EL DILEMA NACIONAL

Luis Rubio

Tarde o temprano, los mexicanos nos vamos a ver obligados a enfrentar la difícil disyuntiva de buscar nuevas fuentes de capital para hacer posible una fuerte recuperación de la economía o aceptar el hecho que una recuperación suficientemente fuerte como para comenzar a enfrentar los problemas sociales, no se va a lograr por muchos años. El enorme endeudamiento que agobia a las empresas del país se agudiza por el servicio de la deuda que el gobierno tiene que pagar y que impide que el presupuesto del sector público contribuya a una recuperación. El hecho es que el crecimiento está impedido por la situación financiera de las empresas y del gobierno.

En virtud de estas circunstancias, muchos han llegado a una de dos conclusiones. Algunos opinan que la situación es imposible y que, por lo tanto, no hay más remedio que apechugar. Esta es la postura del gobierno, que se ha dedicado a tratar de corregir la problemática financiera disminuyendo el gasto y procurando -con poco éxito- elevar el ahorro interno. Otros propugnan por soluciones radicales, como la suspensión de pagos -tanto empresarial como gubernamental-, como si esto fuese a favorecer una recuperación de la actividad económica. A pesar de sus diferencias, sin embargo, ambas posturas comparten el mismo denominador común. Las dos suponen que estamos en un callejón sin salida.

La realidad es que buena parte del callejón sin salida es totalmente autoimpuesto. Si reducimos la problemática a las dimensiones de una empresa individual, como ejemplo, es muy fácil darse cuenta del problema general que enfrentamos como país. La típica empresa mediana mexicana está paralizada porque confronta una deuda abrumadora y porque sus ventas se han caído de una manera abismal. Cada uno de estos factores agudiza la problemática en el otro: la caída en las ventas disminuye la capacidad de pago y la falta de pago de intereses sobre su deuda le impide estar al corriente con los bancos, lo que lleva a que se incremente la deuda total. La empresa prototípica ha visto duplicarse su deuda total en el último año, a la vez que se ha cuadruplicado el pago de intereses. En estas circunstancias no es difícil explicar porqué los bancos están en crisis y porqué la economía está estancada. Más gravemente la situación actual explica por qué una pronta recuperación totalmente imposible.

Por el lado gubernamental, aunque la deuda del gobierno es perfectamente manejable bajo estándares internacionales (de hecho, ésta es relativamente baja cuando se compara con otros países). Sin embargo la estructura de pagos de algunos componentes de esa deuda, sobre todo los préstamos contratados para substituir los tesobonos hace un año, consume una porción muy importante del presupuesto público y distrae recursos que, en otras circunstancias, podrían destinarse a aliviar la situación de las empresas, ya sea absorbiendo parte de esa deuda o financiando proyectos que generaran una gran derrama económica, estimulando la recuperación de las ventas del sector privado.

Algunos economistas muy sensatos sugieren que no ha contradicción entre una cosa y la otra. Argumentan que el gobierno podría mantenerse al corriente de su deuda y, al mismo tiempo, incrementar su gasto, aunque esto implicase incurrir en un modesto déficit fiscal. Por razonable que pudiera ser esta propuesta, la enorme incertidumbre que prevalece en los mercados financieros y la falta de credibilidad en la política gubernamental hacen inmanejable esta alternativa. Es interesante notar que este dilema no es nuevo y cada vez se ha resultado de una manera distinta. En los setenta la solución fue gastar más, con los resultados que conocemos. En los noventa lo que se hizo fue disminuir el servicio de la deuda.

Volviendo al ejemplo de la empresa prototípica, el empresario tiene tres opciones: una es cerrar y olvidarse del asunto. La segunda es buscar capital adicional para reducir o eliminar su deuda. La tercera es encontrar algún mecanismo que le permita llegar a un acuerdo con sus acreedores a fin de retornar a la viabilidad económica. Típicamente, las empresas buscarían una salida que combinara la segunda opción con la tercera. Pero México no es un país típico. Existen impedimentos muy fuertes -algunos reales y otros imaginarios- que hacen sumamente difícil tanto la segunda como la tercera opción. Entre los impedimentos reales están la ausencia de una ley de quiebras que permita la restructuración de las empresas excesivamente endeudadas y la necesidad fiscal que transfiere todos los posibles pasivos fiscales del pasado a un comprador potencial. Estos dos impedimentos hacen que las empresas no se restructuren, que activos muy productivos se queden arrumbados y que tanto los empresarios como los bancos pierdan tiempo, dinero y empleos. Por el lado de los impedimentos imaginarios está nuestra necedad colectiva de cerrarnos los ojos ante las oportunidades de obtener capital para salir del hoyo.

Si a un empresario se le presentara la oportunidad de vender alguna porción de las acciones de su empresa, algún terreno que tuviera o algunas máquinas y con ese dinero pudiese resolver el problema de su empresa, el empresario común típicamente se apresuraría a cerrar la operación y retornar a la tranquilidad. Lo mismo ocurre con el país. El país cuenta con activos sumamente valiosos que, debidamente vendidos, permitirían resolver el dilema del financiamiento y favorecer una rápida recuperación. Las empresas paraestatales que subsisten representan una enorme fuente potencial de capital que bien podría ser el detonador del crecimiento que le urge al país. Obviamente hay muchos intereses que se verían afectados de contamplarse seriamente esta opción, pero eso podría resolverse buscándose el apoyo general de la población, lo que a su vez disminuiría la incertidumbre. Quizá los mexicanos estemos hechos de fierro y la depresión económica nos hace lo que el viento a Juárez. La creciente -y aparentemente imparable- ola de violencia y criminalidad, sin embargo, parece demostrar lo contrario. Tenemos un enorme dilema frente a nosotros.