Luis Rubio
El interés nacional es demasiado importante como para dejarlo en las manos de unos cuantos ideólogos. Si esta verdad es válida en cualquier ámbito, lo es mucho más en el de las complejas relaciones con nuestro vecino del norte. Esa relación, fundamental desde cualquier perspectiva, es un hecho geográfico que muchos mexicanos (y, seguramente, muchos norteamericanos también) preferirían modificar. Sin embargo, tratándose de una realidad inalterable, haríamos mejor en tratar de cuidar y derivar todas las oportunidades que ahí existen, que en negar su importancia, pretender que no existe o, futilmente, en tomar partido en sus procesos políticos internos.
Nuestra propensión es la contraria. Nos encanta tomar partido, ignorando la evidencia y, sobre todo, la inutilidad de hacerlo. Si se revisan las notas aparecidas en los medios nacionales -incluida la prensa, la televisión y la radio- de las semanas previas a la elección presidencial norteamericana, resulta sobresaliente que la inclinación fuera a preferir a un candidato sobre otro bajo la pretensión de que un partido ha sido mejor que otro para México, contra toda la evidencia histórica. Obviamente, cada quien en lo individual tiene todo el derecho de preferir a un partido o a un candidato del país que quiera. Sin embargo, como nación tenemos que vivir con lo que nos toque, por lo que la idea misma de declarar preferencias es absurda.
El último medio siglo es testigo de que los intereses de largo plazo de Estados Unidos normalmente están por encima de los intereses partidistas. Existe una clara continuidad en esos intereses entre un gobierno y otro y entre un partido y el otro a lo largo del tiempo. En lo que a nosotros atañe, es difícil encontrar un patrón partidista en las relaciones entre ambas naciones. Claro que es posible que la relación personal de un presidente mexicano y uno norteamericano sea en un momento dado tan buena o tan mala, que afecte la relación general; pero eso es cierto en todas las relaciones humanas y nada tiene que ver con el partido al que pertenezcan las partes. Los norteamericanos han negociado con gobiernos priístas porque no ha habido otros, pero es seguro que igual trabajarán con otros cuando ese esa el caso.
Donde sí ha habido mayor impacto partidista sobre México ha sido en la composición del Congreso, donde con frecuencia se concentran intereses chauvinistas, como ha ocurrido recientemente con el Partido Demócrata. En ocasiones han sido los Republicanos los que han llevado la batuta aislacionista o, en nuestro caso, anti-mexicana. En este sentido, si de preferencias se tratara, lo que más nos convendría como país sería que ninguno de los dos partidos controlara simultáneamente el Congreso y la presidencia, pues eso reduciría los extremismos a que es propenso cualquier partido. Pero eso ocurriría si pudiésemos escoger. Ya que no tenemos posibilidad alguna de influir en las elecciones de nuestro vecino, lo mejor sería tratar de entendernos con ellos y aprender a vivir con lo que nos toca.
Más allá de las relaciones formales entre ambas naciones, la realidad es que existe una creciente integración económica y de la vida política de los dos países. México ha sido tema de política local norteamericana por motivos que van desde el comercio hasta el narcotráfico, la complejidad de la región fronteriza y la migración ilegal o indocumentada. En adición a estos temas, producto casi exclusivo de la geografía, la suscripción del TLC convirtió a México en un tema de actualidad casi permanente en Estados Unidos, lo que ha traído consecuencias de tres órdenes. En primer lugar, México ha pasado a ser un tema de política doméstica en Estados Unidos. Esta circunstancia tiene un lado positivo, como fue el paquete de rescate financiero a principios de 1995, pero también ha implicado que ya no haya tema de política interna de México -como las drogas, la corrupción o la limpieza de las elecciones- que no sea punto de debate abierto y constante en Estados Unidos. La segunda consecuencia es que muchos ciudadanos mexicanos utilizan cada vez más con mayor destreza a la prensa y a la opinión pública norteamericanas para avanzar sus propias agendas, típicamente en temas relacionados con la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión. En adición a lo anterior, la tercera consecuencia es que, en la medida en que aumenta el nivel de interacción económica y política, pero sobre todo comercial, también se incrementa el número de conflictos entre actores privados de ambas naciones. Los conflictos económicos y comerciales son mayores, aunque también existen mecanismos de resolución de disputas mucho más confiables y certeros gracias al propio Tratado de Libre Comercio.
El triunfo de Clinton va a implicar que los norteamericanos vivirán un periodo en que su presidente tendrá menos preocupaciones electorales y más interés en trascender en la historia. Esto puede entrañar o no una mayor cercanía con México. En cualquier caso, lo que es seguro es que Bill Clinton va a tratar de avanzar los intereses de su país, en la medida en que le permita el Congreso de oposición. Estados Unidos no sólo es diferente a México en su cultura, costumbres, historia y sistema político, sino también en que es una superpotencia con intereses globales que nada tienen que ver con un país relativamente pobre como México, con problemas inmediatos de pobreza y carencias tangibles. Clinton indudablemente va a buscar el interés de su país en ese ámbito global. Esos intereses son distintos a los nuestros, independientemente de que en ciertos temas pudiesen coincidir en un momento dado. Pero el hecho de que sean distintos nos obliga a seguir una línea doble: por una parte, la defensa de los intereses nacionales cuando eso sea lo que corresponda, como ocurrió con el caso de la ley Helms Burton; y, por la otra, la búsqueda de un entendimiento que permita reducir las tensiones entre ambas naciones que, con la mayor facilidad, pueden explotar. A principios de los noventa se logró un enorme éxito en esta compleja relación al compartimentalizar los temas bilaterales, de tal suerte que los problemas y conflictos de algunos temas -como el narcotráfico o la migración, por citar dos obvios-, no contaminaran las oportunidades en temas como el comercio y la inversión, a la vez que permitiesen resolver situaciones inmediatas y urgentes como drenajes y pasos fronterizos a lo largo de la línea divisoria. La idea de la compartimentalización permitía avanzar en los temas en que era posible lograr algún progreso y beneficio mutuo, a la vez que se aislaban aquellas áreas de conflicto sobre las cuales nadie tenía control y/o capacidad de acción.
Los conflictos México-Estados Unidos de los ochenta disminuyeron en intensidad en los noventa por esa política orientada a separar los temas de interacción y conflicto. Esa compartimentalización logró no sólo reducir conflictos, sino incluso concentrar la atención de los norteamericanos sobre nuestras necesidades e intereses. El TLC, cuyos beneficios tendrán que medirse no en términos de años sino de generaciones, es el mejor ejemplo de la compartimentalización, pues el tan vilipendiado tratado logró institucionalizar un área de entendimiento. A pesar de este mecanismo, es obvio que la relación entre dos naciones tan disímbolas jamás va a ser fácil. Separar y compartimentalizar los temas relevantes es la única manera de enfatizar las oportunidades comunes para beneficio, sobre todo, de los mexicanos que esperan y necesitan que se aproveche cualquier coyuntura que permita mejorar su deplorable nivel de vida.