PRI-RATIFICANDO LA OBSOLESCENCIA

Luis Rubio

Obviamente los priístas tienen todo el derecho de hacer lo que quieran con su partido. Pueden ir para atrás o para adelante. Sin embargo, sus decisiones nos afectan a todos ya que el PRI no es sólo un partido político más, sino un enjambre de estructuras políticas e institucionales con un impacto real sobre la vida cotidiana de muchísimos mexicanos, así como con control sobre recursos, regiones y quizá hasta terrorismo. Por ello, lo que hagan los priístas puede tener un enorme efecto sobre el resto de la sociedad.

En su reciente asamblea, los priístas decidieron reivindicar todos los vicios históricos de su partido. Retornaron a todas las tesis que los priístas asocian con su época de oro: aquellas vigentes en las décadas de los treinta a los cincuenta. En esos años el PRI (y sus predecesores) eran los amos del país; legítimamente podían presumir que representaban a un amplísimo número de mexicanos. La razón por la que podían sentirse tan exitosos estribaba en que habían logrado pacificar a un país luego de una cruenta revolución; habían comenzado a mostrar éxitos impactantes en sus políticas de desarrollo, como era el caso de los proyectos de riego en el noroeste del país y se habían convertido en el partido progresista de México. Era, ni más ni menos, el único partido que ofrecía un futuro promisorio a una población fundamentalmente rural, pero cuyos contingentes urbanos crecían con gran rapidez, a partir de que los resultados tangibles validaban su oferta política.

Cincuenta años después el mundo y el país han cambiado. La población se ha cuadruplicado; la proporción de mexicanos que vive en el campo respecto a la que vive en la ciudad se ha invertido: del 80% al 20%; la naturaleza de la vida económica se ha transformado varias veces; y, por si todo eso no fuera poco, los niveles de educación se han elevado en forma estrepitosa. Hoy, por los abusos de tantos años en el poder, al PRI se le asocia con corrupción e incompetencia. En este contexto no es difícil explicar la brutal reacción de los priístas en su XVII asamblea.

Los priístas reaccionaron contra el manipuleo que se ha hecho de su partido a lo largo de las últimas décadas. Las conclusiones de su asamblea no son más que eso: una vulgar reacción al uso y abuso que ellos perciben que sucesivos gobiernos han hecho del PRI y la exclusión que los priístas tradicionales sienten respecto a los puestos públicos y a los beneficios económicos que el poder conlleva dentro del esquema político priísta. Las frecuentes crisis de la economía, aunadas a las reformas económicas, desde la perspectiva priísta, no han hecho otra cosa sino reducir sus espacios de acceso al poder y a las prerrogativas económicas inherentes -es decir, a la corrupción. La reacción era anticipable, pues ya desde la XIV asamblea había sido evidente el rechazo priísta a las políticas y criterios gubernamentales. Lo inédito es que ahora los priístas creen que cuentan con un margen de maniobra magnificado por la decisión del presidente Zedillo de limitar su marco de acción a lo que establece la Constitución, pues ésta evidentemente no le confiere el control del PRI.

Aprovechando sus nuevas libertades -y evidente descontento-, los priístas no hicieron sino ratificar sus tradiciones. La asamblea no arrojó cambio ideológico alguno, ni adoptó formas nuevas de actuación y ni siquiera hubo propuesta alguna orientada a alterar la concepción de gobierno. Los consensos dentro del PRI no se refirieron en modo alguno a sus propias estructuras o tradiciones, sino precisamente a lo contrario: virtualmente todos sus acuerdos constituyen un rechazo a lo que ellos llaman tecnocracia y un clamor por el regreso a los viejos modos de hacer las cosas. Por ello adoptaron criterios muy cerrados para la selección de candidatos, a la vez que ratificaron la estructura corporativa del partido y manifestaron claramente su predilección por un modelo burocrático para la economía donde predomine un estado patrimonialista. La rechifla a los partidos de países democráticos y la ovación a todos los partidos totalitarios del mundo no lograron más que demostrar la profundamente arraigada tradición antidemocrática del PRI. Por todo ello, la primera gran implicación de esta asamblea es que los priístas ya son dueños de su propio destino. Ahora sí ya no tendrán tecnócratas ni presidentes a los que responsabilizar de su futuro -o de sus fracasos.

Por lo anterior, me parece que esta asamblea tendrá consecuencias importantes en tres ámbitos: en el de la estabilidad política, en el del gobierno y en el del propio PRI. Por lo que respecta a la estabilidad política, el nuevo mecanismo de selección de candidatos entraña riesgos nada despreciables. A final de cuentas, la razón original de ser del PRI era precisamente la de resolver disputas de sucesión entre los propios líderes revolucionarios. Con la creación del PNR se buscaba solventar esos conflictos mediante un monopolio de las decisiones de sucesión que a la vez protegiera, premiara y, en todo caso, controlara a los perdedores. Desaparecido el monopolio, los priístas tendrán que encontrar alguna manera de disciplinar a los candidatos perdedores. El problema es que muchos de los que ahora serán aspirantes a la sucesión bien podrían contar con recursos propios -o la capacidad de afectar intereses nacionales importantes. Un levantamiento o una escisión de priístas antes eran virtualmente imposibles por una presidencia fuerte y bien pertrechada que ya no existe. Por ello, los riesgos de la indisciplina de los perdedores no son irrelevantes.

Las consecuencias del nuevo consenso priísta sobre el gobierno son de otra naturaleza. Los priístas han ratificado sus tesis más viejas, incluyendo algunas, como el nacionalismo revolucionario, que constituyen una afrenta directa a muchas de las posturas formales del gobierno. En adición a ello, es de preverse que la próxima camada de priístas en el congreso no sólo no va a deber lealtad alguna al gobierno o al presidente, sino que además va a estar conformada con los hijos del rechazo que se manifestó en la asamblea. De ahí que la primera consecuencia sobre el gobierno de lo que llaman «nuevo» PRI sea precisamente la oposición, si no es que el bloqueo, que representarán en la Cámara para las iniciativas gubernamentales. A su vez, los priístas lograron, de un plumazo, alienar totalmente al gobierno, que ahora no tendrá incentivo alguno para apoyar al PRI. En este contexto es posible imaginar que los panistas, sí comprenden el momento político y logran disciplinar a sus propias huestes en el Congreso en aras de aparecer como un partido estable y confiable para la población ante las elecciones del 2000, acaben siendo mucho más amigables y cercanos al presidente, sobre todo en materia económica.

Finalmente, la nueva independencia de los priístas respecto al gobierno tiene sus propios problemas. A menos de que los priístas también crean que pueden retornar a las prácticas electorales fraudulentas, su selección de candidatos va a ser una pesadilla. Tendrán que elegir candidatos que puedan ganar votos entre una población que ya no se siente representada por los priístas, además de cargar con un discurso vacío producto de su tajante rechazo a adoptar posturas más atractivas a la población. Los candidatos atractivos para los priístas no necesariamente lo son para los votantes, como hemos visto tantas veces en los últimos años.

Los priístas volvieron al pasado y rechazaron la necesidad de adaptarse a las nuevas realidades -electorales y económicas- del país. Prefirieron refugiarse en la memoria de un nirvana que hace mucho dejó de ser y que a futuro ya no puede ser. Con ello ratificaron cuarenta años de obsolescencia ideológica. Ahora tendrán que aprender a vivir con las consecuencias y el país deberá ajustarse a las sorpresas y situaciones inéditas que esos altibajos produzcan.