actual. Su objetivo -muy racional para cada uno de los actores, pero totalmente irracional para el conjunto de la sociedad- es el de hacerse del poder y luego vemos que hacemos. Ninguno plantea un país mejor. Lo importante es acceder al poder. Lo importante es remover a aquellos para nosotros mandar.
Una cosa es la realidad y otra muy distinta es la retórica. La realidad es de descomposición institucional y de lucha descarnada por el poder. La retórica es de democracia, de legalidad y de competencia política democrática. La pregunta es cuál de las dos puede ganar: la cruda realidad o la retórica de utopía. Si uno acepta por obvio el que la realidad va a la delantera, quizá debiéramos reconocer que todo el enfoque político de la estrategia gubernamental -y también de las oposiciones- está equivocado. La estrategia política del gobierno se ha guidado por la retórica y no por la realidad. Sus acciones parten de la premisa de que estamos avanzando inevitablemente hacia la democracia, aun cuando la realidad nos dice algo muy distinto: estamos observando una competencia política cada vez más descarnada que nada tiene que ver con la democracia y que es terriblemente destructiva de la actividad económica, contraria a la creación de empleos y de riqueza y de la tranquilidad social. Estamos avanzando hacia el modelo ruso: nada más lejano al idel de desarrollo, económico y político, que en la retórica dicen esposar los partidos políticos y el propio gobierno.
Con todo esto no quiero sugerir que la democracia es algo imposible en el país. Lo único que sugiero es que tal vez la estrategia -fundamental, pero no exclusivamente por parte del gobierno- tal vez sea inadecuada para el momento actual. No tengo la menor duda que es posible construir estructuras e instituciones democráticas. Sin embargo, tampoco tengo la menor duda que eso nos llevará un tiempo mucho más prolongado que la paciencia de la mayor parte de los mexicanos, cuyo único objetivo y deseo es el de salir adelante en su vida: lograr un empleo, elevar sus niveles de bienestar, salir de la pobreza, producir, vender y, como punto de partida, vivir con un mínimo de seguridad personal y patrimonial. En esta perspectiva, quizá sería necesario pensar en dos estrategias paralelas: una que vaya dándole forma al sistema político de futuro en el largo plazo y otra igue viviendo la edad de oro del sistema callista-cardenista. Para los que así piensan, el PRI es el dueño legítimo de vidas y almas, el presidente de la República es un ser omnipotente que todas las puede y que no tiene limitación alguna; y la oposición es el mejor vehículo de legitimación dels sistema en su conjunto. Por su parte, para la mayor parte de los miembros de los partidos de oposición, pero sobre todo para los movimientos políticos dentro del PRD y del PAN, el país avanza inexorablmenter hacia la democracia; los cambios en las relaciones de poder que han venido teniendo lugar como resultado de las presiones de estos movimientos constituyen hechos definitivos -e inevitablente positivos- en la transición hacia la democracia. Estos cambios en la relaciones de poder se observan en la remoción de gobernadores, en la toma de alcaldías, en las protestas públicas, en las cesiones y concesiones, grandes y pequeñas, que el gobierno viene haciendo día a día en diversos municipios, en el congreso, etcétera. Sorprendentemente, a pesar de sus enormes diferencias, los discursos priístas y de las oposiciones son muy semejantes: la palabra democracia es ubicua.
De lo que no hay la menor duda es que la política mexicana y el país experimentan cambios radicales. Las relaciones de poder se modifican en forma cotidiana, abriendo cada día más espacios a la oposición y, en general, a quienes habían estado marginados del poder. El poder del sistema político priísta se altera y decentraliza; la capacidad de imposición que deje vivir y funcionar al resto de la sociedad.
Hasta este momento, la retórica gubernamental y la de las oposiciones vive pretendiendo que vamos -cuando no que ya estamos- en la democracia. Su modelo teórico es el de España o Inglaterra: la democracia perfecta. La realidad es que las relaciones de poder están cambiando radicalmente en México, pero no que estamos viviendo, ni necesariamente avanzando al ideal democrático tipo inglés. Ante ello, tenemos dos posibilidades. Una es seguir engañándonos. La otra es reconocer nuestra situación y actuar en consecuencia. Esto último implicaría adoptar una estrategia casi exactamente opuesta a la actual: tendríamos que dedicarnos a analizar con toda conciencia qué es lo que hace que funcione con tanta eficacia la economía y sociedad de países como Italia o Japón y dedicarnos a construir esos factores. Aunque son dos sociedades totalmente distintas entre sí, tanto Italia como Japón tienen dos características comunes: una es que sus sistemas políticos son un desastre; la otra es que sus economías y sociedades son un éxito abrumador. La problemática política de cada una de estas dos naciones es muy distinta, pero ambas los hace disfuncionales: sea por corrupción o por ausencia de intituciones adecuadas, los dos países se han caracterizado por tener gran inestabilidad política y competencia descarnada por el poder. Todo ello, sin embargo, no ha impedido que sus economías y sociedades funcionen de maravilla: en un caso -Japón- porque la burocracia ha sido impecablemente limpia y funcional; en el otro -Italia- porque existe un conjunto de instituciones -sobre todo un poder judicial totalmente independiente y un banco central funcional- que han aislado la política de la economía.
¿Por que no, en suma, tratar de reproducir el modelo italiano?. En lugar de construir una utopía, veamos qué es lo mínimo que tendría que existir para que la sociedad y economía mexicanas puedan funcionar exitosamente. Si observamos el caso de Italia, más semejante culturalmente que Japón, es bastante claro que es posible contruir las dos o tres anclas medulares -poder judicial, banca central, seguridad pública-, que hicieran factible el funcionamiento eficiente de la sociedad. Quizá sea tiempo de mínimos y no de sueños irrealizables.