Luis Rubio
Pocos temas son tan controvertidos en el país en la actualidad como el de la privatización de empresas estatales. La razón de tal controversia no es difícil de encontrar: la población en general no percibe beneficio alguno de las privatizaciones que ya han tenido lugar, lo que abre un espacio extraordinario para que sus detractores -típicamente un puñado de personas beneficiarias del status quo- construyan una oposición formidable en el reino de lo político. La lección es muy clara: en tanto que la población no perciba beneficios de las empresas que ya hace tiempo fueron privatizadas, la oposición política va a ser creciente. La solución es hacer accionistas a los mexicanos.
Hay tres razones económicas y una política para privatizar las empresas paraestatales. Por el lado económico, la argumentación no es compleja: las privatizaciones -cuando existe un marco regulatorio idóneo- permiten elevar la eficiencia de las empresas y, por lo tanto, la calidad del servicio; favorecen la concentración de inversiones en aquellas áreas que son rentables y que generan un mayor valor agregado -tanto para los empresarios como también para la sociedad-; y liberan recursos gubernamentales para dedicarlos a actividades que son netamente responsabilidad gubernamental.
Desde una perspectiva económica, la esencia de la razón por la cual las privatizaciones son benéficas es que permiten que los recursos económicos, tanto de los empresarios como del gobierno, se concentren en donde más útiles son. Los empresarios e inversionistas son mucho mejores que el gobierno para encontrar el valor económico de las empresas y para invertir en los productos y servicios que la sociedad necesita. Por otro lado, al privatizar empresas, el gobierno reduce su dispersión y puede concentrar sus recursos -humanos y económicos- directamente en las áreas que son su responsabilidad esencial: la educación, la salud, la justicia, la seguridad pública y la pobreza.
Por paradójico que parezca, en estas virtudes se encuentran también las razones de su impopularidad, pues han implicado un incremento en los costos, que es de lo que se agarran los enemigos de las privatizaciones -y los perdedores de canonjías y prebendas- para armar escándalo. La rae competencia en ese ramo, constituye un avance impresionante en el potencial de desarrollo económico, pues ya existe una infraestructura de comunicaciones que funciona, que es eficiente y cuya calidad de servicio y costo operativo, bajo comparaciones internacionales, ya no es extravagante, aunque todavía es muy superior al de nuestos socios y competidores comerciales, sobre todo en larga distancia. Aunque estos argumentos sean, objetivamente, implacables, los beneficios directos de la notable mejoría en el servicio son reales y tangibles sólo para las empresas que exportan, para las personas que dependen de las comunicaciones y para quienes se vinculan por computadora a través de las líneas telefónicas y redes compartidas. Pero todos esos beneficios probablemente no compensan el incremento en el precio del servicio para la inmensa mayoría de usuarios, cuyo único interés es poder hablar por teléfono de vez en cuando, algo que también antes podían hacer sin tanta parafernalia digital, a una fracción del costo actual.
El caso de los bancos no es muy distinto. En su búsqueda por reducir costos y aumentar su rentabilidad, los bancos privatizados encontraron que lo más simple era elevar el diferencial entre las tasas que pagan a los ahorradores y las que le cobran a los acreditados, así como eliminar millones de cuentas de ahorro cuyo costo administrativo, debido a sistemas obsoletos, era mayor que el beneficio de tenerlas. Para los acreditados el incremento en el costo fue monstruoso, en tanto que a los millones de pequeños ahorradores primero se les descapitalizó con tasas de interés mucho menores a la inflación y, cuando perdieron el ahorro de su vida, se les negó súbitamente el servicio. No es dificil explicar por qué la privatización representó una fuente de enojo y frustración. Si por encima de lo anterior se observan otras decisiones de los bancos que han afectado negativamente a los consumidores -como el que no se acrediten pagos el mismo día o que ya no se puedan pagar servicios públicos sin pagar comisiones o, incluso, que se tenga que destinar una enorme proporción del PIB para mantenerlos a flote, a costa de otros componentes del gasto público- no es difícil explicar la furia de la población contra las privatizaciones.
La controversia actual sobre la privatización de empresas no gira en torno a la mayor eficiencia de la economía -o de algunas partes de la economía- sino de intereses muy concretos y específicos, así como de un problema general de distribución del ingreso y, como consecuencia, de la percepción (y realidad) de la desigualdad de oportunidades en la sociedad. El que una parte de la economía incremente sensiblemente su productividad y eficiencia constituye una noticia sensacional, pero de la cual la inmensa mayoría de los mexicanos no puede percibir beneficio alguno. Por la desinformación sistemática, el encubrimiento de cuantiosísimos fraudes (vgr. Conasupo), y las décadas de demagogia galopante, para la mayoría de los mexicanos las privatizaciones implican mayores costos, menos servicios y, quizá más que nada, la percepción de que un pequeño grupo de plutócratas se ha hecho cada vez mas rico. Este contraste dramático entre expectativas respecto de las privatizaciones y la realidad cotidiana ha abierto una oportunidad extraordinaria para que los beneficiarios directos de la ineficiencia y la improductividad -como son los sindicatos del IMSS y de los petroleros- adquieran una popularidad, credibilidad y fuerza política que de otra manera sería no sólo increíble, sino sobre todo risible.
La razón política de privatizar es igual de evidente que las razones económicas. Desde un punto de vista político, la privatización de empresas abre espacios para la participación de la población en las decisiones que más le afectan, a la vez que permite -pero no obliga- al gobierno a concentrar sus esfuerzos en las áreas que son su responsabilidad esencial. Esta es precisamente la razón por la cual los sectores más conservadores de la política -en todos los partidos- se oponen a las privatizaciones: porque sazón del aumento en los precios de los bienes y servicios que antes ofrecía el gobierno es muy natural, pero eso no disminuye el hecho mismo de que los costos han aumentado los precios del servicio telefónico, por ejemplo, que es quizá la privatización más visible porque afecta a una enorme proporción de la población. Ese aumento en el precio de los servicios tiene muy poco que ver con el hecho de privatizar y todo que ver con la eliminación de los subsidios que, hasta antes de la privatización, el gobierno dirigía hacia la telefonía precisamente para evitar aumentos en las tarifas. Cualquier persona que compare -objetivamente- la calidad del servicio telefónico en la actualidad con lo que había antes, no podrá más que concluir que el beneficio de la privatización es simplemente inconmensurable. Quizá más importante, ahora el servicio está disponible cuando uno lo quiera y no como antes, que era en la década en la que los burócratas querían o cuando la mordida obligaba.
El Telmex de hoy, y la posibilidad dben bien que la contracción de esfuerzos y responsabilidades del gobierno en ciertas áreas disminuye su espacio de control sobre la población y hace más factible la exigencia de transparencia en las acciones y cuentas gubernamentales. Las privatizaciones son uno de los factores que han destapado la cloaca gubernamental. Aunque ese beneficio no necesariamente sea obvio en el corto plazo, su impacto es, como demuestra la controversia, enorme.
Dada la ausencia de competencia en la sociedad y en la economía, las dificultades para la creación de nuevas empresas y el enorme peso que sigue teniendo la burocracia en la operación de las empresas -tanto por la complejidad para poder cumplir con las obligaciones fiscales como por las trabas que imponen a su ajuste tecnológico y productivo-, quizá sea natural que las privatizaciones causen tanta controversia. Las privatizaciones no ocurren en un vacío, sino en un contexto político y social en el cual las posibilidades de un desarrollo autónomo de las personas y de las empresas son sumamente limitadas. No debería sorprender que, cuando en ese contexto, los pocos agraciados por las privatizaciones se hacen hiper-ricos en un plazo muy corto, la sociedad en general lo resienta en el fondo de su alma. Por ello, para poder privatizar las empresas que todavía están en manos del gobierno será absolutamente necesario crear condiciones para que se de una competencia efectiva en la actividad económica, a la vez que se amplíen a toda la población las oportunidades y beneficios de privatizar. Sólo así las privatizaciones se tornarán populares y los beneficiarios de que no se privatice comenzarán a ser vistos como lo que son: una plaga depredadora.
Cuando se iniciaron las privatizaciones, los funcionarios que eran responsables de las mismas, en el más puro de los espíritus técnicos, ignoraron toda argumentación sobre la necesidad de contemplar tanto el contexto sociopolítico en que se llevarían a cabo las privatizaciones como las consecuencias políticas de las mismas, por aquello de los mitos geniales. Ello les llevó a despreciar los mecanismos de privatización que se emplearon en otros países, cuyos gobiernos sí reconocieron esos factores, como la entonces Checoeslovaquia y la Inglaterra Thatcheriana. Por medios distintos estas dos naciones persiguieron como objetivo tanto el ingreso gubernamental como el beneficio social, lo que les llevó a condicionar las privatizaciones a una distribución amplia del accionariado entre la sociedad. Esto convirtió en beneficiarios de las privatizaciones no sólo a los usuarios de un mejor servicio, o a las cabezas de las empresas o a sus principales accionistas, sino también a millones de nuevos propietarios que, aunque quizá comenzaron a pagar precios más altos por algunos servicios, súbitamente se encontraron con que tenían un patrimonio literalmente venido del cielo.
La población no es tonta ni ignorante. En su oposición y rechazo a las privatizaciones está revelando la marginación en que ha quedado relegada, así como su desprecio por la necedad gubernamental de crear una plutocracia. ¿No será tiempo de ampliar brutalmente el espectro de beneficiarios para hacer posible la privatización de todo lo que aún es fuente de pobreza, ineficacia y mal servicio para la población, en las arcas gubernamentales?