LO QUE CAUSA TERROR ES TERRORISMO

Luis Rubio

Hay dos verdades de perogrullo que todos los mexicanos conocemos bien. Una es que muy pocos mexicanos pagan todos sus impuestos y, de los que los pagan, ninguno siente que recibe a cambio los servicios en la calidad y cantidad que el gobierno supuestamente debería proporcionar. La otra es que los métodos que el gobierno emplea para intentar cambiar esta situación no siempre son muy civilizados ni efectivos, pues con frecuencia incluyen el terror y el mal ejemplo. Desde luego, muchos individuos negarán la primera aseveración en tanto que el gobierno negará la segunda, pero ambas son sin duda ciertas. Quizá sea tiempo de replantear todo el esquema de relación gobierno-ciudadanía en lo que al fisco se refiere.

Para comenzar, los números le dan la razón al gobierno. Las cifras de ingresos gubernamentales revelan que no todos los mexicanos pagan sus impuestos o que pagan menos de lo que deberían. En la práctica, esto se confirma: hay muchísimos mexicanos que no pagan nada de impuestos, en tanto que hay algunos que pagan menos de lo que les correspondería. Aquí se encuentra la primera ironía de la política de fiscalización del gobierno: por increíble que parezca, la estrategia gubernamental está orientada a fiscalizar a los que sí pagan impuestos, seguramente con la esperanza de encontrar a aquellos que pagan menos de lo que debieran, en lugar de atacar a los que, debiendo pagar, no pagan nada (como son todos los que conforman la economía informal, que parece incluir a alrededor del 50% de la población económicamente activa). Quizá sea más fácil perseguir a quienes pagan menos de lo que debieran, pero el hecho de no atacar a quienes ni siquiera tienen Registro Federal de Causantes no sólo no ayuda a aumentar la recaudación gubernamental, sino que también disminuye la credibilidad y legitimidad de todo el esfuerzo fiscalizador.

Para intentar elevar los ingresos por concepto de impuestos el gobierno ha recurrido a métodos que, aun bajo la mas favorable interpretación, son de muy dudosa constitucionalidad. En el peor de los casos esos métodos no logran más que causar pánico, es decir terror, en lugar de generar ingresos, además de que, en las circunstancias actuales, seguramente redundarán en aumentar la animadversión generalizada hacia el gobierno. De una manera u otra, esta forma de luchar contra la evasión fiscal, por absolutamente legítima y necesaria que sea, acabará siendo contraproducente.

En todos los países el fisco cuenta con facultades para auditar a las personas y las empresas y con ello comprobar si el causante ha cumplido con sus obligaciones. Este mecanismo es lógico y necesario pues, sin capacidad coercitiva sobre los causantes, nadie pagaría. Pero la manera en que el gobierno fiscaliza es fundamental para mantener la legitimidad que es indispensable para realizar su función, así como para evitar causar terror entre la ciudadanía. Para eso, en países en que existe estado de derecho, el fisco cuenta con amplias facultades para auditar, pero también con límites muy estrechos en términos de la manera en que pueden realizar esa función.

En términos generales, el fisco en países con estado de derecho tiene facultades para auditar a cualquier persona o empresa y, a partir de que se inicia una auditoría, revisar la vida y milagros de ese causante. Puede solicitar toda la información que desee sobre esa persona o empresa a los bancos, a establecimientos comerciales o a los fiscos de otros países con quienes existan acuerdos en la materia. Además, puede llevar a cabo todos los cruces de información que considere necesarios para fiscalizar a clientes, proveedores o empleados de la persona o empresa.

Lo que las autoridades fiscales no pueden hacer en países en que está vigente el estado de derecho es investigar a toda la población sin que existan auditorías expresamente iniciadas a todos y cada uno de los causantes. Es decir, la facultad de auditar integralmente a una persona o empresa se limita a esa persona o empresa. Donde existe estado de derecho no se puede solicitar información general sobre personas o empresas a las que no se les ha iniciado formalmente una auditoría. Puesto en otros términos, en un estado de derecho no se vale hacer razzias fiscales, luego de las cuales las personas tienen que probar su inocencia, lo cual es contrario al criterio más elemental del derecho. En este sentido, las solicitudes de información general que ha requerido el fisco de los bancos, agencias de viaje, agencias de ventas de automóviles y joyerías no sólo demuestran la ausencia del estado de derecho, independientemente de que existan facultades específicas para emprender semejante cacería en la obscuridad, sino que también son de muy dudosa constitucionalidad. Además, bien podrían resultar contraproducentes.

Esta no es la primera cruzada fiscal que se emprende en el país. La única experiencia relativamente exitosa ha sido la de la primera parte del sexenio pasado. Lo que se hizo entonces fue penalizar severamente a los evasores, a la vez que se amplió el número de causantes en forma muy significativa. El uso del garrote obligó a un sinnúmero de personas a regularizar su situación fiscal y México comenzó a vivir una situación inédita: por convicción o por temor, la parte moderna de la economía -tanto personas como empresas- abandonó las prácticas ancestrales de evasión y elusión fiscal.

Por más que ese éxito fue notable y, dada la tradición, impresionante, el esfuerzo quedó trunco en dos aspectos. Uno fue la protección política de facto que obtuvo la parte de la sociedad que ostensiblemente incluye a los dos mayores evasores: la economía informal y el narcotráfico, mismo que, además, es una actividad delictiva. Esa protección presumiblemente persiste, puesto que la SCHP ha decidido atacar precisamente al segmento de la sociedad donde se encuentran quienes sistemáticamente pagan sus impuestos -aun cuando, entre éstos, haya quienes no los pagan puntual o íntegramente. El otro aspecto que limitó el éxito de esa cruzada fue que la ampliación del número de contribuyentes quedó muy corto de su objetivo porque el mero uso del garrote es insuficiente para convencer a la población de la necesidad de pagar impuestos. La población percibe -no sin razón, dada la evidencia de los meses recientes y de la inseguridad pública que la agobia- que los impuestos se mal usan, que la corrupción es generalizada y, por lo tanto, que el pago de impuestos no es una obligación moral, sino meramente una exigencia de un gobierno que prefiere el garrote a la zanahoria y que, a final de cuentas, no está cumpliendo con las obligaciones más básicas -incluso las más primitivas- de cualquier estado.

La mano del fisco tiene que ser firme, pero también debe ser percibida por todos como pareja y justa. Sin embargo, da la impresión de que la urgencia por recaudar -que es legítima- está siendo orientada más por la desesperación que por una estrategia sensata de acción. Esa estrategia, además de firme, pareja y justa, debiera ser inteligente para no caer en cacerías de brujas como la que se desató contra los sacadólares a principios de los ochenta, con las consecuencias que todos conocemos.

La estrategia actual no está diseñada para asegurar el pago puntual y exacto (que es el supuesto de ley que otorga al gobierno la capacidad coercitiva para el caso de los impuestos) sino para atemorizar y, en este sentido, no es más que una estrategia terrorista. Lo peor de este tipo de política es el hecho de que una persona atemorizada, por estarlo, no paga más impuestos, sino que comienza a esconder sus ingresos, a internarse en toda clase de mercados negros y a realizar operaciones diseñadas para protegerse, todo lo cual no hace sino disminuir la inversión y el ahorro interno (pues generalmente lo convierte en fuga de capitales). Todo ello imposibilita la creación de un ambiente de confianza y credibilidad, sin el cual el desarrollo económico es imposible. A lo mejor la SHCP sí logra elevar los ingresos fiscales sin atacar frontalmente a los grandes defraudadores, pero su método terrorista puede costarle la viabilidad, económica y política, del país.

 

PRI-RATIFICANDO LA OBSOLESCENCIA

Luis Rubio

Obviamente los priístas tienen todo el derecho de hacer lo que quieran con su partido. Pueden ir para atrás o para adelante. Sin embargo, sus decisiones nos afectan a todos ya que el PRI no es sólo un partido político más, sino un enjambre de estructuras políticas e institucionales con un impacto real sobre la vida cotidiana de muchísimos mexicanos, así como con control sobre recursos, regiones y quizá hasta terrorismo. Por ello, lo que hagan los priístas puede tener un enorme efecto sobre el resto de la sociedad.

En su reciente asamblea, los priístas decidieron reivindicar todos los vicios históricos de su partido. Retornaron a todas las tesis que los priístas asocian con su época de oro: aquellas vigentes en las décadas de los treinta a los cincuenta. En esos años el PRI (y sus predecesores) eran los amos del país; legítimamente podían presumir que representaban a un amplísimo número de mexicanos. La razón por la que podían sentirse tan exitosos estribaba en que habían logrado pacificar a un país luego de una cruenta revolución; habían comenzado a mostrar éxitos impactantes en sus políticas de desarrollo, como era el caso de los proyectos de riego en el noroeste del país y se habían convertido en el partido progresista de México. Era, ni más ni menos, el único partido que ofrecía un futuro promisorio a una población fundamentalmente rural, pero cuyos contingentes urbanos crecían con gran rapidez, a partir de que los resultados tangibles validaban su oferta política.

Cincuenta años después el mundo y el país han cambiado. La población se ha cuadruplicado; la proporción de mexicanos que vive en el campo respecto a la que vive en la ciudad se ha invertido: del 80% al 20%; la naturaleza de la vida económica se ha transformado varias veces; y, por si todo eso no fuera poco, los niveles de educación se han elevado en forma estrepitosa. Hoy, por los abusos de tantos años en el poder, al PRI se le asocia con corrupción e incompetencia. En este contexto no es difícil explicar la brutal reacción de los priístas en su XVII asamblea.

Los priístas reaccionaron contra el manipuleo que se ha hecho de su partido a lo largo de las últimas décadas. Las conclusiones de su asamblea no son más que eso: una vulgar reacción al uso y abuso que ellos perciben que sucesivos gobiernos han hecho del PRI y la exclusión que los priístas tradicionales sienten respecto a los puestos públicos y a los beneficios económicos que el poder conlleva dentro del esquema político priísta. Las frecuentes crisis de la economía, aunadas a las reformas económicas, desde la perspectiva priísta, no han hecho otra cosa sino reducir sus espacios de acceso al poder y a las prerrogativas económicas inherentes -es decir, a la corrupción. La reacción era anticipable, pues ya desde la XIV asamblea había sido evidente el rechazo priísta a las políticas y criterios gubernamentales. Lo inédito es que ahora los priístas creen que cuentan con un margen de maniobra magnificado por la decisión del presidente Zedillo de limitar su marco de acción a lo que establece la Constitución, pues ésta evidentemente no le confiere el control del PRI.

Aprovechando sus nuevas libertades -y evidente descontento-, los priístas no hicieron sino ratificar sus tradiciones. La asamblea no arrojó cambio ideológico alguno, ni adoptó formas nuevas de actuación y ni siquiera hubo propuesta alguna orientada a alterar la concepción de gobierno. Los consensos dentro del PRI no se refirieron en modo alguno a sus propias estructuras o tradiciones, sino precisamente a lo contrario: virtualmente todos sus acuerdos constituyen un rechazo a lo que ellos llaman tecnocracia y un clamor por el regreso a los viejos modos de hacer las cosas. Por ello adoptaron criterios muy cerrados para la selección de candidatos, a la vez que ratificaron la estructura corporativa del partido y manifestaron claramente su predilección por un modelo burocrático para la economía donde predomine un estado patrimonialista. La rechifla a los partidos de países democráticos y la ovación a todos los partidos totalitarios del mundo no lograron más que demostrar la profundamente arraigada tradición antidemocrática del PRI. Por todo ello, la primera gran implicación de esta asamblea es que los priístas ya son dueños de su propio destino. Ahora sí ya no tendrán tecnócratas ni presidentes a los que responsabilizar de su futuro -o de sus fracasos.

Por lo anterior, me parece que esta asamblea tendrá consecuencias importantes en tres ámbitos: en el de la estabilidad política, en el del gobierno y en el del propio PRI. Por lo que respecta a la estabilidad política, el nuevo mecanismo de selección de candidatos entraña riesgos nada despreciables. A final de cuentas, la razón original de ser del PRI era precisamente la de resolver disputas de sucesión entre los propios líderes revolucionarios. Con la creación del PNR se buscaba solventar esos conflictos mediante un monopolio de las decisiones de sucesión que a la vez protegiera, premiara y, en todo caso, controlara a los perdedores. Desaparecido el monopolio, los priístas tendrán que encontrar alguna manera de disciplinar a los candidatos perdedores. El problema es que muchos de los que ahora serán aspirantes a la sucesión bien podrían contar con recursos propios -o la capacidad de afectar intereses nacionales importantes. Un levantamiento o una escisión de priístas antes eran virtualmente imposibles por una presidencia fuerte y bien pertrechada que ya no existe. Por ello, los riesgos de la indisciplina de los perdedores no son irrelevantes.

Las consecuencias del nuevo consenso priísta sobre el gobierno son de otra naturaleza. Los priístas han ratificado sus tesis más viejas, incluyendo algunas, como el nacionalismo revolucionario, que constituyen una afrenta directa a muchas de las posturas formales del gobierno. En adición a ello, es de preverse que la próxima camada de priístas en el congreso no sólo no va a deber lealtad alguna al gobierno o al presidente, sino que además va a estar conformada con los hijos del rechazo que se manifestó en la asamblea. De ahí que la primera consecuencia sobre el gobierno de lo que llaman «nuevo» PRI sea precisamente la oposición, si no es que el bloqueo, que representarán en la Cámara para las iniciativas gubernamentales. A su vez, los priístas lograron, de un plumazo, alienar totalmente al gobierno, que ahora no tendrá incentivo alguno para apoyar al PRI. En este contexto es posible imaginar que los panistas, sí comprenden el momento político y logran disciplinar a sus propias huestes en el Congreso en aras de aparecer como un partido estable y confiable para la población ante las elecciones del 2000, acaben siendo mucho más amigables y cercanos al presidente, sobre todo en materia económica.

Finalmente, la nueva independencia de los priístas respecto al gobierno tiene sus propios problemas. A menos de que los priístas también crean que pueden retornar a las prácticas electorales fraudulentas, su selección de candidatos va a ser una pesadilla. Tendrán que elegir candidatos que puedan ganar votos entre una población que ya no se siente representada por los priístas, además de cargar con un discurso vacío producto de su tajante rechazo a adoptar posturas más atractivas a la población. Los candidatos atractivos para los priístas no necesariamente lo son para los votantes, como hemos visto tantas veces en los últimos años.

Los priístas volvieron al pasado y rechazaron la necesidad de adaptarse a las nuevas realidades -electorales y económicas- del país. Prefirieron refugiarse en la memoria de un nirvana que hace mucho dejó de ser y que a futuro ya no puede ser. Con ello ratificaron cuarenta años de obsolescencia ideológica. Ahora tendrán que aprender a vivir con las consecuencias y el país deberá ajustarse a las sorpresas y situaciones inéditas que esos altibajos produzcan.

 

LOS CIUDADANOS ANTE LAS REFORMAS

Luis Rubio

Es una falacia suponer que lo que es bueno para los partidos políticos es bueno para los ciudadanos. Indudablemente, es vital el papel de los partidos políticos en una sociedad al aglutinar a la población y representarla frente a las decisiones que deben tomarse en el proceso político. Pero hay muchas otras áreas de la vida política para las cuales los partidos no son ni pueden ser el mecanismo idóneo. A pesar de ello, la nueva legislación electoral apunta en la dirección de conferirle a los partidos un virtual monopolio sobre toda la vida política.

Por importantes que sean los partidos -que lo son-, dadas las peculiaridades de nuestro sistema político, la ecuación a la que se está llegando en la legislación electoral que actualmente se debate tiene dos enormes limitantes. Una es que, por no haber reelección, la ciudadanía no tiene posibilidad alguna de exigir cumplimiento de sus promesas y ofertas electorales a los candidatos y a sus partidos. La segunda es que existe un sinnúmero de instancias que son fundamentales para los ciudadanos -como las relacionadas con el acceso a la justicia- para los cuales los partidos no son el vehículo idóneo, ni el más lógico para intermediar los intereses de la población. En otros países los ciudadanos cuentan con medios directos de acceso a la justicia, por ejemplo, mientras que en México sólo lo pueden hacer a través de sus representantes que, por la ausencia de reelección, en realidad no lo son. Las reformas que se han estado negociando son indispensables para el desarrollo político y la estabilidad del país pero, por concentrarse en las demandas de las burocracias de los partidos en lugar de atender las necesidades y demandas de participación y representación de los mexicanos comunes y corrientes, están muy lejos de ir en la dirección requerida para afianzar sus derechos.

El país ha venido experimentando dos cambios profundos en los últimos años. Por un lado se encuentra el proceso de liberalización política, que ha tenido lugar en forma desordenada y esencialmente al azar. El otro cambio que ha ocurrido, en los últimos dos meses, ha sido el de la aprobación, virtualmente consensual, de los términos de una reforma política inclusiva, que básicamente iguala las condiciones de competencia para los partidos en la lucha electoral por el poder. Estos dos procesos han transformado a México para siempre.

La liberalización política es un hecho indisputable. Hoy en día los mexicanos gozamos de libertades reales en el terreno político que quienes nos antecedieron, hace sólo una generación, no pudieron siquiera imaginar. La disponibilidad de información y, sobre todo, de opiniones en los medios de comunicación es amplia y de lo más diversa. Quizá no toda esa información es simpre honesta o verídica, pero el hecho de que sea posible imprimir ideas o hechos discordantes con la línea gubernamental constituye un avance sin precedentes en la era priísta.

Pero hay otro lado de la misma moneda. Si bien la censura a la opinión virtualmente ha desaparecido, al menos en las grandes ciudades del país, la censura a la información de hecho ha aumentado. La información pública sobre hechos concretos y las estadísticas gubernamentales son cada día más difíciles de obtener y la burocracia tiende a guardarlas como si se tratara de secretos nacionales: como si fuera suya y no de los ciudadanos. Esta actitud gubernamental, además de inaceptable en términos ciudadanos, choca con el hecho de que los mexicanos cuentan cada día con más información de fuentes externas, tanto nacionales como extranjeras. Mucha de esa información puede ser verídica o falsa pero, cuando es la única disponible, tiende a ser la que la gente cree. La ironía de todo esto es que el gobierno se niega a dar información o la proporciona en forma parcial y con frecuencia contradictoria, a la vez que rechaza la información disponible en otros medios. ¿Alguna duda de por qué hay semejante crisis de credibilidad?

Por su parte, la aprobación de las reformas constitucionales en materia electoral representa un paso fundamental en la transformación política del país. Ahora sí será posible que la competencia electoral se realice cada vez más en condiciones de mayor igualdad para los contrincantes. Los partidos contarán ahora con mecanismos mucho más confiables de defensa de sus intereses, a la vez que quedarán eliminados muchos de los sesgos que favorecían al PRI y obstaculizaban el acceso al poder por la vía del voto a los partidos de oposición. Todo esto representa avances innegables. Pero el beneficio para la ciudadanía es menos evidente.

En cierta forma, por afianzar a los partidos políticos existentes y limitar o impedir nuevas fuentes de competencia futura, las reformas en materia electoral incorporan a los tres partidos más grandes dentro del viejo esquema corporativista. Lo que era el terruño privilegiado del PRI se amplió para dar cabida a los partidos «consentidos» de la oposición. El que esos partidos sean los que más votos han obtenido recientemente quizá justifique el arreglo alcanzado, pero no es realista suponer que esos tres partidos serán siempre los más grandes. Así como el PRD no hubiera sido incorporado en el nuevo arreglo institucional hace diez años, no es inconcebible que el propio PRI tuviese que desaparecer en diez años más. Por ello, aunque el arreglo alcanzado aumenta la competencia política y, por lo tanto, las posibilidades de mejorar el bienestar general porque se incrementarán las opciones electorales para los ciudadanos, los beneficios directos para la ciudadanía son más bien tenues. Por una parte, los partidos políticos en México son burocracias que las más de las veces trabajan para sus propios intereses: nada más lejano de ello que las necesidades de la población. No habiendo reelección, un candidato puede prometer cualquier cosa sin el menor riesgo de ser penalizado por los votantes. Indudablemente, la alternancia en el poder, que se vuelve más factible ahora, es un bien en sí mismo, porque institucionaliza la lucha política y porque constituye un incentivo para que los partidos mejoren su desempeño. Pero la simple alternancia es un objetivo muy limitado. Lo verdaderamente importante para la ciudadanía es que el sistema político la represente, que es algo que el nuevo arreglo en materia electoral no avanza (y ni siquiera buscaba).

Pero más allá del ámbito electoral, los ciudadanos tenemos toda clase de requerimentos que son totalmente ajenos a los intereses y funciones de los partidos. El acceso a la justicia es con mucho el más importante de éstos. La reforma en materia judicial de 1994, por ejemplo, restringe el acceso a la Suprema Corte de tal manera que sólo los políticos -los ejecutivos estatales y federal, las procuradurías o la tercera parte del Congreso- pueden tener acceso a la justicia. Cualquier demanda ciudadana será siempre mediatizada por el ministerio público. Otro ejemplo de lo mismo es el control político que se ejerce sobre la ciudadanía a través de la «permisología» requerida para hacer cualquier

trámite o resolver cualquier problema a nivel de municipios y delegaciones. A pesar de que los partidos no son un medio idóneo para intermediar las necesidades ciudadanas en este ámbito, toda la estructura de permisos municipales está diseñada para crear clientelas políticas y/o para generar oportunidades de corrupción para la burocracia. Nada en las reformas electorales o judiciales atiende este tipo de necesidades ciudadanas.

Los partidos políticos son fundamentales para el desarrollo del país pero, por importante que sean, son sólo un componente del proceso. Sin ciudadanos, el desarrollo es inconcebible. Por otra parte, las prerrogativas explícitas e implícitas que los partidos y los políticos están adquiriendo con estas reformas aleja cada vez más la posibilidad de fortalecer al ciudadano y a sus derechos fundamentales. Además, el camino adoptado tiende a politizar todavía más la vida cotidiana, en perjuicio de la población y, en última instancia, de la estabilidad del país. Ya es tiempo de que el sistema político mexicano comience a atender las necesidades de los ciudadanos.

 

ES POSIBLE EL CRECIMIENTO

Luis Rubio

La alentadora recuperación económica que muestran los indicadores macroeconómicos más recientes no debe distraernos de los problemas de fondo de la economía mexicana -y del país- que son los que han impedido lograr tasas elevadas de crecimiento por cinco lustros. Qué es lo que impide tasas de crecimiento elevadas en México es una pregunta vital para salir adelante del hoyo en que nos encontramos. El hecho de que los indicadores macroeconómicos mejoren, como el propio gobierno ha reconocido, no implica que la recuperación va a ser generalizada o rápida para la mayoría de los mexicanos. En lugar de confundirnos con teorías sofisticadas sobre la problemática del crecimiento, quizá lo más útil sería comparar las condiciones que prevalecen y, por lo tanto, que hacen posible el crecimiento en los países que crecen muy rápido -como los del sudeste asiático- con las de México. Tal vez eso arroje luz sobre nuestra verdadera problemática.

Hace unos meses el economista norteamericano Jeffrey Sachs escribió un artículo sobre la incapacidad de los países de Africa de lograr tasas de crecimiento elevadas. Cuando uno lee el artículo pareciera que el país del que Sachs está hablando es México. Citando a Adam Smith, para el conocido economista el problema de la mayoría de los países de Africa se debe observar a la luz de tres raseros: existencia de paz, impuestos bajos y una «tolerable administración de justicia». Estos tres factores constituyen precondiciones absolutas para poder lograr el crecimiento de la economía. Veamos si esas condiciones se dan en México.

El mantenimiento de la paz es claramente una precondición para que prospere la inversión, el ahorro y la actividad económica general. De hecho, tiene que ver con el conjunto de condiciones que hacen propicia la actividad económica porque crean certidumbre y hacen posible la planeación de largo plazo. Le permite a la población contemplar la idea de ahorrar para comprar una casa o invertir en alguna actividad productiva. Nadie puede pensar en ahorrar o invertir mientras está preocupado por su seguridad personal, por los «guerrilleros» de (casi) ayer o los «terroristas» de hoy o por la permanencia de las reglas del juego. Puesto en otros términos, la incertidumbre es el peor enemigo de la inversión y del ahorro, factor que explica una parte de los obstáculos al crecimiento en la actualidad.

Obviamente el problema de la paz en México nada tiene que ver con una potencial invasión militar por parte de alguno de nuestros tres vecinos. El desafío a la paz en el país no proviene del exterior; más bien, existen dos retos fundamentales a la paz en el país mismo, uno referente a la seguridad nacional

-las guerrillas y otras afrontas a las estructuras legales e institucionales-, y el otro referente a la seguridad pública -robos, asesinatos, secuestros-. Aunque se trata de dos fenómenos distintos, el efecto es el mismo: la violencia, la criminalidad, la inseguridad y la incertidumbre que producen lleva a que la población viva con miedo y no pueda pensar en otra cosa más que en mantenerse a salvo. En esas condiciones, es absolutamente imposible que prospere el ahorro o la inversión, por más programas e incentivos que diseñe el gobierno.

El tema de los impuestos bajos es mucho más específico y controvertido. Según Sachs, el nivel de impuestos en un país es clave porque éste es un factor determinante para el comercio internacional, precisamente en una época en que la integración en los mercados mundiales es quizá la condición más importante para lograr elevadas tasas de crecimiento. Un país con tasas marginales de impuestos a las personas superiores al 20%, dice Sachs, va a enfrentar una incontenible evasión fiscal, además de una elevada corrupción. Igualmente, las tasas de impuesto a las empresas deberían estar entre el 20% y el 30% como máximo, tal y como son las de los países más exitosos del sudeste asiático. Sachs todavía va un paso más lejos al sugerir que lo adecuado sería una tasa uniforme y muy baja (el sugiere 10%) de impuestos, para simplificar al máximo su administración y elevar los ingresos gubernamentales.

El concepto mismo de impuestos suficientemente bajos como para desincentivar la evasión fiscal y para estimular el ahorro y la inversión son anatema en México. Con la notable excepción de los intentos llevados a cabo a principios del gobierno anterior, la tendencia histórica ha sido siempre hacia el alza de las tasas de impuestos como medio para sufragar el todavía excesivo gasto público. En lugar de reducirlos para propiciar una más rápida recuperación de la economía, el gobierno actual se ha empeñado en elevar el ingreso fiscal por todos los medios, desde el aumento de las tasas hasta la adopción de criterios por demás dudosos de fiscalización. En lugar de atacar el corazón del problema de la evasión fiscal -la economía subterránea e informal en todas sus vertientes- y con ello disminuir las tasas impositivas, el gobierno está empeñado en exprimir a los causantes que no sólo están plenamente fiscalizados, sino que son los que mejor cumplen con sus obligaciones fiscales. De esta manera, mientras que todo mundo clama por que se reduzcan los impuestos -y, como decía Smith, se propicie el crecimiento de la economía- todas las opciones que el gobierno puede contemplar llevan a incrementarlos y a hacer más oneroso el cumplimiento de esa obligación.

Finalmente, la tercera precondición para el crecimiento que Sachs interpreta de Adam Smith es la necesidad contar con un sistema judicial «tolerable», y no necesariamente un sitema de justicia perfecto. Esto quiere decir que tanto la procuración como la impartición de justicia -a cargo de las procuradurías y el poder judicial, respectivamente- deben crear un clima de certidumbre para la resolución de conflictos entre las personas y las empresas, así como generar condiciones para que se castigue a quienes afecten a terceros en sus personas o posesiones. Con una impunidad virtual del cien por ciento de los criminales que acechan contra la población y con un sistema judicial que fue concebido para otra época y con objetivos distintos a los de la justicia, es más que evidente que en el país no existe un sistema judicial tolerable, ni mucho menos uno perfecto.

Por donde uno le busque, en México no hay manera de estar satisfecho con alguna de las tres precondiciones que caracterizan a los países exitosos del sudeste de Asia. Los impuestos son excesivos, la inseguridad nacional y la inseguridad pública son flagrantes y la ausencia de un sistema efectivo de justicia más que patente. En estas condiciones no es difícil explicar por qué el ahorro es tan bajo, por qué hay tan pocos proyectos nuevos de inversión y por qué ni siquiera en la parte más exitosa de la economía en la actualidad -la parte exportadora- se observan inversiones nuevas o significativas que amplien su capacidad instalada. Mientras no exista paz, impuestos bajos y equitativos y fin a la impunidad, el crecimiento simplemente no se dará.

 

NUESTRA PECULIAR DEMOCRACIA

Luis Rubio

El clamor por la democracia es generalizado en muchos sectores de la sociedad mexicana. Unos lo expresan en términos electorales, en tanto que otros demandan certidumbre en cuanto al sentido de las decisiones gubernasmas creencias y opiniones. El otro hecho inusitado es el absurdo de controlar las imágenes. Todo mundo sabe que algo pasó en el seno de la Cámara, que hubo una interrupción. Sin embargo, para los televidentes, la información tuvo que aparecer hasta el día siguiente. Peculiar la democracia que sigue controlando la información y que pretende que no hay (y, más importante, que no debe haber) diferencias de opinión entre las cadenas de televisión o entre los mexicanos en general.

Durante el curso del Informe fue curioso observar que persiste el absurdo de las líneas partidistas, aun en temas que nadie disputa. ¿No es ridículo que los aplausos de los legisladores sigan líneas partidistas cuando el tema es la educación o el reciente acuerdo en materia electoral, que gozó de total consenso entre los partidos? Obviamente hay temas de disputa absolutamente legítima, además de que cada diputado o partido tiene pleno derecho de aplaudir o no aplaudir cuando le venga en gana. Lo que es absurdo, si pretendemos ser un país democrático o si estamos en camino de construirlo, es que se mantengan las líneas corporativistas y autoritarias del viejo sistema político. En una democracia los diputados supuestamente representan a la población y no a los partidos, por más disciplina de partido que exista. En nuestro país, sin embargo, nada hay más lejano a la población que los diputados. Peculiar una democracia en la que el comportamiento de los principales responsables de cuidarla, protegerla y nutrirla sigue patrones autoritarios. Todavía más irónico en este contexto es la casi virtual unanimidad de posturas entre todos los entrevistados al concluir el Informe: aunque muchos le agregan una cucharada de su propio chocolate, a todos les pareció perfecto. Peculiar democracia la que genera esa clase de unanimidad.

Quizá lo peculiar de nuestra democracia no sea el rito del Informe o la manera en que éste está cambiando para adecuarse a los nuevos tiempos del país, sino la posibilidad de que la democracia mexicana hacia la que estamos avanzando no sea la democracia de los ciudadanos, sino la de los políticos. Hay varias razones para pensar que esta es la verdadera dirección del cambio político por el que atraviesa el país.

Los recientes acuerdos en materia electoral sugieren que, en vez de desaparecer, el viejo pacto corporativo se está ampliando para incluir a los partidos de oposición, a la vez que excluye a la ciudadanía. El concepto de Estado de derecho que se persigue es el de la predictibilidad para los actores políticos y económicos y no el de la defensa de los derechos ciudadanos ante la arbitrariedad de la acción gubernamental. A pesar de que el Informe se ha rediseñado para reportar menos y convencer más, no hay una oferta presidencial hacia adelante; es decir, no se busca la concurrencia de la población o su apoyo a los proyectos gubernamentales, sino que se espera que ésta los acepte acríticamente.

En un país democrático el propósito de todo el ritual del Informe sería el de convencer a la población de los objetivos gubernamentales para que ésta a su vez presione a sus representantes en el poder legislativo. Por ello, en esos países la oposición habla después del presidente (generalmente a través de la televisión, no en el Congreso o equivalente- y en respuesta a éste y no como sucede aquí que hablan antes de que tenga lugar el Informe y cuando nadie los escucha. De esta forma parece que todos los partidos acaban contentos porque tuvieron la oportunidad de jugar a la democracia, sin el menor respeto por la sociedad. Peculiar democracia la nuestra.

El pasado Informe de gobierno fue una buena oportunidad de constatar los vicios de nuestra realidad política, que ayudan a conformar nuestra peculiar democracia. Para ello es interesante observar el ambiente previo al Informe, el proceso político durante la lectura del documento y, finalmente, el comportamiento de los diversos actores al finalizar el evento.

Hay dos cosas que saltan a la vista de los rituales previos al Informe y su desenlace en el curso del mismo. En primer término los acuerdos entre los partidos en materia de no agresión. Si recuerdo bien, desde el último Informe de Miguel de la Madrid, algunos miembros de los partidos de oposición comenzaron con la práctica de interpelar al presidente mientras leía su Informe. Aunque debatibles las formas, no hay la menor duda que esos atrevimientos, además de inaugurar una práctica poco agradable, tuvieron el sano y positivo efecto de contribuir a alterar las relaciones de poder tanto entre los distintos poderes públicos como entre el gobierno y los partidos. Por ello, aunque a partir de aquella primera interrupción los partidos siempre firmaron un acuerdo de «no agresión», la realidad es que prácticamente siempre se violaron. El extremo fue sin duda el último Informe de Carlos Salinas, donde, para todo efecto práctico, hubo dos Informes simultáneos: el del presidente y el de quienes gritaron sin parar a lo largo de todo el ritual. Lo extraño es que algo así hubiese ocurrido en esta ocasión. Es extraño porque la actitud del actual gobierno es radicalmente opuesta a la de su antecesor y, más importante, porque el presidente tomó la iniciativa, nunca antes vista en nuestro sistema político, de darle todo el crédito de los acuerdos recientes en materia electoral a los partidos y al Congreso. Sin embargo, es peculiar la democracia que, cuando comienza a existir, lleva a que un legislador se vista nada menos que de cerdo.

 

EL DILEMA NACIONAL

Luis Rubio

Tarde o temprano, los mexicanos nos vamos a ver obligados a enfrentar la difícil disyuntiva de buscar nuevas fuentes de capital para hacer posible una fuerte recuperación de la economía o aceptar el hecho que una recuperación suficientemente fuerte como para comenzar a enfrentar los problemas sociales, no se va a lograr por muchos años. El enorme endeudamiento que agobia a las empresas del país se agudiza por el servicio de la deuda que el gobierno tiene que pagar y que impide que el presupuesto del sector público contribuya a una recuperación. El hecho es que el crecimiento está impedido por la situación financiera de las empresas y del gobierno.

En virtud de estas circunstancias, muchos han llegado a una de dos conclusiones. Algunos opinan que la situación es imposible y que, por lo tanto, no hay más remedio que apechugar. Esta es la postura del gobierno, que se ha dedicado a tratar de corregir la problemática financiera disminuyendo el gasto y procurando -con poco éxito- elevar el ahorro interno. Otros propugnan por soluciones radicales, como la suspensión de pagos -tanto empresarial como gubernamental-, como si esto fuese a favorecer una recuperación de la actividad económica. A pesar de sus diferencias, sin embargo, ambas posturas comparten el mismo denominador común. Las dos suponen que estamos en un callejón sin salida.

La realidad es que buena parte del callejón sin salida es totalmente autoimpuesto. Si reducimos la problemática a las dimensiones de una empresa individual, como ejemplo, es muy fácil darse cuenta del problema general que enfrentamos como país. La típica empresa mediana mexicana está paralizada porque confronta una deuda abrumadora y porque sus ventas se han caído de una manera abismal. Cada uno de estos factores agudiza la problemática en el otro: la caída en las ventas disminuye la capacidad de pago y la falta de pago de intereses sobre su deuda le impide estar al corriente con los bancos, lo que lleva a que se incremente la deuda total. La empresa prototípica ha visto duplicarse su deuda total en el último año, a la vez que se ha cuadruplicado el pago de intereses. En estas circunstancias no es difícil explicar porqué los bancos están en crisis y porqué la economía está estancada. Más gravemente la situación actual explica por qué una pronta recuperación totalmente imposible.

Por el lado gubernamental, aunque la deuda del gobierno es perfectamente manejable bajo estándares internacionales (de hecho, ésta es relativamente baja cuando se compara con otros países). Sin embargo la estructura de pagos de algunos componentes de esa deuda, sobre todo los préstamos contratados para substituir los tesobonos hace un año, consume una porción muy importante del presupuesto público y distrae recursos que, en otras circunstancias, podrían destinarse a aliviar la situación de las empresas, ya sea absorbiendo parte de esa deuda o financiando proyectos que generaran una gran derrama económica, estimulando la recuperación de las ventas del sector privado.

Algunos economistas muy sensatos sugieren que no ha contradicción entre una cosa y la otra. Argumentan que el gobierno podría mantenerse al corriente de su deuda y, al mismo tiempo, incrementar su gasto, aunque esto implicase incurrir en un modesto déficit fiscal. Por razonable que pudiera ser esta propuesta, la enorme incertidumbre que prevalece en los mercados financieros y la falta de credibilidad en la política gubernamental hacen inmanejable esta alternativa. Es interesante notar que este dilema no es nuevo y cada vez se ha resultado de una manera distinta. En los setenta la solución fue gastar más, con los resultados que conocemos. En los noventa lo que se hizo fue disminuir el servicio de la deuda.

Volviendo al ejemplo de la empresa prototípica, el empresario tiene tres opciones: una es cerrar y olvidarse del asunto. La segunda es buscar capital adicional para reducir o eliminar su deuda. La tercera es encontrar algún mecanismo que le permita llegar a un acuerdo con sus acreedores a fin de retornar a la viabilidad económica. Típicamente, las empresas buscarían una salida que combinara la segunda opción con la tercera. Pero México no es un país típico. Existen impedimentos muy fuertes -algunos reales y otros imaginarios- que hacen sumamente difícil tanto la segunda como la tercera opción. Entre los impedimentos reales están la ausencia de una ley de quiebras que permita la restructuración de las empresas excesivamente endeudadas y la necesidad fiscal que transfiere todos los posibles pasivos fiscales del pasado a un comprador potencial. Estos dos impedimentos hacen que las empresas no se restructuren, que activos muy productivos se queden arrumbados y que tanto los empresarios como los bancos pierdan tiempo, dinero y empleos. Por el lado de los impedimentos imaginarios está nuestra necedad colectiva de cerrarnos los ojos ante las oportunidades de obtener capital para salir del hoyo.

Si a un empresario se le presentara la oportunidad de vender alguna porción de las acciones de su empresa, algún terreno que tuviera o algunas máquinas y con ese dinero pudiese resolver el problema de su empresa, el empresario común típicamente se apresuraría a cerrar la operación y retornar a la tranquilidad. Lo mismo ocurre con el país. El país cuenta con activos sumamente valiosos que, debidamente vendidos, permitirían resolver el dilema del financiamiento y favorecer una rápida recuperación. Las empresas paraestatales que subsisten representan una enorme fuente potencial de capital que bien podría ser el detonador del crecimiento que le urge al país. Obviamente hay muchos intereses que se verían afectados de contamplarse seriamente esta opción, pero eso podría resolverse buscándose el apoyo general de la población, lo que a su vez disminuiría la incertidumbre. Quizá los mexicanos estemos hechos de fierro y la depresión económica nos hace lo que el viento a Juárez. La creciente -y aparentemente imparable- ola de violencia y criminalidad, sin embargo, parece demostrar lo contrario. Tenemos un enorme dilema frente a nosotros.

 

PERCEPCIONES Y REALIDADES ANTE EL INFORME

Luis Rubio

Hay una enorme distancia entre lo que el gobierno está haciendo y lo que se propone hacer, por una parte, y lo que perciben, esperan y ven en su realidad cotidiana la mayoría de los mexicanos. Lo que le importa al mexicano es lo que percibe en su mundo inmediato y lo que le ocurre en su vida diaria. Para la mayoría de los mexicanos lo fundamental es la inseguridad pública y la situación económica. Para el gobierno lo fundamental es construir las bases de una economía competitiva y de un sistema político moderno. La población ve su realidad inmediata y reprueba al gobierno; el gobierno ve al alrgo plazo y reprueba las quejas de la sociedad. No me parece exagerado afirmar que hay un profundo divorcio entre lo que está haciendoel gobierno y lo que la sociedad percibe.

Los programas y planes gubernamentales para el sexenio, junto con las acciones que ya se han venido emprendiendo a lo largo de los últimos veinte meses son todos excepcionalmente visionarios. Aun en los momentos de mayor gravedad de la crisis a principios de 1995, los objetivos que se trazó en gobierno se inscribieron siempre en el contexto del largo plazo. A mi no me queda la menor duda de que la orientación general de la adminsitración es hacia la conformación de un futuro más sólido y más exitoso para el país en general y para los ámbitos económico y político en lo particular.

Si uno observa las distintas áreas de acción gubernamental, es difícil no coincidir con lo que el gobierno se propone hacer. En la parte económica el gobierno se ha propuesto reconstruir a la económica, restaurar la capacidad de crecimiento y construir los andamios de una economía exportadora que haga posible apuntalar el desarrollo interno sobre la parte más exitosa de la planta productiva. En el ámbito político, la agenda de trabajo es nada menos que espectacular: el gobierno se ha abocado a negociar las reglas de interacción política con los diversos actores en el ámbito electoral y se propone cambios substanciales en cosas tan esenciales como la libertad de prensa, el poder legislativo, las relaciones entre los estados y muncipios con la federación, etcétera etcétera. En el resto de las funciones gubernamentales los objetivos e incluso las acciones no son menos ambiciosas. El gobierno se ha dedicado a intentar abrir más mercados para las exportaciones mexicanas, así como a procurar un mayor flujo de inversión extranjera. También tiene el propósito de hacer uso de la multiplicidad de organismos internacionales en los que el país participa para convertirlos en palancas del desarrollo. En fin, es difícil disputar los objetivos.

La realidad cotidiana es otra cosa. No dudo en lo más mínimo de la buena voluntad de la mayoría de los funcionarios responsables de tan impresionante agenda ni de la convicción y devoción por llevarla a cabo. Pero sí existen al menos tres problemas generales. El primero es que prácticamente toda la agenda gubernamental se refiere al largo plazo, mientras que la población vive al día. El segundo problema es que hay una infinidad de contradicciones entre lo que el gobierno dice que quiere lograr y lo que de hecho hace. Finalmente, el tercer problema es que prácticamente ningún mexicano tiene la menor idea de lo que persigue el gobierno o de su importancia. El divorcio es real.

La realidad cotidiana de los mexicanos es muy simple: inseguridad permanente en sus vidas y posesiones y una situación económica de lo más precaria. De nada le sirve a una persona que la economía vaya a crecer mucho en la primera década del siglo próximo cuando no consigue empleo en la actualidad. Mucho más grave, porque sobre eso í tiene responsabilidad cabal el gobierno actual, los hijos de esa misma persona desempleada no tienen ni la menor esperanza de que la calidad de la educación que están recibiendo vaya a permitirles romper con el círculo vicioso de la pobreza y la marginación.

La política económica ha comenzado a arrojar algunos indicadores positivos, pero dista mucho de haber agotado sus posibilidades. Las contradicciones entre lo que se propone lograr y lo que la política incentiva, difícilmente podrían ser mayores. El gobierno habla de libre mercado, para su crédito a pesar de la enorme corriente en contra, pero mantiene un proteccionismo absurdo en el sector bancario, para detrimento de los deudores y, sobre todo, de los empresarios que están en condiciones de convertir créditos en riqueza con gran facilidad. Lo mismo ocurre en el ámbito comercial, donde -con razón- se sigue persiguiendo la apertura de nuevos mercados y de nuevos acuerdos comerciales, al mismo tiempo en que se elevan aranceles y se hace lo posible por complicar e impedir al máximo el flujo de las importaciones.

En el ámbito externo, la relación más importante que el país tiene sigue siendo extraordinariamente incierta. Nuestro mayor socio comercial y la inevitable principal relación política del país constituye uno de los objetivos de la política gubernamental, pero no una de sus realidades. Evidentemente, la relación con Estados Unidos es terriblemente compleja y difícil, razón por la cual debiéramos buscar acuerdos semejantes al TLC, en un sentido político, en el resto de ámbitos que son conflctivos, como son el tema migratorio y el de narcotráfico. Sin una definición política cabal en estos rubros, la relación seguirá siendo compleja y permanente generadora de crisis. Con ello, las obvias oportunidades que la vecindad ofrece seguirán siendo posibilidades abrumadas por el torrente de crisis cotidianas.

Es encomiable en enfoque gubernamental hacia el largo plazo. Pero la población vive en el presente. Esta situación se agrava todavía más cuando al gobierno le parece innecesario convencerla de sus objetivos o própósitos o, peor, cuando no le interesa en lo más mínimo lo que la motiva o lo que le parece importante. Ni el mejor barco puede funcionar si se ignora a los pasajeros o si, como ocurre a diario, se les sigue culpando de todo.

 

OTHON- POLITICA O LEGALIDAD

OTHON- POLITICA O LEGALIDAD

Yo no tengo la menor idea de si Othón Cortés es culpable de lo que se le acusa en el asesinato de Luis Donaldo Colosio, pero me parece que la legalidad avanzo un par de centímetros en el país con su absolución. Lo que resulta más extraño de todo esto no es la exoneración misma, sino el absolutamente increíble debate que se ha desatado en torno a la decisión del juez en este caso. Para una sociedad que reclama una mayor participación y un sistema político plenamente democrático, el reclamo contra la Procuraduría General de la República y la reprobación de la decisión del juez resultan no sólo contradictorios sino reprobables.

La legalidad reside en que se respeten los procedimientos establecidos en la ley y en que cada una de las partes en el proceso actúe conforme a estos. En la medida en que se hayan respetado esos procedimientos, la exoneración constituye un pequeño avance en el proceso de construcción de un país de leyes. Es decir, independientemente de que Cortés fuese o no inocente, el hecho de que se haya seguido un proceso judicial impoluto y que el juez haya tomado una decisión distinta a la promovida por la PGR demuestra que comienza a asentarse la división de poderes y que el cumplimiento de lo establecido en las leyes comienza a ser una realidad.

Para la mayoría de los críticos de la decisión esta postura va a resultar inaceptable. Para ellos lo importante era inculpar a Othón Cortés como segundo tirador para con ello consagrar la hipótesis de la conspiración en el asesinato de Colosio. Esa conspiración puede haber existido o no, pero esa no es razón para que se repruebe la decisión del juez. Lo contrario sería aterrador porque implicaría que cada uno de los mexicanos impone sus prejuicios sobre el proceso judicial, cuando lo único que tiene un ciudadano, en un país en el que efectivamente existe Estado de derecho, es el respeto a la ley y a los procedimientos que ésta establece. El hecho de que esto haya ocurrido en este caso no implica que ya exista un Estado de derecho en México, pero sí que comienzan a construirse sus pininos.

Pero lo más interesante de esta película es la interpretación que todo mundo da a las teorías, contradicciones e interminables intentos de manipulación de la información por parte de la PGR. Ha habido recuentos exhaustivos del sinnúmero de pifias cometidas por quien fuera fiscal especial para el caso Colosio, de la manera en que publicaba información no comprobada y de la manera en que intentó ganar su caso en el foro de la opinión pública, aun y cuando lo estaba perdiendo en el único terreno que, a final de cuentas, debería improtar: el del proceso judicial. Los abusos de la PGR en esta materia son tantos que ni vale la pena volver a ellos. Pero el «negocio», por llamarle de alguna manera, de la parte acusadora es precisamente el de argumentar su caso, construir el escenario y presentar la evidencia para intentar convencer al juez de su razón. En este sentido, aun con los abusos de la PGR, ésta sólo estaba cumpliendo con su objetivo de construir un caso convincente contra el inculpado. El que mucha gente se haya ido con la finta y haya creido las acusaciones que, a falta de pruebas, presentó Chapa Bezanilla es irrelevante para el proceso judicial. Es por ello que lo bueno de esta decisión del juez haya sido precisamente la contraria a la deseada por el poder ejecutivo.

En términos políticos Othón Cortés era importante no porque hubiese evidencia contra él, sino porque representaba el último eslabón en la cadena que pudiese culminar con la comprobación de la hipótesis de la conspiración. Pero la expectativa de que el complot pudiese probarse violando los procedimientos judiciales entrañaba un intento de avance político y no de construcción de la democracia o de la legalidad.

Este punto sería igualmente válido si Cortés fuese culpable aunque eso no pudiese ser probado. En sonados casos internacionales, como el de O.J. Simpson en Estados Unidos, o el de unos famosos narcotraficantes que recientemente fueron puestos en libertad en España por falta de pruebas, a pesar de que la mayoría de la población en sus países los consideraba culpables, los juicios acabaron exonerándolos no porque necesariamente fuesen inocentes, sino porque no hubo pruebas suficientes que convencieran al jurado o porque no la parte acusadora y la policía no siguieron los procedimientos en forma escrupulosa, lo que llevó a que se desecharan pruebas que de otra manera quizá hubiesen resultado condenatorias. El hecho de que las procuradurías o equivalentes en esos países no se salieran con la suya constituyó una demostración de que el Estado de derecho existe para defender al ciudadano de la acción del gobierno. En el fondo ésta es la esencia de la legalidad. Lo importante en un proceso judicial es que se sigan los procedimientos; cuando éstos no se siguen, el proceso acaba siendo viciado, lo que impide una resolución justa para el inculpado, justa para los acusadores y justa para la sociedad. Por ello, en lugar de criticar la decisión del juez o, incluso, de reprobar la labor de Chapa Bezanilla, por reprobable que ésta pudiese ser, los mexicanos deberíamos congratularnos de que, por fin, comienza a haber indicios de que México puede ser un país de leyes.

Como a muchos otros, a mí no me convence la hipótesis del asesino solitario, pero tampoco he encotrado un argumento convincente que pruebe la conspiración. Mucho menos claros me parecen los argumentos que, a priori, ya tienen culpables obvios e indisputables. Lo que me gustó de esta decisión judicial es que hace irrelevante lo que yo pueda pensar del asesinato de Colosio. Ese asesinato tiene que ser aclarado en forma definitiva, pero la manera de hacerlo no es por la vía tradicional que es la de los prejuicios políticos impuestos sobre los procedimientos judiciales. El que el juez haya ido contra la corriente, aparentemente siguiendo en forma escrupulosa los procedimientos legales y judiciales constituye un avance crucial en el avance del país hacia la erradicación de todos los vicios, incluido el del magnicidio, que plagan al país.

 

A LA MITAD DEL OCEANO

Luis Rubio

El país se encuentra en una tesitura por demás delicada. Por años, la reforma de la economía ha venido cambiando la estructura y naturaleza de la economía mexicana. Esa reforma ha permitido que una parte, pequeña aunque creciente, de la planta industrial sea capaz de competir en el mundo entero, lo que ha compensado la crisis de muchas empresas que todavía no se han ajustado a las nuevas condiciones del mercado. En un principio, la reforma fue altamente impopular, como lo demostró el electorado en 1988 con su apoyo al Frente encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, las expectativas fueron cambiando en el curso de los años y la reforma comenzó a adquirir popularidad, sobre todo porque constituía la única posibilidad de mejoría substancial en los niveles de vida de la población, aunque la mejoría no fuese inmediata. La crisis económica que se desencadenó con el error de diciembre acabó con esas expectativas e hizo muy impopular a la noción de reforma. Este hecho político no cambia ni un ápice la circunstancia de que sólo con la continuación y profundización de la reforma será posible efectivamente elevar los niveles de vida de la población. Pero si el gobierno no logra recobrar la popularidad de la reforma, esa mejoría no se va a dar, para desgracia de los mexicanos.

La tendencia al estancamiento de la economía mexicana comenzó a notarse en algunos indicadores desde finales de los sesenta. Las exportaciones caían en tanto que las importaciones aumentaban. A menos de que se cambiara la estructura de la economía a fin de exportar más, tarde o temprano, el país habría enfrentado una crisis financiera en la balanza de pagos. Esa crisis se pospuso porque en los setenta México logró dos milagros, ninguno de los cuales fue producto de nuestra habilidad o del sudor de nuestras frentes: uno fue la súbita disponibilidad de crédito externo, por el fenómeno conocido como reciclaje de los petrodólares, que permitió financiar las importaciones sin tener que exportar. Cuando se acabó el acceso a esta nueva deuda, en 1976, caímos en una crisis cambiaria. El otro milagro, quizá mas atribuible a la Virgen de Guadalupe que al esfuerzo nacional, fue el descubrimiento de vastos yacimientos de petróleo, que hicieron posible que pospusiéramos por unos años más la restructuración de la economía. Cuando se cayeron los precios de petróleo, volvió a pasar lo mismo: una nueva crisis cambiaria. Si bien se lograron elevadísimas tasas de crecimiento por algunos años durante los setenta y los primeros años de los ochenta, la mayor parte de ese crecimiento fue resultado de estos dos milagros y no de la capacidad intrínseca de crecimiento de la economía.

La crisis de 1982 obligó al gobierno a enfrentar la realidad de que ya no habría más milagros. A partir de ese momento el país tenía que escoger entre el estancamiento y la reforma. El estancamiento económico de los primeros años del gobierno de Miguel de la Madrid acabó convenciendo a parte de su gabinete de la inevitabilidad de la reforma. Este punto es clave: la reforma se inició más por default que por convicción y fue resultado y no causa del estancamiento económico.

Una vez iniciada la reforma, ésta adquirió su propia dinámica: unos cambios obligaron a realizar otros, lo que se convirtió en un proceso de cambio continuo. Muchas empresas se adecuaron a la competencia de que vino acompañada la reforma de la economía, en tanto que otras no pudieron o no quisieron hacerlo. Si no hubiera habido crisis en 1994, el proceso de creación de nuevas empresas seguramente hubiese compensado la muerte de otras, con lo que poco a poco se habría logrado una mejoría generalizada. La crisis de 1994 acabó con esa posibilidad, porque aceleró la muerte de muchas empresas que no eran competitivas, a la vez que desincentivó -por la enorme incertidumbre que produjo y que aun persiste- la creación de nuevas actividades productivas con la celeridad y el volumen que se requería.

Las consecuencias políticas de la crisis de 1994 todavía están por conocerse en su verdadera magnitud. Pero algunas consecuencias políticas en el ámbito económico son ya evidentes: la reforma se convirtió en el chico malo de la película; las privatizaciones y la desregulación se convirtieron en las causas de todos los males habidos y por haber; y la búsqueda de nuevos mercados y maneras de producir se transformó en una urgencia por obtener subsidios y descuentos por parte del gobierno y de los bancos. El hecho es que la noción de reformar la economía para poder crecer y derivar beneficios para toda la población ha desaparecido del horizonte y se esta convirtiendo muy rápidamente en un enorme impedimento al desarrollo nacional.

La paradoja reside en que todo esto ha ocurrido bajo un gobierno cuyos objetivos de reforma no son menos ambiciosos que los de sus predecesores. Pero eso no ha impedido que, en sus actos y en sus palabras, el gobierno contribuya a enrarecer el ambiente, a profundizar el rechazo a la noción de reforma y, por lo tanto, a postergar la recuperación general de la economía. Aunque el gobierno ha continuado con reformas específicas con éxito limitado -como la del sistema de pensiones- ha abandonado otros proyectos de reforma sin mayor explicación, como ocurrió con la privatización de las plantas petroquímicas.

De esta manera, en lugar de abogar por la reforma y de impulsarla, el gobierno se ha convertido en uno de los peores impedimentos a su continuación. Más importante, dado que el país compite por la inversión externa con otras ciento cincuenta naciones en el mundo, un retraso en el proceso de reforma no implica que simplemente nos quedamos en el mismo lugar, sino que nos rezaguemos respecto a todos los demás. Por ello, estamos en la mitad del océano: ya dejamos un puerto que había dejado de ser seguro pero no nos estamos encaminando con la velocidad y claridad de dirección requerida a un nuevo y promisorio puerto, por más que se esté dando una mejoría en algunos indicadores económicos.

El riesgo del momento actual es que entre quienes se oponen a la reforma y quienes sin oponerse no saben explicarla y convencer de ella, logren minarla de tal forma que su continuación resulte imposible. Paradójicamente, el gobierno continua dependiendo en muchos casos de quienes se oponen a la reforma, en lugar de buscar nuevos apoyos entre quienes podrían ser sus beneficiarios naturales. En este contexto, la única forma de salir adelante con la reforma es haciéndola popular: convirtiendo a cada mexicano en un beneficiario potencial futuro de la reforma. Con ese apoyo en la mano, nada podrá impedirla. Sin apoyo popular, la reforma no se va a dar y los beneficios seguirán ausentes para quienes más los necesitan y merecen. Frente a esto hay una de dos: o el gobierno convence a la población de la bondad de la reforma, haciéndola directamente beneficiaria de la misma, o se resigna a la continuación del estancamiento económico y a la desintegración de la fibra social que integra nuestra nación.

 

CONSENSO Y REFORMA POLITICA

Luis Rubio

En política los símbolos son trascendentales, con frecuencia mucho más que la substancia. Es ahí donde radica la importancia del acuerdo de reformas electorales al que llegaron los partidos y el gobierno en días pasados y que fue aprobado por virtual unanimidad esta semana. En términos simbólicos, por primera vez se logró que todos los partidos se pusieran de acuerdo en un conjunto de principios operativos para el juego electoral. En términos substantivos, sin embargo, el acuerdo adolece de ese mismo problema: lo que se logró fue acuerdo sobre puntos específicos cuando persisten desacuerdos sobre los temas fundamentales de fondo. Este hecho no disminuye la importancia de lo logrado, pero apunta hacia el nuevo tipo de conflictos que seguramente atestiguaremos en los meses y años próximos.

La reforma que fue aprobada por los legisladores entraña concesiones importante por parte de los diversos partidos y del gobierno. Algunas de estas concesiones son verdaderamente importantes, lo que demuestra que se trató de una negociación dura y difícil y, por ello, tanto más exitosa. Como ilustración de estas concesiones es interesante hacer notar que el PAN aceptó en buena medida abandonar sus fuentes tradicionales de financiamiento pues a partir de ahora los partidos van a depender para sus gastos esencialmente de fondos públicos. Para el PAN esta es una gran concesión pues es el único partido que, via rifas y otros mecanismos que no implican contribuciones millonarias por ningun individuo, contaba con fuentes de financiamiento sumamente dispersas y autónomas. Lo mismo ocurrió con el PRI, que cedió control del Instituto Federal Electoral y del PRD que, por el hecho de participar, abandonó al menos por lo pronto su rechazo a cualquier entendido expreso sobre las reglas del juego electoral. Por donde le busque uno, el hecho de que se lograra la unanimidad entraña une enorme simbolismo que va a pesar sobre cada uno de los partidos cuando intente salirse del huacal o jugar a la guerrilla en los medios de comunicación.

Pero no es posible estirar el simbolismo más allá de lo que se justifica. Los mexicanos somos muy dados a caer en la euforia, pretendiendo que un acuerdo resuelve todos los males y que de ahora en adelante no habrá conflicto alguno que enfrentar. Hace poco más de un año, cuando se lanzó este proceso de negociación, muchos políticos y observadores hablaban como si ya hubiésemos logrado la democracia por el hecho de que los partidos se sentaron a conversar un par de horas en un foro público. Los siguientes meses demostraron la complejidad del tema, los desencuentros y los conflictos de objetivos e intereses que lógicamente existen entre las partes negociadoras. A principios de 1995, por ejemplo, el objetivo era lograr una reforma política integral, de la cual la parte electoral era una parte relativamente intrascendente frente a temas tan fundamentales como la legalidad, la justicia, la libertad de expresión, las relaciones entre los poderes públicos y el régimen legal de los medios de comunicación. Si uno compara el acuerdo logrado esta semana con la agenda que se definió en 1995 es obvio que el camino por recorrer es todavía enorme.

De hecho, la reforma que se llevó a cabo esta semana es bastante modesta. La legislación que estaba vigente antes de estas reformas ya había producido una elección ejemplar en 1994, sobre todo dada nuestra historia. Lo que se ha hecho ahora, con todos los asegunes que uno quiera encontrarle a la reforma de ahora, es cerrar las últimas divergencias que existían en materia electoral. Es de esperarse que con lo que ahora se ha aprobado el tema electoral dejará de ser la fuente de conflictos y disputas que por décadas ha sido una de nuestras grandes vergüenzas públicas.

Pero las elecciones son sólo una parte de la democracia. El voto secreto y respetado de los ciudadanos para escoger gobernantes entre partidos que compiten en un terreno equitativo es una condición sine qua non para la democracia, pero es apenas el equivalente del jardín de niños en materia de democracia. Los factores verdaderamente clave en una democracia comienzan a partir de que se emitió el voto y se relacionan con lo que hace posible la vida en sociedad, con la protección de derechos individuales, con la libertad de expresión, con la posibildiad de defenderse a través de un proceso judicial impoluto, etcétera. Nada de eso tiene que ver con las elecciones, que es lo que se aprobó esta semana, pero todo que ver con la calidad de vida de los ciudadanos y, por lo tanto, todo que ver con la democracia.

Todo esto no disminuye la importancia del acuerdo que fue logrado en estos días, pues por alguna parte hay que comenzar. Pero un acuerdo sobre procedimientos y sobre la operación electoral cuando no existe un consenso sobre los temas políticos más amplios acaba siendo sumamente endeble. Por ejemplo, en la actualidad no existe consenso alguno sobre la función de los poderes públicos -el ejecutivo, el legislativo o el judicial- o sobre las relaciones y equilibrios que deben existir entre éstos; tampoco existe consenso alguno sobre le papel de los medios de comunicación, ni sobre las relgas del juego que deberían seguirse en este ámbito. Lo que tenemos es un acuerdo en materia electoral, junto con un desacuerdo sobre el para qué de las elecciones o para qué del gobierno. Esto implica que un partido puede ganar el gobierno y utilizar ese triunfo para alterar todo el orden establecido; es decir, dadas las enormes divergencias que existen en la actualidad entre los partidos políticos sobre temas tan básicos como la función del gobierno, el triunfo de un partido o de otro entraña costos enormes para los demás. Esto hace que, por más que se acuerden las reglas, la substancia sigue siendo explosiva.

La reforma electoral que fue legislada esta semana constituye un gran paso adelante porque invita a pensar que es posible construir una nueva estructura política por la vía pacífica. Pero la reforma también demuestra lo endeble de las intituciones públicas y la ausencia de incentivos para construir esa nueva articulación política. La única manera de convertir este primer paso en el enganche de la democracia es procurar un consenso sobre la esencia que haga posible cumplir las formas.