Luis Rubio
Hay dos verdades de perogrullo que todos los mexicanos conocemos bien. Una es que muy pocos mexicanos pagan todos sus impuestos y, de los que los pagan, ninguno siente que recibe a cambio los servicios en la calidad y cantidad que el gobierno supuestamente debería proporcionar. La otra es que los métodos que el gobierno emplea para intentar cambiar esta situación no siempre son muy civilizados ni efectivos, pues con frecuencia incluyen el terror y el mal ejemplo. Desde luego, muchos individuos negarán la primera aseveración en tanto que el gobierno negará la segunda, pero ambas son sin duda ciertas. Quizá sea tiempo de replantear todo el esquema de relación gobierno-ciudadanía en lo que al fisco se refiere.
Para comenzar, los números le dan la razón al gobierno. Las cifras de ingresos gubernamentales revelan que no todos los mexicanos pagan sus impuestos o que pagan menos de lo que deberían. En la práctica, esto se confirma: hay muchísimos mexicanos que no pagan nada de impuestos, en tanto que hay algunos que pagan menos de lo que les correspondería. Aquí se encuentra la primera ironía de la política de fiscalización del gobierno: por increíble que parezca, la estrategia gubernamental está orientada a fiscalizar a los que sí pagan impuestos, seguramente con la esperanza de encontrar a aquellos que pagan menos de lo que debieran, en lugar de atacar a los que, debiendo pagar, no pagan nada (como son todos los que conforman la economía informal, que parece incluir a alrededor del 50% de la población económicamente activa). Quizá sea más fácil perseguir a quienes pagan menos de lo que debieran, pero el hecho de no atacar a quienes ni siquiera tienen Registro Federal de Causantes no sólo no ayuda a aumentar la recaudación gubernamental, sino que también disminuye la credibilidad y legitimidad de todo el esfuerzo fiscalizador.
Para intentar elevar los ingresos por concepto de impuestos el gobierno ha recurrido a métodos que, aun bajo la mas favorable interpretación, son de muy dudosa constitucionalidad. En el peor de los casos esos métodos no logran más que causar pánico, es decir terror, en lugar de generar ingresos, además de que, en las circunstancias actuales, seguramente redundarán en aumentar la animadversión generalizada hacia el gobierno. De una manera u otra, esta forma de luchar contra la evasión fiscal, por absolutamente legítima y necesaria que sea, acabará siendo contraproducente.
En todos los países el fisco cuenta con facultades para auditar a las personas y las empresas y con ello comprobar si el causante ha cumplido con sus obligaciones. Este mecanismo es lógico y necesario pues, sin capacidad coercitiva sobre los causantes, nadie pagaría. Pero la manera en que el gobierno fiscaliza es fundamental para mantener la legitimidad que es indispensable para realizar su función, así como para evitar causar terror entre la ciudadanía. Para eso, en países en que existe estado de derecho, el fisco cuenta con amplias facultades para auditar, pero también con límites muy estrechos en términos de la manera en que pueden realizar esa función.
En términos generales, el fisco en países con estado de derecho tiene facultades para auditar a cualquier persona o empresa y, a partir de que se inicia una auditoría, revisar la vida y milagros de ese causante. Puede solicitar toda la información que desee sobre esa persona o empresa a los bancos, a establecimientos comerciales o a los fiscos de otros países con quienes existan acuerdos en la materia. Además, puede llevar a cabo todos los cruces de información que considere necesarios para fiscalizar a clientes, proveedores o empleados de la persona o empresa.
Lo que las autoridades fiscales no pueden hacer en países en que está vigente el estado de derecho es investigar a toda la población sin que existan auditorías expresamente iniciadas a todos y cada uno de los causantes. Es decir, la facultad de auditar integralmente a una persona o empresa se limita a esa persona o empresa. Donde existe estado de derecho no se puede solicitar información general sobre personas o empresas a las que no se les ha iniciado formalmente una auditoría. Puesto en otros términos, en un estado de derecho no se vale hacer razzias fiscales, luego de las cuales las personas tienen que probar su inocencia, lo cual es contrario al criterio más elemental del derecho. En este sentido, las solicitudes de información general que ha requerido el fisco de los bancos, agencias de viaje, agencias de ventas de automóviles y joyerías no sólo demuestran la ausencia del estado de derecho, independientemente de que existan facultades específicas para emprender semejante cacería en la obscuridad, sino que también son de muy dudosa constitucionalidad. Además, bien podrían resultar contraproducentes.
Esta no es la primera cruzada fiscal que se emprende en el país. La única experiencia relativamente exitosa ha sido la de la primera parte del sexenio pasado. Lo que se hizo entonces fue penalizar severamente a los evasores, a la vez que se amplió el número de causantes en forma muy significativa. El uso del garrote obligó a un sinnúmero de personas a regularizar su situación fiscal y México comenzó a vivir una situación inédita: por convicción o por temor, la parte moderna de la economía -tanto personas como empresas- abandonó las prácticas ancestrales de evasión y elusión fiscal.
Por más que ese éxito fue notable y, dada la tradición, impresionante, el esfuerzo quedó trunco en dos aspectos. Uno fue la protección política de facto que obtuvo la parte de la sociedad que ostensiblemente incluye a los dos mayores evasores: la economía informal y el narcotráfico, mismo que, además, es una actividad delictiva. Esa protección presumiblemente persiste, puesto que la SCHP ha decidido atacar precisamente al segmento de la sociedad donde se encuentran quienes sistemáticamente pagan sus impuestos -aun cuando, entre éstos, haya quienes no los pagan puntual o íntegramente. El otro aspecto que limitó el éxito de esa cruzada fue que la ampliación del número de contribuyentes quedó muy corto de su objetivo porque el mero uso del garrote es insuficiente para convencer a la población de la necesidad de pagar impuestos. La población percibe -no sin razón, dada la evidencia de los meses recientes y de la inseguridad pública que la agobia- que los impuestos se mal usan, que la corrupción es generalizada y, por lo tanto, que el pago de impuestos no es una obligación moral, sino meramente una exigencia de un gobierno que prefiere el garrote a la zanahoria y que, a final de cuentas, no está cumpliendo con las obligaciones más básicas -incluso las más primitivas- de cualquier estado.
La mano del fisco tiene que ser firme, pero también debe ser percibida por todos como pareja y justa. Sin embargo, da la impresión de que la urgencia por recaudar -que es legítima- está siendo orientada más por la desesperación que por una estrategia sensata de acción. Esa estrategia, además de firme, pareja y justa, debiera ser inteligente para no caer en cacerías de brujas como la que se desató contra los sacadólares a principios de los ochenta, con las consecuencias que todos conocemos.
La estrategia actual no está diseñada para asegurar el pago puntual y exacto (que es el supuesto de ley que otorga al gobierno la capacidad coercitiva para el caso de los impuestos) sino para atemorizar y, en este sentido, no es más que una estrategia terrorista. Lo peor de este tipo de política es el hecho de que una persona atemorizada, por estarlo, no paga más impuestos, sino que comienza a esconder sus ingresos, a internarse en toda clase de mercados negros y a realizar operaciones diseñadas para protegerse, todo lo cual no hace sino disminuir la inversión y el ahorro interno (pues generalmente lo convierte en fuga de capitales). Todo ello imposibilita la creación de un ambiente de confianza y credibilidad, sin el cual el desarrollo económico es imposible. A lo mejor la SHCP sí logra elevar los ingresos fiscales sin atacar frontalmente a los grandes defraudadores, pero su método terrorista puede costarle la viabilidad, económica y política, del país.