Luis Rubio
El clamor por la democracia es generalizado en muchos sectores de la sociedad mexicana. Unos lo expresan en términos electorales, en tanto que otros demandan certidumbre en cuanto al sentido de las decisiones gubernasmas creencias y opiniones. El otro hecho inusitado es el absurdo de controlar las imágenes. Todo mundo sabe que algo pasó en el seno de la Cámara, que hubo una interrupción. Sin embargo, para los televidentes, la información tuvo que aparecer hasta el día siguiente. Peculiar la democracia que sigue controlando la información y que pretende que no hay (y, más importante, que no debe haber) diferencias de opinión entre las cadenas de televisión o entre los mexicanos en general.
Durante el curso del Informe fue curioso observar que persiste el absurdo de las líneas partidistas, aun en temas que nadie disputa. ¿No es ridículo que los aplausos de los legisladores sigan líneas partidistas cuando el tema es la educación o el reciente acuerdo en materia electoral, que gozó de total consenso entre los partidos? Obviamente hay temas de disputa absolutamente legítima, además de que cada diputado o partido tiene pleno derecho de aplaudir o no aplaudir cuando le venga en gana. Lo que es absurdo, si pretendemos ser un país democrático o si estamos en camino de construirlo, es que se mantengan las líneas corporativistas y autoritarias del viejo sistema político. En una democracia los diputados supuestamente representan a la población y no a los partidos, por más disciplina de partido que exista. En nuestro país, sin embargo, nada hay más lejano a la población que los diputados. Peculiar una democracia en la que el comportamiento de los principales responsables de cuidarla, protegerla y nutrirla sigue patrones autoritarios. Todavía más irónico en este contexto es la casi virtual unanimidad de posturas entre todos los entrevistados al concluir el Informe: aunque muchos le agregan una cucharada de su propio chocolate, a todos les pareció perfecto. Peculiar democracia la que genera esa clase de unanimidad.
Quizá lo peculiar de nuestra democracia no sea el rito del Informe o la manera en que éste está cambiando para adecuarse a los nuevos tiempos del país, sino la posibilidad de que la democracia mexicana hacia la que estamos avanzando no sea la democracia de los ciudadanos, sino la de los políticos. Hay varias razones para pensar que esta es la verdadera dirección del cambio político por el que atraviesa el país.
Los recientes acuerdos en materia electoral sugieren que, en vez de desaparecer, el viejo pacto corporativo se está ampliando para incluir a los partidos de oposición, a la vez que excluye a la ciudadanía. El concepto de Estado de derecho que se persigue es el de la predictibilidad para los actores políticos y económicos y no el de la defensa de los derechos ciudadanos ante la arbitrariedad de la acción gubernamental. A pesar de que el Informe se ha rediseñado para reportar menos y convencer más, no hay una oferta presidencial hacia adelante; es decir, no se busca la concurrencia de la población o su apoyo a los proyectos gubernamentales, sino que se espera que ésta los acepte acríticamente.
En un país democrático el propósito de todo el ritual del Informe sería el de convencer a la población de los objetivos gubernamentales para que ésta a su vez presione a sus representantes en el poder legislativo. Por ello, en esos países la oposición habla después del presidente (generalmente a través de la televisión, no en el Congreso o equivalente- y en respuesta a éste y no como sucede aquí que hablan antes de que tenga lugar el Informe y cuando nadie los escucha. De esta forma parece que todos los partidos acaban contentos porque tuvieron la oportunidad de jugar a la democracia, sin el menor respeto por la sociedad. Peculiar democracia la nuestra.
El pasado Informe de gobierno fue una buena oportunidad de constatar los vicios de nuestra realidad política, que ayudan a conformar nuestra peculiar democracia. Para ello es interesante observar el ambiente previo al Informe, el proceso político durante la lectura del documento y, finalmente, el comportamiento de los diversos actores al finalizar el evento.
Hay dos cosas que saltan a la vista de los rituales previos al Informe y su desenlace en el curso del mismo. En primer término los acuerdos entre los partidos en materia de no agresión. Si recuerdo bien, desde el último Informe de Miguel de la Madrid, algunos miembros de los partidos de oposición comenzaron con la práctica de interpelar al presidente mientras leía su Informe. Aunque debatibles las formas, no hay la menor duda que esos atrevimientos, además de inaugurar una práctica poco agradable, tuvieron el sano y positivo efecto de contribuir a alterar las relaciones de poder tanto entre los distintos poderes públicos como entre el gobierno y los partidos. Por ello, aunque a partir de aquella primera interrupción los partidos siempre firmaron un acuerdo de «no agresión», la realidad es que prácticamente siempre se violaron. El extremo fue sin duda el último Informe de Carlos Salinas, donde, para todo efecto práctico, hubo dos Informes simultáneos: el del presidente y el de quienes gritaron sin parar a lo largo de todo el ritual. Lo extraño es que algo así hubiese ocurrido en esta ocasión. Es extraño porque la actitud del actual gobierno es radicalmente opuesta a la de su antecesor y, más importante, porque el presidente tomó la iniciativa, nunca antes vista en nuestro sistema político, de darle todo el crédito de los acuerdos recientes en materia electoral a los partidos y al Congreso. Sin embargo, es peculiar la democracia que, cuando comienza a existir, lleva a que un legislador se vista nada menos que de cerdo.