A LA MITAD DEL OCEANO

Luis Rubio

El país se encuentra en una tesitura por demás delicada. Por años, la reforma de la economía ha venido cambiando la estructura y naturaleza de la economía mexicana. Esa reforma ha permitido que una parte, pequeña aunque creciente, de la planta industrial sea capaz de competir en el mundo entero, lo que ha compensado la crisis de muchas empresas que todavía no se han ajustado a las nuevas condiciones del mercado. En un principio, la reforma fue altamente impopular, como lo demostró el electorado en 1988 con su apoyo al Frente encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, las expectativas fueron cambiando en el curso de los años y la reforma comenzó a adquirir popularidad, sobre todo porque constituía la única posibilidad de mejoría substancial en los niveles de vida de la población, aunque la mejoría no fuese inmediata. La crisis económica que se desencadenó con el error de diciembre acabó con esas expectativas e hizo muy impopular a la noción de reforma. Este hecho político no cambia ni un ápice la circunstancia de que sólo con la continuación y profundización de la reforma será posible efectivamente elevar los niveles de vida de la población. Pero si el gobierno no logra recobrar la popularidad de la reforma, esa mejoría no se va a dar, para desgracia de los mexicanos.

La tendencia al estancamiento de la economía mexicana comenzó a notarse en algunos indicadores desde finales de los sesenta. Las exportaciones caían en tanto que las importaciones aumentaban. A menos de que se cambiara la estructura de la economía a fin de exportar más, tarde o temprano, el país habría enfrentado una crisis financiera en la balanza de pagos. Esa crisis se pospuso porque en los setenta México logró dos milagros, ninguno de los cuales fue producto de nuestra habilidad o del sudor de nuestras frentes: uno fue la súbita disponibilidad de crédito externo, por el fenómeno conocido como reciclaje de los petrodólares, que permitió financiar las importaciones sin tener que exportar. Cuando se acabó el acceso a esta nueva deuda, en 1976, caímos en una crisis cambiaria. El otro milagro, quizá mas atribuible a la Virgen de Guadalupe que al esfuerzo nacional, fue el descubrimiento de vastos yacimientos de petróleo, que hicieron posible que pospusiéramos por unos años más la restructuración de la economía. Cuando se cayeron los precios de petróleo, volvió a pasar lo mismo: una nueva crisis cambiaria. Si bien se lograron elevadísimas tasas de crecimiento por algunos años durante los setenta y los primeros años de los ochenta, la mayor parte de ese crecimiento fue resultado de estos dos milagros y no de la capacidad intrínseca de crecimiento de la economía.

La crisis de 1982 obligó al gobierno a enfrentar la realidad de que ya no habría más milagros. A partir de ese momento el país tenía que escoger entre el estancamiento y la reforma. El estancamiento económico de los primeros años del gobierno de Miguel de la Madrid acabó convenciendo a parte de su gabinete de la inevitabilidad de la reforma. Este punto es clave: la reforma se inició más por default que por convicción y fue resultado y no causa del estancamiento económico.

Una vez iniciada la reforma, ésta adquirió su propia dinámica: unos cambios obligaron a realizar otros, lo que se convirtió en un proceso de cambio continuo. Muchas empresas se adecuaron a la competencia de que vino acompañada la reforma de la economía, en tanto que otras no pudieron o no quisieron hacerlo. Si no hubiera habido crisis en 1994, el proceso de creación de nuevas empresas seguramente hubiese compensado la muerte de otras, con lo que poco a poco se habría logrado una mejoría generalizada. La crisis de 1994 acabó con esa posibilidad, porque aceleró la muerte de muchas empresas que no eran competitivas, a la vez que desincentivó -por la enorme incertidumbre que produjo y que aun persiste- la creación de nuevas actividades productivas con la celeridad y el volumen que se requería.

Las consecuencias políticas de la crisis de 1994 todavía están por conocerse en su verdadera magnitud. Pero algunas consecuencias políticas en el ámbito económico son ya evidentes: la reforma se convirtió en el chico malo de la película; las privatizaciones y la desregulación se convirtieron en las causas de todos los males habidos y por haber; y la búsqueda de nuevos mercados y maneras de producir se transformó en una urgencia por obtener subsidios y descuentos por parte del gobierno y de los bancos. El hecho es que la noción de reformar la economía para poder crecer y derivar beneficios para toda la población ha desaparecido del horizonte y se esta convirtiendo muy rápidamente en un enorme impedimento al desarrollo nacional.

La paradoja reside en que todo esto ha ocurrido bajo un gobierno cuyos objetivos de reforma no son menos ambiciosos que los de sus predecesores. Pero eso no ha impedido que, en sus actos y en sus palabras, el gobierno contribuya a enrarecer el ambiente, a profundizar el rechazo a la noción de reforma y, por lo tanto, a postergar la recuperación general de la economía. Aunque el gobierno ha continuado con reformas específicas con éxito limitado -como la del sistema de pensiones- ha abandonado otros proyectos de reforma sin mayor explicación, como ocurrió con la privatización de las plantas petroquímicas.

De esta manera, en lugar de abogar por la reforma y de impulsarla, el gobierno se ha convertido en uno de los peores impedimentos a su continuación. Más importante, dado que el país compite por la inversión externa con otras ciento cincuenta naciones en el mundo, un retraso en el proceso de reforma no implica que simplemente nos quedamos en el mismo lugar, sino que nos rezaguemos respecto a todos los demás. Por ello, estamos en la mitad del océano: ya dejamos un puerto que había dejado de ser seguro pero no nos estamos encaminando con la velocidad y claridad de dirección requerida a un nuevo y promisorio puerto, por más que se esté dando una mejoría en algunos indicadores económicos.

El riesgo del momento actual es que entre quienes se oponen a la reforma y quienes sin oponerse no saben explicarla y convencer de ella, logren minarla de tal forma que su continuación resulte imposible. Paradójicamente, el gobierno continua dependiendo en muchos casos de quienes se oponen a la reforma, en lugar de buscar nuevos apoyos entre quienes podrían ser sus beneficiarios naturales. En este contexto, la única forma de salir adelante con la reforma es haciéndola popular: convirtiendo a cada mexicano en un beneficiario potencial futuro de la reforma. Con ese apoyo en la mano, nada podrá impedirla. Sin apoyo popular, la reforma no se va a dar y los beneficios seguirán ausentes para quienes más los necesitan y merecen. Frente a esto hay una de dos: o el gobierno convence a la población de la bondad de la reforma, haciéndola directamente beneficiaria de la misma, o se resigna a la continuación del estancamiento económico y a la desintegración de la fibra social que integra nuestra nación.