PARADOJAS E IRONIAS

Luis Rubio

El nuestro es un país de increíbles paradojas. Somos una cosa, pero decimos que somos otra; criticamos al gobierno, pero con frecuencia nos comportamos como él; pretendemos que buscamos fórmulas de desarrollo, pero nos empeñamos en preservar el subdesarrollo. Basta observar la manera en que como nación funcionamos en algunos ámbitos, para concluir que somos expertos en dar un paso para adelante y dos para atrás sin por ello reconocer que, en términos netos, hemos retrocedido y, peor aún, seguimos retrocediendo.

Nuestra historia es rica en toda clase de ironías. Dos que son particularmente relevantes en la actualidad son visibles en el enorme contraste que existe entre el discurso político y la realidad. Una de ellas tiene que ver con el federalismo y la otra con la democracia. Se trata de dos palabras para denotar conceptos que los mexicanos empleamos con singular ironía, a pesar de que en la práctica, ninguno de los dos existe, ni nunca nos hayamos puesto de acuerdo en qué quieren decir. Eso no nos ha impedido que hablemos de federalismo, que anunciemos que México es un país federal y que tengamos infinidad de leyes que le otorgan facultades a los estados y municipios, cuando en la realidad, que todos también conocemos, lo que de verdad pasa es que los conflictos se siguen resolviendo en la ciudad de México y los políticos, en general, se alinean a lo que ahí se decide. Aunque ciertamente el poder relativo del ejecutivo federal ubicado en la capital del país respecto a los estados ha disminuido, México sigue siendo un país enormemente centralizado. Vaya ironía.

En el caso de la democracia las ironías son interminables. Virtualmente no hay mexicano que no hable de democracia, aunque cada uno tiene una manera diferente de identificarla. Algunos la invocan para justificar su incapacidad para tomar e instrumentar decisiones. Otros, de los que con mayor fuerza la invocan, son quienes buscan avanzar sus posiciones políticas por medios nada democráticos. Las llamadas «concertacesiones», por ejemplo, son mecanismos que han empleado los políticos en los últimos años para intentar resolver disputas post-electorales. Evidentemente las concertacesiones no son ejercicios democráticos, pero han sido una manera efectiva de modificar los equilibrios de poder que antes dominaban los priístas. Pero no nos engañemos: se trata únicamente de instrumentos para alterar el balance de poder y no necesariamente una manera de avanzar en la construcción de la democracia. Lo más irónico de todo es que nos envolvemos en la bandera de la democracia para abogar por la utilización de los medios más antidemocráticos que alguna vez se inventaron, como son la componenda y el chantaje político.

Las ironías y paradojas son ubicuas en el país. En los últimos meses, el tema que más énfasis ha recibido por parte del gobierno ha sido el del ahorro interno. Además de discursos, debates y toda clase de promociones, ahora existe legislación en materia de pensiones y de seguridad social que, confía el gobierno, permitirán elevar el ahorro interno en el futuro mediato. Lo irónico del asunto es que el gobierno va a contracorriente con lo que ha venido pasando en el sector financiero en los últimos años. Yo me pregunto si no es paradójico, irónico y, sobre todo, absurdo el que se esté promoviendo el ahorro interno precisamente cuando los bancos se han dedicado a cancelar alrededor de veinte millones de cuentas de ahorro de sus sucursales en los últimos años. Es decir, mientras que el gobierno, correctamente, se dedica a promover una cultura del ahorro, los intermediarios se dedican a desestimularlo.

Algo parecido ocurre con la electricidad. Los precios de la electricidad eran más o menos iguales a los del resto del mundo antes de la devaluación de 1994. Ahora la electricidad es, en términos reales, mucho más barata en el país porque su precio no ha aumentado a la velocidad a la que se ha depreciado el tipo de cambio. Uno podría pensar que esto constituye una gran noticia, por el simple hecho de que hay por lo menos un ámbito en el cual los precios no han subido tanto. Pero si vemos el otro lado de la moneda, el asunto se vuelve paradójico. Por una parte, pudiera estar ocurriendo que el costo de producir la energía sea mayor que su precio de venta, algo nada descabellado si se considera que la energía se produce con petróleo o con gas, cuyos precios, otra vez en términos reales, han venido ascendiendo. En este caso somos todos los mexicanos los que acabamos pagando el subsidio oculto que entraña el precio actual de la energía eléctrica. Por otra parte, también ocurre que algunos de los exportadores más grandes, en la práctica, no exportan acero, aluminio o vidrio, sino electricidad barata. Es decir, se han vuelto competitivos para exportar no necesariamente porque sean muy eficientes en la producción, sino porque todos los demás mexicanos les estamos regalando, a través de nuestros impuestos, la electricidad. Se trata de una de esas paradojas que son terriblemente costosas e inequitativas.

En el debate en torno al modelo económico, si así se le puede llamar al conjunto de monólogos que han tenido lugar en los últimos meses, es patente el uso de términos que no guardan relación alguna con la realidad. Por el lado del gobierno se afirma que en México hay una economía de mercado y que son los mecanismos del mercado los que sirven para guiar el desarrollo económico. Yo me pregunto qué clase de mercado tenemos cuando: a) la principal empresa del país (Pemex) y la segunda (CFE) no están sujetas a las reglas del mercado y ni siquiera publican balances con contabilidad semejante a la del resto de las empresas del mundo; b) las empresas mexicanas de cierto tamaño para arriba nunca quiebran, incluso cuando sus pasivos son mayores que sus activos. O bien todas son sumamente exitosas, o todos vivimos en una gran ficción; y c) las prácticas regulatorias y monopólicas que en la realidad existen no permiten la creación fácil de nuevas empresas, no favorecen a los mejores empresarios sino a los mejor conectados y no castigan los errores empresariales, pero si penalizan la creación de empleos. Se admira a Chile, pero no se ha seguido su ejemplo en cuanto a liberalizar, desregular y sujetar a la economía a las leyes del mercado.

Por el lado de muchos de los críticos del modelo económico, al que llaman «neoliberal», whatever that means, todo el énfasis está en volver al pasado, en reconstruir la economía que nos llevó a las crisis de los setenta y ochenta y a privilegiar al gobierno como el salvador: a ese mismo gobierno que no le sabe poner precio a la electricidad, en beneficio de unos cuantos exportadores. En lugar de propugnar por el avance de los derechos de los consumidores y, en todo caso, de los ciudadanos, los críticos son igual de paradójicos que el gobierno: lo que sin darse cuenta proponen es menos empleos y menores ingresos pero, eso sí, más rollo gubernamental. Pero la máxima ironía reside en la oposición a ultranza a la privatización de cualquier cosa; eso sí, si de petroquímica se trata, vamos a hacer un fondito para que las acciones las adquieran los propios perredistas, encabezados por la viuda del general. Es decir, están contra el «neoliberalismo» sólo cuando no les conviene.

El país viviría sometido a menos ironías si en lugar de pretender ser lo que no somos simplemente reconocieramos lo que sí somos; si buscaramos que los programas gubernamentales ayudaran a que las personas mejoren sus habilidades, en lugar de apoyar a las empresas que los desemplearon y que se están muriendo; si nos dedicáramos a buscar puntos de convergencia en lugar de profundizar los que nos alejan; si unidos buscamos la consolidación de la economía y de la reforma electoral. En otras palabras, acabemos con las paradojas que nos impiden vernos a nosotros mismos tal cual somos y a la realidad de nuestro país como es, y dediquémonos a salir adelante con lo que somos y tenemos.

 

CERTIDUMBRE Y CRECIMIENTO ECONOMICO

Luis Rubio

¿Qué es mejor -o menos malo- para el crecimiento económico: un ladrón que acecha intempestivamente o un bandido que se posesiona de una empresa o de una ciudad? Esta es una metáfora que emplean los autores de un nuevo libro* para intentar explicar qué es lo que permite que las economías de algunos países crezcan muy rápidamente, en tanto que las de otros se estanquen. La respuesta que dan los autores a esta interrogante es muy sugestiva: un ladrón se roba lo que ve a su paso y no le importa nada el futuro. Un bandido, en palabras de ellos, que se asienta en un lugar va a hacer lo posible por favorecer el crecimiento económico que le produzca ingresos en la forma de impuestos De esta parábola, los autores países y otros no se pueden explicar meramente por razones económicas o de política económica. De ahí, los autores relatan un conjunto de entrevistas realizadas en los diez países que estudiaron, de lo que concluyen que la esencia de la credibilidad de un gobierno yace en las facultades discrecionales con que cuenta. Mientras mayores son esas facultades, menor será su credibilidad. Para ilustrar este punto, comparan paises con elevadísima corrupción, como Italia, Japón o India, para demostrar que el crecimiento es independiente de la estructura política o de la existencia de corrupción. Más bien, dicen los autores, los gobiernos que tienen abundantes facultades discrecionales acaban abusando de ellas, con frecuencia sin darse cuenta.

Según los autores, lo que permite lograr esa credibilidad es «la existencia de un marco político caracterizado por reglas que no se hacen cumplir en forma arbitraria, así como por un proceso de definición de reglas que es transparente y predecible… El problema de la falta de creibilidad puede existir en una democracia y en una autocracia, puede tener caracterísitcas benévolas o malévolas». De una o de otra forma, dicen los autores, sin credibilidad gubernamental, no hay crecimiento económico. La credibilidad, por su parte, no se puede establecer por decreto; más bien, ésta se logra precisamente cuando un gobierno deja de tener la capacidad legal y política de alterar las reglas del juego cuando así lo considera pertinente.

Por todo lo anterior, aunque la política económica obviamente es crucial en la posibilidad de que un país logre que su economía crezca aceleradamente, el principal factor, y quizá el que se ha convertido en un ancla para el desarrollo de México, es de orden político. Las comparaciones contenidas en el libro demuestran convincentemente que lo importante para el crecimiento económico no es la existencia de un marco político democrático, sino de uno funcional: uno que sea predecible, confiable, constante y consistente. En alusión casi directamente relevante para nosotros, los autores afirman que un país puede adoptar formas democráticas, como elecciones limpias y reconocidas y, sin embargo, no lograr el crecimiento, pues lo que importa no es el hecho de la democracia, sino los arreglos institucionales que están detrás del sistema político y que son los que explican las elevadísimas tasas de inversión y de crecimiento que han vendio observando países nada democráticos como Singapur o el Chile de Pinochet, o tan inestables en términos polítocos como Tailandia e Italia. En todos estos países, la economía funciona al margen de la política porque no se ve afectada por ésta.

Si uno observa desapasionadamente el intento de construcción de un entorno estable y creible de política económica que tuvo lugar en el país a lo largo de los últimos años, es evidente una búsqueda sistemática por conferirle credibilidad a la política económica. En este sentido, el TLC con Estados Unidos y el ingreso a la OCDE fueron dos mecanismos diseñados conscientemente para establecer límites a los bandazos históricos en la política económica. En adición a lo anterior, se adoptaron políticas de avanzada en el marco del mundo de países en desarrollo con el objeto de aumentar la probabilidad de éxito de la economía mexicana. El hecho de que ninguno de estos mecanismos y decisiones haya logrado resolver el problema de la certidumbre, como hoy es notorio, sugiere que el problema es mucho menos estrictamente económico y mucho más de orden político. Por ello, lo que los autores del libro preguntan no es si existen las políticas idóneas para promover el desarrollo -las cuales probablemente, en un sentido general, ciertamente existen-, sino si éstas son creibles. Por donde uno le busque, no hay manera de afirmar que lo son. Y ese es el problema político de la economía mexicana.

En la medida en que un gobierno pueda cambiar las reglas del juego, aumentar los impuestos, redefinir las tarifas arancelarias, interpretar las leyes a su antojo o modificarlas con un mecanismo de aplanadora, sus políticas simplemllevan a conclusiones sumamente importantes para el México de hoy. En particular, su investigación es muy reveladora y contundente: los países que crecen son aquellos en los que existe fuerte credibilidad política y viceversa: los que se caracterizan por bajos niveles de crecimiento son precisamente aquellos en los que existen elevados niveles de invertidumbre, arbitrariedad gubernamental y discrecionalidad en la toma de decisiones, mismos que se traducen en bajos niveles de inversión y poco crecimiento.

*Borner, S. et al, Political Credibility and Economic Development, St Martin»s Press, 1995

El estudio compara seis países de América Latina con cuatro países asiáticos. Unos son plenamente democráticos, otros son dictaduras más o menos encubiertas y los demás son casos intermedios. El crecimiento económico de cada uno de ellos, sin embargo, trasciende a los sistemas políticos e incluso, dentro de ciertos márgenes, a la política económica. En una cita reveladora, los autores del libro citan a un empresario que había trabajado tanto en Indonesia como en Brasil: la diferencia entre Brasil e Indonesia es que «en Brasil llegaba todas las mañanas a mi oficina y lo primero que hacía era revisar los periódicos para ver si se había emitido un nuevo decreto o si había algún nuevo reglamento que pudiese afectar o destruir nuestro mercado. En Indonesia algo así no podría pasar nunca; el sentido de dirección general de la política gubernamental es bien conocido y el compromiso gubernamental de seguir esa dirección es completamente creible. En Indonesia ni siquiera tenía yo que ver los periódicos». Indonesia puede ser tanto o más corrupto que Brasil, más o menos democrático como sistema polítco. Sin embargo, los empresarios saben a qué atenerse y, por lo tanto, se dedican a invertir, a crear empleos y a crecer tanto como son capaces.

No creo que sea necesario preguntar si México se parece, en el ejemplo anterior, a Brasil o a Indonesia. Si algo ha plagado a México por décadas son precisamente los bandazos, los cambios de dirección, los cambios de política y, en una palabra, la ausencia de un marco de política económica que sea creible. La pregunta es qué es lo que permite lograr esa credibilidad y permanencia. La argumentación del libro es muy convincente, sobre todo porque nada tiene que ver con explicaciones ideológicas u ontológicas. Su enfoque es plenamente analítico.

 

PEMEX – LOS VICIOS DE ORIGEN

Luis Rubio

El problema de Pemex no es presupuestal ni tiene que ver con el gasto en mantenimiento, sino su naturaleza y estructura de origen. Todo en esa entidad (porque no se le puede llamar empresa) fue diseñado para que un grupo de burócratas y miembros del sindicato lucraran del recurso natural más importante con que cuenta el país. Por décadas, ese mundo de fantasía benefició a ese pequeño grupo de privilegiados, a costa de los intereses del resto de los mexicanos. Los intentos recientes por comenzar a profesionalizar la administración de la industria súbitamente contrapusieron los intereses de algunos contra el resto de la entidad, produciendo el deterioro que se ha traducido en un accidente sobre otro. Sin cambiar la estructura y naturaleza de la entidad, el deterioro y el conflicto proseguirán.

Desde que se creó Petróleos Mexicanos luego de la expropiación de las empresas petroleras en 1938, la industria fue apropiada por su administración y sindicato. La retórica y la politización de que vino acompañada de la expropiación petrolera se convirtieron en el marco de referencia para quienes, a partir de ese momento, se convertirían en los nuevos encargados y responsables de la industria. En lugar de prácticas empresariales sanas, la nueva empresa se dejó llevar por el populismo y la retórica expropiatioria. No pareció haber mejor manera de interpretar el fervor nacionalista y revolucionario de la expropiación que otorgándole todos los beneficios de la riqueza petrolera a quienes trabajarían en la nueva empresa.

De esta manera, como si se tratara de una parcela de tierra respondiendo al llamado zapatista de que la tierra es para quien la trabaja, sucesivas adminsitraciones de Pemex y el sindicato vieron a la empresa como un botín y nada más. Con el pasar de los años esa realidad se institucionalizó a través de acuerdos explícitos en materia de contratos, a través de los cuales el sindicato no sólo representaría a los trabajadores, que era su función teórica, sino que sería el beneficiario de la mitad de los contratos de obra que requiriera la empresa. Es decir, el sindicato actuaría como empresario en la mitad de los contratos que expidiera la empresa. Con ello el sindicato dejó de ser meramente el representante de una de las partes en las negociaciones laborales, para convertirse en el beneficiario principal -y, de hecho, dueño- de la riqueza petrolera que, supuestamente, es de todos los mexicanos.

Los adminsitradores de Pemex y su burocracia desde 1938 no se quedaron a la zaga. Aunque el sindicato era una característica permanente en la empresa, la mayoría de los directores que fueron nombrados para encabezarla y sus equipos normalmente no tuvieron dificultad alguna para entender «la jugada» y convertirse en socios del sindicato en la obtención del botín. Lo importante era que todos los ahí involucrados salieran ganando, algo no muy difícil de lograr cuando se estaba dispuesto a participar y favorecer la corrupción, dado que el dueño de la empresa -el gobierno- jamás se ha preocupado por hacer valer su derecho y cumplir con la función de virtual fideicomisario que implícitamente tiene con todos los demás mexicanos.

6

6situacionesexpropiatoriaadministracionesadministración

6objetivos (al menos en teoría) , en frecuencia sigan coincidiendo,

5maraña de corruptelas y vicios, así como con es,,n. Todo esto ha producido óicaentidad la realidad

5

 

La vieja relación de beneficios mutuos entre el sindicato y la adminsitración ha desaparecido. La relación laboral se ha deteriorado de una manera creciente, al grado en que los intereses de ambos, por más que con gran frecuencia sigan coincidiendo, ya no son percibidos como iguales. Esto ha puesto al sindicato a la defensiva, lo que inevitablemente complica la operación de la entidad. En el caso de Cactus, según personas de Pemex, la explosión ocurrió porque los obreros sindicalizados se niegan a permitir que las válvulas automáticas de seguridad funcionen en automático, pues suponen que la automatización implica reducciones de personal. Al manejarlas en forma manual, incrementan los riesgos de que se cometa un error, tal y como ocurrió el día de la explosión. Lo interesante es que las válvulas automáticas fueron instaladas recientemente precisamente porque había habido mantenimiento preventivo y porque una auditoría de seguridad había indicado la necesidad de reemplazar las válvulas manuales por automáticas.

Los intentos por profesionalizar a Pemex y por reducir gastos no parecen haber afectado los presupuestos de mantenimiento y seguridad, pero sin duda han creado una situación explosiva debido a la mala relación que existe entre la adminsitración y el sindicato. Los objetivos de ambas partes son distintos y las desconfianzas enormes. Pero el problema no es exclusivo de Pemex. Los pleitos al interior de la entidad son problema de la entidad misma; pero en la medida en que afectan la vida de la ciudadanía, éstos pasan a ser asunto de la sociedad entera. El gobierno ha ignorado el interés de los mexicanos en la explotación de la riqueza petrolera, pero no puede ignorar el interés más básico por su seguridad física.

En la medida en que Pemex continúe siendo el botín de unos cuantos, la pretensión de ser una empresa al servicio de los mexicanos no dejará de ser lo que siempre ha sido: risible. Ese botín, como todos los botines, genera intereses encontrados que no son fáciles de conciliar. Y los intereses creados producen disposición a cualquier cosa con tal de preservarlos, como han revelado las explosiones de Guadalajara y las dos más recientes. Si no el interés económico de los mexicanos, ¿será posible proteger al menos su integridad física?

 

LA ASAMBLEA QUE SALVO AL PRESIDENTE

Luis Rubio

La reciente asamblea del PRI cambió la realidad política nacional. El mundo de la política no comienza ni se agota en el PRI, pero ningún actor político puede ignorar lo que haga ese partido. En este sentido, la XVI asamblea del PRI indudablemente tendrá repercusiones mucho más alla de ese partido. Para comenzar, esa asamblea bien puede haber acabado salvando al gobierno actual al obligarlo a actuar en el terreno político de una manera que no le era natural ni mucho menos prioritaria.

La trascendencia de lo que ocurrió en la asamblea del PRI es extraordinaria, particularmente porque ésta no ocurrió en un vacío, sino que se inscribe dentro de la transformación que experimenta la política nacional en general como resultado de la presión que han venido ejerciendo los partidos de oposición y de los cambios inducidos por el presidente Zedillo a partir de aquella expresión aparentemente tan simple de mantener una sana distancia respecto al PRI pero que, en realidad, constituía una redefinición radical de la naturaleza del sistema político tradicional.

De esta manera, la política mexicana ha experimentado dos grandes cambios entre 1994 y 1996. El primero fue la decisión de Ernesto Zedillo de alterar la estructura y naturaleza histórica de la presidencia al abdicar las llamadas facultades «meta-constitucionales» que todos sus predecesores habían empleado como instrumento para el control político. El segundo de los cambios, en parte respuesta al primero, fue la asamblea del PRI, en que el partido mostró una gran capacidad de consolidación interna y de acción independiente del gobierno. Estos dos cambios están directamente conectados: los priístas reprobaban las acciones presidenciales y en su asamblea actuaron al respecto.

Desde el inicio de la administración, el presidente fue intentando definir una nueva relación con el PRI, que fuese compatible con su convicción de la necesidad de abrir el sistema político, fortalecer a los poderes legislativo y judicial e incorporar a los procesos políticos al reino de la ley. Ese proceso de definición fue cambiando con el tiempo. Comenzó con la propuesta presidencial de manetener una «sana distancia» y llegó, en la asamblea, a definir al PRI como «mi partido». Los cambios y titubeoese proceso.

La implicación directa de la asamblea del PRI fue que el presidente súbitamente perdió el monopolio de la sucesión presidencial, monopolio que él había afirmado que no emplearía. Sin embargo, la reacción presidencial fue la de reconocer que en esa pérdida podía perder la capacidad de gobernar. De ahí que -contra todas sus acciones, sobre todo durante el primer año de gobierno- desde la asamblea el presidente se haya dedicado a tratar de recomponer la relación con el PRI. Como el PRI también ha venido cambiando tanto para ajustarse a la nueva lógica presidencial así como a la competencia real que enfrenta en las urnas en muchas partes del país, lo que estamos viendo es un proceso de acomodo de ambas partes, con resultados que probablemente no serán evidentes sino hasta después de las elecciones de 1997.

Tres parecen ser los escenarios que podría arrojar esta redefinición y recomposición de la relación PRI-gobierno. El primero es que el presidente intente retornar a las viejas estructuras de la presidencia. Este escenario implicaría que el presidente reconoce lo perdido y las dificultades de gobernar sin la estructura vieja, lo que le lleva a intentar liderear al PRI a la vieja usanza. Aunque retornar al pasado es claramente imposible, muchos de los dinosaurios indudablemente apoyarían al presidente si éste decidiese abandonar su pretensión de reforma. El segundo escenario, quizá el más probable, consistiría en que el presidente buscaría hacer todo lo necesario para asegurar su capacidad de proseguir con la política económica, único tema en el que no ha habido variación desde el principio, pero que comienza a verse afectado por la nueva situación política (como ejemplificó el caso de la petroquímica). Mientras que, por ejemplo, todo parecía indicar que la fracción priísta del próximo Congreso sería fuertemente anti-zedillista, en este escenario el presidente buscaría asegurar una presencia clara y fuerte en la Cámara de Diputados y Senadores a través de individuos confiables y leales para el próximo trienio. Su propósito sería el de mantener el control, asegurar la viabilidad política de la política económica y evitar nuevos retos a su credibilidad y permanencia.

El tercer escenario consistiría en una profunda reforma política, lidereada por el presidente, orientada a convertir al PRI en un verdadero partido, a crear nuevos tipos de mecanismos de participación y representación y a apoyarse en un PRI «renovado» para el futuro. Este escenario entrañaría un giro radical hacia la imparcialidad absoluta respecto a los partidos políticos y los procesos electorales, un énfasis muy superior en el terreno de los derechos ciudadanos y de la legalidad, un ánimo de transformación de las relaciones políticas, una decisiva acción en materia de seguridad de la ciudadanía, sometiendo a las policías a la ley, y un abandono de las prácticas patrimonialistas en el ámbito económico para introducir la economía de mercado de que habla el gobierno pero que todavía no lleva a la práctica. Todo indica que el énfasis se encontrará en el segundo escenario, lo que no tiene porque descartar algunos intentos de incursión, al menos discursiva, en el tercero.

Independientemente de cual llegue a ser el escenario que se conforme de aquí a las elecciones legislativas de 1997, la XVI asamblea del PRI ha obligado al gobierno a desplegar una inusual presencia en el terreno de lo político desde que ésta tuvo lugar. Es bastante evidente que ninguno de los criterios del actuar gubernamental que privaban antes de la asamblea sigue vigente en la actualidad. Hemos visto cambios en la propia estructura del PRI y un nuevo enfoque en las decisiones gubernamentales en general -sobre todo para incorporar las quejas y demandas de los grupos de interés dentro del partido (y de sus socios). Desde esta perspectiva, es posible anticipar algunos cambios significativos para los próximos meses en materia política. Por ejemplo: a) es muy probable que haya cambios en el gabinete, orientados a incorporar «zedillistas» y, con ello, proteger y fortalecer al gos que fueron acompañando a estos cambios de definición crearon dos situaciones. Por una parte, los enormes vacíos que dejó la retirada presidencial del control del partido, del poder legislativo y del judicial fueron tomados, al menos en muchas instancias, por los dinosaurios y no, como el presidente seguramente esperaba, por nuevas instancias que fortalecieran la democracia. Es decir, la primera consecuencia de la política presidencial fue el fortalecimiento de algunos dinosaurios y el debilitamiento de toda la estructura tradicional del sistema político, incluyendo la presidencia. Por otra parte, muchos priístas aprovecharon el descontrol presidencial para comenzar -realmente para continuar lo que ya venía desde los ochenta- una compleja restructuración y redefinición del propio partido. Esto fortaleció a los duros del partido, pero también permitió que el PRI comenzara a adoptar formas de partido en lugar de agencia de control político en manos del presidente. La asamblea no fue más que la culminación de ia experiementen profundosen y a que éste se distancie de su tradicioalfunción articulado políticamente al PRI Mas allá de las agresiones a la visa política civilizada que los priístas seguramente continuará inflingiéndole al país, la asamblea ha obligado al presidente a reposicionarse frente a su partido para asegurar la viabilidad de su programa económico. Por ello el desenlace de

6

, luego de tomar mostróo grupos,

Esto hará del PRI un partido mas integrado y mejor capacitado para las justas electorales próximas, pero también un partido más agresivo y menos dispuesto a negociar cambios políticos que a hacer valer sus propios intereses.

 

Ladrón que roba a ladrón… apotegma legal mexicano

Luis Rubio

La impunidad del gobierno en lo general y de muchos de sus funcionarios y protegidos en lo particular se ha convertido en la principal causa de indignación, enojo y desconfianza de la poblas aplicables a los funcionarios públicos son tan discrecionales que permiten cosas como que el robo de sumas multimillonarias en dólares a través del delito favorito de la burocracia, el llamado tráfico de influencias, pueda ser resuelto mediante una mera sanción administrativa. Los únicos que acaban en la cárcel o en el oprobio popular son aquéllos que cometieron una infracción a las reglas no escritas del sistema político. Cuando mal le va a un funcionario corrupto se le inhabilita para ocupar cargos públicos por algunos meses. ¿Será para que tenga tiempo de disfrutar de los bienes malhabidos?

Otra es la historia cuando es un empleado o funcionario de una empresa privada el que comete -o se presume que comete- una infracción o delito similar, o cuando evade el fisco. En esa instancia su futuro queda destruido, toda vez que es encarcelado con toda la saña de la que son capaces quienes supuestamente son responsables de procurarnos justicia. Además, el nombre del infractor es motivo de cita en las primeras planas de los periódicos, lo que lo somete al escarnio cuando no al juicio público a través de los medios, aun cuando no haya sido declarado culpable en juicio. Conforme al apotegma juarista, existen dos sistemas legales, dos principios de acción pública y dos raseros para la población. Por cierto, ¿habrá algún funcionario público que alguna vez haya evadido el pago de sus impuestos, pues ya sabemos que un miembro del PAN omitió el pago de impuesto predial en una de sus propiedades?

El costo de la actual crisis económica es sin duda el tema y el origen de la mayor inequidad que mexicano alguno pudiese conocer. El gobierno causó la crisis de 1994, pero nadie entre los funcionarios gubernamentales o entre los simples burócratas ha resultado responsable de los actos que causaron la debacle ni ha pagado el costo de la misma. Mientras que el presupuesto gubernamental se mantuvo virtualmente incólume, el grueso de la población experimentó una caída del 16% del PIB en el mercado interno, un crecimiento aterrador del desempleo y un incremento sin precedentes de los costos financieros para las personas y las empresas. Para colmar el plato, ante el pasmo de millones de deudores a los que la crisis convirtió en insolventes, el gobierno ha canalizado ríos de dinero al sistema bancario con el argumento -legítimo- de que se está protegiendo al sistema financiero y a los depósitos de la población, aun cuando en la realidad se ha hecho todo lo posible por salvar a los accionistas de los bancos y particularmente a los grupos de control, muchos de los cuales ya de por sí habían abusado de sus accionistas pequeños.

La impunidad adquiere muchas otras formas que afectan la vida cotidiana de toda la ciudadanía. Mientras que al conductor de un vehículo que se pasa la luz amarilla en un crucero le aplican todo el peso de la ley en la forma de una infracción, si es que anda en su día de suerte, ya que de lo contrario enfrentaría el pago de una mordida «voluntaria», los grupos que bloquean alguna arteria fundamental de la ciudad acaban negociando sus diferencias con la autoridad como si se tratase de legítimos representantes de la ciudadanía, actuando dentro del marco institucional y legal vigente. Hace poco, dos mafias gangsteriles que se disputaban territorios se dieron el lujo de cerrar el periférico de la ciudad de México, lo que los hizo meritorios de una audiencia con el gobierno, en lugar de acreedores de una cita ante un juez por lo que claramente fue un bloqueo a una vía de comunicación esencial, tipificado como delito en la ley.

La Secretaría de Hacienda vive en esta dualidad permanente. Aunque indudablemente el problema de ingresos gubernamentales es real y serio, su acción se limita a perseguir y auditar a las empresas establecidas y a los causantes cautivos. Mientras tanto, los ambulantes, los legalmente exentos y todo el resto de la llamada economía informal crece y se reproduce impunemente. La recaudación fiscal jamás va a alcanzar las metas gubernamentales en tanto no sujeten a la economía informal a las mismas ción. La impunidad tiene muchas caras y también muchas causas, pero la que parece indignar más a los mexicanos es la que resulta del enorme contraste que existe en el trato que reciben los mexicanos comunes y corrientes tanto en lo que se refiere a la letra de la ley como en cuanto a su aplicación y el que reciben los privilegiados miembros del gobierno y sus protegidos. La impunidad parece ser la regla de oro del gobierno y eso se ha vuelto intolerable para la población.

La impunidad es flagrante en todo lo que concierne al gobierno y a su peculiar manera de resolver conflictos, dificultades y retos de la más diversa índole: desde una manifestación con su correspondiente bloqueo intencional de calles y avenidas hasta los actos de corrupción de sus funcionarios, pasando por el rescate billonario de los accionistas bancarios, el tráfico de influencias y la inequitativa manera en que la sociedad, a diferencia del gobierno, ha cargado con el peso del ajuste de la economía. Si otras crisis se caracterizaron, además de la recesión y de lo que ésta implica para las personas y las familias, por la incertidumbre y la incompetencia gubernamental, a ésta se le ha sumado la enorme indignación y agravio que produce en los mexicanos la percepción -y realidad- de impunidad que abriga a los gobernantes y a sus allegados..Esta enorme sensación de agravio ante la certidumbre de su impunidad que caracteriza a funcionarios y sus favoritos se ha convertido en el catalizador de una crisis que amenaza con acabar siendo mucho más profunda de lo que parece a primera vista.

La indignación tiene bases muy sólidas. El país se caracteriza por la existencia de dos realidades: una es la del gobierno y todo lo que el priísmo involucra. Otra muy distinta es la realidad de los mexicanos comunes y corrientes que tienen que cargar con los abusos permanentes de todas las agencias gubernamentales y, sobre todo, de quienes se han auto-nombrado paladines de las soluciones expeditas. Los ejemplos de estas diferencias son tantos y tan flagrantes que podrían parecer evidentes, pero es mejor mostrar algunos de ellos para ilustrar la doble moral que caracterizan a un país cuyos políticos afirman que es democrático, pero cuyos habitantes desmienten con los hechos cotidianos.

Quizá el tema más obvio de indignación sea el que resulta del contraste entre la manera en que se enfrenta la comisión de delitos en el ámbito público y en el privado, cuando en ambos casos se trata de infractores de la ley o de francos criminales, según sea el caso. Cuando un funcionario gubernamental se roba recursos o bienes gubernamentales -situación que, como todos sabemos, es extraordinariamente rara- el responsable de investigar y sancionar al infractor es el propio gobierno a través de la Secretaría de la Contraloría de la Federación, organo cuyas resoluciones no son públicas. De esta manera, un funcionario delincuente, independientemente de los montos de lo que haya robado, puede ser sancionado en lo privado, sin que nadie se entere ni se afecte su prestigio social. Las leyeleyes e impuestos que son aplicables al resto de la ciudadanía. Y no sólo eso, la total ausencia de legitimidad del gobierno en esta materia sólo podrá ser revertida toda vez que se termine con esa flagrante impunidad. Lo mismo se puede decir de otras áreas de la vida pública mexicana donde es ostensible la impunidad, como son innumerables prestaciones que no se gravan a los sindicatos de las paraestatales o empresas públicas ni a la burocracia y mucho menos a los funcionarios, por no hablar de la impunidad que caracteriza al narcotráfico.

La impunidad ha llegado a tal extremo que a lo largo y ancho del pais se ha institucionalizado el robo de camiones llenos de mercancía producida en fábricas legalmente constituídas, para utilizar el producto de estos robos en la principal fuente de abastecimiento del comercio ambulante, circunstancia que tiene lugar a plena luz del día, no sólo bajo el conocimiento de la policiía, sino generalmente con su anuencia, cuando no con su complicidad. El botín se expende al público a ciencia, conciencia, paciencia y vista de las autoridades. La impunidad es flagrante.

El sistema en que vivimos permite la violación sistemática de la ley. Más que eso, la institucionaliza. Ese sistema es incompatible con la creciente competencia político-electoral que caracteriza al país. Además de impedir un proceso de cambio político gradual y pacífico, crea un clima de temor a hacer cualquier cosa entre los actuales gobernantes ante la posibilidad de que miembros de otro partido pudiesen llegar a gobernar y a aplicar (más bien apicarles) esa misma discrecionalidad que conduce a la impunidad. Por ello, la legalidad de que tanto habla el gobierno no puede consistir en la aspiración a llegar algún día a apegarse a leyes cambiantes, discrecionales y promotoras de la impunidad, sino en un cambio cabal del sistema legal -y, por lo tanto, del sistema político- a fin de que se igualen las condiciones ante la ley de todos los mexicanos -gobernantes y gobernados- y de que se protejan los derechos individuales por encima de cualquier otra cosa. En tanto persistan dos pesas y dos medidas, seguirá la impunidad y con ello la indignación ciudadana. Nada mejor para preservar un clima de intranquilidad, incredulidad y desprecio a las autoridades.

EU Y EL INTERES NACIONAL

Luis Rubio

El interés nacional es demasiado importante como para dejarlo en las manos de unos cuantos ideólogos. Si esta verdad es válida en cualquier ámbito, lo es mucho más en el de las complejas relaciones con nuestro vecino del norte. Esa relación, fundamental desde cualquier perspectiva, es un hecho geográfico que muchos mexicanos (y, seguramente, muchos norteamericanos también) preferirían modificar. Sin embargo, tratándose de una realidad inalterable, haríamos mejor en tratar de cuidar y derivar todas las oportunidades que ahí existen, que en negar su importancia, pretender que no existe o, futilmente, en tomar partido en sus procesos políticos internos.

Nuestra propensión es la contraria. Nos encanta tomar partido, ignorando la evidencia y, sobre todo, la inutilidad de hacerlo. Si se revisan las notas aparecidas en los medios nacionales -incluida la prensa, la televisión y la radio- de las semanas previas a la elección presidencial norteamericana, resulta sobresaliente que la inclinación fuera a preferir a un candidato sobre otro bajo la pretensión de que un partido ha sido mejor que otro para México, contra toda la evidencia histórica. Obviamente, cada quien en lo individual tiene todo el derecho de preferir a un partido o a un candidato del país que quiera. Sin embargo, como nación tenemos que vivir con lo que nos toque, por lo que la idea misma de declarar preferencias es absurda.

El último medio siglo es testigo de que los intereses de largo plazo de Estados Unidos normalmente están por encima de los intereses partidistas. Existe una clara continuidad en esos intereses entre un gobierno y otro y entre un partido y el otro a lo largo del tiempo. En lo que a nosotros atañe, es difícil encontrar un patrón partidista en las relaciones entre ambas naciones. Claro que es posible que la relación personal de un presidente mexicano y uno norteamericano sea en un momento dado tan buena o tan mala, que afecte la relación general; pero eso es cierto en todas las relaciones humanas y nada tiene que ver con el partido al que pertenezcan las partes. Los norteamericanos han negociado con gobiernos priístas porque no ha habido otros, pero es seguro que igual trabajarán con otros cuando ese esa el caso.

Donde sí ha habido mayor impacto partidista sobre México ha sido en la composición del Congreso, donde con frecuencia se concentran intereses chauvinistas, como ha ocurrido recientemente con el Partido Demócrata. En ocasiones han sido los Republicanos los que han llevado la batuta aislacionista o, en nuestro caso, anti-mexicana. En este sentido, si de preferencias se tratara, lo que más nos convendría como país sería que ninguno de los dos partidos controlara simultáneamente el Congreso y la presidencia, pues eso reduciría los extremismos a que es propenso cualquier partido. Pero eso ocurriría si pudiésemos escoger. Ya que no tenemos posibilidad alguna de influir en las elecciones de nuestro vecino, lo mejor sería tratar de entendernos con ellos y aprender a vivir con lo que nos toca.

Más allá de las relaciones formales entre ambas naciones, la realidad es que existe una creciente integración económica y de la vida política de los dos países. México ha sido tema de política local norteamericana por motivos que van desde el comercio hasta el narcotráfico, la complejidad de la región fronteriza y la migración ilegal o indocumentada. En adición a estos temas, producto casi exclusivo de la geografía, la suscripción del TLC convirtió a México en un tema de actualidad casi permanente en Estados Unidos, lo que ha traído consecuencias de tres órdenes. En primer lugar, México ha pasado a ser un tema de política doméstica en Estados Unidos. Esta circunstancia tiene un lado positivo, como fue el paquete de rescate financiero a principios de 1995, pero también ha implicado que ya no haya tema de política interna de México -como las drogas, la corrupción o la limpieza de las elecciones- que no sea punto de debate abierto y constante en Estados Unidos. La segunda consecuencia es que muchos ciudadanos mexicanos utilizan cada vez más con mayor destreza a la prensa y a la opinión pública norteamericanas para avanzar sus propias agendas, típicamente en temas relacionados con la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión. En adición a lo anterior, la tercera consecuencia es que, en la medida en que aumenta el nivel de interacción económica y política, pero sobre todo comercial, también se incrementa el número de conflictos entre actores privados de ambas naciones. Los conflictos económicos y comerciales son mayores, aunque también existen mecanismos de resolución de disputas mucho más confiables y certeros gracias al propio Tratado de Libre Comercio.

El triunfo de Clinton va a implicar que los norteamericanos vivirán un periodo en que su presidente tendrá menos preocupaciones electorales y más interés en trascender en la historia. Esto puede entrañar o no una mayor cercanía con México. En cualquier caso, lo que es seguro es que Bill Clinton va a tratar de avanzar los intereses de su país, en la medida en que le permita el Congreso de oposición. Estados Unidos no sólo es diferente a México en su cultura, costumbres, historia y sistema político, sino también en que es una superpotencia con intereses globales que nada tienen que ver con un país relativamente pobre como México, con problemas inmediatos de pobreza y carencias tangibles. Clinton indudablemente va a buscar el interés de su país en ese ámbito global. Esos intereses son distintos a los nuestros, independientemente de que en ciertos temas pudiesen coincidir en un momento dado. Pero el hecho de que sean distintos nos obliga a seguir una línea doble: por una parte, la defensa de los intereses nacionales cuando eso sea lo que corresponda, como ocurrió con el caso de la ley Helms Burton; y, por la otra, la búsqueda de un entendimiento que permita reducir las tensiones entre ambas naciones que, con la mayor facilidad, pueden explotar. A principios de los noventa se logró un enorme éxito en esta compleja relación al compartimentalizar los temas bilaterales, de tal suerte que los problemas y conflictos de algunos temas -como el narcotráfico o la migración, por citar dos obvios-, no contaminaran las oportunidades en temas como el comercio y la inversión, a la vez que permitiesen resolver situaciones inmediatas y urgentes como drenajes y pasos fronterizos a lo largo de la línea divisoria. La idea de la compartimentalización permitía avanzar en los temas en que era posible lograr algún progreso y beneficio mutuo, a la vez que se aislaban aquellas áreas de conflicto sobre las cuales nadie tenía control y/o capacidad de acción.

Los conflictos México-Estados Unidos de los ochenta disminuyeron en intensidad en los noventa por esa política orientada a separar los temas de interacción y conflicto. Esa compartimentalización logró no sólo reducir conflictos, sino incluso concentrar la atención de los norteamericanos sobre nuestras necesidades e intereses. El TLC, cuyos beneficios tendrán que medirse no en términos de años sino de generaciones, es el mejor ejemplo de la compartimentalización, pues el tan vilipendiado tratado logró institucionalizar un área de entendimiento. A pesar de este mecanismo, es obvio que la relación entre dos naciones tan disímbolas jamás va a ser fácil. Separar y compartimentalizar los temas relevantes es la única manera de enfatizar las oportunidades comunes para beneficio, sobre todo, de los mexicanos que esperan y necesitan que se aproveche cualquier coyuntura que permita mejorar su deplorable nivel de vida.

 

HASTA CUANDO SEGUIRA GANANDO EL PRI

Luis Rubio

Quizá una de las más interesantes incógnitas políticas del momento actual resida en el porqué el PRI sigue lidereando tanto en las encuestas para las elecciones locales en el estado de México, que se verificarán en unos días, como para las elecciones federales para el Congreso en 1997. La inclinación natural parecería ser la de suponer que los bonos del PRI tienden a disminuir y que esa realidad se va a traducir en la derrota de ese partido en elecciones venideras. Algo de eso sin duda ha venido ocurriendo, como hemos podido constatar en Baja California, en Jalisco y, en forma más limitada, en Guerrero. Pero si uno observa las encuestas que, en términos generales, han probado ser muy acertadas, el hecho es que el PRI sigue encabezando las preferencias en la política mexicana. ¿Habrá fin a esta tendencia?

Explicar el voto en favor del PRI no es muy difícil. A final de cuentas, se trata de un partido que no sólo lleva décadas en el poder, sino que ha dominado el arte de mantenerse en esa posición. Ha utilizado todos los medios e instituciones para generar lealtades que, al final del día, se traducen en votos. Aunque seguramente hubieron muchos casos en los que el PRI conservó el poder valiéndose del fraude, la realidad es que, en términos generales, ese partido sigue comandando más lealtades que ningún otro. Parte de ello se explica por el éxito en convertir la entrega de tierras, la legalización de predios, la disponibilidad de servicios públicos y otros usos -legítimos o no, legales o no- del ejercicio del poder, en votos. Pero otra parte de esas lealtades muy probablemente responde a otro fenómeno: al PRI se le sigue asociando con la legitimidad del poder.

Si se observan con detenimiento las encuestas que se das las encuestas y que se refiere al electorado que no tiene una preferencia ideológica por un partido y que, por consiguiente, no constituye parte de su voto «duro». La mayoría de los electores no expresa una preferencia partidista, pero sí demuestra un elevado grado de politización y de comprensión del momento político. En la práctica, si uno compara el porcentaje de voto «duro» de cada partido con los votos que ese partido efectivamente recibe el día de los comicios, lo obvio es que son los electores no comprometidos los que hacen la diferencia en el resultado final. Dado que el PRI tiene un porcentaje del voto prácticamente asegurado, puede conformarse con cuatro o cinco puntos porcentuales adicionales (a nivel federal) para lograr la mayoría del Congreso (que, de acuerdo a las nuevas reglas electorales, se asegura con el 42.1% de los votos). Para que el PAN logre lo mismo, requiere cautivar al 30% del electorado que vota, en tanto que el PRD tendría que lograr las simpatías del 36%.

Con estas cifras no es difícil ver qué es lo que hace que el PRI siga siendo favorito para ganar en la mayoría de los comicios de los próximos meses, aun a pesar de la crisis económica, de la mayor competencia electoral y de la existencia de mejores reglas para la competencia política. Pero hay dos factores que seguramente van a alterar este escenario en el futuro mediato, como ya lo han venido haciendo en muchas localidades específicas. Uno es que buena parte del voto no comprometido con gran frecuencia es un voto de protesta contra el PRI y/o contra el gobierno y no necesariamente un voto de aprobación al partido que lo recibe. La mayoría de las encuestas que arrojan alguna información sobre la razón de las preferencias de los electores por un determinado partido demuestran que el PRD y el PAN siguen siendo mucho más los beneficiarios del enojo de la población contra el gobierno -cualquiera que sea la causa de éste-, que de una verdadera preferencia por ellos. Esto de alguna manera podría interpretarse como buenas noticias para el PRI, pues implica que, si la situación económica efectivamente mejora para la mayoría de la población y si se diera una mejoría notable en el creciente problema de inseguridad pública, mucho de ese voto podría retornar en su beneficio.

Pero el otro factor que está alterando las tendencias electorales tiene que ver con los patrones demográficos y la desaparición de la libertad absoluta para que el PRI haga uso de los recursos públicos a su antojo. Buena parte de la razón por la cual el voto «duro» del PRI ha venido disminuyendo tiene que ver con el hecho de que la población joven del país, así como la clase media, ya no obtiene los beneficios que para la generación de sus padres eran naturales: éstos eran tierras, subsidios, legalización de casas o predios ocupados, etc. Mientras que las generaciones anteriores veían al PRI como el salvador, las generaciones jóvenes lo ven como la burocracia que todo lo impide o, en el mejor de los caos, lo corrompe. Esta es una razón más por la cual los priístas aborrecen a los «tecnócratas», a quienes culpan de haberles quitado los instrumentos para desarrollar clientelas. La paradoja de esto es que los beneficiarios de la drástica disminución en la capacidad clientelar son los partidos de oposición, aunque eso no impide que también ellos culpen a los tecnócratas de todo lo que le pasa al país.

La mala noticia para los partidos de oposición es que su voto comprometido es relativamente pequeño. Siguen dependiendo para su crecimiento de los errores o tonterías del PRI más que de su atractivo propio. En este sentido, el PRI parece un partido empeñado en fortalecer a los partidos de oposición… La mayor parte de los electores sigue viendo a éstos como vehículos para expresar una protesta, cuando no como meros males menores. Una encuesta realizada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM resumía perfectamente lo que parece ser el sentir de los mexicanos: aborrecen al gobierno, son sumamente escépticos de los partidos de oposición y no quieren violencia. han venido publicando desde 1994 a la fecha, hay dos tendencias que son muy significativas. Una se refiere a lo que los expertos llaman el voto «duro» de cada uno de los partidos, en tanto que la otra tiene que ver con el comportamiento de los electores que no son devotos de ningún partido en lo particular. Por voto «duro» los encuestólogos definen a aquellos votantes que constituyen el corazón de un partido, su base de electores más fiel y confiable. Son todas aquellas personas que prefieren a un partido y que no cambian de parecer. Típicamente, estos votos tienen un origen ideológico, lo que les confiere un elevado grado de compromiso; es decir, los partidos no sólo pueden contar con que esas personas van a votar por ellos, sino que también saben que son mucho más propensos a ir a las urnas el día de las elecciones. Todos los partidos tienen un voto «duro» que constituye su corazón. Hoy en día, haciendo un promedio de algunas encuestas nacionales recientes, el voto «duro» del PRI probablemente anda alrededor del 38%, el del PAN alrededor del 12-14% y el del PRD alrededor del 6-8%. Obviamente la ventaja del PRI es imponente, pero deja de serlo tanto si se considera que su voto «duro» probablemente era del 90% hace no mucho más que dos décadas. En este sentido, el PRI experimenta una declinación secular que, en el curso de los próximos años, inevitablemente lo va a hacer mucho más vulnerable a los embates de la oposición.

Pero más allá del voto «duro», hay otro fenómeno que salta a la vista en prácticamente toEl primer punto explica al menos una parte importante del voto para los partidos de oposición, pero el segundo revela el problema de fondo para estos partidos: los mexicanos no los perciben como entidades competentes para gobernar. Ciertamente el hecho de no haber gobernado les impide tener experiencia de gobierno, pero también es muy obvio el hecho de que la mayoría de los mexicanos sigue creyendo que el PRI es el partido que representa la institucionalidad y la capacidad de gobierno.

En el curso de los próximos años se van a conjuntar dos tendencias. Una va a ser la continua declinación del voto «duro» del PRI, que lo va a ir acercando a los otros partidos en términos de voto confiable de antemano. Esto va a alterar los cálculos que cada partido realice para sus estrategias orientadas a lidiar con el abstencionismo. La otra tendencia, que seguramente va a ser la que definirá nuestro futuro político, tiene que ver con el perfil demográfico de la población. Lo fácil es concluir que lo único seguro es que la competencia electoral va a crecer de manera dramática, a la vez que el grado de certidumbre en el triunfo de un determinado partido va a disminuir inexorablemente. Quizá algunos partidos aprendan que tienen que ganarse a los electores y no sólo beneficiarse de los aparentemente permanentes errores del PRI. Lo que es imposible a estas alturas es determinar cuál de los partidos, si es que alguno, tendrá la capacidad de comprender a los «nuevos» electores y, con ello, ofrecerles un nuevo sentido de futuro. Ninguno en este momento parece estar a la altura del dilema que, como país, enfrentamos.

 

MAS GOBIERNO

Luis Rubio

Está de moda argumentar que la economía mexicana sólo podrá lograr una recuperación sostenible en el largo plazo si el gobierno retoma todos los controles, revisa la política comercial, renegocia el TLC y, en general, recrea todo lo que estaba mal hace un par de décadas. La lógica de quienes abogan por esta salida es impecable: como lo nuevo supuestamente no funciona, mejor regresemos a lo que hoy sabemos con certeza que no funcionó. Pero el problema es real. Quizá la solución de retornar a un gobierno omnipresente en la economía no sea la idónea, pero eso no quita que hay un problema de fondo que no está resuelto. La economía mexicana muestra una mejoría muy substancial en algunos indicadores, pero no hay que ser un vidente para reconocer lo obvio: la mayoría de los mexicanos está mucho peor que hace años y, más grave, no tiene la menor expectativa de mejoría en un futuro razonable.

No hay la menor duda que la economía mexicana comienza a experimentar una gradual recuperación. De hecho, la recuperación que experimenta una parte de la economía es indudablemente espectacular. El problema es precisamente ese: se trata exclusivamente de una parte de la economía. Aquellas empresas y regiones del país que se caracterizan por tasas impresionantes de crecimiento, sobre todo en cuanto a exportaciones, demuestran -casi a contrapelo- que el país tiene un enorme potencial y que es perfectamente plausible lograr tasas de crecimiento muy elevadas, con los consiguientes beneficios para toda la población.

Lo que es menos claro es que estemos en camino de extender esa acelerada recuperación al resto de la economía de manera que redunde en beneficios tangibles para la mayoría de los mexicanos. A la fecha, la política económica ha logrado dos cosas vitales. Por una parte ha avanzado sensiblemente en la re-estabilización de la economía. Por la otra ha permitido, de facto y no como resultado de un plan preconcebido, que algunas empresas cuyas cabezas tienen gran claridad de dónde están y hacia dónde van, se dediquen a hacer lo suyo sin excesivos impedimentos burocráticos o laborales. El resultado es lo que ya hemos visto: esas empresas crecen como bólidos. La pregunta que no se plantea la política económica actual es, cómo sería posible incorporar al resto de los mexicanos en ese proceso. Es decir, ¿qué sería necesario hacer para que el resto del sector privado, que hoy es la mayoría, logre zafarse de los impedimentos, reales o imaginarios, al crecimiento económico?.

Si vemos para atrás, es bastante evidente que es muy poco lo que el gobierno puede hacer para fomentar directamente el crecimiento. Por muy atractiva que pudiese sonar la noción de que el gobierno debe «salvar» a la industria o incluso «apoyar» a cierta parte de ésta, nuestra historia demuestra que los apoyos gubernamentales -en protección o en subsidios- tienden a ser sumamente onerosos para la sociedad y tremendamente ineficientes en términos de generar elevados índices de productividad y de exportaciones. El caso de la industria automotriz, que es, con mucho, la que mayor protección recibió en el pasado -y sigue recibiendo en el presente- con frecuencia se utiliza como ejemplo del éxito de los programas gubernamentales por el hecho de que es la mayor fuente de exportaciones del país. Aunque no hay duda alguna que los sucesivos «decretos automotrices» permitieron que se creara una industria donde antes no había ninguna, el costo de esos decretos no fue pequeño. Quizá más importante es el hecho que los cambios que han tenido lugar en la industria automotríz, y que son la causa de su impresionante transformación en los últimos años, se debe a decisiones de las propias empresas y no a los decretos gubernamentales. Más aún, como demuestra la competencia que recientemente sostuvieron Tailandia e Indonesia por atraer una nueva planta automotriz europea, lo que le interesa a las grandes empresas automotrices no es la protección, sino que existan condiciones que permitan producir vehículos con muy elevados índices de eficiencia y calidad. El punto es que los apoyos gubernamentales, directos e indirectos, que pudieron haber tenido algún valor en el pasado, son impedimentos al desarrollo industrial en la actualidad.

Nuestra propia experiencia reciente demuestra que lo que genera crecimiento y desarrollo de empresas no es el gobierno, sino los empresarios mismos. Lo que es más, quizá la característica más importante, y el común denominador de las empresas del país que están teniendo éxito en la actualidad es precisamente el que hayan logrado quitarse de encima a buena parte de la burocracia y, con ello, a una buena parte de los impedimentos al desarrollo que le son inherentes.

Por todo lo anterior, las recetas que el gobierno podría adoptar para supuestamente apoyar el desarrollo son muchas y muy variadas. Basta una somera lectura de los periódicos matutinos para observar que la mayoría son ampliamente discutidas todos los días en la prensa misma, en conferencias y en debates entre especialistas, funcionarios gubernamentales y empresarios. Si bien

seguramente habrá algunas virtudes en muchas de esas recomendaciones, mi impresión es que el problema es menos de programas gubernamentales concretos, que de la esencia de la actividad gubernamental. Si lo que funciona es que el gobierno no impida el desarrollo de las empresas, lo que hay que hacer es dejar de impedir. Es decir, en lugar de pretender controlar al sector privado -lo que ciertamente ya no es factible, pero sí logra inhibir su crecimiento- una de las cosas más saludables que el gobierno podría hacer es controlarse a sí mísmo.

El gobierno actual ha tenido un sentido de dirección excepcionalmente claro en la necesidad de estabilizar la economía, así como en cuanto a crear las condiciones para que sea posible su crecimiento. De ahí su énfasis en temas como el ahorro interno, la legalidad y la estabilidad macroeconómica. No obstante lo encomiable y deseable de estos objetivos, lo que falta es permitir que la economía pueda funcionar en ese ambiente. Para ello lo imperativo es disminuir las regulaciones y

trámites que siguen retrasando la inversión privada y, sobre todo, lanzar una cruzada contra los burócratas e inspectores que siguen concibiendo su actividad como una de controlar, obstaculizar y, en la mayoría de los casos, lucrar de los únicos que crean empleos y riqueza en el país.

 

CONFIANZA EN LA ESQUIZOFRENIA

Luis Rubio

El discurso gubernamental dice una cosa. La ley dice otra, casi diametralmente opuesta. Además, subsisten importantes diferencias dentro de la administración sobre instrumentos básicos de la política económica. ¿Alguien en su sano juicio puede culpar a los agentes económicos porque osaron perturbarse por la manera en que se resolvió, al menos hasta el capítulo de esta semana, el tema de la privatización de las plantas petroquímicas?. Al margen de cuáles hayan podido ser los objetivos gubernamentales del esquema de asociación con Pemex con que el se pretendió finalizar la controversia sobre la petroquímica secundaria, el hecho es que los mexicanos no tienen idea de lo que el gobierno persigue. Al problema sustantivo, que es crítico para el desarrollo del país, se suma el de

comunicación, que agrava la percepción de incapacidad gubernamental.

El tema de la privatización de las empresas petroquímicas se había polarizado de una manera extrema. La rama petroquímica del sector privado mexicano se había sumado al sindicato petrolero y a la oposición de izquierda tanto del PRI como del PRD para derrotar la pretensión de una parte del gobierno de privatizar los complejos petroquímicos, comenzando con el de Cosoleacaque. Apoyando a

la Secretaría de Hacienda y a otras entidades gubernamentales se encontraba prácticamente todo el sector financiero, una amplia porción del sector privado y la promesa de inversiones multimillonarias en ampliaciones de plantas y en nuevas inversiones en ese y otros rubros por parte de empresas extranjeras. La mayoría de los que apoyaban la privatización veían menos a la petroquímica misma, que al simbolismo de la continuación del proceso de apertura y reforma de la economía. De la misma manera, quienes se oponían a cualquier cambio en el status quo esperaban que esa decisión inflingiera la primera gran derrota al proceso de reforma.

Dada la polarización de las posturas, era inevitable que cualquier cosa que hubiera hecho el gobierno se tradujera en la derrota de uno de los dos bandos. A nadie debió haber sorprendido que fuera precisamente esa la manera en que se interpretara en anuncio gubernamental de vender 49% a inversionistas privados, reteniendo el gobierno el 51% de las acciones. Cualquiera que sea o haya sido

el objetivo gubernamental, su anuncio logró convencer a los ahora derrotados de que el gobierno comienza a marcar una retirada en su propósito de construir una economía de mercado, máxime cuando la decisión sobre la petroquímica ocurrió sobre la espalda de la fallida privatización de la primera línea de ferrocarril. Ese es el único mensaje posible que se puede derivar de la manera en que se comportaron los mercados financieros.

Evidentemente nada en la realidad concreta se alteró por el hecho de que finalmente se definiera la política gubernamental en materia de la petroquímica. Lo que se modificó en forma dramática fue la percepción que se tiene de los objetivos que el gobierno persigue, así como de las oportunidades que son factibles en el futuro mediato. Las percepciones son importantes en todos los mercados, pero particularmente en el nuestro. La razón de esto tiene que ver esencialmente con la terrible esquizofrenia que existe entre lo que dicen las leyes y lo que el gobierno pretende lograr. Mientras que las leyes vigentes, comenzando por la Constitución, le confieren al gobierno la rectoría de la actividad económica y le otorgan el control y la definición misma de lo que es la propiedad privada, además de amplias facultades para fijar precios y regular mercados, el gobierno propone que sean los mercados los que rijan sobre la actividad económica. Es decir, el mismo gobierno que postula como premisa básica que en México exista un estado de derecho es el mismo que en su discurso económico se propone violar el espíritu y la letra de la ley y de la Constitución. Esta esquizofrenia no es nueva, pero explica cabalmente la razón por la cual existe una profunda desconfianza hacia el gobierno particularmente en materia económica.

La desconfianza tampoco es nueva en la economía mexicana. Las facultades expropiatorias con que cuenta el gobierno, a las que se suma la arbitrariedad con que éste actúa en forma cotidiana, son realidades con las que tienen que vivir los mexicanos y los inversionistas extranjeros todos los días del año. Por algunos años, unos y otros comenzaron a ver cambios significativos en la manera en que se conducía la economía, razón por la cual ese nivel de desconfianza comenzó a revertirse. Ese logro fue resultado de dos cosas: cambios en la realidad y cambios en las percepciones. Los cambios en la realidad fueron muy significativos: desde la apertura de la economía y la negociación del TLC, hasta la privatización de los bancos y la empresa telefónica. Por el lado de las percepciones, el gobierno anterior se esmeró por convencer a los mexicanos en general, y a los empresarios en lo particular, de las bondades de su propuesta económica. El éxito fue evidente para todos.

La crisis de 1994 dio al traste con las expectativas extraordinariamente favorables que se habían construido, a la vez que la propia crisis minó, cuando no desmanteló, algunos de los cambios reales que habían dado lugar al crecimiento de esas expectativas, particularmente con la virtual quiebra del sistema bancario. Las consecuencias de esa crisis son mucho más profundas de lo que la mayoría de los funcionarios gubernamentales supone. El costo de esa crisis no sólo se puede medir en términos del comportamiento de los mercados financieros y de la poca inversión que se ha materializado, sobre todo de mexicanos. Este costo se hace patente sobre todo en la reaparición de la desconfianza. Más allá de los grandes empresarios que hay en el país -y que tienen un interes natural en mantener el status quo-, la mayoría de los mexicanos y muchos de los más atractivos (potenciales) inversionistas del exterior han retornado a niveles de desconfianza descomunales. Peor, los niveles de desconfianza actuales son no sólo superiores a los que existían en los setenta y ochenta, sino que traen el efecto adicional de los fracasos en la reorientación de la economía que se dieron en los años pasados, además de la crisis del 94.

En este contexto, la petroquímica se había convertido en un símbolo de lo que el gobierno quería y sería capaz de hacer en el futuro. Al optar por no privatizar, se decidió por un camino específico, cerrando otras puertas y, lo que es peor, reforzando la profunda desconfianza que ya de por sí existe en el país. Es posible que el gobierno tenga excepcionales planes de desarrollo para el sector petroquímico y que estos sean saludables y políticamente viables, algo que una privatización directa de la petroquímica quizá ya no lo era. Sin embargo, mientras no se defina un marco legal que sea congruente con sus planes y no aprenda a comunicar sus objetivos, la esquizofrenia continuará, y la desconfianza seguirá siendo el factor central de nuestra incapacidad de alcanzar un desarrollo sostenido.

 

Multiplicar los beneficiarios de las privatizaciones

Luis Rubio

Pocos temas son tan controvertidos en el país en la actualidad como el de la privatización de empresas estatales. La razón de tal controversia no es difícil de encontrar: la población en general no percibe beneficio alguno de las privatizaciones que ya han tenido lugar, lo que abre un espacio extraordinario para que sus detractores -típicamente un puñado de personas beneficiarias del status quo- construyan una oposición formidable en el reino de lo político. La lección es muy clara: en tanto que la población no perciba beneficios de las empresas que ya hace tiempo fueron privatizadas, la oposición política va a ser creciente. La solución es hacer accionistas a los mexicanos.

Hay tres razones económicas y una política para privatizar las empresas paraestatales. Por el lado económico, la argumentación no es compleja: las privatizaciones -cuando existe un marco regulatorio idóneo- permiten elevar la eficiencia de las empresas y, por lo tanto, la calidad del servicio; favorecen la concentración de inversiones en aquellas áreas que son rentables y que generan un mayor valor agregado -tanto para los empresarios como también para la sociedad-; y liberan recursos gubernamentales para dedicarlos a actividades que son netamente responsabilidad gubernamental.

Desde una perspectiva económica, la esencia de la razón por la cual las privatizaciones son benéficas es que permiten que los recursos económicos, tanto de los empresarios como del gobierno, se concentren en donde más útiles son. Los empresarios e inversionistas son mucho mejores que el gobierno para encontrar el valor económico de las empresas y para invertir en los productos y servicios que la sociedad necesita. Por otro lado, al privatizar empresas, el gobierno reduce su dispersión y puede concentrar sus recursos -humanos y económicos- directamente en las áreas que son su responsabilidad esencial: la educación, la salud, la justicia, la seguridad pública y la pobreza.

Por paradójico que parezca, en estas virtudes se encuentran también las razones de su impopularidad, pues han implicado un incremento en los costos, que es de lo que se agarran los enemigos de las privatizaciones -y los perdedores de canonjías y prebendas- para armar escándalo. La rae competencia en ese ramo, constituye un avance impresionante en el potencial de desarrollo económico, pues ya existe una infraestructura de comunicaciones que funciona, que es eficiente y cuya calidad de servicio y costo operativo, bajo comparaciones internacionales, ya no es extravagante, aunque todavía es muy superior al de nuestos socios y competidores comerciales, sobre todo en larga distancia. Aunque estos argumentos sean, objetivamente, implacables, los beneficios directos de la notable mejoría en el servicio son reales y tangibles sólo para las empresas que exportan, para las personas que dependen de las comunicaciones y para quienes se vinculan por computadora a través de las líneas telefónicas y redes compartidas. Pero todos esos beneficios probablemente no compensan el incremento en el precio del servicio para la inmensa mayoría de usuarios, cuyo único interés es poder hablar por teléfono de vez en cuando, algo que también antes podían hacer sin tanta parafernalia digital, a una fracción del costo actual.

El caso de los bancos no es muy distinto. En su búsqueda por reducir costos y aumentar su rentabilidad, los bancos privatizados encontraron que lo más simple era elevar el diferencial entre las tasas que pagan a los ahorradores y las que le cobran a los acreditados, así como eliminar millones de cuentas de ahorro cuyo costo administrativo, debido a sistemas obsoletos, era mayor que el beneficio de tenerlas. Para los acreditados el incremento en el costo fue monstruoso, en tanto que a los millones de pequeños ahorradores primero se les descapitalizó con tasas de interés mucho menores a la inflación y, cuando perdieron el ahorro de su vida, se les negó súbitamente el servicio. No es dificil explicar por qué la privatización representó una fuente de enojo y frustración. Si por encima de lo anterior se observan otras decisiones de los bancos que han afectado negativamente a los consumidores -como el que no se acrediten pagos el mismo día o que ya no se puedan pagar servicios públicos sin pagar comisiones o, incluso, que se tenga que destinar una enorme proporción del PIB para mantenerlos a flote, a costa de otros componentes del gasto público- no es difícil explicar la furia de la población contra las privatizaciones.

La controversia actual sobre la privatización de empresas no gira en torno a la mayor eficiencia de la economía -o de algunas partes de la economía- sino de intereses muy concretos y específicos, así como de un problema general de distribución del ingreso y, como consecuencia, de la percepción (y realidad) de la desigualdad de oportunidades en la sociedad. El que una parte de la economía incremente sensiblemente su productividad y eficiencia constituye una noticia sensacional, pero de la cual la inmensa mayoría de los mexicanos no puede percibir beneficio alguno. Por la desinformación sistemática, el encubrimiento de cuantiosísimos fraudes (vgr. Conasupo), y las décadas de demagogia galopante, para la mayoría de los mexicanos las privatizaciones implican mayores costos, menos servicios y, quizá más que nada, la percepción de que un pequeño grupo de plutócratas se ha hecho cada vez mas rico. Este contraste dramático entre expectativas respecto de las privatizaciones y la realidad cotidiana ha abierto una oportunidad extraordinaria para que los beneficiarios directos de la ineficiencia y la improductividad -como son los sindicatos del IMSS y de los petroleros- adquieran una popularidad, credibilidad y fuerza política que de otra manera sería no sólo increíble, sino sobre todo risible.

La razón política de privatizar es igual de evidente que las razones económicas. Desde un punto de vista político, la privatización de empresas abre espacios para la participación de la población en las decisiones que más le afectan, a la vez que permite -pero no obliga- al gobierno a concentrar sus esfuerzos en las áreas que son su responsabilidad esencial. Esta es precisamente la razón por la cual los sectores más conservadores de la política -en todos los partidos- se oponen a las privatizaciones: porque sazón del aumento en los precios de los bienes y servicios que antes ofrecía el gobierno es muy natural, pero eso no disminuye el hecho mismo de que los costos han aumentado los precios del servicio telefónico, por ejemplo, que es quizá la privatización más visible porque afecta a una enorme proporción de la población. Ese aumento en el precio de los servicios tiene muy poco que ver con el hecho de privatizar y todo que ver con la eliminación de los subsidios que, hasta antes de la privatización, el gobierno dirigía hacia la telefonía precisamente para evitar aumentos en las tarifas. Cualquier persona que compare -objetivamente- la calidad del servicio telefónico en la actualidad con lo que había antes, no podrá más que concluir que el beneficio de la privatización es simplemente inconmensurable. Quizá más importante, ahora el servicio está disponible cuando uno lo quiera y no como antes, que era en la década en la que los burócratas querían o cuando la mordida obligaba.

El Telmex de hoy, y la posibilidad dben bien que la contracción de esfuerzos y responsabilidades del gobierno en ciertas áreas disminuye su espacio de control sobre la población y hace más factible la exigencia de transparencia en las acciones y cuentas gubernamentales. Las privatizaciones son uno de los factores que han destapado la cloaca gubernamental. Aunque ese beneficio no necesariamente sea obvio en el corto plazo, su impacto es, como demuestra la controversia, enorme.

Dada la ausencia de competencia en la sociedad y en la economía, las dificultades para la creación de nuevas empresas y el enorme peso que sigue teniendo la burocracia en la operación de las empresas -tanto por la complejidad para poder cumplir con las obligaciones fiscales como por las trabas que imponen a su ajuste tecnológico y productivo-, quizá sea natural que las privatizaciones causen tanta controversia. Las privatizaciones no ocurren en un vacío, sino en un contexto político y social en el cual las posibilidades de un desarrollo autónomo de las personas y de las empresas son sumamente limitadas. No debería sorprender que, cuando en ese contexto, los pocos agraciados por las privatizaciones se hacen hiper-ricos en un plazo muy corto, la sociedad en general lo resienta en el fondo de su alma. Por ello, para poder privatizar las empresas que todavía están en manos del gobierno será absolutamente necesario crear condiciones para que se de una competencia efectiva en la actividad económica, a la vez que se amplíen a toda la población las oportunidades y beneficios de privatizar. Sólo así las privatizaciones se tornarán populares y los beneficiarios de que no se privatice comenzarán a ser vistos como lo que son: una plaga depredadora.

Cuando se iniciaron las privatizaciones, los funcionarios que eran responsables de las mismas, en el más puro de los espíritus técnicos, ignoraron toda argumentación sobre la necesidad de contemplar tanto el contexto sociopolítico en que se llevarían a cabo las privatizaciones como las consecuencias políticas de las mismas, por aquello de los mitos geniales. Ello les llevó a despreciar los mecanismos de privatización que se emplearon en otros países, cuyos gobiernos sí reconocieron esos factores, como la entonces Checoeslovaquia y la Inglaterra Thatcheriana. Por medios distintos estas dos naciones persiguieron como objetivo tanto el ingreso gubernamental como el beneficio social, lo que les llevó a condicionar las privatizaciones a una distribución amplia del accionariado entre la sociedad. Esto convirtió en beneficiarios de las privatizaciones no sólo a los usuarios de un mejor servicio, o a las cabezas de las empresas o a sus principales accionistas, sino también a millones de nuevos propietarios que, aunque quizá comenzaron a pagar precios más altos por algunos servicios, súbitamente se encontraron con que tenían un patrimonio literalmente venido del cielo.

La población no es tonta ni ignorante. En su oposición y rechazo a las privatizaciones está revelando la marginación en que ha quedado relegada, así como su desprecio por la necedad gubernamental de crear una plutocracia. ¿No será tiempo de ampliar brutalmente el espectro de beneficiarios para hacer posible la privatización de todo lo que aún es fuente de pobreza, ineficacia y mal servicio para la población, en las arcas gubernamentales?